Cover

Contenido


Título

Legales

Prólogo

Dedicatoria

Cita

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciseis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Capítulo Diecinueve

Capítulo Veinte

Capítulo Veintiuno

Capítulo Veintidos

Capítulo Veintitres







Días de rabia

Alejandro Madrigal


Ilustraciones: Rafael Gaytán












pininos
CIDCLI

Días de rabia

Edición digital, marzo, 2016

D.R. © 2016, CIDCLI, S.C. Av. México 145-601,

Del Carmen, Coyoacán, 04100, Ciudad de México

www.cidcli.com


D.R. © Dr. Alejandro Madrigal (texto)

D.R. © Rafael Gaytán Legorreta (ilustración)


Coordinación editorial: Rocío Miranda

Cuidado de la edición: Elisa Castellanos

Adaptación digital: Moisés Cervantes


ISBN: 978-607-8351-51-0


Todos los Derechos Reservados.


Queda prohibida la reproducción

total o parcial de esta obra

por cualquier medio o procedimiento,

comprendidos la reprografía y el tratamiento

informático, la fotocopia o la grabación,

sin la previa autorización por escrito

de los editores.

Prólogo


Escribir una novela, mientras la pluma fluye en el papel o las manos teclean un texto, es abrir un mundo. Al relatar esta obra, entre mis experiencias personales y otras inventadas, intenté re ejar una imagen de lo que pasa en México, donde la estabilidad y la cordura dominan ante la incoherencia; aunque en ocasiones, para lograrlo, se deban sacrificar tantas cosas.


El servicio social para los estudiantes de medicina es no sólo una manera de adquirir una experiencia individual, única para los médicos que se inician, sino también es quizá la única oportunidad de que algunas comunidades tengan acceso a un médico que, aunque joven e inexperto, tiene la mejor voluntad de ayudar y mejorar la salud social de las comunidades remotas, que de otra forma no contarían con una atención médica adecuada.


Lamentablemente, por las circunstancias que nuestro país sufre actualmente, muchos médicos han sido víctimas de la violencia que acosa a algunas comunidades; entre ellas he perdido gente valiosa como mi amigo el Dr. Güero Hernández y otros más.


Sin embargo, aliento a los jóvenes médicos que terminan su carrera a elegir este apostolado en donde la experiencia del día a día en nuestra comunidad, con sus necesidades, nos da la verdad realista de lo que nuestro país necesita: individuos que sean capaces de hacer grandes sacri cios por tener el México que todos nos merecemos.






A María Elena, a mis

familias Madrigal y

Macarty, a todos en

la Fundación Anthony Nolan:

mis amigos y colegas.

Especialmente a la memoria

de don Carlos Macarty,

Fred Tattam, John Goldman,

Tony Dodi, Stephen McEwen y

Fernando Beddoe.







Las masas humanas

más peligrosas son aquellas

en cuyas venas ha sido inyectado

el veneno del miedo...

del miedo al cambio.


Octavio Paz

I


Mi padre, a quien le gustaba el box, pensaba que uno nunca está lo suficientemente preparado para recibir un golpe bajo. Ese derechazo invisible directo a donde más duele, lanzado sin ningún tipo de miramientos ni una pizca de conmiseración hacia el contrario, un buen día me escogió como su víctima. El destino aciago llegó a la puerta de mi casa y clavó los nudillos afilados. Desconocía aún lo que me depararía en las siete horas siguientes. No tenía la menor sospecha de la crueldad del dolor que entraría como un huracán en mi vida arrasando con cuanto encontrara a su paso. Lo que iba a acontecer, ni yo ni nadie lo hubiera podido presentir. Quizás lo sabía aquella lluvia de agosto que caía sobre nosotros con la insistencia de una maldición. Pero qué lejos estaba entonces de adivinar que ese día sería el más largo de todos mis días. Que la vida y la muerte se encontrarían frente a frente, que en esas horas conocería lo mejor y lo menos digno de mí; lo peor y lo más noble de los demás.


