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© Sami Naïr, 2013

© Clave Intelectual S.L., 2016

Velázquez 55, 5º D - 28001 Madrid - España

www.claveintelectual.com

editorial@claveintelectual.com

 

 

Derechos mundiales. Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento sin el permiso escrito de la editorial.

 

 

ISBN: 978-84-945281-6-3

 

Realización de cubierta: Javier Díaz Garrido

Ilustración de cubierta: Obra de la escultora Nisa Chevènement, Le grand livre du temps I, 2000

© Fotografía: Rodrigo Rojas

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Presentación

El asalto del cielo

 

Primera parte. Sociedades que vienen de lejos

Capítulo 1. El retorno de lo reprimido

Capítulo 2. El reformismo imposible

Capítulo 3. Victoria y derrota del nacionalismo

Capítulo 4. Modernidad arriba, explosión abajo

 

Segunda parte. De la revolución a la islamización

Capítulo 1. Los actores del cambio

Capítulo 2. Los islamistas en sintonía con el pueblo excluido

Capítulo 3. El etos islamista

La discordancia de tiempos

Contemporaneidad y no-contemporaneidad

La discordancia de tiempos

Contemporaneidad y no-contemporaneidad

Capítulo 4. Breve taxonomía de los distintos tipos de islam

 

Tercera parte. Mujeres e islamismos

Capítulo 1. ¿Mujeres al amparo del autoritarismo estatal?

Capítulo 2. El discurso islamista (en sus diversas variantes)

Capítulo 3. Las constituciones aprobadas o a debate en Túnez, Egipto y Libia

Igualdad constitucional e inferioridad real

Capítulo 4. La situación real de las mujeres

 

Cuarta parte. Geopolítica

Capítulo 1. ¿Contrarrevoluciones dentro de las revoluciones?

Capítulo 2. La ruptura del eslabón libio

Capítulo 3. El fuego del Sahel

Capítulo 4. el nudo gordiano de Siria

Capítulo 5. El rol de Arabia Saudí y de Catar

Fortalezas y debilidades

Simbiosis norteamericano-saudí

Frente a la revolución democrática

El «intrusismo» catarí

Capítulo 6. Hacia el retorno de Egipto?

Capítulo 7. La gran melé

 

Quinta parte. La transición conflictiva y la recuperación institucional

Capítulo 1. Túnez

Capítulo 2. Egipto

Capítulo 3. Argelia, Marruecos

 

Sexta parte. República secular o «democracia islámica»

Capítulo 1. ¿Democracia religiosa?

¿Democracia religiosa?

Capítulo 2. ¿Hacia un estado teocrático?

Capítulo 3. El problema de la referencia común

Capítulo 4. ¿Laicidad?

 

Anexos

1. Contraofensiva modernista

2. La construcción euromediterránea y perspectivas realistas

3. La democracia difícil

4. El porvenir de la revolución árabe

¿Por qué?

¿Cómo?

 

Agradecimientos

Notas

PRESENTACIÓN

 

El análisis de las revoluciones que se desencadenaron en el mundo árabe durante el año 2011 no puede ser, a día de hoy, exhaustivo, pues se encuentra demasiado próximo aún a los acontecimientos y, sobre todo, porque el proceso revolucionario está lejos de finalizar. Limitémonos aquí a constatar que estas revoluciones han clausurado el ciclo instaurado tras las independencias. La característica fundamental de éste se basa en una legitimidad política asentada en el Estado y sus dirigentes (legítimos o no). Se ha abierto un periodo de transición a la vez conflictiva e institucionalizada desde 2011, que define un nuevo ciclo centrado en la emergencia de la sociedad como actor principal de la dinámica política y cultural. Es ésta una evolución fundamental que, a mi parecer, explica a un tiempo la disgregación de los sistemas dictatoriales, autoritarios o, incluso, formalmente pluralistas y la centralidad de la cuestión democrática en todos estos países.

Es esta evolución la que hay que poner de relieve.

De hecho, lo que se replantea con las revueltas árabes es el ciclo poscolonial que se había abierto tras la Segunda Guerra Mundial, caracterizado por la dominación de Estados autoritarios. Desde principios de la década del 2000, todos los Estados árabes entraron en una profunda crisis de legitimidad económica, política y, ahora, identitaria; algunos (Argelia, en 1989; Marruecos, crisis latente desde finales de los 90), explotaron antes de la revolución de 2011, otros, supieron resistir haciendo concesiones que, sin embargo, no solucionan en absoluto los desafíos planteados.

