Jordi Sierra i Fabra

 

 

Primera edición en esta colección: abril de 2012

Publicado anteriormente en catalán con el título L’empremta del silenci

© Jordi Sierra i Fabra, 2012

© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2012

Plataforma Editorial

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Depósito Legal:  B. 7.086-2013

ISBN Digital:  978-84-15750-95-6

Contenido

Portadilla

Créditos

Primera parte: Huellas

1

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Segunda parte: Manchas

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Tercera parte: Huellas y manchas

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Epílogo

Créditos y agradecimientos

Primera parte Huellas

 

UNO

 

A veces la oía gemir de noche.

Y llorar.

Cuando estaban juntas era incapaz de verter una sola lágrima o quejarse. Se tragaba el dolor como las pastillas. Crispaba las facciones al sentir los ramalazos de la tortura que la devoraba por dentro y congelaba una falsa sonrisa de determinación en su rostro. Y no era valor. Era rebeldía, tozudez, y protección. Seguía protegiéndola, que para algo era su madre.

Pero de noche…

De noche se derrumbaba, tocaba fondo, y aunque los gemidos apenas eran unos quedos lamentos con la boca abierta sobre las sábanas, para que ellas y el colchón los absorbieran, eran lo bastante fuertes como para que los escuchara desde su propia habitación, en aquel duermevela agónico que la tenía en una tensión constante.

Siempre alerta.

Hora tras hora.

Los gemidos, entonces, la atravesaban de lado a lado, le poblaban la cabeza de penas y resentimientos, de rabia y un dolor distinto al de su madre pero igual de fuerte en otro sentido, el de la impotencia.

La estaba viendo morir y no podía hacer nada.

Ni ella ni, ya, los médicos.

Aquella espera…

En ocasiones dejaba de respirar, temiendo lo peor, y no se tranquilizaba hasta escuchar el siguiente gemido. En ocasiones estos eran tantos y tan seguidos que la desarbolaban, la llevaban a una espiral de miedo y tensión de la que no sabía cómo salir. Si no se movía de su cama se sentía mal, pero si se levantaba y acudía a la de ella, era peor. Por un lado su madre se enfadaba. Por el otro se sentía culpable de haberla despertado y eso no hacía sino acrecentar su malestar. Lo que hacía en estos casos era asomarse a la puerta y atisbar en el interior.

Las escenas solían ser tan patéticas…

Su madre boca abajo, con las manos engarfiadas en las sábanas o la almohada. Su madre retorcida sobre sí misma, hecha un ovillo. Su madre raramente dormida más allá de una hora. Su madre con los ojos abiertos, mirando el techo, o la ventana, aferrándose a la vida y las sensaciones.

Las crisis se hacían cada vez más frecuentes.

Y el fin más próximo.

Los médicos habían dicho de tres a seis meses, excepcionalmente tal vez más, siete, ocho, nueve… y de eso hacía apenas uno y medio.

¿Cómo se gastaban las últimas semanas de amor hacia una madre?

–Cecilia…

Salió disparada. Tropezó con la pata de la mesa y se hizo daño, pero se lo calló. Intentando no cojear, con el dedo pequeño del pie izquierdo machacado, acudió a la habitación contigua con toda su experiencia por bandera, es decir, lo más rápido posible pero sin que se le notara.

Cuando metió la cabeza por el quicio de la puerta su voz fue igualmente serena.

–¿Sí, mamá?

–Puedes traerme un poco de agua. Se me ha terminado.

–Claro.

Fue a la cocina y regresó con un vaso lleno. Era inútil dejarle una jarra para que se lo llenara ella misma. Solía derramarlo y era peor, porque entonces se levantaba, fregaba el suelo o cambiaba las sábanas. Un suplicio. Se sentó en la cama para ayudarla a incorporarse si era necesario.

–Lo siento.

–Tranquila.

–¿Estabas estudiando?

–Sí.

–Pillarte todo este marrón en plenos exámenes…

–Si no lo saco ahora lo sacaré en septiembre.

–Ya.

