Un mal poema
ensucia el mundo

JOAN MARGARIT

Un mal poema ensucia el mundo

Ensayos sobre poesía (1988-2014)

SELECCIÓN Y PRÓLOGO DE JORDI GRACIA

arpa editores

Primera edición: febrero de 2016

© Joan Margarit Consarnau, 2016

© del prólogo: Jordi Gracia

© de esta edición: Arpa y Alfil Editores, S. L.

Déu i Mata, 127, 1er – 08029 Barcelona

www.arpaeditores.com

ISBN: 978-84-16601-02-8

Depósito legal: B.550-2016

Diseño de cubierta: Estudi Purpurink

Impresión y encuadernación: Cayfosa

Impreso en España / Printed in Spain

Reservados todos los derechos.

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ÍNDICE

Prólogo. La conquista de la libertad

UN VIAJE POÉTICO

La madurez de tres libros

Un viaje poético

Poesía amorosa. Joana

Descubrimientos

Poesía, claridad y exactitud

Todos mis poemas

Gabriel Ferrater, punto de partida

LAS RAZONES DE LOS POEMAS

Estació de França

Cálculo de estructuras

La Barcelona del poeta

NUEVAS CARTAS A UN JOVEN POETA

Introducción

Empezar a escribir, empezar a publicar

La necesidad

La inspiración

Leer un buen poema

Entender un buen poema

Poesía y literatura

Poesía y tradición

Poesía, filosofía y religión

Poesía y amor

Poesía y soledad

LA POESÍA Y OTRAS CIENCIAS

Arquitectura de un poeta

Para qué sirve la poesía

Poesía y cálculo de estructuras

Poesía y misterio

Carta a Luis

PRÓLOGO LA CONQUISTA DE LA LIBERTAD

Se lo he contado a él, así que no será improcedente contarlo también aquí. El primer Joan Margarit que conocí era recién nacido y todavía caliente; latía con la energía insólita de la madurez y la verdad moral hacia principios de los años noventa. A los cincuenta años, el poeta renunciaba a hacer de poeta y vestir de poema porque escribía instalado felizmente en la Edad roja con Los motivos del lobo, trazando Aguafuertes sin errar ningún Cálculo de estructuras mientras perdía a Joana y construía poema a poema el amparo cruel de una Casa de Misericordia. Ese era un hombre de la edad que yo tengo ahora, pero era nuevo y respiraba la alegría del hallazgo, como si mi privilegio como lector consistiese en saltarme los preliminares para acceder de lleno a la plenitud del escritor.

Lo mejor para este libro es que ese poeta recién nacido empezó entonces a nacer también para la prosa. Primero tímidamente con este o aquel epílogo, esta o aquella nota aclaratoria, y después cada vez más firme y más matizado, más expansivo, más efusivo y más abarcador. Incluso tuvo la generosidad de sembrar de notas al menos dos de sus libros, Estació de França, en 1999, y Cálculo de estructuras, en 2004. No eran explicaciones banales para críticos erudipáusicos ni auxilios de lectura guiada; eran asaltos vivísimos a las razones y circunstancias de los poemas, instantáneas a veces fulminantes sobre la imagen, el arrebato o la melancolía que los había motivado. Esa prosa era sustancial y autónoma, con vida propia más allá del poema, como la fueron teniendo en años sucesivos sus meditaciones cada vez más desacomplejadas y más abiertas a la expresión de una idea lentamente fraguada de la poesía, cada vez más contagiosamente comunicativo sobre sus lecturas, su formación, sus ganas de contar cómo hace los poemas y cómo le gusta descubrir el modo de hacerlos de los otros.

Y también desde entonces empezó otra ruta nueva, y decidió confrontar su lectura de poeta con la poesía de los maestros, o algunos de los maestros. El lector encontrará en este volumen uno de esos ensayos, dedicado a Thomas Hardy, pero no otros más extensos y minuciosos en torno a la obra de Joan Maragall y Juan Ramón Jiménez, como autores capitales de su biografía de lector, ni tampoco las extraordinarias aproximaciones afectivas y casi osmóticas a dos autores de la magnitud de Elizabeth Bishop y Joan Vinyoli: constituirán con el tiempo el tercer volumen de la prosa de Joan Margarit.

