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Del viaje como arte, y la selección de textos viajeros que integran esta edición, aparecen al mismo tiempo en que se cumple ciento cincuenta años desde que una niña de cuatro años llamada Edith inaugurara una larga vida viajera por Europa. Dicen que las impresiones tempranas son imborrables, y por ello quien habría de ser la gran escritora que disfrutamos, encontró en el placer de las escapadas la imaginación y curiosidad que alimentó su obra literaria.

Del viaje como arte

Travesías por España, Francia,
Italia y el Mediterráneo

Título de esta edición:
Del viaje como arte. Travesías por España, Francia, Italia y el Mediterráneo

Primera edición en LA LÍNEA DEL HORIZONTE Ediciones: junio de 2016

© de esta edición: LA LÍNEA DEL HORIZONTE Ediciones

www.lalineadelhorizonte.com | info@lalineadelhorizonte.com

© de los textos: Edith Wharton

© de la edición, selección e introducción: Teresa Gómez Reus

de la traducción de: Una fonda de posta alpina, El sueño de una semana de estío, De Boulogne a Amiens, Beauvois y Ruán, El Loira y el Indre, De Nohant a Clermont, De París a Poitiers, Aragón y Jaca, Teresa Gómez Reus

© de la traducción de: Crucero en el Vanadis, Un santuario toscano,
El Milán pintoresco, Rabat y Salé, Harenes y ceremonias,
Ana Eiroa

© de la traducción de: El último viaje a España con W[alter], 1925
y Regreso a Compostela,
Patricia Fra López

© de la maquetación y el diseño gráfico:

Víctor Montalbán | Montalbán Estudio Gráfico

© de la maquetación digital: Valentín Pérez Venzalá

© de la cubierta: Susana Blasco.

ISBN: 978-84-15958-44-4 | IBIC: WTL

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

DEL VIAJE COMO ARTE

Travesías por España, Francia,
Italia y el Mediterráneo

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EDITH WHARTON

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EDICIÓN DE TERESA GÓMEZ REUS

TRADUCCIÓN DE: TERESA GÓMEZ REUS, ANA EIROA Y PATRICIA FRA

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COLECCIÓN

FUERA DE SÍ. CONTEMPORÁNEOS

nº5

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A Peter

Introducción
EL ÁGUILA DORADA

Al evocar el nombre de Edith Wharton, dos imágenes acuden a mi mente: una es la de la autora recostada en su cama, escribiendo bien temprano sobre un pequeño tablero, como siempre hacía cada día; y la otra es una visión suya en coche, exultante, arrebatada, infatigable, lanzándose por campos y ciudades en busca de aventura. Estas dos imágenes en apariencia tan opuestas revelan, en el nódulo mismo de su carácter contradictorio, una profunda coherencia. Porque no se puede concebir a Edith Wharton —la escritora de innumerables relatos y novelas— sin atender a su faceta viajera. No se conformó con ser una peregrina impenitente por tierras extranjeras, sino que sus libros de viajes constituyen una parte integral de su obra de creación. De hecho, ambas vertientes, vida y escritura, se nutrieron de su deambular por el Viejo Mundo. Parte de su infancia transcurrió en ciudades europeas y ya en su madurez abandonó su país natal, Estados Unidos, para residir de forma permanente en Francia. En realidad, su identidad está inextricablemente unida a su condición de extranjera: nacida en el seno de una de las familias patricias de Nueva York, Edith Wharton nunca se sintió «en casa» en un medio social que, aunque privilegiado en lo económico, resultaba demasiado pequeño y limitador. Su excesiva sensibilidad y timidez, su precocidad intelectual y su amor por la escritura la hicieron sentirse desde muy joven fuera de lugar en una sociedad indiferente ante cualquier cuestión que no fueran los negocios o los asuntos familiares. «Mis padres y su grupo —escribe en Una mirada atrás (1934)—, aunque tenían en gran estima la literatura, experimentaban un nervioso pavor con respecto a quienes la producían» y en su autobiografía rememora cómo su quehacer literario se inició «en medio de una espesa niebla de indiferencia, si no de tácita desaprobación».1 Ese mundo pacato y repleto de pequeños axiomas, que tan bien retrató en La edad de la inocencia (1920), fue su «vieja Nueva York», un espacio de intolerable estrechez y «asfixiantes interiores» del que pudo escapar mediante dos poderosos medios: su imaginación y su energía. Ambos le permitieron destejer y rehacer el enrame de sus raíces, y construir a lo largo de este complejo proceso una trama existencial en la que viajar y escribir fueron inseparables sustentos. Y es que Wharton, además de la autora fecunda y versátil que hoy conocemos, fue una de las mujeres viajeras más tenaces y eruditas de su tiempo; una mujer que desechó el ensimismamiento cultural de su sociedad tribal para gozar de la diversidad visual del mundo, y para abrir el campo de sus experiencias a modos y contextos más sustanciosos en dignidad vital.