Lo que definía el ciclo poscolonial era, y en algunos países todavía es, el establecimiento, a través de estos Estados fuertes, de sistemas políticos cerrados que preconizan la dirección de la sociedad desde arriba, ya sea bajo la apariencia de un «desarrollismo» económico o de un liberalismo estatutario. El primero, haciendo uso del poder del Estado, somete la economía a una estrategia administrativa y formalmente planificada (en realidad burocrática), lo que ha desembocado en la formación de capas privilegiadas dependientes del poder político y de estructuras administrativas pletóricas e ineficaces; el liberalismo estatutario, por su parte, tuvo el mismo resultado, pero con mayores desigualdades sociales, un empobrecimiento severo de las capas intermedias y la formación de clases dirigentes en las que el «liberalismo» económico prospera aún más, por cuanto que está protegido por los poderes policiales.

En cualquier caso, durante estos últimos veinte años hemos asistido al agotamiento y, posteriormente, a la confluencia de estos modelos estatales. El abandono del «desarrollismo» ha abierto camino a la formación de poderes políticos de especulación y de corrupción; la adopción del liberalismo estatutario y el paso al liberalismo puro y duro ha multiplicado estos males sin ayudar realmente al desarrollo de las sociedades. Éstas se modernizan, pero la miseria se propaga, la especulación está aplastando a las capas populares, marginando a las nuevas generaciones, y la corrupción está hundiendo a toda la sociedad en una especie de vínculo social sometido por entero al arbitrio de los poderosos.

Para comprender por qué han estallado estas revoluciones, hay que tomarle las medidas al cierre del sistema social y político. De hecho, reflejan el bloqueo de la movilidad social, la marginación de las capas medias y pobres, la asfixia de las reivindicaciones que resultan de esta situación.

Durante estas dos últimas décadas, la integración social ha dejado de funcionar. Entre tanto, llegan al seno de estas sociedades nuevas generaciones jóvenes, formadas y orientadas hacia una cultura cada vez más mundializada, que se han visto afectadas de lleno por el estrechamiento del mercado laboral, e incomodadas por la llegada de la siguiente generación, bajo el efecto del crecimiento demográfico.

En torno a los años ochenta, la válvula de seguridad constituida por la emigración permitía a los Estados librarse con el menor costo de una parte importante de esta población, la más reivindicativa. Pero esta válvula fue bloqueada por la política europea de cierre de fronteras y de freno a la inmigración.

Y no se trata más que de la punta del iceberg. Pues, si desde su independencia se enriquecieron los «cabecillas» de estas sociedades, asimismo, «sus cuerpos» se vieron empobrecidos de forma dramática. Si juzgamos el desarrollo económico no por las cifras con frecuencia abstractas y engañosas del PIB y del crecimiento, sino por la integración social y la cohesión colectiva, podemos sostener que en estas sociedades, el empobrecimiento se ha reforzado por doquier en las capas populares, que se ha extendido en las (débiles) capas medias y que, incluso, se ha radicalizado en las capas rurales más marginadas. El desarrollo de la educación se ha ralentizado, el descenso del nivel en todos los sectores de la enseñanza ha alcanzado un punto tal que las capas acomodadas compiten por colocar a su progenie en instituciones educativas extranjeras. El fracaso escolar se ha ampliado y los licenciados, generalmente infravalorados, están en general de plantón en las calles de las grandes metrópolis…

Esta situación da lugar a la emergencia de una sociedad de pirateo, en la que la economía ilegal es la reina y los favores, unos privilegios cortejados. De hecho, se trata de la emergencia de sociedades duales, divididas, separadas, profundamente desiguales.

Así pues, el endurecimiento de las condiciones de existencia social y el incremento de las luchas por la captación de recursos económicos, se producen en un contexto de ausencia de mecanismos democráticos capaces de dotar a estos Estados de expresión política. La demanda de cambio, al ser negada, se vuelve cada día más explosiva. La única válvula que funciona es la de la corrupción y el clientelismo, y la generalización de estos dos males conduce inevitablemente a la degeneración del vínculo social.

Todas las reivindicaciones de los manifestantes –por todas partes, sin ninguna excepción, desde Marruecos hasta Yemen– ponen de relieve la temática de la lucha contra la corrupción. Ésta resume en una palabra, mejor que cualquier análisis sociológico o político, la realidad intrínseca de los sistemas políticos cerrados. La devaluación de su legitimidad política mana directamente de esta herida. Podemos decir, y volveremos sobre este punto en los siguientes capítulos, que esta corrupción generalizada se convierte, en los sistemas más degenerados (Túnez, Egipto y Siria), en un verdadero vínculo social, es decir, en organizador colectivo de las relaciones sociales.

Esta situación se ha vuelto insoportable para la mayoría de la población –mientras que en la esfera política se rumorean las maniobras de especuladores y militares. En general, aquellos que no entran en el sistema de la corrupción son apartados sin miramientos, políticamente marginados, condenados al silencio o al exilio.

Este cuadro puede proporcionar una imagen, mutatis mutandis, del conjunto de las sociedades poscoloniales arabo-islámicas, después de que las tentativas de «desarrollo», de «socialismo específico árabe», de nacionalismo antiimperial, de liberalismo, se evaporaran al entrar en contacto con los sistemas económico y político mundiales.