El libro que tienen en la manos –tampoco voy a ocultarlo– nace de una fantasía privada que le contagié a Joan. A medida que crecían los prólogos y los epílogos iba creciendo en mí la ansiedad de verlos todos juntos, la ansiedad de escuchar al ensayista que yo veía al trasluz del poeta en posición siempre demasiado auxiliar, en un lugar menor y marginal, desplazado al final de los libros y a menudo casi pidiendo disculpas por estar ahí. Mi punto de vista ha ido siendo cada vez más el contrario porque con el poeta había crecido también el ensayista: la plenitud de uno era hermana de la plenitud del otro. Revelaban ambas rutas la conquista de la libertad de hablar de literatura, de la poesía y de la vida con nuevas certezas y sobre todo nuevas armas. El ensayista se aproximaba a la complejidad de las emociones desvestido de tópicos y libre de prejuicios, atento a la experiencia íntima y también libre de las tentaciones románticas y hasta vanguardistas de la experimentación sobre el aire para hacerla sobre la tierra: el dolor, el amor, la muerte, la memoria y su historia. O la ciudad: de ahí que uno de los apartados más absorbentes lo hallará el lector en el que he titulado “La Barcelona del poeta”. Esos textos proceden de una antología de 2007 en torno a Barcelona con prosas que captan la vivencia de una ciudad, Barcelona amor final.

Mi convicción ha acabado siendo definitiva cuando hemos podido ver juntos, Joan, el editor Joaquim Palau y yo mismo, la coherencia y la consistencia de una voz reflexiva con cara y ojos, y capaz de defenderse sola (sin los poemas) y de conmover por su cuenta, como si la conquista de la libertad que define la plenitud lírica de la poesía de Joan fuese también la conquista de la libertad del ensayista. Sin yo y sin libertad no hay ensayo literario y si la conquista de la verdad moral es el secreto del poema, lo ha sido también aprender a decirla en la prosa. Decir la verdad no está al alcance de todos ni es un don regalado sino una conquista moral y muscular que llega antes o después, pero puede no llegar nunca. La de Joan llega con la poesía acodada cómodamente sobre el ensayo y acaba dotando a su ensayo de la luminosidad y hasta la contundente naturalidad que respira aquí.

El toque de alerta y el primer timbrazo en la sala, a punto de empezar el concierto, quedó expuesto en una doble página publicada en el pionero suplemento de cultura en catalán que se llamaba como se llama hoy, Quadern, de El País, en 1988. Con ese artículo programático, cuando Margarit no sabía que iba a ser programático, cerramos el primer capítulo del libro porque lleva dentro la semilla de su mejor poesía, como si en él hubiese escudriñado los materiales que iban a fraguar en su poesía desde Luz de lluvia.

Sin el menor afán de emular a nada ni a nadie, Margarit aceptó también en torno a 2008 la inteligente propuesta que partió de los fundadores de una pequeña editorial nueva de Barcelona, Joan Barril, prematuramente desaparecido, y Malcolm Barral. Las nuevas cartas a un joven poeta huían tanto del decálogo de virtudes como del sermón literario desde la montaña para transmitir con la racionalidad cálida del poeta la experiencia íntima de la poesía, el destilado de una autopsia viva del creador dispuesto a compartir con los demás buena parte de las razones para haber sido, y seguir siendo, un excelente lector de poesía. Para ellos iba, para los lectores, esa nueva versión de las Cartas a un joven poeta de Rilke, viejísima e intensa lectura del joven Margarit, y por eso comparecen aquí como el tercer capítulo del libro.

Pudo ser ese encargo el que alentase en Margarit la tentación de abrir todavía un poco más el campo y abordar aun algunos cruces nuevos de la poesía con otras disciplinas. Su profesión de arquitecto ha sido parte del trasfondo lírico de un autor que reniega de la ambigüedad confusionaria y vive de la intuición segura del poema exacto y preciso. De ahí que al final vaya a encontrar el lector los textos revisados de cuatro conferencias abiertas y estimulantes en su voluntad de suturar mundos aparentemente tan lejanos como la ciencia y la poesía, como la matemática y la palabra, como la arquitectura y el poema, aunque a veces la última palabra sobre sus virtudes la acabe teniendo el mismísimo misterio.

JORDI GRACIA

1 UN VIAJE POÉTICO


LA MADUREZ DE TRES LIBROS

Epílogo a Edad Roja1

Platón, en El banquete, explica que los seres humanos, en sus inicios, eran hombre y mujer a la vez. Los dioses, celosos de su felicidad, los separaron y, en ocasiones, se vuelven a encontrar un hombre y una mujer que habían formado parte del mismo ser. Entonces sucede lo que llamamos «un gran amor». Pienso lo mismo de las palabras. Cuando un verso alcanza a decirnos lo que parecía inefable, es que las palabras han ocupado un lugar que ya habían tenido en la edad de oro de los lenguajes, de donde comenzaron a ser desplazadas en episodios como el de Babel, al iniciarse una larga destrucción que culminaría en los diccionarios, las academias y otras miserias. A la poesía le ha correspondido ejercer la nostalgia por aquella edad de oro en una infinita tentativa para recuperar el sentido y la fuerza de las palabras. La poesía no trataría, pues, de la construcción de espacios de la lengua que no hayan existido nunca, sino que en el milagro probabilístico de un poema se encontraría la reproducción de un orden perdido. En estas circunstancias, el lector de poesía tiene más que ver –haciendo un paralelismo con la música– con el intérprete que con los que se han de limitar a escuchar un concierto. Por esto hay tan pocos lectores de poesía, y por esto son tan fieles. Los que han hecho el esfuerzo de aprender a interpretar un poema, de aprender a escuchar el orden fundamental de las palabras, han accedido a un mundo al cual difícilmente renunciarán.