Gaspar apareció con el pánico estampado en los ojos. Sus gritos de auxilio le precedieron. Su voz de gruta, antes que su cuerpo, atravesó las cuatro paredes de mi consultorio; luego fueron sus puños los que golpearon con insistencia la madera. Venía anunciando una tragedia de aquellas que te agarran desprevenido y vulnerable: eso que mi padre llamaba fatalidad.


–¡Rosendito! —fue lo que salió de su garganta cuando entró bañado en sudor.


–¿Qué ocurre? —pregunté sintiendo cómo un frío repentino se me pegaba a la nuca.


–¡Se muere, ayúdeme, doctor, por Dios se lo pido! —me suplicó Gaspar con los ojos hinchados y la respiración entrecortada.


Me desconcertó que aquel hombre, cuyo temperamento era atrabancado y que nunca salía de su casa sin el cuchillo amarrado a la pernera, estaba ahora frente a mí, deshecho, temblando como un niño.


–Tiene que venir conmigo. Es muy urgente. —Y sus dedos gruesos se aferraron con fuerza a mi brazo.


Le pedí que se calmara, así no había manera de entendernos y, suponiendo que estábamos perdiendo un tiempo precioso y que luego lo lamentaría, comencé a impacientarme.


–Le dije que se tranquilice —pronuncié con sequedad.


El hombre cerró los ojos por un momento haciendo un esfuerzo por dominar los nervios que lo atenazaban y, a trompicones, logró ponerme al corriente de la situación.


–Mi chamaco se volvió loco. Esta mañana salió hacia los pastizales, doblado de dolor, iba grite y grite como alma que lleva el diablo.


Gaspar contó que había sido su mujer la que vio al niño sufriendo, que él acababa de llegar a su casa después de dos días de andar en el camino, incluso habló de una mercancía que llevaba a no sé dónde. Dijo que Clotilde creía que a Rosendito lo mordió el perro de don Tomás y que el perro parecía tener rabia.


El mero hecho de escuchar aquella palabra fue como recibir cien dentelladas al mismo tiempo. Rabia. En un instante, su sonido me regresó a recuerdos terribles, demasiado recientes, que no habían tenido tiempo de cicatrizar ni de perder fuerza. Todavía aquella experiencia me castigaba con noches de insomnio en las que deambulaba por la casa perdiéndome en preguntas obsesivas sobre lo que pude hacer y no hice. Para mí, rabia sólo tenía un rostro, un nombre propio: Alejandra. Al terminar de oír a Gaspar comprendí que mi fantasma personal regresaba prendido a los labios de otro hombre.


Apenas habían transcurrido cuatro años y dos noches de aquel bautismo de fuego; sucedió cuando aún era un estudiante de segundo año de medicina que realizaba sus prácticas en el hospital de salubridad en la colonia Pantitlán. Como tantas noches, crucé el umbral de la clínica convencido de que al final de la guardia escribiría en el libro de asistencias un "nada relevante". Cuando entraba allí, en el ánimo llevaba implícito cierto aire de decepción. Para mi desgracia, la rutina me había aleccionado en que los casos asignados por mis superiores apenas entrañaban cierta curiosidad médica para un estudiante inquieto. Eran comprensibles las ganas que tenía de experimentar situaciones con las que se dispara la adrenalina. Pero aquellos casos excepcionales no se habían presentado y, la verdad, me cansé de preguntarme por qué los facultativos eran tan poco solidarios con sus novatos. Así que, con excepción de algún paciente con descompensación de diabetes o con crisis de asma, por lo general, el turno de noche solía ser muy aburrido. Las mañanas que seguían a las guardias, yo tenía pocas anécdotas que contar al resto de mis compañeros de facultad. Con secreta envidia escuchaba a quieneshabían participado en intervenciones importantes.


En esa época me encontraba en desventaja con respecto al resto de mis colegas de clase. Por el momento, me era imposible dedicar el cien por ciento de mi tiempo a la medicina. Mi padre había muerto dos años atrás, precisamente cuando él y mi madre comenzaban a disfrutar de una época dulce. Nos habíamos mudado a una casa con una habitación para cada uno de los hijos. Yo comenzaba a salir de la adolescencia y disfrutaba las conversaciones con mi padre sobre temas más interesantes, como la situación económica del país y los movimientos estudiantiles. Después de la cena nos pasábamos horas conversando.