La desilusión tiene como telón de fondo a unas clases dirigentes poco numerosas y tanto más empeñadas en defender sus prebendas; unas capas medias débiles y nuevas capas del sector servicios desprovistas de una identidad social estable; unas clases obreras empobrecidas (Marruecos, Egipto, Yemen –o remotamente clientelizadas por el poder, gracias a la ayuda de sindicatos conciliadores– Túnez y Argelia).

La crisis de legitimidad política de estos Estados tiene lugar a partir de los años 1980. El fracaso es áspero; se ve incrementado por una variable que estos poderes no logran controlar: la emergencia de medios de comunicación de masas –televisiones, antenas parabólicas, Internet y, finalmente, para colmo, los teléfonos móviles en los años ochenta– armas temibles por hacer estallar el monopolio de la comunicación, hasta entonces en manos de los poderosos. En adelante, desnudos, los sistemas políticos entrarán en crisis irremisibles.

La explosión social sobreviene como un trueno en un cielo de por sí terriblemente cargado. Está revestida de acontecimientos trágicos: inmolaciones de jóvenes en Túnez, Marruecos, Argelia y Siria. Nunca se había visto algo parecido en el mundo árabe, ni siquiera durante la época de la colonización. La desesperación debía de ser grande…

Las transiciones que se inician son ya elementos de este nuevo ciclo, que hace que las sociedades se presenten como actrices de su destino. Estas transiciones son caóticas, contradictorias, conflictivas y pueden desembocar en los precipicios de las sociedades sin tradición democrática. Pero son inevitables y, sobre todo, necesarias de este modo, es decir, a través del enfrentamiento democrático. Colocan a las sociedades ante sí mismas, y, después de todo, así es como la democracia se enraizó en las viejas sociedades europeas. No se puede ahorrar el tiempo necesario para el aprendizaje democrático, y si las élites de estos países pretextaron durante tanto tiempo que los pueblos no estaban lo suficientemente «maduros» para la democracia, era en realidad porque no estaban dispuestas a ver a estos pueblos, todavía en harapos, meter las narices en los asuntos de aquellos que hablaban en su nombre.

Así pues, el periodo que se abre es peligroso y no tiene ninguna garantía de éxito. La democracia experimentada en Túnez, Egipto y Libia puede acabar siendo devorada por aquellos que actualmente se benefician de ella para acceder al poder. La sociedad, tal y como se presenta, está muy polarizada; fuerzas democráticas, laicas, demográficamente minoritarias, pero cultural y económicamente poderosas, se enfrentan a partidos políticos conservadores, portadores de una visión teocrática del mundo y de una concepción de la sociedad más comparable a aquella de los partidos fascistas de los años treinta en Europa que a las democracias cristianas modernas.

La salida es incierta, pues depende de un actor principal, que irrumpe por primera vez en el campo político: se trata de las capas populares marginadas, las fracciones asalariadas más dominadas, los jóvenes parados de las ciudades y de los campos, que pueden, en adelante, hacer oír sus voces, porque los sistemas cerrados o bien han desaparecido o bien se han visto obligados a escuchar.

Los desafíos están perfectamente claros en todas partes y además son idénticos: desarrollo económico generador de integración social, igualdad hombre-mujer, como zócalo fundamental de la modernidad; separación del espacio público del privado, lo que significa no sólo la distinción entre interés particular e interés general, sino también libertad de conciencia, por lo tanto, separación entre religión y Estado. En una palabra, la puesta en marcha del Estado de derecho.

Éste es el inmenso continente que la gran cesura de 2011 ha introducido en el imaginario del mundo arabo-islámico. Este libro muestra el camino seguido para llegar hasta allí, los conflictos reprimidos y que hoy día afloran, las razones por las que los islamismos revisten aspectos de «movimientos mesiánicos» en el proceso democrático en curso. Lo que se pretende con la reflexión aquí emprendida es, en realidad, aclarar las principales cuestiones de las actuales confrontaciones.

He tratado de mantenerme a cierta distancia del tema, al menos en cuanto al método, para hacer entender de la forma más objetiva posible sus articulaciones fundamentales, especialmente en cuanto al significado del «islamismo» político, que no confundo con la religión islámica. Este fenómeno histórico-cultural me parece un verdadero peligro para estas sociedades, pero de nada sirve condenarlo abstractamente, pues de lo que se trata es de saber porque estas sociedades caen bajo su imperio y cómo combatirlo. Finalmente, no pretendo haber sido siempre capaz de mantener esta distancia comprehensiva, asumo la toma de partido que, a veces, guía mi pluma –pues ¿cómo permanecer indiferente cuando las sociedades emprenden el combate por su libertad?