Prólogo a Aguafuertes1

Siempre he procurado que el título, dentro de la limitación de su brevedad, haga referencia a un contenido. Continuando con la misma costumbre, este libro está formado por una serie de aguafuertes: escenas o imágenes inmovilizadas en blanco y negro, o sepia, en mi memoria sentimental. He procurado trasladarlas al poema con la misma austeridad que en el campo de la plástica tiene esta técnica, con un mínimo de recursos lingüísticos y retóricos. La expresión «memoria sentimental» contiene todo el sentido de mis tres últimos libros de poesía –Luz de lluvia, Edad roja y Los motivos del lobo–, un ciclo que cierran estos Aguafuertes. Hay muchos tipos de memoria, o quizá sólo son aspectos diferentes de una sola, pero me refiero a esa zona de nosotros mismos donde guardamos los sentimientos que nos han ido atravesando y transformando. Ése es el lugar donde he buscado mis poemas.

La maduración sentimental, lo que nos hace valiosos como personas y nos da la posibilidad de mejorar con el paso del tiempo, es la incidencia de cada nuevo sentimiento en la memoria de los otros, formando un tejido cada vez más complejo y delicado, siempre sometido al peligro de ser destruido parcialmente –en ocasiones terribles, de una manera total– por la incorporación de las infinitas variaciones que la vida no deja nunca de introducir en sus íntimas estructuras. Utilizo el adjetivo «delicado» para referirme a esta memoria sentimental que es el núcleo de nuestro ser moral y afectivo, lo cual conecta con las conocidas expresiones coloquiales que hablan de la «delicadeza de los sentimientos». Todos somos conscientes de la debilidad de esta estructura, de cómo es vulnerable y de cómo, en cambio, constituye nuestra única riqueza. Es un territorio donde la intensidad nada tiene que ver con la violencia: incluso la vulgaridad, a la hora de expresar un sentimiento, puede destruir este mismo sentimiento. De ahí que nada resulte más difícil que ponerlos al descubierto, que decir la verdad. «Dime la verdad», «dime qué te pasa», son solicitudes que las mujeres y los hombres no cesamos de dirigirnos y que quedan casi siempre sin respuesta. Captar un sentimiento que alguien nos muestra con brutalidad es empobrecedor. Captar un sentimiento que alguien nos muestra con un exceso de precauciones puede generar indiferencia.

La cuestión es cómo asignar al término delicadeza su justa intensidad en cada momento. La música y la poesía se ocupan de ello. Por este motivo suele haber una música y una poesía que permanecen muy cercanas no sólo a circunstancias concretas, sino a largas épocas de nuestra vida. Son los poemas que, al ser releídos, hablan con la misma intensidad y con nuevos matices, es la música que acerca el pasado hasta tocar este instante, dejándolo separado de nosotros sólo por un velo de tiempo, finísimo pero impenetrable.

Esto me ha llevado últimamente a escuchar con insistencia la música que se hizo –y que entonces no siempre escuché– en los años cincuenta, mis años de adolescencia y juventud: los saxos de Lester Young, de Ben Webster, de Johnny Hodges, de Coleman Hawkins, de Charlie Parker; las voces de Billie Holiday, de Yves Montand, de Edith Piaf, de Léo Ferré, de Jacques Brel, de Georges Brassens. Todos ellos están muertos.

Uno vuelve a la música con la que comenzó: por esto el viejo Webster me acompaña con «Chelsea Bridge» mientras imagino que hablo con mis lectores, ese pequeño conjunto disperso de mujeres y hombres que seguramente buscan en la lectura de mis poemas lo mismo que yo en la escritura. Para ellos esta breve introducción escrita en Forès, en el escenario de uno de los poemas de este libro, «Horaciana».