Un sábado de marzo mi padre fue la noticia inesperada. Sonó el teléfono. "Tu papá sufrió un accidente", dijo mi tía con una voz entrecortada que apenas pude escuchar por el auricular. Explicó que le habían llamado desde Oaxaca, donde él se encontraba viajando. Luego dijo que tuvo un infarto al miocardio. No necesité muchas preguntas para saber que había muerto. Junto con un tío viajamos toda la noche de la capital a esa ciudad que en ese momento no me interesaba conocer. El recepcionista del hotel donde mi padre se había hospedado me contó cómo lo había visto desplomarse en el rellano de la escalera: "Lo vi subir de dos en dos los escalones y de repente... un golpe tremendo. Cuando fui a ayudarle, ya no respiraba. Una pena, muchacho, pero así es la vida". Así era la vida, así comenzó a ser, algo pesado, como el oficio de viajante que tenía mi padre. Aquel día, como tantos otros, lo esperábamos en la casa. Estábamos seguros de que él regresaría de algún lugar, que aparecería por la puerta como siempre había hecho. ¿Por qué iba a ser distinto ese viaje de otros anteriores? Lo cierto es que de Oaxaca él no volvió por sí solo. Yo lo traje a casa en un ataúd.


Después del entierro, a todos se nos hizo muy cuesta arriba recuperar el compás de la rutina, sobre todo a mi madre. Las cosas cambiaron y nosotros tampoco fuimos los mismos. Mis dos hermanos y yo al cabo de unos meses logramos reponernos al dolor, pero mi madre renunció. Como una sombra ingrávida se dejó llevar. Su tiempo de dolor se prolongó hasta el final de sus días. Los discos de tangos que tanto le gustaba oír a mi padre dejaron de escucharse en la casa; desapareció su risa y el sonido de sus zapatos por el pasillo; pero sobre todo, se desvaneció aquella voz a la que le gustaba cantar a la manera de Gardel. "Volver con la frente marchita...". Era su canción, la que cantaba cuando quería espantar la nostalgia y las preocupaciones. Nunca se me ocurrió preguntarle por qué le gustaba Gardel. Pude haberlo interrogado sobre el significado que tenía aquella canción para él. Quizás se veía retratado en la letra que habla de un viajero; o tal vez se identificaba porque también las nieves y los disgustos le habían plateado las sienes. Quizás cantar Volver era su manera de exorcizar el miedo de pensar que, al fin y al cabo, "es un soplo la vida...". Nunca le pregunté por las cosas que ahora me parecen verdaderamente importantes. Me he prometido que algún día escribiré la historia de mis padres, la historia de nosotros.


Continué con mis estudios. Mi mayor deseo era verme pronto convertido en médico. No me quedó más remedio que asumir también las responsabilidades de cabeza de familia. Acudía a mis clases por las mañanas y las tardes las ocupaba como programador de computadoras en una de las secretarías del gobierno. Sólo me quedaban las noches y los fines de semana para poner en práctica mis conocimientos en distintas clínicas de la periferia del Distrito Federal y cumplir con los créditos académicos reglamentarios.


Esa noche en el hospital de Pantitlán, cuando crucé la entrada, las enfermeras y el resto del equipo sanitario corrían por los pasillos del pequeño edificio en el que flotaba un permanente olor a desinfectante. Alguien me gritó que estuviera prevenido, que en cualquier momento necesitarían mi ayuda. El ruido y el calor parecieron aumentar de pronto. Que se contara conmigo, con un estudiante en prácticas en un caso que parecía importante, me aceleró el pulso a mil por hora. Por fin se presentaba esa oportunidad que había esperado.


En la planta de urgencias se respiraba una atmósfera de confusión. ¿Qué estaba ocurriendo? En ese momento dudé de si estaba realmente preparado. Tenía un expediente brillante, pero cualquiera sabe que eso no me convertía automáticamente en un buen médico.