Septiembre era una palabra muy, muy lejana.

La mujer se acodó en la cama y bebió un par de sorbos. No más. Luego le entregó el caso a su hija y ella lo dejó en la mesita atiborrada de medicinas. Una farmacia entera. Y sólo para mitigarle el dolor.

–Cuando puedas me traes un vaso de esos de cartón que dan en los cines, con tapa y una pajita atravesándola. Será lo mejor o no podré beber agua.

Estaba en todo.

–No es mala idea –admitió la chica.

–Ya.

Se derrumbó de nuevo de espaldas y cerro los ojos. Cecilia le pasó una mano por la frente. La descendió por la mejilla hasta convertirla en algo más que una caricia. Luego la arropó un poco.

–No tengo frío.

–Por si acaso.

Unos segundos de silencio. Unos segundos de inmovilidad. Una falsa paz que las acompañó hasta que su madre extendió su propia mano y le tocó el brazo.

–Anda, vete a estudiar –le pidió.

–No sé ni por qué lo hago –se encogió de hombros–. Esas palizas de los últimos días no sirven de casi nada.

–Tú has llevado bien el curso, tranquila.

No era del todo exacto, porque las últimas semanas habían sido muy duras, pero no quiso desencantarla.

–Es la inercia, ya sabes.

–Anda, ve –insistió la mujer.

–Vale –suspiró Cecilia.

Se levantó de la cama y la contempló un momento antes de retirarse. Lo peor era que seguramente la recordaría en ese estado tanto o más que en el que tenía cuando se encontraba bien. De la mujer hermosa, hermosísima, que siempre había sido, al fantasma irreconocible de la actualidad mediaba un abismo. La quimioterapia se le había llevado aquella increíble mata de pelo negro y espeso, y el cáncer la carne hasta dejarla convertida en un simple esqueleto recubierto de piel seca y apergaminada. El rostro, enteco, lo formaban una serie de ángulos, abiertos o cerrados, con los ojos llenos de sombras hundidos en los cuévanos, los dientes salidos, los pómulos marcados, la mandíbula recortada igual que un cuchillo y la nariz cabalgando sobre la expresión torturada. De toda aquella belleza quedaba tan sólo la interior.

Y en la derrota ni siquiera esa bastaba.

Cecilia regresó a su habitación y se sentó en la silla, frente a la mesa. El libro, abierto, le comunicó una sensación de vacío. No quería estudiar. Le daba igual aprobar el curso o no. Le quedaba septiembre, aunque para entonces tal vez ella ya hubiese muerto, y si no era así, estaría en las últimas, y entonces sí perdería incluso el año.

En el fondo también le daba igual.

Se sentía deprimida, sin que nada le importase más allá de…

¿De qué?

Iba a quedarse sola.

¿Cómo podía digerir eso?

Sola y ni siquiera era mayor de edad.

De pronto se dio cuenta de que el miedo que sentía era tanto por su madre como por sí misma. Un miedo atroz que le paralizaba la razón. Un miedo egoísta.

Natural pero egoísta.

Apretó los puños, hasta la extenuación, y cerró los ojos vencida, dominada por él. Siempre habían estado juntas. Las dos. Unidas. Y más desde la muerte de Simón. Uña y carne a través de sus vidas y su historia, los cambios.

Aquel era el cambio definitivo.

No abrió los ojos. Bajó la cabeza hasta apoyarla en los dos brazos, formando una almohada bajo ella, y permaneció así un largo rato.

Tanto que ni siquiera fue consciente de que se quedaba dormida.

 

DOS

 

La salida del instituto en viernes solía ser mucho más agitada y caótica que la de cualquier otro día se la semana. El despertar de los instintos reprimidos de lunes a jueves. Eso y la primavera, ya avanzada hasta casi desembocar en el verano, que les alteraba algo más que la sangre. Si en un curso solían pasar muchas cosas, en los escasos tres meses de la primavera sucedían muchas más. Como por ejemplo que Adela y Roberto, que antes se odiaban, ahora estuviesen acaramelados y enamorados hasta la médula, o que Elena hubiese roto con su novio tras «abrir los ojos» a la realidad, según sus propias palabras, o que Raquel, destapada su anorexia, decidida a adelgazar aún más ante la liberación del cuerpo con menor presencia de ropa, se hallase internada en un hospital con serios problemas físicos y mentales.