Es una mañana de otoño de 1994, dos años después de empezar estos Aguafuertes: la niebla sólo deja ver en las ventanas los borrosos bultos de los árboles más cercanos. Estoy encerrado, no dentro de una casa, sino dentro de cada uno de esos lectores, imprescindibles, porque los poemas no existen sin ellos. Dentro de nosotros, en el lugar donde estamos más solos, hay unos poemas y una música cerca de una chimenea encendida que sólo se apagará con la muerte. Mientras tanto, en medio del hielo y la niebla, rodeado por la inclemencia de la intemperie, este amparo siempre nos está esperando.

Sobre las lenguas de Estació de França1

Éste es un libro de poesía bilingüe. No se trata de poemas en catalán traducidos al castellano, sino que están escritos casi a la vez en ambas lenguas. Es el resultado de las circunstancias lingüísticas de muchas de las personas que como yo nacieron en el seno de una familia catalana durante o al terminar la Guerra Civil española.

Comencé escribiendo en castellano como una respuesta normal desde el punto de vista cultural: no tenía cultura en ninguna otra lengua. Pasé a escribir en catalán buscando lo que una persona tiene más profundo que la cultura literaria. Entretanto ha transcurrido la mayor parte de mi vida. Ahora la única «normalización» posible para mí es no renunciar a nada de cuanto tengo y que he ido adquiriendo en mi viaje poético.

No me resulta sencillo decir en qué lengua me llega un poema. Diría que la primera noticia que tengo respecto a la existencia de un poema no es ni tan sólo verbal. Y aquí comienza el misterio de la palabra poética. Se puede tener una –o varias– lenguas de cultura, y puede ser que ninguna de éstas sirva para entrar en el lugar donde está el poema. Como en los cuentos, se trata de entrar en una cripta y es preciso conocer la contraseña para abrirla. Todas estas cuestiones son irrelevantes cuando la lengua materna y la de cultura coinciden. Cuando no es así, la lengua de cultura puede ser una catedral edificada sobre una cripta inaccesible.

Accedo en catalán a ese lugar y enseguida planteo en esta lengua el esqueleto del poema. Lo trabajo mucho y, en general, se parece poco la versión final a la inicial. En este libro todas las versiones, modificaciones y vueltas a empezar que sufre en mis manos un poema las he realizado en catalán y en castellano a la vez.

No me preocupan las diferencias entre los dos poemas resultantes: tienen un origen común y ambos buscan ser dos buenos poemas.

Notas al pie

1. Barcelona, Columna, 1989.

1. Barcelona, Columna, 1995

1. Madrid, Hiperión, 1999.


UN VIAJE POÉTICO

Prólogo a Cien Poemas1

Los principios nada tienen que ver con los finales, se dice en uno de los poemas de esta antología. Es el conocido efecto del ángulo de tiro o de la precisión en astronomía: el hecho de que pequeñísimas desviaciones iniciales son la causa de errores que será muy difícil –si es que resulta posible– corregir. Así ocurrió con mi trayectoria literaria, que en sus primeros veinte años se desarrolló en zig-zag y estuvo llena de escapadas a calles sin salida. De «atzucacs», como decimos los catalanes con esta extraña palabra de resonancias más bien vascas o eslavas.

Arranqué como poeta hacia los veinte años –a finales de los 50– con un error inicial, la autodidáctica. Tuve –cómo no– una mala compañía, un entrañable ángel negro. Alguien que, como yo, salía habiendo tomado partido previo por la negación. Poner en evidencia todas las flaquezas y la pobreza (en comparación con nuestra ambición) de cualquier poema existente fue fácil y enardecedor, pues quien toma esta actitud acaba por identificar potencia destructiva con potencia creadora, dos asuntos que distan de tener algo que ver. Lo que había que hacer era justo aquello que quedaba después del derribo y que nosotros –yo al menos– sentíamos cercano y evidente. No había más que tomarlo. Compusimos kilómetros de versos, hablamos durante millares de horas –siempre entre nosotros, nunca con nadie más–, creamos todo un lenguaje propio para patentizar aquello que rechazábamos, pero no hicimos nada o casi nada de lo realmente necesario. Supongo que pensábamos que la poesía era decir algo (de hecho, esto lo pienso todavía), pero que la aparición de este algo no podía ayudarse con ningún tipo de técnica, que en ningún lugar del mundo se podía hallar ayuda para esta tarea. Era el camino de la esterilidad con pretensiones. Acertamos en unas pocas y firmes elecciones –Neruda y Baudelaire, por ejemplo– y, claro está, no acertamos en casi ninguno de los rechazos. Las energías se dedicaron siempre a poner de manifiesto los por qué no y nunca a analizar los motivos de los por qué sí. Del Ser y la Nada nos quedábamos con la Nada. Pero aquellos dos autodidactas llevamos más lejos de lo prudente esta elección, confiando de forma exagerada en nuestra capacidad para el trato cotidiano con la oscuridad. “Hice una inmensa finta y viví veinte años”: este magnífico verso de mi amigo expresa a la perfección lo que para ambos fue, poéticamente hablando, aquella época. Él quedó anclado en un poema alrededor del cual giraría años y años y alrededor del cual quizá esté girando todavía. Yo empecé un lento desandar para algo que nunca resulta posible: empezar de nuevo, recuperar la inocencia.