Junto a mí pasó una enfermera hablando con otra. "Paciente con rabia", alcancé a escuchar. Inmediatamente me sentí acorralado por un torbellino de dudas. Desconocía cuál era el tratamiento a seguir: ese cuadro clínico no se había tratado en ninguna de las materias. Sí, estaba al corriente de los trabajos de Pasteur, pero aparte de eso ninguno de mis maestros había dedicado una sola palabra a la enfermedad.


Lo que sucedió esa noche en el sanatorio fue verdadero. Comprendí que la realidad de la clínica nada tiene que ver con la descripción de los casos en los manuales, en cuyo estudio me había aplicado dos años durante horas interminables, con los codos apretados contra una mesa estrecha, bajo una lámpara disfuncional que sufría constantes fallas, ya fuera por falta de pago o por el mal servicio de la compañía hidroeléctrica de la ciudad.


El personal sanitario bullía en el desconcierto. El médico jefe, el doctor Aceves, y su equipo de enfermeras se habían protegido con gorros, guantes desechables, cubre bocas, escarpines y batas de aislamiento. No hizo falta que nadie se molestara en decirme que yo debía hacer lo mismo.


A medida que nos íbamos acercando a la habitación, se distinguían con nitidez unos alaridos fuertes y penetrantes. Sentí cómo la piel se me erizaba e inmediatamente empecé a sudar. La sensación de angustia crecía en mi estómago. Imaginé que tras aquel umbral no habría más que caos. Por un lado, una voz me decía que lo mejor que podía hacer era salir huyendo; por el otro lado, mi curiosidad médica estaba impaciente por conocer el rostro de aquel enfermo que chillaba de forma desgarradora y conocer de primera mano su dolencia. Por encima de todo, no quería defraudar a mi superior, pero no podía negar que tenía el presentimiento de que, una vez que se abriera la puerta, el peligro saldría en estampida.


Estaba lleno de miedo, sería una cobardía negarlo. Fue la primera vez que como médico tuve ese sentimiento, algo que, por lógica, parece contraproducente, impropio de mi profesión. Sentir temor es inevitable, aunque está en nuestra mano dominarlo.


Me ocurrió lo mismo ahora que Gaspar irrumpió en mi consultorio. Me invadió la sensación de miedo que a uno se le despierta cuando aparece el dolor. Los demás recurren a ti, van a buscarte a cualquier hora, necesitan que los salves, que frenes el dolor, y ese dolor se vuelve tuyo, te toca de lleno y entra en tu vida como un intruso.


Mis profesores de entonces me hablaron muchas veces de mis obligaciones: "Un médico debe actuar negando sus sentimientos, sean cuales sean las circunstancias". En ese instante, yo debía llevar a la práctica aquel dogma categórico. Hoy soy de los que piensan que los dogmas hay que conocerlos, por supuesto, para echarlos abajo después. Pero en aquel momento, yo no era más que un estudiante acompañando a un equipo en una situación de emergencia, que estaba a punto de aprender una lección imborrable. No era consciente de la gravedad de la situación, pero era evidente que el doctor Aceves estaba nervioso.


Era un tipo alto, con exceso de kilos, una papada flácida le descendía de la barbilla. Sus ojos de sapo reflejaban tal angustia que amenazaban con saltar de las cuencas en el momento más inesperado. El doctor, para asegurarse, embuchó los brazos en fundas de almohadas. Tres personas, con él a la cabeza, entramos por fin en la habitación.


No he podido olvidarla. Tendría poco menos de diez años, los músculos de su cuerpo convulsionaban con una fuerza desproporcionada para su edad. Las correas alrededor de sus extremidades la sujetaban firmemente a la cama. El médico me insistió en que por nada del mundo tocara a la paciente. Un frío me atravesó de pies a cabeza.


Aquella niña pálida y enflaquecida, con los ojos en blanco, escupía una espuma que concentraba en la comisura de sus labios. Su cabeza estaba tan mojada que a cada movimiento los mechones de su cabello eran látigos que disparaban gotas de sudor. Consiguió quedarse afónica, los gritos apenas salían de su pequeña garganta. En sus manos y pies tenía dibujados varios surcos de sangre provocados por el roce de las mordazas. Para colmo, la cánula intravenosa se le había zafado del brazo que sangraba en abundancia.