La larga vida de Edith Wharton (1862-1937) coincide con la época dorada de los grandes tours al continente europeo y la rebasa. Conoció las formas arriesgadas que caracterizaron los desplazamientos de sus padres y abuelos, y disfrutó en su madurez de los adelantos del nuevo siglo. Fue una de las primeras mujeres americanas en tener coche propio, y los cinco libros de viajes que escribió evidencian la importancia que el viajar cobró en su vida. A partir de su matrimonio con Edward Teddy Wharton, en 1885, y hasta su asentamiento definitivo en Francia, en 1907, no pasó un solo año sin cruzar el Atlántico; y en su autobiografía dedica un capítulo entero a «amistades y viajes», dos pivotes que le ayudaron sobremanera a ampliar sus horizontes y a crear para sí una existencia propia. Su relación con Henry James se avivó gracias a los nada sedentarios hábitos de esta autora, quien inculcó en el mesurado James si no la adicción, al menos la atracción por el viaje por carretera. Su energía llegó a ser legendaria. Su amigo Howard Sturgis la llamaba «L’oiseau de feu» y Henry James, el «Águila Dorada». Está claro, por lo que se desprende de sus cartas y memorias, que esta inclinación supuso una fuente inagotable de placeres estéticos y aventuras, un antídoto contra el desaliento y una magnífica terapia contra las limitaciones de su vida.

En efecto, su biografía está jalonada por continuos viajes y algunos de ellos fueron decisivos. Cuando Edith Wharton (nacida Edith Newbold Jones) tenía cuatro años, la depreciación de la moneda estadounidense redujo la renta de sus padres, por lo que estos tomaron la decisión de vivir un tiempo en Europa para ahorrar. Su estancia en Roma y en París se complementó con una gira por España en destartaladas diligencias, lo que supuso un bautizo de fuego, pues el recorrido por España, como relata en sus memorias, «era todavía considerado una ardua aventura, y la más patente muestra de locura emprenderlo con una niña pequeña».2 Hija de viajeros natos, lectores de Prescott y Washington Irving, Edith Jones volvió de este peregrinaje «con una pasión incurable por la carretera» y el hábito creciente «de inventar».3 Pero Europa hizo algo más que encender lo que habrían de ser los motores de su vida. Durante los seis años que vivió allí se empapó del paisaje, del arte y la arquitectura francesa e italiana (los dos países que más le habrían de influir), y también de otros lugares. Aprendió francés, alemán e italiano, y estas experiencias le proporcionaron para el resto de su vida un «trasfondo de belleza y de orden establecido desde tiempos remotos».4

Su vuelta a América en 1872 acarreó una gran desilusión. En su autobiografía, parcialmente inédita, Life and I rememora el doloroso contraste entre las formas de belleza que la habían rodeado de niña y la «intolerable fealdad» de Nueva York, y en Una mirada atrás insiste en este punto, recordando la consternación que le produjo a su llegada «la impúdica mugre de las inmediaciones de sus muelles», «sus calles descuidadas y sus estrechos edificios tan faltos de dignidad exterior, tan cargados de presunción por fuera y de asfixiante tapicería por dentro».5 Su solitaria adolescencia, con una madre fría, que no la sabía apreciar, se suavizó al entrar «en el reino de la biblioteca» de su padre, donde continuó familiarizándose con la cultura, la historia y la literatura europeas. A los dieciocho años volvió a cruzar el Atlántico con sus padres para vivir en la Riviera francesa durante dos años en un intento inútil de mejorar la salud de su padre, quien finalmente falleció en Cannes, en 1882.

Ya casada, los viajes a Europa se impusieron como una salida obligada a la entonces enfermiza Edith Wharton. Instalados inicialmente en Pencraig Cottage y luego en Land’s End, en el frívolo Newport (muy del gusto de su marido), la pareja estableció una rutina que permitió a Edith sobrevivir aquellos primeros años de tedio y de vacío: cada febrero marchaban al extranjero y dedicaban cuatro meses a viajar y, a decir de la propia autora, «era entonces cuando realmente me sentía viva».6 Aunque en sus memorias no proporciona más claves que la de su escaso interés por las mundanalidades de Newport, sus biógrafos R.W.B. Lewis y Hermione Lee han iluminado las causas de su desánimo: su relación amistosa pero asexuada, insustancial y a todas luces insuficiente con el banal Teddy, con el que solo compartía el amor por los animales y su fiebre viajera, y la insulsez de una vida en un medio trivial e indiferente a las cosas que ella tanto anhelaba. A pesar de la poca documentación que existe sobre esta etapa de su vida, sabemos por la propia autora que sufrió una larga depresión. A su amiga Sara Norton —hija del eminente profesor de arte Charles Eliot Norton— le confesó en 1908: «Durante doce años no hubo día en que no sintiera nauseas y estaba sumida en tal estado de fatiga que por las mañanas estaba más cansada que al acostarme. En esa especie de estado depresivo pasé los mejores años de mi juventud [...] ¡Mais quoi! Logré superarlo y salir de donde estaba».7