Todo esto sucedía en Barcelona, en la que yo llamo para mí mismo la Barcelona del exilio, a la que llegaba cada final de verano desde Santa Cruz o desde Las Palmas, lugares de mi adolescencia y juventud (la Barcelona y las islas de «Ciudad de ayer» y de «Las nieves del Teide»). Me hospedaba en una residencia de estudiantes, el Colegio Mayor San Jorge, todavía hoy en activo, donde mis amigos fueron –como yo mismo– forasteros en la ciudad. Mi lengua familiar era la catalana, pero mi lengua de cultura y de la amistad el castellano. La relación de un poeta o, si se quiere, de la poesía, con la lengua es de las más sutiles y complejas que puedan darse, y prueba de ello es el misterio en que sigue sumido el hecho de que un poema sea un buen poema y cientos de otros poemas muy próximos, adyacentes o casi coincidentes, sean ya malos poemas. La dificultad poética de una lengua –el castellano– que, tanto en su uso cotidiano como literario, conocía desde mi niñez, se concretaba en una dura inquietud cada vez que localizaba un territorio donde parecía haber un futuro poema, cada vez que un magma de intuiciones, avisos, evocaciones y sugerencias empezaba a cristalizar en este algo previo a un poema. Siempre aparecía a su alrededor un vacío de significado, un foso que lo separaba de mí. El poema estaba ahí, pero después del vacío, como rodeado por un foso de nada. Y debía conformarme con una vaga imagen, o con un resumen, o con una falsificación del poema. El desasosiego se hizo crónico. Es difícil estar mucho tiempo en el filo de la navaja de un conflicto, pero los hay que terminan por ser, no una característica de una vida, sino la propia vida, tal como viene a decir el narrador en el poema “Escena de amor”.

Al final de los años 70, se acumularon las presiones internas y externas para que se produjera mi comienzo poético en la lengua que hasta los cuarenta años lo había sido todo menos literatura para mí. Mariona Ribalta, que jamás me ha negado su inteligente y ajustado criterio, y Miquel Martí i Pol –que, a la vista de mis cartas en catalán en la correspondencia que cruzamos aquellos años, me sentenció a priori como escritor en nuestra lengua– fueron los principales artífices que hicieron saltar mis dudas, temores y cansancios. Los transformaron en una página en blanco donde comenzó la segunda parte de mi viaje poético.

No hace mucho –creo que fue con motivo de la selección de Edad roja para el Premio Nacional–, Benjamín Prado preguntó a Pere Rovira si yo tenía algo que ver con aquel poeta en castellano de «Ocnos». “Pero, ¿no había muerto?”, exclamó el joven poeta y crítico madrileño, al oír afirmar a Pere –cuya risa en aquel momento me imagino bien– que se trataba de la misma persona. No andaba tan desencaminado: el personaje poético en castellano había muerto, efectivamente, a finales de los 70, y de sus cenizas surgía un poeta tardío en catalán con el entusiasmo que sólo les es dado –en temas como el amor y la poesía– a los ponientes y crepúsculos. Empezaba otra época a la que pertenecen estos últimos quince años, durante los cuales primero recuperé el tiempo perdido y compuse algo así como los poemas que debí haber escrito y no escribí. Esto se extendió a lo largo de siete u ocho libros representados en esta antología por sus seis primeros poemas. Después empezó mi auténtica época de felicidad poética, con Luz de lluvia, Edad roja, Los motivos del lobo y Aguafuertes. Estos libros nutren el resto de la antología. He escrito los poemas que deseaba escribir –aún sin saber muy bien en qué consistían– ya en mi juventud. Por fortuna, nunca imaginé que tardaría más de un cuarto de siglo en lograrlo. He dejado en el camino tantas ambiciones, soberbias y equivocaciones que, ahora, más ligero de equipaje que nunca, me siento reconciliado con mi historia poética y dispuesto a disfrutar de su continuación (en “Las mieles del fracaso” y en “Imagen en un cristal” se cuenta algo de esto).