EL ASALTO DEL CIELO

 

Probablemente sea demasiado pronto para pretender explicar las causas profundas de la revolución en curso en el mundo árabe. Ayer se nos presentaba bajo el rostro de millares de jóvenes que desafiaban pacíficamente a las dictaduras y conseguían derribarlas en nombre de valores seculares y modernos; hoy, salen de las urnas mayorías religiosas conservadoras y proyectos de sociedad que parecen sacados de otra época.

Sin embargo esta revolución era esperada. Tenía que surgir en un momento u otro, pues el mundo árabe no podía permanecer indefinidamente al margen del gran flujo democrático que sacude al planeta tras el fin de la bipolaridad norteamericana-soviética. La caída del Muro de Berlín hizo doblar las campanas por este mundo bipolar; la revolución democrática árabe, que comenzó en el pequeño Túnez, representa en realidad un momento crucial de consecuencias por ahora imprevisibles. Permite que pueblos, que han estado dominados siempre por sistemas autocráticos, se unan a los movimientos de democratización de la década de 1980 en América Latina y de los años 1990 en los países de la Europa del Este. Esta entrada «forzada» en la historia, impuesta por los propios pueblos, constituye una profunda modificación de las conciencias.

La historia real, la que hacen los pueblos y no los comentaristas, se vistió de una trágica túnica en una pequeña población del suroeste de Túnez. La inmolación del joven Mohamed Bouazizi, el 17 de diciembre de 2010 en Sidi Bouzid, fue la chispa que encendió la planicie[1]. En todas partes, desde Marruecos hasta Yemen, tembló la Tierra. Súbitamente se estremecieron países enteros. Hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, que no estaban acostumbrados a juntarse, invadían las calles y las plazas, y en transcurso de algunas semanas expulsaban a dos dictadores, Zine el Abidin Ben Ali en Túnez y Hosni Mubarak en Egipto: el primero, tras veintinueve días de protestas pacíficas a pesar de la represión; el segundo, después de dieciocho días de ocupación de la plaza Tahrir en El Cairo, y a pesar de los asesinatos cometidos por su policía contra los manifestantes civiles desarmados.

No fue en nombre de valores del pasado, de versículos religiosos o de representaciones ideológicas por lo que luchaban estos jóvenes surgidos de las sombras, sino ceñidos a la bandera de los valores ciudadanos de la libertad, la solidaridad y el respeto a la dignidad de cada persona. Esto es lo que contiene la fuerza y el carácter ejemplar de estas revoluciones. Y por ello tuvieron un eco sin precedentes en todo el mundo árabe, que empezó a vibrar al ritmo del diapasón de tunecinos y egipcios.

En febrero de 2011, Libia se incorporó a la misma tormenta con las mismas consignas; luego lo hizo Siria, a partir de marzo, mientras que la pólvora se extendía desde Marruecos hasta el sultanato de Omán. La onda alcanzó a todos los países árabes de forma más o menos contundente y hasta en Sudán se vieron manifestantes con el mismo repertorio de reivindicaciones.

¿De dónde venía este grito? ¿Por qué ese repentino e irreprimible valor a la hora de afrontar la muerte? ¿Cómo han podido durar tanto estas dictaduras y hacia dónde van estas olas de la historia en movimiento? Más aun, ¿cómo explicar que, una vez instaurada la democracia, estos grandes levantamientos hayan llevado a la victoria de fuerzas religiosas conservadoras, a veces simple y abiertamente oscurantistas? ¿Es compatible el nuevo régimen, por primera vez fruto de la libre expresión de la voluntad popular, con la democracia, es decir, con un contrato ciudadano establecido libremente? O ¿destruirá esta misma democracia, esta misma libertad?

Para estas preguntas cruciales no hay respuestas sencillas. La historia de los pueblos ha sido hurtada, inverosímil: no hay una ley a priori, raramente obedece a un designio predeterminado. Por ello es imprescindible seguir las razones de la revuelta, sus avances y retrocesos, y consagrarse en todo momento a desentrañar los profundos mecanismos políticos y culturales que la han producido. Pero también es importante señalar la profunda unidad de estas revoluciones por encima de lo que en cada caso las diferencia. En efecto, hay una condición histórica y de experimentación política entre todos los pueblos que, de Marruecos a Yemen, se han sublevado. ¿Podemos imaginar una revolución que estalle en Francia, siga con las mismas consignas en Alemania, se extienda a Gran Bretaña y finalmente toque, poco a poco, a todos los países europeos, siempre en defensa de las mismas aspiraciones y reivindicaciones? Europa vivió, en los siglos XIX y XX, este tipo de contagio político, de la misma forma que está surgiendo en la actualidad en el mundo árabe.

Se puede comparar esta extensión de las revueltas a la que se produjo en los países de la Europa del Este cuando se desmoronó el imperio soviético. Lo que caracterizaba a estos pueblos, más allá de sus diferencias lingüísticas y culturales, era la sujeción a un sistema dictatorial impuesto desde el extranjero. Pero lo que identifica a los pueblos árabes que se han levantado es algo incluso más fuerte: su pertenencia a una lengua, una religión, una historia comunes, y la misma sujeción a idénticos regímenes de opresión.