Cecilia intentaba zafarse de todo eso, pero le resultaba difícil. Era su gente, compartían algo más que las clases, formaban un cuerpo común, llamado «estudiantes», y otro aún más intenso y especial llamado «adolescencia», aunque la mayoría, cerca ya de los diecisiete o recién cumplidos, creyeran que esa era una parte de su pasado superada.

Era de las pocas que sabía que no era así.

Se sentía peor que nunca, más confundida de lo que jamás hubiera creído estarlo.

Y toda aquella rabia…

Quería llegar a casa cuanto antes, porque dejar tantas horas sola a su madre le producía un sentimiento de culpa capaz de aplastarle el ánimo. Y al mismo tiempo necesitaba caminar despacio, sentir el amparo de sus amigas, recordar que el mundo seguía funcionando y que, pasara lo que pasara, seguiría haciéndolo. Esa dicotomía no la ayudaba en absoluto. Su interior corría pero su mente y sus piernas no lo hacían. Después de todo llevaba el móvil abierto todo el día, por si ella la necesitaba. Los profesores la habían autorizado.

La muerte de su madre era del dominio público. Ni siquiera sería un acto privado e íntimo.

–¡Ceci!

Las esperó. Elisa y Rocío eran sus amigas. Llevaban juntas desde el comienzo de los estudios y formaban un trío inseparable, aunque en aquellas semanas todo hubiese cambiado. Las dos chicas eran tan distintas entre sí como ella de ambas. Elisa tenia el cabello castaño y un cuerpo esbelto, Rocío el cabello del color de la paja y era un poco más redondita aunque sin llegar a nada exagerado. Ella tenía el cabello negro, como su madre antes de perderlo, y estaba en un punto equidistante de las dos. Por ello se sentía normal, aunque todo el mundo la considerase guapa. Normal por vulgar.

Nunca le había prestado demasiada atención a su cuerpo ni a su físico.

Cuanto más desapercibida pasase, mejor.

–¡Qué rollo de última clase, por Dios! –protestó Elisa, siempre extrovertida.

–A mí es que se me cerraban los ojos –gimió Rocío.

–Pues mejor tener a la Loles calmada que no peleona –objetó ella.

–Esa no ha tirado la toalla, seguro –consideró Elisa–. Me apuesto lo que quieras a que prepara una de buena para el examen, para fastidiarnos.

Los malos augurios hicieron presa en las tres, pero ya no quisieron seguir hablando de la asignatura ni de la profesora, ni tampoco del instituto. La autopista de la libertad se extendía por delante suyo, con sus infinitas posibilidades. Al menos para dos de ellas.

–¿Qué tal todo? –preguntó Rocío la primera.

No había querido pronunciar la palabra «madre».

–Igual.

–Ya –hizo una mueca de impotencia.

–¿Saldrás algún rato este fin de semana? –fue directa Elisa.

–No lo sé.

–¡Tienes que salir y distraerte, tía! –protestó Rocío.

Cecilia pensó: «Tendré toda la vida para hacerlo cuando muera». Pero en su lugar dijo:

–Tampoco es que me apetezca demasiado.

–Eso vale, pero… –Elisa pareció quedarse sin argumentos.

Unos pasos más. Pocos.

–¿Quieres que vayamos a tu casa, a oír música, ver una peli, charlar…? –se ofreció Rocío.

–No está el panorama como para que podamos estar tranquilas, en serio –fue rápida en su objeción Cecilia–. De todas formas gracias.

–Vas a perder la vida.

–Caray, que es su madre –suspiró ahora Rocío ante el comentario de Elisa.

–No me atrevo a dejarla sola. Bastante rato paso en el instituto como para que encima también esté fuera el sábado y el domingo. Y no me apetece, en serio.