Ahora tengo mi reducido número de lectores en catalán. ¿Podré llegar también a aquellos lectores que busqué a lo largo de aquéllos mis primeros y casi inútiles veinte años de poeta en castellano? Hace poco me surgió, entre un montón de viejas carpetas, una que contenía más de cien sonetos en castellano que no recordaba. Ninguno de ellos merece más que esta mezcla de admiración y sarcasmo con que solemos enfrentarnos a nuestro propio tiempo perdido. He trabajado mucho para escribir los poemas de esta antología y los que han quedado fuera de ella. Ya sé que, en el territorio del arte, el esfuerzo no es garantía de nada (el público, sagaz, sigue creyendo en la inspiración). El esfuerzo es una condición necesaria, pero con ella se está a años luz de la condición suficiente, ya mucho más misteriosa. En cualquier caso, si alguna vez, en algún lugar, en catalán o en castellano, alguno de estos poemas es identificado como un buen poema, no me disgusta que, en lugar de ser fruto del favor del azar, lo sea de esta suma de equivocaciones, sentimientos heridos, entusiasmos tardíos y trabajos forzados que ha sido mi trayectoria poética.

Nota

1. La Veleta, Granada, 1997.


POESÍA AMOROSA. Joana

Prólogo a Poesía amorosa completa1

A medida que voy cargándome de años me siento más cerca del “Amaros los unos a los otros” que, a pesar de ser el punto de fuga de una perspectiva de imposible generosidad, está en la base de nuestra civilización y afirma el valor de la persona y de su libertad. En cambio, la edad me va alejando de la visión griega que culmina en Platón y que relaciona el amor con la cuestión, más abstracta, de la belleza. De hecho, puestos a hacer filosofía, prefiero los planteamientos freudianos alrededor de Eros y Tánatos y, sobre todo, el viejo conflicto amor-libertad que es el eje del existencialismo, esta concepción filosófica que nos llegó a los jóvenes de mi generación en un vehículo maravilloso: la canción francesa.

La característica más relevante de los poemas de amor es el hecho de que nunca son tristes. Incluso cuando lo que se muestra o se adivina en el poema es desolador o patético, es como si el amor no dejase salir nunca el poema de la luminosidad de su poderoso foco: es un sentimiento tan ligado a la vida que va siempre más allá de cualquier historia a su alrededor. Esto, traducido en términos de oficio poético, quiere decir que es mucho más difícil mantener el control del poema por parte del autor: los poemas de amor son los más resbaladizos, los que tienden más a escapársele de las manos. Quizá por esto Rilke recomendó a su joven corresponsal: “No escriba poemas de amor”. Con esta frase se daba testimonio de la dificultad añadida que representan.

La causa principal de esta complejidad es la íntima relación del amor con el sufrimiento (este es el sustrato de todos los poemas de amor). Nunca imaginé que publicaría este libro en unos momentos en los que estoy viviendo con la máxima intensidad la proximidad entre el amor y el dolor, cuando veo con toda claridad que un mundo que trata de eludir como sea el dolor, buscando apoyo en todas las banalidades posibles, es un mundo que, simultáneamente, se está negando al amor.

Escribo desde una clínica de Barcelona donde permanece, hace ya veinte días, internada mi hija Joana con la única esperanza de poder volver a casa para que ella pueda recobrar su mundo cotidiano durante el tiempo que la muerte aún quiera demorarse. Joana ha estado siempre presente en mis poemas, pero en mi último libro Estació de França desvelé un poco su figura real en una de las notas del final del libro, la que hacía referencia al poema, recogido también en este libro, “Noche oscura en la calle Balmes”. La nota hablaba de la deficiencia de Joana y de sus problemas físicos, y explicaba que una persona como Joana sabe que su subsistencia depende del afecto de los que la rodean y aprende muy pronto que sólo el afecto genera más afecto. Pero todo esto, decía, uno lo aprende con dificultad y lentitud durante muchos años, y por eso, “Noche oscura en la calle Balmes”, que es un poema planteado alrededor del nacimiento de Joana, pone de manifiesto lo mal preparado que yo estaba para el dolor. Explicaba, en fin, que el poema es la narración y la valoración de unos hechos a los cuales no me pude enfrentar poéticamente (o sea, realmente) hasta mucho más tarde.

Ahora, treinta años después de aquella noche de la cual habla el poema, la historia ha comenzado a cerrarse físicamente en otra clínica no muy lejos de la de la calle Balmes. Quizá no es lógico, pero nunca me había imaginado esta situación: mi terror, expresado en otros poemas que figuran también en el apartado “Los ojos del retrovisor”, siempre lo provocaba el hecho de imaginarme el desamparo de Joana cuando desapareciésemos su madre y yo. No hace mucho escribí todavía el último de los poemas inspirados por este miedo, “Cuarto de baño”, el único poema inédito que, aparte de las dos dedicatorias, figura en este libro.