El sufrimiento de la criatura era tan insoportable, que en mi fuero interno sólo deseaba que el desenlace fuera lo más rápido posible. En ese momento pensé que nosotros teníamos la obligación de ponerle fin al dolor. Entre la maraña de pensamientos, oí la voz del doctor Aceves:


–Cógele la mano izquierda, poco a poco, con cuidado de no rozarle las heridas y, sobre todo, que no te arañe. Tenemos que sedarla.


–Pero doctor —dijo la enfermera antes de obedecer la orden—, le hemos suministrado ya diez miligramos de diazepam intravenoso.


Él pareció no escucharla, tenía su mirada clavada en mi rostro, era muy consciente de que el más leve arañazo que pudiera hacerme la criatura, complicaría seriamente mi salud. Sin pensar en el riesgo personal que corría, me acerqué a la niña. Al principio no quise fijarme en su cara para no ponerme más nervioso de lo que estaba, luego comprobé que tenía los párpados cerrados por el sufrimiento.


El doctor Aceves sujetó entonces con firmeza la manita derecha de la niña, levantó su rodilla y dejó caer todo el peso sobre la pierna de la pequeña. Yo copié sus gestos y, una vez que tuvimos el control, la jeringa atravesó la piel de uno de los bracitos. La agonía parecía no tener fin. La niña seguía temblando involuntariamente. El doctor Aceves se mantuvo firme, concentrado en su postura, con los ojos clavados en los miembros que sostenía fuertemente. Él no respondía a mis miradas, al contrario, cerró los ojos y se hundió en un silencioso abatimiento que acabó contagiándome.


Enfrente tenía desmadejado a un médico experto. Las gotas de sudor rodaban por sus mejillas, quizá en vez de sudor eran lágrimas, no lo sé.


La enfermera que había puesto la inyección permanecía en su puesto, a la orilla de la cama, cabizbaja, como si rezara. Viéndola así, bajita, regordeta, con su vestido blanco, con su toca pulcra y almidonada que con dificultad escondía una abundante cabellera azabache, me trajo la imagen de uno de esos ángeles que pintaban los barrocos sobre el lecho de los moribundos.


Poco a poco la pequeña fue rindiéndose, mis manos notaron cómo su cuerpo iba perdiendo la rigidez hasta llegar a una flacidez absoluta. El doctor Aceves pareció no darse cuenta del cambio, pues continuaba aferrado a aquel cuerpecito. La enfermera posó con delicadeza la mano sobre su hombro y el médico volvió en sí. Esta vez sí que levantó sus ojos hacia mí, me dirigió una larga mirada, vacía de esperanza. Con dolida resignación se colocó el estetoscopio y auscultó el pecho de la niña.


–Descansa —fue lo único que dijo en un tono apenas audible.


Sacudiendo la cabeza en un gesto de impotencia, se arrancó la mascarilla y abandonó la habitación, dejándonos allí en un silencio absoluto.


Sin saber muy bien qué hacer, decidí quedarme a solas con la niña. La habitación se había vaciado progresivamente después de todo ese ritual donde las cosas se recogen lenta y penosamente, sin palabras, sin que nadie se mire a los ojos. Los vendajes se desamarraron, las sábanas se estiraron y la cama se arregló de nuevo como si la pequeña durmiera y todos quisieran que cuando despertara encontrara un cuarto limpio. Se recogieron los guantes de plástico y las batas, las torundas, las sondas, como si con sólo arreglar algunas cosas se pudiera borrar la tormenta que invadió esa habitación minutos antes, dejar todo inmaculado para que el próximo paciente no supiera el historial que esas paredes guardaban. Un olor diferente empezó a dominar la habitación: alcohol, cloroformo, alcanfor. Nunca había experimentado la sensación de cuando la muerte invade una habitación. Nos empeñamos en limpiar cada vestigio de su presencia como si con ello la pudiéramos ahuyentar para el próximo paciente.