Entre los pasos acometidos para superar esta crisis están sus primeras tentativas literarias. Un relato temprano, «La plenitud de la vida» (1891), encierra ya uno de los trasfondos temáticos más recurrentes en su narrativa, la infelicidad conyugal, al tiempo que anticipa lo que será una de sus imágenes más elaboradas: la presentación de casas como metáforas de identidad: «Alguna vez he pensado que la naturaleza femenina es como una gran casa llena de habitaciones. Está el vestíbulo, por el que pasa todo el mundo cuando entra y sale; el salón, donde se recibe a las visitas; la sala de estar, donde los miembros de la familia van y vienen a su antojo; pero más allá, mucho más allá, hay otras estancias, con puertas cuyos pomos tal vez nunca se giran; nadie sabe el camino para llegar hasta ellas, nadie sabe a donde llevan; y en la estancia más recóndita, la más sagrada entre las sagradas, el alma espera sentada unos pasos que nunca llegan».8

Edith Wharton, que detestaba las recargadas tapicerías, las jardineras artificiales, las mesas cubiertas de naderías y los disparatados ornamentos de los salones de su infancia, intuye pronto que el arte de escribir, concisa y claramente, puede poblar de sentido esa habitación vacía a la que nadie llega. Y es significativo que su primer libro sea precisamente un volumen sobre diseño de interiores, The Decoration of Houses (1897), escrito en colaboración con el arquitecto Ogden Codman. Esta obra, en la que aboga por un estilo simple y armonioso, radicalmente opuesto a los interiores ostentosos de las clases altas americanas, anticipa lo que será una de sus preocupaciones más persistentes: la creación de espacios habitables, un aspecto este que surge en su vida y obra con tanta intensidad que con frecuencia se convierte en obsesivo. En el ensayo La loca del desván (1979) Sandra Gilbert y Susan Gubar han observado que «las ansiedades hacia el espacio parecen dominar la literatura de las mujeres del siglo XIX y de sus descendientes del XX»,9 y en la autora neoyorquina resulta curioso cómo su afán por distanciarse del estilo claustrofóbico de las casas de su entorno coincide con un poderoso deseo de escribir. No parece casual que The Decoration of Houses, el diseño de Land’s End, su primera casa propia, y la publicación de sus primeros relatos se acometieran en esos años difíciles y solitarios, y que utilizara una metáfora espacial, «el jardín secreto», para referirse a la escritura. Es como si estuviese buscando vías de escape de su aprisionamiento femenino, imágenes de autoexpresión, y un espacio, literal y figurado, donde dar rienda suelta a sus ansias de belleza y a la creciente intensidad de su afán creativo.

Dentro de esta búsqueda en pos de los jardines internos, viajar se constituyó en otra modalidad cargada de sentido. Dado el carácter decepcionante de su matrimonio, este anhelo por marchar resulta fácilmente interpretable en términos de evasión, pero también como una suerte de Bildung, una forma de aprendizaje. Claro está que el mero hecho de viajar no tenía por qué ser un gesto rompedor, ni siquiera novedoso, pues los viajes esporádicos a Europa constituían una ocupación habitual en su medio neoyorquino. Pero frente a los modos predecibles de sus ricos compatriotas, ella optó por un estilo radicalmente distinto. Acompañada siempre de libros que alimentaban su sensibilidad visual, desplegó desde un principio un manifiesto horror por los caminos trillados, explorando, en cambio, un «extranjero alternativo» que pudiera satisfacer mejor sus ansias de sentir y conocer. En Italian Backgrounds (1905) hablará de su preferencia por «los paréntesis del viaje», de su entusiasmo por descubrir rarezas arquitectónicas, paisajísticas o pictóricas, y del placer de burlar los consabidos repertorios de la guía turística y lo que llamaba, con sarcasmo, «la omnisciencia de su autor».

Algunos de sus rasgos más particulares, sobre todo la elección de rutas poco transitadas, emergen ya en el crucero que en 1888 ella y Teddy emprendieron a bordo del Vanadis, cuando la autora tenía veintiséis años. Impetuosamente, sin apenas dinero y desafiando el criterio de sus familias, alquilaron un precioso yate a vapor, el Vanadis, con el objeto de visitar las islas del Egeo, Malta, Sicilia y el norte de África. «Aquellos cuatro meses —escribe Wharton—, fueron el paso más importante que había dado en mi proceso de formación».10 Bien provista de libros sobre el arte y la historia de los lugares que querían visitar, se adentraron en remotas regiones, explorando una por una las entonces apenas conocidas islas del Egeo y visitando incluso los monasterios más inaccesibles.