Como tantas veces, la vida me ha respondido de la manera que menos me esperaba, y somos el padre y la madre de Joana los que quedaremos desamparados sin su amor. Gran parte de nuestra capacidad afectiva y para entender el dolor de los demás se lo debemos a ella. Por lo que respecta a mí, no sé si soy mejor o peor persona, pero lo que sí sé es que, si no hubiese tenido la compañía constante de Joana durante estos treinta años, sería incomparablemente peor. Ella es la historia de amor que de una manera más profunda ha conformado mi vida, y ahora que la suya se apaga, mientras trato de estar con ella, de ahorrarle cualquier cosa parecida al desamparo que tanto he temido que llegase a sufrir un día, ¿qué más puedo decir de mí mismo y de la poesía amorosa? Seguí el consejo del gran checo en lengua alemana porque leí a tiempo sus Cartas a un joven poeta, y mis primeros poemas de amor no los publiqué hasta que me acercaba a la cuarentena. Los de este libro son los que he escrito en los últimos veinte años: por estas páginas van y vienen las mujeres y los hombres –vivos y muertos, niños, jóvenes, maduros, ancianos que he amado y que, la mayor parte de las veces, también me han amado. Pero espero que estos personajes alcancen a tener muchos más rostros de los que yo he imaginado: si hay un arte simbólico por excelencia, este es la poesía (por esto me ha parecido siempre una redundancia hablar de “Poesía simbolista”). Mal asunto si un poema que habla del amor entre una mujer y un hombre no habla, si no de todos los hombres y mujeres, sí de un buen número de ellas y ellos, de todo el grupo o clase intelectual o moral para los cuales, con mayor o menor conciencia, escribe el poeta. Quiero decir, en definitiva, que este libro busca –a veces desesperadamente–, el camino que me puede conducir hasta ti, lectora o lector lejanos, no de forma directa por medio de un sentimiento imposible, sino a través de esta red amorosa que sale de mí hacia los que amo, y que llega hasta ti a través de los que tú amas.

Prólogo a Joana1

De lo que siento acerca del mañana, lo más parecido a una certeza es que Joana y yo no volveremos a vernos. Cuán distinta sería la vida si la muerte fuese esperar muchos millones de años para podernos encontrar de nuevo, aunque fuese tan sólo durante unos breves instantes. Pero el abismo que nos separa es el abismo del nunca más. Los treinta años que hemos vivido juntos son ahora el único contrapeso y mi tesoro. Fue desde muy temprano una persona muy especial: por una parte –a causa de sus minusvalías, que le dejaban el amor como única herramienta para sobrevivir– era incapaz de rencor, de orgullo, de cualquiera de las más ínfimas señales de la maldad. Por otra parte, la pasión por la vida y su sensibilidad le permitían entender y utilizar todas las conexiones sentimentales con las personas. Ser su padre ha significado estar siempre junto a lo más delicado y bondadoso que puede ofrecer la vida. Esto no quiere decir que haya sido un tiempo sin dificultades, sufrimiento y ráfagas de desesperación, sobre todo hasta que la salud encontró el punto de equilibrio necesario dentro de sus déficits. No hay nada comparable a poder cuidar de una persona a la que se ama, pero es difícil encontrar a alguien como Joana con quien establecer unas relaciones a la vez de una alegría y una ternura tan profundas que, al cabo de los años, ya no se sepa quién cuida a quién. El sentimiento que ahora me domina es el desamparo.

El mundo sin Joana se parece al que vivimos juntos, pero no es el mismo. Unas mínimas diferencias me ponen de manifiesto que las personas, los lugares, las cosas, no son las familiares. Me enfrento, pues, al terror más puro, cuando las cosas cotidianas no se reconocen y se vuelven amenazadoras. Por eso a veces lloramos, Mariona y yo, perdidos en el extraño paraje en el que nos ha abandonado la muerte de nuestra hija. El cuervo de Poe ya no dejará de repetir dentro de mí su seco Nevermore.

A Joana le gustaba escucharme recitar sus poemas, los que durante estos años fui escribiendo para hablar de ella. Ahora le ofrezco este libro, que es, también, suyo, pero que nunca me oirá recitar. Son los poemas escritos durante sus ocho últimos meses. Necesito cerrar este tiempo para volver a encontrar, si es posible, la Joana de antes. Mientras se iba muriendo nos decía: Soy feliz. Y desde la muerte continúa haciéndonos sentir su consuelo.