Atónito y exhausto, me senté en la única silla que había en la habitación, como un espectador que, sin darse cuenta, presencia el ritual de lo que se pierde, de lo que nunca regresará.


De pronto comprendí que no sabía el nombre de la paciente, sentía pena por ella y ni siquiera conocía cómo la habían llamado al bautizarla. Con dificultad, como si mi cuerpo no quisiera obedecerme, me incorporé y caminé lentamente hacia los pies de la cama, donde se encontraba su expediente salpicado de las secreciones y emociones que habían llenado la habitación. Alejandra, un nombre, sólo eso, el apellido no lo quise leer, Alejandra, qué bonito nombre. Desde el fondo de esa cama contemplé a la pequeña que yacía inerte. Qué distinta a lo que me encontré al entrar en la sala.


El tiempo que pasé a solas con ella me pareció interminable y aún el recuerdo de ese instante hace eco sísmico muy dentro de mí. Me quedé mirándola, esperando algo, quizá verla sonreír. Mas nada ocurrió, ni un leve movimiento de un párpado, ni de un meñique. Cansado de esperar ese milagro acepté que todo había terminado para ella y para mi primera esperanza del médico que cree que se puede rescatar cada vida. El silencio dominaba ahora la clínica por donde había pasado un huracán. Mirándola inerte, en medio de la obscuridad progresiva que invadía la habitación, me pregunté por qué a aquella carita no la habían gastado los años. Aquel cuerpo tenía que haberse vestido de arrugas, aquellas manos tendrían que haberse llenado de manchas, pero Alejandra se fue así, con la vida intacta. Era demasiado joven para todo, menos para morir. Esa noche recibí una lección brutal. La muerte se encuentra en todas las edades.


Por entonces ignoraba que en el tiempo venidero el destino me guardaba otro golpe bajo. Que apenas cuatro años más tarde, la palabra rabia entraría de nuevo por la puerta llevándose mi vida por delante. Pero en aquel momento acababa de cumplir los veintitrés, estaba a punto de terminar la carrera y aún disfrutaría de otras buenas noticias que estaban por llegar.


Meses antes de que Gaspar llamara a mi puerta, Ángela y yo nos habíamos casado y enseguida se presentó la oportunidad de trasladarnos a un pueblo donde me convertí en médico con consultorio propio. Era agradable, limpio, tenía lo necesario. Curar y curar: ésa sería mi misión. Por mi puerta entrarían enfermos y saldrían hombres y mujeres sanos. Tenía lo indispensable: amor, juventud, ilusión y ganas de trabajar. Pero aquel día de agosto Gaspar vino a mí suplicando auxilio, gritando con una voz terrible el nombre de su hijo.

II


Nuestra vida en aquel pueblo no empezó como la de cualquier pareja que se enlaza. Nosotros, emocionados, pensamos que iniciábamos una gran aventura que prometía no sólo unir nuestras vidas sino convivir día a día aprendiendo el uno del otro. Al movernos a este lugar desconocido, lleno de retos, ilusiones e incertidumbre, tuvimos la esperanza de que esta etapa dejara huellas imborrables que siempre recordaríamos con agrado y que serían motivo, en días futuros, de historias para contar a nuestros descendientes.


Meses antes de que Gaspar tocara a la puerta, habíamos llegado a este remoto lugar que inicialmente nos pareció inhóspito. Todavía recordaba el día en que todos los estudiantes de mi generación tuvimos que escoger a dónde queríamos ir a hacer nuestra última práctica. Los papeles con nombres de diferentes hospitales, clínicas o centros de investigación de todo el país estaban colgados en una pizarra, acomodados por regiones. Los mejores centros hospitalarios pertenecían al Distrito Federal; sin embargo, en lugares como Vallarta, Acapulco, Mazatlán y Mérida, las plazas estaban muy disputadas. Para hacer la elección había que entrar al aula magna, pero el orden para ingresar estaba dado por el promedio obtenido a lo largo de la carrera. Así, los primeros estudiantes con alto promedio pudieron escoger las mejores plazas.


–Vámonos al destrampe total —me dijo Guillermo al tiempo que desprendía un papel, muy orgulloso de ser el mejor promedio de la generación.