El diario de a bordo que redactó, del que he incluido en esta antología una pequeña parte, deja entrever una Edith Wharton si no muy políticamente correcta en todo momento (comprensible considerando la época en que lo escribió), sí dotada de esa vívida y cultivada percepción estética que será uno de los atributos más persistentes de todos sus libros de viajes. Es muy dudoso que tuviera planes de publicarlo pues nunca lo mencionó, ni siquiera en su autobiografía, donde declara que «hasta 1918 no llevé ni el más escueto diario».11 Descubierto en 1991 por la profesora Claudine Lesage en la biblioteca pública de Hyères, dicho diario, como esta comenta, contradice el cliché general según el cual «sus comienzos como escritora fueron un mero accidente, una distracción de mujer rica». Todo lo contrario, «igual que una violinista practica diligentemente sus escalas antes de aparecer ante el público, Wharton había estado escribiendo de manera exhaustiva, pero en privado».12 De ahí que Lesage se refiera al Crucero en el Vanadis como su «odisea inaugural» en el campo de la literatura de viajes, y que Sarah Bird Wright, otra de las estudiosas que mejor han abordado esta olvidada faceta suya, afirme que contiene el germen de buena parte de toda su literatura de este género.13 Aunque el diario del Vanadis resulta todavía poco aquilatado, compensa su carácter primerizo con un tono espontáneo y personal al detallar pormenores de la travesía que raramente volverán a aparecer en el resto de sus libros de viaje, a los que les imbuirá de una cualidad intemporal.

El objetivo del diario, escribe Wharton, era «plasmar las impresiones recibidas lo más ajustadamente posible», y sus páginas despliegan ya su aprecio por la belleza de paisajes y edificios, que comenta con una precisión insólita en una autora tan joven. Además de dejar entrever su carácter decidido, resuelto, incluso a penetrar allí donde las mujeres tenían vedada la entrada, Crucero del Vanadis presenta un delicioso tono de romántico escapismo, cualidad ésta que estará presente en sus futuras impresiones de Italia, Francia, Marruecos y España. A este respecto Sarah Bird Wright ha observado cómo el encabezamiento del diario, unas líneas extraídas del Fausto de Goethe, suponen todo un comentario sobre los irreprimibles deseos de Wharton de viajar.14 En dicho epígrafe Fausto le confiesa al sedentario Wagner sus anhelos de escapar «a exóticos países, [...] a una nueva y abigarrada vida», lejos de su anquilosada existencia.15

Aparte de este crucero por el Mediterráneo oriental, en los años comprendidos entre 1885 y 1900 Italia se convirtió en su destino favorito. En el curso de esos años había conocido a Paul Bourget, novelista y ensayista francés, autor de Sensations d’Italie (1891), que además de introducirla en diversos ambientes literarios europeos, fue un amigo para el resto de sus días. Asesorada por este, por Robert Norton, autor de Notes of Travel and Study in Italy (1860) y sobre todo por el esteta y bibliógrafo Egerton Winthrop, se sumergió en el mundo del settecento, del que llegaría a ser una experta.

En 1903 el Century Magazine le encargó la redacción de una serie de artículos sobre villas y jardines campestres del Renacimiento y Barroco italianos, ilustrados con acuarelas de un pintor que empezaba a darse a conocer, Maxfield Parrish. La autora, que acababa de comprar The Mount, su espléndida casa en las colinas de Massachusetts, y estaba embebida en la tarea de planificar sus jardines, encontró la idea irresistible. Hacía tiempo que la arquitectura vernácula europea había suscitado su interés, como deja plena constancia en The Decoration of Houses, su primera expresión pública de disconformidad con su entorno americano. El proyecto no solo suponía la oportunidad de reflexionar sobre un campo para ella apasionante, también le brindaba una excelente excusa para escaparse a Europa y estudiar sobre el terreno uno de los fenómenos arquitectónicos más singulares de Italia.

Entre enero y junio de ese año visitó más de setenta villas y jardines. Algunas eran famosas, como Villa Conti (hoy Torlonia); Villa Aldobrandini, en Frascati; Villa Valmarana, cerca de Vicenza, o Villa d’Este, en Tívoli, pero en otros muchos casos se trataba de casas de campo recónditas, a las que pudo acceder gracias a la ayuda de la escritora Vernon Lee (Violet Paget), autora de Studies of the Eighteenth Century in Italy (1880) y uno de los miembros de la comunidad anglo-florentina más familiarizado con la campiña y la sociedad italianas. Empapada de lecturas y con el asesoramiento especial de su sobrina Beatrix Jones (la primera mujer miembro de la American Society of Landscape Architects, proyectista de los campus de Yale y Princeton), inició la redacción de los ensayos que compondrían su siguiente volumen, Italian Villas and their Gardens (1904), dedicado a Vernon Lee.

El tono analítico de los textos desconcertó a los editores, que esperaban una obra apropiadamente «femenina», con anécdotas y comentarios sentimentales a tono con las acuarelas fantasiosas de Parrish. Sarah Bird Wright ha documentado el conflicto que surgió entre esta y el Century Magazine a propósito de las ilustraciones de Parrish,16 que Wharton, considerándolas inapropiadas a la filosofía del libro, quiso sustituir por dibujos y planos a escala de algunos jardines y villas. Aunque la editorial inicialmente no se avino a este acuerdo, la autora tuvo la última palabra e Italian Villas and their Gardens se publicó en el formato propuesto por Wharton, con fotografías, una bibliografía en varios idiomas y una relación comentada de arquitectos y paisajistas de varios siglos. En consecuencia y gracias a su tozudez, el ensayo se convirtió, como años más tarde comentó, «en un manual de trabajo para estudiantes de arquitectura y jardineros paisajistas».17