El sistema político que ha prevalecido y prevalece aún en la mayoría de estos países ha estado y está todavía fuera de la democracia. También es un eufemismo para designar una cruel realidad: un poder político basado principalmente en la represión, en el que los derechos humanos fundamentales eran, y lo son todavía en algunos de ellos, pisoteados sistemáticamente. En cierta manera, el hecho de que los dictadores libio o sirio no dudaran en bombardear a la población civil, que transformaran los conflictos de legitimidad política y las reivindicaciones democráticas en luchas intertribales e interconfesionales, muestra hasta qué punto estos regímenes estaban basados exclusivamente en la fuerza.

Ahora bien, el mundo ha cambiado. Desde los años del siglo XX estos sistemas se han quedado desnudos; no tienen ninguna justificación ideológica para legitimar su autoritarismo. Han fallado en todo: economía, democracia, construcción del Estado. Se han convertido en un anacronismo: expuestos a las denuncias de las organizaciones internacionales, precursores de los integrismos más violentos, estos Estados son incapaces de afrontar las mutaciones culturales y políticas engendradas, para bien o para mal, por la actual globalización. Dentro de cada uno de ellos, por doquier, surge la protesta multiforme.

La explosión tunecina ha convulsionado la historia moderna del mundo árabe. Al plantear la cuestión de la democracia ha puesto a la luz del día un inmenso campo de problemas no resueltos y de nuevos temas que hay que afrontar. Ahora es el mayor reto de los procesos revolucionarios en curso, pues la revolución democrática no es en realidad más que un primer paso en el proceso de emancipación de las sociedades. Debe desembocar en formas de Estado que la protejan y aseguren su perennidad. Esto implica una aclaración de lo que está en juego y, sobre todo, el rechazo de la «ilusión democrática» en sí, puesto que la democracia no lo resuelve todo. Es en esencia una forma de gestión de conflictos de la sociedad, un método de gobierno de las sociedades. No es un fin en sí misma. Si debe conducir al autoritarismo e, incluso, como en el caso de Europa en los años veinte y treinta del siglo pasado, al fascismo y al nazismo, se convierte en una catástrofe para los pueblos. Es por esto que la democracia debe estar garantizada por instituciones fuertes, por un Estado responsable, que asegure la protección de las minorías y haga prevalecer los principios fundamentales de igualdad de derechos entre los ciudadanos. Sin una República neutra, tanto en relación con las ideologías como con las religiones, no hay democracia digna de este nombre. Es el desafío histórico al que las revoluciones árabes se enfrentan.

 

A lo largo de este libro subrayo en varias ocasiones la perversión del lenguaje que los ideólogos de pacotilla utilizan para poder engañar mejor a los pueblos: la «democracia islámica» y, peor aún, la «república islámica» son formas mortales tanto para la democracia como para la república, puesto que tanto una como otra exigen el debate libre, la autonomía del ciudadano. Someter a una y otra al atributo religioso es pervertirlas de entrada. La única forma de lograr una confluencia entre estos dos términos es precisamente establecer una democracia republicana, es decir, una forma de gobierno de la sociedad que proteja los derechos individuales del ciudadano de cara a las ideologías y a las creencias colectivas.

No es fácil aceptar este desafío, pues las sociedades en cuestión siguen siendo portadoras de unos poderosos rasgos arcaicos. Las fuerzas que dormitaban en su seno han sido despertadas por la revolución y pueden, incluso «democráticamente», conducir a estas sociedades al desastre social y cultural. Asimismo, no faltan demagogos y aprendices de brujo para justificar lo injustificable, y para utilizar estos arcaísmos con el único fin de conquistar el poder. Nuevas formas de desigualdad pueden ser introducidas entre hombres y mujeres, creyentes y ciudadanos, que transformarán estas revoluciones en pesadillas para las fuerzas más vivas de la sociedad. Es necesario saberlo y combatir con el rigor más extremo estas tendencias. Éste es el único modo de mantenerse fiel al contenido auténtico de la revolución democrática, que ha sido, para estos pueblos, un verdadero asalto hacia el cielo de la libertad y del progreso.

PRIMERA PARTE

Sociedades que vienen de lejos

Capítulo 1

EL RETORNO DE LO REPRIMIDO

 

Por primera vez en su historia, la revolución democrática en el mundo árabe está obligando a las sociedades a mirarse de frente, sin intercesor, sin mediación, sin tutor que encarne la Verdad desde las alturas de su poder. Hasta aquí, ha habido muchas «barreras sobre la realidad» (Freud) que evitaban interrogarse sobre uno mismo. Imperialismo, colonialismo, Occidente, dominación extranjera, sionismo, todo era bueno para volcar hacia el exterior los bloqueos de uno mismo, los arcaísmos, las heridas profundas que incidían y paralizaban a estas sociedades. Los adornos eran a menudo de oro, puesto que estos bloqueos y estas cómodas explicaciones se sostenían sobre la base de la nostalgia de una civilización ilustrada que se había perdido. Pero la realidad se batía al ritmo de la violencia de las relaciones sociales, de la dominación policial y militar, de la «caporalización» de las sociedades entregadas a «elites» generalmente incapaces pero muy hábiles a la hora de apropiarse de las funciones de dirección.