–¿Pero tu madre por qué no va a casa de sus padres?

–Mi abuelo tiene ochenta y cinco y mi abuela, ochenta y dos. ¿Qué quieres?

–Al menos la cuidarían.

–¿Y verla morir día a día?

Lo dijo con naturalidad, pero a Rocío se le llenaron los ojos de lágrimas.

–No es justo que te caiga todo a ti encima –insistió Elisa con rabia.

–No me cae. Hago lo que puedo y ya está.

–No, que va –se lo rebatió su amiga.

–Tampoco falta mucho, ¿vale?

Era un comentario destinado a poner punto final a la conversación. La humedad en los ojos de Elisa se acentuó. Rocío bajó la cabeza y tragó saliva. Cecilia se detuvo en la acera, frente al semáforo en rojo, con la mirada dirigida al frente. El nudo de su garganta permanecía inmóvil. No se trataba de una cuestión de fortaleza, sino de integridad, de probarse pequeños detalles a sí misma. Elisa y Rocío jamás sabrían qué era aquello. Para suerte suya. Ellas incluso tenían padre.

Padre.

Rocío le pasó un brazo por encima de los hombros.

Elisa la agarró de la mano.

Mejor que mil palabras.

El semáforo cambió a verde y atravesaron la calzada. Al otro lado se encontraba el punto de separación. Una echaba a andar por la derecha, otra por la izquierda, y la tercera al frente. Muchas mañanas también coincidían en él si les sobraban uno o dos minutos. La hora límite para irse era faltando cinco minutos exactos para la entrada a clases, y entonces había que correr un poco por si las moscas. Si cerraban las puertas se la ganaban.

–¿Nos echarás una mano con el inglés? –le preguntó Elisa recordando el tema.

–Ya sabéis que sí.

–Menuda suerte tienes hablándolo tan bien como el castellano –hizo una mueca de fastidio Rocío.

–Pero si ya lo tengo bastante olvidado –objetó Cecilia–. Después de diez años aquí apenas si recuerdo nada.

–¡Ya me gustaría a mi recordar tan poco como tú! –se burló con amargura Elisa.

–¡Y a mí! –la secundó Rocío.

–Veo cómo está el patio y nos llamamos, ¿vale? –se llenó de resignación Cecilia.

–De acuerdo.

–¡Hasta luego!

Se despidieron y Cecilia mantuvo su caminar pausado, al menos hasta que estuvo fuera del alcance de sus dos amigas.

Luego echó a correr para llegar a casa cuanto antes.

 

TRES

 

El móvil emitió su cantinela de aviso justo cuando iba a entrar en el portal de su casa. Frenó en seco, antes de cruzar la puerta del vestíbulo, y con gesto nervioso lo extrajo del bolsillito de su mochila. Su nerviosa mirada se hundió en la pantallita frontal, para comprobar el número del que la telefoneaba. Se sintió mitad aliviada mitad contenta al comprobar, primero, que no era su madre por una urgencia, y segundo que quien la llamaba era Juancho.

A veces se olvidaba de él.

O mejor decir que en quien menos quería pensar era en él, como si ser feliz en aquellas circunstancias la hiciera sentirse culpable.

No entró en el edificio. Prefirió alejarse unos pasos mientras abría la línea. Por un lado, no deseaba hablar en la escalera, con los vecinos siempre atentos a lo que fuera. Y por el otro tampoco quería llegar a su piso, como si tal cosa, hablando con él.

Se apoyó en la pared, lejos de miradas indiscretas y oídos ajenos, y cerró momentáneamente los ojos.

–Hola, Juancho –habló con voz muy queda.

–Hola –la envolvió la calidez de aquel tono tan suave.

–¿Estás ya en casa?

–No, en la puerta.

–He calculado bien –se jactó el chico–. Entre que dejas a Rocío y Elisa y llegas a casa sólo quedan tres minutos.

–Cerebrito.

–¿Qué tal?

–Una noche más –comprendió a qué se refería.

–¿Has dormido?

–Sí –mintió.