Más que detenerse en la descripción de casas de campo espectaculares, lo que Wharton pretendía con este volumen era dar a conocer el tipo de villa más simple y menos conocido, lo que explica por qué la autora pasa de largo por los esplendores de algunas edificaciones célebres y concede, en cambio, mayor espacio a quintas y jardines ignotos. En este sentido uno de los aspectos que más destaca de Italian Villas and their Gardens es su reivindicación de los jardines italianos, frente a los más formales jardines franceses o el estudiado desorden de los parques ingleses. Para muchos viajeros de la época los jardines italianos resultaban «artificiales», pero Wharton cuestiona el concepto de «autenticidad» y señala como una de las principales contribuciones del arquitecto y del paisajista del Renacimiento italiano su sentido de la proporción y su esmerada atención al paisaje: «Su jardín debe acoplarse perfectamente a las líneas arquitectónicas del edificio que acompaña»18 y a todo el espacio circundante. Además de los jardines renacentistas, los del siglo XVIII despertaron su interés por idénticos motivos. Frente al carácter manierista y ornamental de los jardines del siglo XVII, aquellos presentan una serie de atributos que, para ella, resumen lo que un buen jardín debe ser: simultáneamente bello y útil a las necesidades de sus moradores, integrado en la naturaleza, proporcionado y capaz de proyectar también un aura de intimidad y misterio. Sus jardines de The Mount, hoy abiertos al público, son una buena traslación de estos principios, pero adaptados al clima de Nueva Inglaterra. Lo importante, como en este libro insiste, «no es copiar la letra sino el espíritu»,19 algo que más de un millonario norteamericano no supo entender, como el empresario Pierre du Pont, quien recreó en sus famosos jardines de Pennsylvania las condiciones de un jardín latino.

Su primer libro de viajes en el auténtico sentido del término (pues Italian Villas and their Gardens no lo he considerado como tal) es Italian Backgrounds (1905). Al igual que el primero, está compuesto por una serie de artículos, la mayoría publicados previamente de manera seriada, que fueron resultado de sus escapadas a Italia entre 1887 y 1903, es decir, en fechas anteriores a la preparación de Italian Villas and their Gardens. No eran aún los tiempos del automóvil, por lo que estos viajes en coche de caballos están llenos «de la fascinación del descubrimiento»,20 y tanto los textos como los dibujos que los acompañan (en los que aparecen calles y plazas solitarias, sin más transporte que el ocasional carro y mujeres vestidas a la antigua usanza) transmiten al lector la impresión de hallarse en un escenario plenamente decimonónico, donde cualquier desplazamiento equivale a una dificultosa expedición. No viajó nunca sola —en esto no se distinguió de la mayoría de las mujeres de la burguesía de su tiempo—, sino acompañada de Teddy y de algunos amigos afines, como los Bourget: «Las mujeres —evoca Eleanor Dwight—, con sus velos y sombreros y sus faldas tobilleras, los hombres con bombachos, zarandeados por caminos llenos de baches y pernoctando en hoteles y hospedajes que a veces eran lujosos y otras primitivos».21

Italian Backgrounds inaugura su incorporación al campo de la literatura de viajes. No solo es un reflejo de lo que Europa representa para ella: un espacio de belleza, de sensualidad y de fecundas interrelaciones humanas, cualidades estas ostensiblemente ausentes en la tierra baldía de Newport. También ilustra la espléndida autora en que se estaba convirtiendo Edith Wharton. En este sentido existen estudios que han analizado cómo entre 1895 (año en que se publica la versión seriada del ensayo) y la versión de 1905, su escritura se ha vuelto más libre y segura, y los cambios estilísticos y tipográficos que introduce revelan una mano más asertiva y a la vez más ligera. En otras palabras, Italian Backgrounds, publicado en el mismo año que La casa de la alegría, su primera novela de éxito internacional, facilitó su transición de autora diletante a profesional.

Como ocurre con el resto de su obra literaria, y por supuesto en los siguientes libros de viaje, en este volumen Edith Wharton se adentra en lo que hay «al otro lado del tapiz», ahondando en lo olvidado y volviendo extraño lo que, por asumido, habíamos dejado de ver. No era fácil empezar en el campo de la literatura de viajes, el género favorito del amateur. Hacia 1900 solo sobre Italia se habían publicado en Estados Unidos alrededor de cuatrocientos cincuenta libros, y unos quinientos sesenta sobre Francia. Mary Suzanne Schriber, especialista en literatura de viajes, ha explicado que en las postrimerías del siglo diecinueve las convenciones del género estaban prácticamente agotadas, y cita el comentario de un observador que en 1867 declaraba que «el tema del viaje europeo está tan gastado que solo alguien notable puede llegar a escribir un libro interesante sobre ello».22

Y si difícil era para cualquier escritor decir algo nuevo sobre Europa, la tarea se convertía en un reto cuando la pluma la esgrimía una mujer. De estas se esperaba un lenguaje más emotivo e impresionista, que preciso e ilustrado. Lucy Yeend Culler, en Europe, Through a Woman’s Eye (1883), justifica su incursión en este género prometiendo no escribir sobre temas «arduos», como la arquitectura o la botánica, precisamente dos de los campos que a Wharton más le atraían. En una reseña que realizó en 1902 de una biografía de George Eliot, a quien se le había acusado de adentrarse en terrenos «impropios de su sexo», como las ciencias, Edith ya defiende con significativa vehemencia el derecho de las mujeres al estudio científico. Y esta defensa del pensamiento sin fronteras, combinado con un abierto desdén por toda la «maleza sentimental» que había surgido como secuela del «amateurismo», la llevará a registrar sus impresiones con un lenguaje salpicado de precisión erudita.