La derrota de los regímenes tunecino, egipcio, libio ha hecho saltar esta tapadera. Y he aquí que finalmente, merced a la democracia, aflora el fondo. Y ese fondo ha estado oculto durante mucho tiempo. Nunca ha podido expresarse libremente. El periodo precolonial diseña sociedades ya anquilosadas, feudales y tribales, presas de la espiral constantemente reproducida de la decadencia que comienza a finales de la Baja Edad Media y continúa hasta la conmoción colonial del siglo XIX. Política y socialmente, un señorío dirigente aristocrático, unas relaciones de dominación y de servidumbre, unos segmentos fragmentados de la clase de los comerciantes, ciudadana y portadora de una cultura a un tiempo mercantil y pragmática, un campesinado, –desde el Khemass esclavizado (obreros acemileros del campo) hasta los grandes propietarios de la tierra y a los jefes de las grandes «tiendas»–, todo está recubierto de una ideología religiosa islámica arcaica que funciona como «ideología espontánea». El sentido común, los usos y costumbres, están impregnados de esta visión del mundo religiosa, a su vez reforzada por sistemas jurídicos con frecuencia coactivos.

En estas sociedades es difícil separar lo que corresponde a la fe, a la ética cotidiana, a la ley jurídica, a las costumbres y usos específicos de tal o cual comunidad. Todo parece imbricado, y esto es lo que explica el papel tan lancinante de la referencia religiosa en los comportamientos y en las representaciones.

 

La colonización, bajo sus diversas formas, ha dislocado esta totalidad anquilosada, pero sin hacerla desaparecer. Ha actuado de forma distinta según fuera francesa o británica, engendrando además mecanismos de defensa y de reapropiación que corresponden a las propias estructuras de las que es portadora. De está forma, el Magreb estará condicionado, hasta en sus nuevas identidades, por la colonización francesa, y, en consecuencia, por el etos republicano, mientras que el Machrek, a excepción del Líbano, reaccionará más en función del tropismo cultural anglosajón. Al mezclar las estructuras internas de estas sociedades, la colonización ha modificado sus contenidos, e incluso ha creado otros nuevos, reprimiendo y comprimiendo la mayor parte de sus rasgos distintivos[2].

La colonización se superpone a estas estructuras profundas, mina su interior y las domina desde el exterior. La civilización que resulta de ello es una especie de obra escrita por el colonizador en la que el «indígena», el colonizado, es, en el mejor de los casos, una comparsa de segunda clase, y en el peor ni siquiera existe[3].

¿Significa esto que la colonización no fue otra cosa que un «genocidio» en marcha? Nos vemos tentados a pensarlo así a la vista del terrible rodillo compresor y del «ninguneo» cultural y humano del Otro, tanto en la práctica como en el discurso colonial. En este sentido, el caso de Argelia es un caso límite. Sin embargo, hay que traspasar esta primera denuncia: la convulsión creada por el choque colonial permitió despertar a estas sociedades, incluso aunque este despertar necesitara décadas para tomar conciencia de sí mismo. La «positividad», siempre y cuando no se tome esta palabra como un arma dirigida a legitimar en segunda instancia la colonización, está en que ella misma ha producido su propia negatividad. Toda «aportación» de la colonización presentará por el mismo movimiento su cara oscura. Incluso las capas colonizadas que se han tomado al pie de la letra el discurso emancipador colonial, en especial el principio de igualdad –los jóvenes argelinos, tunecinos, marroquíes[4], egipcios, sirios– se han dejado la piel en la realidad del sistema colonial[5]: nunca accederán a esta igualdad, salvo que renieguen de ser «árabes y musulmanes»[6].

Esta incomprensión es a su vez el producto de un rechazo inicial: y es que el imperialismo y la colonización no sólo han dominado estas sociedades, sino que sobre todo han hecho imposible cualquier evolución interna de la relación colonial: han impedido el desarrollo de una solución reformista dentro del sistema. Es trágico constatar, con la distancia histórica, que por ejemplo Argelia, sociedad en la que la colonización fue más brutal y profunda, generando una aculturación-deculturación casi patológica de las poblaciones sometidas, es el país en el que la solución reformista, es decir, el acceso de la mayoría árabe-bereber-musulmana a la igualdad republicana, sufrió el fracaso más violento debido a la propia relación colonial. Ahora bien, probablemente este sea el país en el que, como consecuencia de un inmenso trasplante de valores del colonizador hacia el colonizado, la solución reformista podía haber tenido más oportunidades de triunfar[7]. Y haber logrado una liberación sin el precio de tanta sangre y tantas tragedias humanas…

Si en otros lugares el intento de destrucción cultural de las poblaciones sometidas no ha sido tan categórico, no deja de ser cierto que la sobreimposición cultural imperial-colonial, por doquier, ha reprimido, ocultado la identidad de las sociedades dominadas. Esta relación es la que ha obligado a estos pueblos a replegarse sobre sí mismos, a enroscarse en sus estructuras fundamentales para convertirlas en fortalezas indestructibles.