Nota

Este libro fue escrito vulnerando todos los consejos que los poetas damos sobre la obligada distancia entre los hechos y el poema. Puesto que necesitaba hacerlo así y, además, ya empiezo a tener la edad de saltarme los consejos, he utilizado como garantía la vigilancia poética –que aquí agradezco– de mis amigos Pere Rovira, Paco Díaz de Castro, Ramón Andrés, Enrique Badosa, Luis García Montero, Antonio Jiménez Millán, Miguel Ángel y Ana del Arco, Isidor Cònsul, Maite Merodio y Jesús Munárriz, Àlex Susanna y Sam Abrams.Y de Almudena del Olmo, que, ante mis dudas, me dijo: No le des más vueltas y ponle por título lo que realmente es tu obsesión: Nunca más. Así se empezó titulando este libro, pero al final ha ganado el sencillo nombre de la protagonista frente al que, al fin y al cabo, no era más que una afirmación filosófica. Como me ha recordado Sam Abrams, el mismo cuervo de Poe dice Nevermore, y nuestro Nunca más es Never again.

Notas al pie

1. Proa, Barcelona, 2001.

1. Hiperion, Madrid 2002.


DESCUBRIMIENTOS

Mi primer libro1

Odio ese libro y al poeta que yo era cuando lo escribí. Odio la época en la que eso sucedía. Aunque fue más difícil, me llevo mejor con mi infancia que con mi juventud. El libro lo escribí entre 1960 y 1961, mis 22 y 23 años, atiborrado de Neruda. Detrás un bachillerato incríble por lo vacío: nadie nos dió a leer un solo libro en todos aquellos años. Eso lo he contado en dos poemas: “La profesora de alemán” y “El buscador de orquídeas”. Es suficiente. Luego, años autodidactas: para superar el duro ingreso en Arquitectura había que dibujar estatuas ocho horas diarias y aprobar los dos primeros cursos de Matemáticas. Autodidactas quiere decir literatura francesa de la época y –una suerte– los novelistas rusos del XIX. Eso lo he contado en “Madre Rusia”, mi único soneto que lo es a la vez en catalán y en castellano. En poesía, 98 y 27. Pero el gran Neruda lo anegó todo. Necesitaría hasta entrados los años 70 para rehacerme. Un mal padre al que nunca he dejado de amar a pesar de todo. Viví en la cercanía (física) de los 50 y los novísimos sin el menor contacto. Sigo así. No debí publicar aquel libro de poemas en castellano. Su editor fue Pere Vicens, en su Editorial exclusivamente de libros de texto, fuera de todo tipo de colección. Como puede verse, su buena fe fue total y mi agradecimiento por aquello no ha decaído nunca. Sus asesores eran Ángel Marsà, el crítico dulce y comprensivo, y Antonio Vilanova, cuyo campo era la novela. El libro venía avalado por un prólogo de Cela, al que no conocía. Se lo mandé y el prólogo llegó a vuelta de correo: me llamaba “surrealista metafísico”. Subirachs, un buen amigo de entonces y de ahora, me dejó sus dibujos, que son como las esculturas que hacía entonces. Con eso, Vicens lo publicó y aún haríamos el siguiente. Tendría que aguardar a 1975, a mis 37 años, para publicar Crónica, mi primer libro de verdad, en el que empiezan mis obras completas y antologías. Después, nada, hasta 1980, ya en catalán, con la ayuda de Martí i Pol. ¿El título del primer libro? No. Cuanta menos gente lo sepa, mejor. Una vez, cuando todavía se pagaba en pesetas, encontré un ejemplar en una librería de viejo. El librero me pidió tres mil. No las vale, contesté. Me miró, preparado para el regateo. Pero no era el caso. Yo decía la verdad. Mientras se componía este libro, llegó a mis manos una oferta de una librería de Madrid en la que se ofrecía por 100 euros. Sigue sin valerlos.

Pero hay otro primer libro, a la vez más difícil pero menos turbio. Tenía cuarenta y dos años: más de veinte de poesía en castellano acababan de cerrarse para mí, en una crisis profunda, unos meses antes. Quedaba un sentimiento de tiempo perdido. Es verdad que este sentimiento sólo hace referencia a un tiempo interior, y es verdad que no hay ningún tiempo objetivamente perdido, pero este sentimiento se refería, sobre todo, a la angustia por todos los poemas que ya tenían que estar escritos y que no existían más que en una vaga premonición. Esta angustia no llevaba, sin embargo, incluido el miedo a no escribirlos nunca: tantos años pasados buscando una expresión poética me habían curado de temores y desesperanzas prematuras. Incluso puedo decir que tenía una razonable confianza en llegar a escribirlos, confianza que se basaba en el siguiente razonamiento: la propia diagnosis de la no validez del conjunto de mi obra hasta entonces me tranquilizaba respecto a mi capacidad de autocrítica. Mi jugada a vida o muerte con la poesía escondía, pues, unas profundas certezas que debía desvelar, y el retorno a mi lengua materna había de ser un buen catalizador para este desvelamiento.

L’ombra de l’altre mar