Esta erudición de amplio alcance, manifiesta en sus continuas referencias al mundo del arte, la mitología, la literatura o la horticultura, por otra parte, no solo la distancia de la literatura popular de viajes, sino también de la tradición de «estampas europeas» establecida por célebres compatriotas, como Washington Irving o Longfellow, que ella contribuye como nadie a subvertir. Pues si aquellos habían exhibido una genuina inocencia ante la magna cultura del Viejo Mundo, Wharton es capaz de poner en diálogo el paisaje italiano con la pintura de Giorgione, o con la commedia dell’arte, y de relacionar la ciudad de La Châtre con las novelas de George Sand. Esta agilidad intelectual, sin embargo, no es finalmente lo que la singulariza, sino la acertada combinación de una percepción estética extremadamente cultivada con un plus de entusiasmo que envuelve de sugestión expresiva todo cuanto se cuenta. Es en esa mezcla de percepción estética disciplinada y escritura sutilizada urdida con esmero donde Wharton conseguirá, a partir de obras como Italian Backgrounds, una habitación propia en esta mermada casa, rescatando a los lectores del tedio que generan las convenciones rancias del género de viajes y dirigiéndoles hacia nuevas formas de mirar.

Como ocurre en casi todos sus cuadernos de viaje, las piezas italianas que he seleccionado en esta antología recrean una Italia más bien poco familiar, al elegir rutas alternativas o presentar ciudades conocidas bajo una luz insólita. En consecuencia, no encontrarán los lectores evaluación alguna de algunos de los hitos del turismo literario, como Roma, Florencia o Venecia, sobre los que tanto escribieron Gautier, George Sand, Ruskin o Henry James. Y esta decisión suya de evitar lo trillado le permite escapar de la depredadora industria del turismo y sus efectos, permitiéndose un tono de optimismo que contrasta, por ejemplo, con la melancolía que destila Italian Hours (1911), de Henry James. Si en dicha obra James se lamenta de la creciente comercialización de ciudades como Venecia y Roma, en Italian Backgrounds la retina descansa en una geografía milagrosamente preservada del negocio turístico; lugares ensimismados que a su autora le entusiasman y cuya quietud, paradójicamente, trotamundos como ella contribuirán a socavar. Por otra parte es necesario destacar que Edith Wharton no solo es eficaz evitando al cicerone de la guía de viajes, sino que también resulta insólita visitando Italia en agosto. Como explica John Auchard en su introducción a Italian Hours,23 en el siglo XIX existía la creencia, muy extendida entre los viajeros norteamericanos, de que las «fiebres romanas» (el paludismo) y otras enfermedades contagiosas se propagaban meramente con el aire tórrido de las ciudades, por lo que a partir de junio la mayor parte de los turistas abandonaban Italia para instalarse en lugares más saludables. Esta creencia se mantuvo hasta principios del siglo XX; incluso en una fecha tan tardía como 1917 aún encontramos novelas, como South Wind, de Norman Douglas, que asocian el verano italiano con el contagio y la muerte. En Italian Backgrounds, en cambio, el «veneno» que trae agosto viene en forma de irresistible impulso de ver Italia: poderoso narcótico este, que le permite captar, por debajo de la realidad convencionalmente aprehendida, el pulso que late detrás de las cosas.

En el relato que abre el libro, «Una fonda de posta alpina», Wharton exhibe su atracción por la Italia de contornos reticentes, frente a los «fáciles efectos» del majestuoso paisaje suizo, explorando sus contrastes y trayendo a la superficie de la página pormenores y juegos mentales que matizan los sentimientos generados por el paisaje. Otro de los textos aquí compilados, «El sueño de una noche de estío: Italia en agosto», ilumina encantos escondidos de ciudades en apariencia insignificantes, como Tirano, con sus casas de gastado mármol y estatuas rotas cubiertas de dalias: pequeños destellos de color que sirven para guiar la mirada, como registradores de intensidad. Y en «El Milán pintoresco», en lugar de detenerse en las atracciones más célebres, como La última cena de Leonardo o la catedral, Wharton vuelve a decantarse por piezas de una belleza anónima, dirigiendo nuestra atención hacia edificios y esculturas que resultaban desconocidos incluso para los viajeros más instruidos. En este último capítulo resulta singular la ampliación del concepto de lo pintoresco, pues la autora se distancia de las asociaciones tradicionales que suscita el término para hacerlo compatible con «el ideal latino» de espacio y simetría.