Toda la historia identitaria del mundo árabe-islámico-mediterráneo durante la época colonial, a diferencia de la de la península arábiga del Golfo, yace en este repliegue, y en la introspección que cada uno hace a partir de este repliegue. Para afrontar la compresión procedente del exterior, los pueblos se respaldan en su fondo arcaico, oponen al principio una resistencia pasiva y después cada vez más activa, hasta que toman conciencia de la inhumanidad de esta discriminación.

La guerra abierta será el trágico desenlace de todo esto.

Capítulo 2

EL REFORMISMO IMPOSIBLE

 

En un primer momento, las elites culturales de estas sociedades contemplaban esta guerra prioritariamente en el plano cultural y de forma evolutiva. En cierta forma se enfrentaban al mismo problema de penetración en el etos popular de sus conciudadanos que las potencias coloniales. Saben que no pueden articular un discurso modernista demasiado decidido, so pena de ser acusadas de pactar con la potencia extranjera y de perder el contacto con el pueblo profundo; pero, al mismo tiempo, son conscientes de que no pueden combatir al colonizador sólo con el repliegue cultural; por tanto, deben oponer algo tan potente como su cultura y, a la vez, hacer tomar conciencia al pueblo de que debe emprender nuevos caminos si quiere escapar de la aniquilación cultural.

Allí de nuevo, al haber experimentado la deculturación más destructiva, son dos intelectuales argelinos de primera fila los que juntan los dos cabos del dilema. Malek Bennabi, filósofo influenciado por el personalismo francés y exegeta del Corán[8], formula el problema de una forma lapidaria: «Si fuimos colonizados, dice, es porque eramos colonizables». Kateb Yacine, el principal escritor argelino, para justificar su arraigo en la cultura occidental le replica a su vez: «La cultura del colonizador es nuestro botín de guerra». El escenario está planteado.

La «colonizabilidad» proviene directamente del retraso cultural, de la decadencia identitaria, del bloqueo y del anquilosamiento del Islam concebido como la identidad de base, que subsume todas las formas de pertenencia, tribales, regionales y tradicionales. Es este Islam lo que hay que modernizar, «salafizar», es decir depurarlo de todas las escorias que lo han pervertido durante siglos y han hecho posible la dominación exterior. La búsqueda de la açala, de la autenticidad, significa por tanto esto: hay que podar las ramas viejas de la religión, que no cesan de hacer sombra a su adaptación al mundo moderno; perseguir las creencias irracionales, el misticismo nostálgico, el analfabetismo oscurantista. En una palabra, hacer surgir lo fundamental contra lo dogmático. Por esta razón, en su origen, el «fundamentalismo» entre los pensadores de la Nahda, especialmente en el sirio Rashid Rida y su maestro, el egipcio Mohamed Abdou, reflejaba una actitud intelectual reformista, un movimiento modernizador del pensamiento, sin que ello significara una postura progresista o revolucionaria en la práctica política.

 

La misma tendencia prevalece en casi todas partes, matizada como es lógico por las condiciones particulares de cada país: se trata de adaptarse a la civilización occidental, de copiar sus conocimientos, sus técnicas, los modos de ponerlas en práctica e, incluso, desde el momento en que la religión no entra en el juego, los comportamientos. Pero esta imitación sólo es posible si se fundamenta al mismo tiempo en la reafirmación de la autenticidad, la identidad de base, la açala.

Éste es el concepto clave, postulado entonces y que hoy día sigue todavía en el centro de la recuperación islámica del «yo» invocada por los diversos islamismos, ya sean conservadores, fundamentalistas o yihadistas. Açala significa auténtico, fundamental, sustancial[9], pero ¿cuál es su contenido? Una oscura mezcla de arabidad, berberidad e Islam. En cualquier caso, un entrelazamiento difícilmente divisible. Así pues, la batalla emprendida por los pensadores, religiosos y seglares, de la Nahda en Oriente Próximo como en el Magreb, se despliega en dos frentes: contra el dogmatismo y el arcaísmo cultural religioso; contra la «despersonalización» trasplantada por la ideología colonial, con su amenaza de alienación y, al final, la desagregación del toda el área musulmana. Los teóricos de la Nahda son profundamente conscientes de que el mundo musulmán puede desaparecer en contacto con la civilización occidental, y de que sólo una regeneración racional puede salvarlo.