No le contesté y seguí escudriñando la lista hasta que finalmente, muy escondido entre todos los destinos, escogí mi papelito que decía Coyoxitlepec. Guillermo, con los ojos que se le salían de la órbita, dijo:


–¡¿Coyote... qué?! ¿Dónde diablos queda eso? —se rascó la cabeza—. ¿Te has vuelto loco, pinche ruco? —así me decía siempre porque yo era un año mayor que él—. Tú que tienes uno de los mejores promedios y podrías elegir cualquier puto destino —dijo más acalorado—, el destino al que todos los que están atrás en la cola sueñan con ir, y vienes a escoger ese pinche lugar que quién sabe dónde está —dijo ya gritándome—, pensé que te conocía mejor —resolvió enojado—. No me puedes dejar ir solo a Mazatlán, con lo bien que la vamos pasar ahí, pinche ruquito.


Pero ni él ni nadie sabían que ese pueblo ya desde antes de conocerlo tenía un valor especial para mí, pues ahí había nacido mi escritor favorito, Julio Fontela. Desde que leí sus primeras obras soñé con ver esos valles, esas calles y con conocer a su gente.


Coyoxitlepec estaba encerrado entre montañas, dejado de la mano de Dios. Ahí vivíamos detenidos, a miles de kilómetros de distancia de lo que sucedía un poco más allá de nuestras cabezas, de ese mundo que continuaba girando tras la corona de montañas. Coyoxitlepec parecía una isla ignota varada en medio de un valle que nunca conocería el oleaje del Caribe, ni la furia del Pacífico.


La lluvia llegaba puntual durante el verano, anegaba los campos de trigo, convertía las calles en un lodazal. Se apoltronaba en el cielo para después caer recia interrumpiendo el bullicio de la vida corriente. Cuando aparecimos Ángela y yo, aún no había comenzado la estación de lluvias. La tierra hervía, sudaba por todos sus poros.


Recién acababan de terminar la clínica que también sería nuestra residencia. Nos gustó mucho. Tenía dos consultorios, una habitación para el médico y dos salas más para hospitalizaciones breves.


Recuerdo muy bien la primera noche. Contemplar las cumbres azuladas por la luna y por los millones de estrellas que parpadeaban en el firmamento me produjo una gran impresión. Montañas, montañas y montañas por todas partes, rodeando la tierra, recortando el cielo. Sentí una especie de felicidad indefinida dentro de aquel círculo mágico angosto e inmenso a la vez.


El consultorio se hallaba a la entrada del pueblo justo frente al panteón. Tal casualidad parecía una broma, claro que yo era un médico novato, pero ya me cuidaría de hacer bien mi trabajo antes de que la comunidad empezara a conocerme como el matasanos.


El camino que pasaba frente al consultorio era el único pavimentado, el resto de las calles aledañas era de tierra. Para domesticar el polvo baldeábamos el suelo todas las mañanas. Esta calzada atravesaba el pueblo como una columna vertebral e iba a morir a la plaza en la que podía disfrutar, sentado en una de sus bancas, de la sombra generosa de los hermosos castaños de Indias.


A pocos pasos de la plaza, la iglesia de estilo colonial, de una sola torre, presentaba un estado tan ruinoso que sus muros amenazaban con derrumbarse en cualquier momento. La casa municipal, sin embargo, era un edificio sólido, azul brillante, con rejas de hierro torneadas, en el que siempre había un guardia apostado en la puerta dándole ese carácter de solemnidad que tanto le gustaba al presidente municipal.


Coyoxitlepec era un pueblo humilde, de los que abundan en la geografía de México. Dos casas señoriales se distinguían de las demás. La de color amarillo brillante era propiedad del Dr. Ramírez: el médico de toda la vida ya retirado a quien yo venía a sustituir. Su mansión ocupaba una de las esquinas de la plaza, muy cerca de la iglesia y el palacio municipal. Su arquitectura era grotesca, un ejemplo desbordado de mal gusto. Las estatuas en yeso de estilo griego y sus balcones enrejados en bronce desentonaban con el carácter modesto de las demás construcciones.