Estos escritos reflejan el espíritu de quien Edith Wharton en su autobiografía denomina «el aficionado culto», alguien dotado de una «sensibilidad cultivada» y a quien define como competente para percibir los matices de una obra de arte, «aunque no haya sido sometido a la disciplina de la formación técnica».24 Sin embargo, otra de las piezas aquí incluidas, «Un santuario toscano», revela un nivel que va más allá del «amateurismo» ilustrado. Este ensayo recoge un viaje emprendido en 1894 a San Vivaldo, un pequeño pueblo de la Toscana, donde la autora «descubrió» en un remoto santuario unas figuras de terracota representando las escenas de la Pasión. Las terracotas habían suscitado su curiosidad desde el momento en que alguien le habló vagamente de ellas y quiso investigarlas. El ensayo relata su viaje a San Vivaldo, el encuentro con las extraordinarias terracotas, su refutación de la tesis general que las atribuía a Giovanni Gonnelli, un tallista mediocre del siglo XVII, su hipótesis de que databan en realidad de finales del siglo XV, obra de algún artista de la escuela de Della Robbia, y finalmente la confirmación de su teoría por el director de los museos reales de Florencia.

Como era de esperar, Wharton se sintió muy orgullosa de su hallazgo. Estando al principio de su carrera literaria, acuciada por todo tipo de enfermedades psicosomáticas, este no solo suponía un importante espaldarazo a una erudición adquirida de manera autodidacta, sino que también hacía patente sus extraordinarias dotes de observación. Además, impartía un tono de seriedad y precisión a un género inundado de banalidades. El 30 de julio de 1894 escribió a su editor para proponerle un artículo sobre el tema, «de gran interés para los lectores, sobre todo porque las terracotas son totalmente desconocidas; tanto que incluso Violet Piaget (Vernon Lee), que ha vivido largo tiempo en Italia y dedicado tantos años al estudio del arte toscano, nunca había oído hablar de ellas».25 Wharton logró convencerle y el ensayo se publicó inicialmente en Scribner’s Magazine, ilustrado con unas fotografías que ella había encargado al entonces célebre estudio de los hermanos Alinari. Posteriormente ubicó «Un monasterio toscano» justo en el centro de Italian Backgrounds. Suprimió las fotos que habían acompañado al artículo y complementó su ausencia con descripciones vívidas de las terracotas, en una versión desprovista de las inseguridades que habían entorpecido la versión de 1895.

Dos cosas habían sucedido que, creo, explican la diferencia de estilo entre ambas piezas: la primera es que cuando Wharton publicó Italian Backgrounds se había convertido ya en una escritora bastante conocida; la segunda obedece seguramente al deseo de legitimar su voz frente a las críticas sarcásticas que le habían dedicado conocidos expertos, como el historiador de arte Bernard Berenson. Wharton y Berenson aún no se habían conocido ni habían descubierto las muchas afinidades que compartían, y que a partir de 1909 los convertirían en inseparables amigos. Por lo visto, cuando Berenson, que vivía a las afueras de Florencia, leyó el ensayo en Scribner’s Magazine, fue a San Vivaldo y regresó «burlándose de la increíble sugerencia de la señora Wharton».26 Reforzada en su autoestima, en plena lucha por la autocreación literaria, en esta última versión adoptó un tono asertivo que anunciaba ya el despegue de su quehacer literario.

Como ocurre con el resto de sus relatos de viajes, estos apuntes italianos no solo registran escenas y paisajes de un país querido para Wharton, sino que también iluminan aspectos del carácter de quien los escribe. Aquí quedan consignados, como si de un mapa en clave se tratase, su profunda empatía por Italia y, de modo más oblicuo, su falta de afinidad con su América natal, que frente a aquel país mediterráneo aparece como una tierra irremisiblemente insípida. Representada como una tierra de ensueño, el locus de mágicas transformaciones, este «libro iluminado» que es Italia genera una gama de lecturas que conecta con su «yo» más hambriento e instintivo. De esta forma Italia se convierte en una especie de soñado oasis, emblema de un ansiado ideal. La Suiza de cascadas y montañas nevadas que tanto entusiasma al viajero medio queda eclipsada, ridiculizada, ante la avalancha de arte que ofrece Italia. Este país, además de calmar su avidez estética, ofrece un algo intangible y misterioso que Norteamérica, la Norteamérica restrictiva y prosaica que ella vivió, no le podía dar. Ello contribuirá a que los regresos a su país sean cada vez más penosos y que allí se sienta, tal como le confiesa a su amiga Sara Norton, «miserable porque los gustos que arrastro como una maldición no pueden gratificarse aquí [en Estados Unidos]»; en suma, «una extranjera afligida, sin simpatías por nada de todo esto».27

Viaje por Francia en cuatro ruedas (1908), su siguiente libro de viajes, revela su alejamiento definitivo de su país natal y su profunda inmersión en la cultura francesa. Se trata de una de sus obras más emblemáticas dentro de este género al marcar un notable viraje en la vida de la autora. Además de desplegar su profunda afinidad por el país que la habría de acoger, desvela como ningún otro texto la naturaleza de un idilio con Europa que es mucho más hondo y perdurable que el que pudieran tener otros compatriotas célebres, como William Dean Howells, Margaret Fuller o Mark Twain. Este largo idilio, iniciado ya en su infancia, se consolidó en los años que anteceden a la publicación de este volumen, especialmente entre 1906 y 1907.