Esta conciencia empujará muy lejos a los pensadores egipcios más modernos, seguidos, y a veces incluso precedidos en esto, por sus colegas de otros países árabes. ¿Quién, en el mundo árabe, se atrevería hoy día a escribir como Taha Hussein en los años 30 del siglo pasado: «Debemos seguir el camino de los europeos para llegar a convertirnos en sus iguales y en sus compañeros en la civilización, en lo que ésta tiene de bueno y de malo, de dulce y de amargo, en lo que puede ser de amada u odiada, alabada o censurada»?[10].

La historia del mundo árabe-musulmán estará condicionada siempre por este desafío. El fondo oscuro debería ser combatido. Y lo fue. Pero la historia no se escribe como un trazado geométrico, con rectas y curvas siempre medidas, demostrables y previsibles. Es una sucesión caótica que los grupos humanos inmersos en esta marea deben tratar de orientar y dominar sin nunca llegar a conseguirlo por completo. Generalmente obedece a «el ardid de la razón» del que habla Hegel, y que implica atajos, a veces opuestos al fin buscado, para llegar a él de otra manera. Es por esto que no es el Islam, el islamismo como ideología lo que emancipa a estas sociedades de la tutela colonial e imperial, sino el nacionalismo seglar, muchas veces enfrentado a este Islam.

En un principio fue un nacionalismo reformista, profundamente occidentalizado, que encontraría sobre todo en Egipto a sus mejores guerreros con la pluma. La generación de los intelectuales egipcios de los años 20 y 30, laicos y orientados hacia la modernización del pensamiento musulmán, no duda en enfrentarse a los tabúes: relectura crítica del Corán, revisión del periodo preislámico (la célebre jalilla, o barbarie) con una nueva mirada, simpatizante y opuesta a la oscura capa tendida por la tradición cultural musulmana. El inicio del debate sobre las relaciones entre lo espiritual y lo temporal en la ciudad política, sobre el estatus de la mujer, igual al hombre, y sobre otros miles de nudos identitarios. Nombres que hoy han sido tapados por el vocerío del fundamentalismo egipcio: Ahmad Amin, Abbas Mahmud al-Aqqad, Tawfiq al-Hakim, Abd al-Qadir al-Mazini o Taha Hussein, han jugado un inmenso papel en esta tentativa de construir un pensamiento moderno, racionalista, independiente de la referencia dogmática, centrada en los valores europeos del Siglo de las Luces.

Influidos sobre todo por el positivismo francés y el parlamentarismo inglés, defendían una concepción moderna del Estado-nación y veían en Egipto la vanguardia del mundo árabe en marcha hacia la modernización. Taha Hussein, sin duda el mayor de todos, autor de L’avenir de la culture, que vivió en Francia y fue traducido por Anatole France y André Gide, que llegó a ser ministro de Educación, no dudó a la hora de emprender una modernización en profundidad del sistema educativo de su país. Tras la segunda Guerra Mundial, y hasta la década de 1990, su ejemplo sería seguido en otros países árabes, especialmente en Túnez a través del trabajo de Mohamed Charfi. El egipcio Ahmed Amin, desarrolla en Oriente y Occidente la idea de la no separación de estas dos entidades, porque en realidad son una civilización en construcción común[11]. Y todo el nacionalismo seglar de la posguerra, aunque antes esté la liberación de la tutela económica y política del Occidente colonial e imperial, mantendrá la idea de la imitación europea en la cultura. Evidentemente, esta corriente se desarrolla en el terreno cultural en respuesta al islamismo de los Hermanos Musulmanes de Hassan al Banna, muy influenciado por el wahabismo saudí.

 

La vía reformista egipcia, representada por el partido Wafd, fundado por Saad Zaghloul, se rompió debido al compromiso de los aristócratas dirigentes con el colonizador, y, a la vez, sufrió la competencia del ascenso de los movimientos nacionalistas plebeyos, radicales, los cuales, aunque compartían el ideal nacionalista, portaban una ideología influenciada por el radicalismo revolucionario de la posguerra. Encontraron el apoyo de las capas más pobres de la población, lo que no sucedió con los reformistas culturales, más próximos a las clase medias altas y a las burguesías en formación.

Nos encontramos, por tanto, en una situación en la que la modernización reformista se ha hecho imposible por la conjunción de varios factores: el rechazo imperial-colonial a reconocer la legitimidad de la independencia nacional de estos países (el caso de Egipto es un poco más complicado); la incapacidad del reformismo religioso para ofrecer una verdadera alternativa política a la colonización (tratará más bien de pactar con ella); y el ascenso del nacionalismo popular, radical, que alza su espada sobre la espalda del reformismo religioso, obligándolo a elegir entre el sometimiento al poder colonizador o la solidaridad con la lucha armada contra este.