Ya en 1904 se había producido un cambio significativo en la rutina de sus viajes, pues Italia había sido sustituida por Francia. Pero para 1907 sus intentos de compaginar América con Europa capitulan ante la atracción, cada vez más insistente, de una vida europea. En el otoño de ese año alquila una casa en la rue de Varenne, en el corazón del Faubourg Saint Germain, mientras Teddy se queda en The Mount, y en 1911 venderá su casa de Massachusetts, cortando sus últimos lazos con Estados Unidos, al que solo volverá en dos ocasiones: en diciembre de 1914 para asistir a la boda de su sobrina Beatrix Jones Farrand, y en junio de 1923 para recibir su doctorado Honoris Causa por la Universidad de Yale.

No sabemos si la idea de residir permanentemente en Francia fue una decisión muy deliberada. Lo que sí podemos afirmar es que hubo una serie de factores que hicieron de este país un enclave ideal donde armonizar los distintos hilos de su vida, potenciar su sensibilidad estética y pulir su talento narrativo. Allí vivían algunos de sus mejores amigos, como los Bourget y Walter Berry, y además Francia no se encontraba tan alejada de Inglaterra como Italia, por lo que podía verse con relativa frecuencia con su adorado Henry James. Pero sobre todo París, el París refinado de los salones del Faubourg, ejercía un poderoso atractivo para ella. Su prestigiosa tradición literaria femenina la atraía enormemente y no la hacía sentirse tan fuera de lugar como en Estados Unidos, donde su inteligencia y sus éxitos literarios intimidaban a los suyos. Es indudable que la excelente recepción francesa de La casa de la alegría le allanó el camino, así como su amistad con Paul Bourget. En el ambiente del Faubourg pudo por primera vez encontrar un entorno que la alentaba a fortalecer su propia individualidad; un lugar, como escribe Shari Benstock, en el que poder alimentar «su avidez por la conversación ilustrada, donde su talento fuese ensalzado y reconocido, y donde se sintiese valorada como persona».28

Por otra parte, el Faubourg encarnaba a la perfección el tipo de Europa culta y tolerante que ella tanto anhelaba, una especie de perfecta amalgama entre sus privilegiadas raíces neoyorquinas y el nuevo estímulo intelectual de una cultura más honda. No implicaba una ruptura excesivamente tajante con su pasado, porque de alguna manera aquel enclave aristocrático en la margen izquierda del Sena se parecía a su «vieja Nueva York». Pero para ella representaba la liberación de su estrecho mundo americano. En su entusiasmo por la vida parisina, escribe Benstock, podemos entrever «las limitaciones que le había impuesto su matrimonio, la severidad que presidió su adolescencia y la represión de la educación americana, que cargaba todo el acento en el éxito social en detrimento de los logros intelectuales».29

Como hacen patente sus escritos, sobre todo el ensayo French Ways and Their Meanings (1919), de Francia no solo valoraba el fuerte sentido de continuidad de los franceses con su pasado y su énfasis en los valores estéticos, sino también la mayor libertad de la que gozaban las mujeres de la burguesía, en contraste con el infantilismo de sus compatriotas de idéntica posición. Porque si la mujer casada francesa, según Wharton, se implica en la cultura y en todo tipo de asuntos públicos, su homóloga estadounidense, desde el mismo día de la boda «queda desgajada de la sociedad en todo, salvo en los aspectos más protocolarios y ocasionales».30 Y para Wharton este aislamiento de las mujeres era destructivo para el propio concepto de civilización, que para prosperar debe «basarse en la aceptada interacción de influencias entre hombres y mujeres».31 Uno de los personajes de La costumbre del país (1913) dará voz a esta diferencia sustancial entre ambos países, al comentar que en Francia la mujer «no es un mero paréntesis, como lo es aquí [en Estados Unidos], sino que está en el centro del recuadro». Es evidente que el Faubourg encarnaba ese mundo ricamente interactivo pues, aunque se trataba en realidad de un medio bastante cerrado, el tipo de presiones sociales que determinaban la vida de las francesas no la afectaba tanto. Era en el fondo una extranjera y por ello podía respirar con mayor libertad.

Además, en el verano de 1907 se había cruzado en su camino Morton Fullerton, un atractivo periodista americano, conocido en las alcobas de medio París, del que se enamoró profundamente. La relación clandestina que iniciaron —y que duraría tres años— sin duda contribuyó a su decisión de establecerse en París, en contra de los deseos de su esposo, que detestaba el mundo intelectual. En enero de 1908 el inestable Teddy, cansado de Europa, regresó a Estados Unidos, aquejado de neurastenia; ella volvió a The Mount a finales de mayo, y en esos meses en Paris sin ataduras la escritora, a sus cuarenta y cuatro años, conoció el amor pasional tardío que evocase Machado.

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