–Se te van a caer los ojos.

–Mientras no se me caiga la vergüenza.

–¿Por qué lo dices?

–Nada, era una frase tonta. Un vecino mío solía decirlo. ¿Dónde estás?

–¿Dónde quieres que esté? –le mostró su asombro por la pregunta–. En el hospital.

–Persona, a veces me confundo y nunca sé…

–Tranquila. Tengo apenas un minuto –la detuvo–. ¿Te veré después, aunque sólo sea un ratito?

–No lo sé, depende del panorama –fue sincera.

–Es que si no te veo hoy… me da algo.

–Ya será menos.

–Vamos, Cecilia, que tengo guardia este fin de semana –más que informarla de la situación, lo que percibió por la línea fue su súplica.

Ella también tenía ganas de verle, de acurrucarse un poco en sus brazos, escuchar su voz junto al oído, sentir la suavidad de sus manos acariciándole el pelo, las mejillas, los dedos.

Los labios.

Aquella corta caricia tan especial.

–Te llamaré en cuanto sepa cómo están las cosas.

–¿Y cuándo será eso?

–Una hora, más o menos.

–Si no tengo el móvil abierto déjame el mensaje, no hagas como otras veces.

–Ya sabes que aborrezco hablarle a esos aparatos.

–Mira que eres…

–Rara, sí.

–No, sólo exótica –se burló Juancho.

–Yo no digo lo que eres tú porque soy una chica bien educada.

–¿Qué soy yo? –tronó su voz ahogada.

Cecilia se río un poco, por primera vez en muchas horas.

–Nada, tonto. He de irme.

–Cinco minutos, sólo verte, para que no te me despistes de la memoria.

–Pues sí que la tienes floja tú.

–La memoria sí –se lo dijo con intención.

–Va, Juancho, no seas malo –se sintió agotada–. Entre ellas y tú… –mencionó refiriéndose a sus amigas.

–Los fines de semana de guardia me deprimo –suspiró él.

Ella llevaba deprimida meses.

–Te llamo luego.

–Un beso.

–Ya.

–O dos.

–¡Corta, pesado!

–Corta tú.

Lo hizo. Pulsó el botoncito de cierre y se guardó el móvil. Regresó a la puerta del vestíbulo y la empujó con el hombro. Era una puerta antigua, pesada, como correspondía a una casa añeja con cien años de historia. A veces se preguntaba por toda la gente que había vivido allí, piso a piso. Cuantos sueños, ilusiones, pasiones, niños nacidos y ancianos muertos, parejas amándose y parejas peleándose, alegrías y tragedias. Pero nadie llevaba un registro de las casas viejas ni de sus historias. Los muros no hablaban.

¿Y por qué ella siempre pensaba en ese tipo de cosas?

¿Era normal?

Acabaría como Emilio.

Loca.

–Emilio no está loco –le defendió de sus propios pensamientos.

El ascensor estaba en las alturas, y su descenso, tanto como su ascenso, era muy lento, a cámara lenta. Todavía funcionaba como la época en la que lo habían instalado, despacio. Un tiempo remoto y lejano. Lo esperó y maldijo su mala suerte cuando a su lado se detuvo la vecina del piso inferior al suyo, la señora Amalia, recién llegada de la calle como ella. De todas las mujeres de la escalera era la peor, la más pesada e insufrible.

–¡Ay, hola, cariño! –le mostró toda su agitación–. ¡Fíjate la hora que es y aún no he empezado a hacer la comida! ¡Hay días que…! ¡Llegará mi Gonzalo y lo encontrará todo por hacer!

–Bueno, pues que se lo haga él –se sintió peleona.

–¿Gonzalo? –la cara fue de absurdo total–. ¡Bueno es!

–Sería hora de que aprendiera.

–¡Cómo sois las jóvenes de hoy! –se echó a reír–. ¡Qué carácter! ¡Pero ya verás, ya, cuando te cases!

–¿Y yo para qué quiero casarme? –siguió combativa.

Eso la hizo parpadear.

–Sí, claro, hoy en día… –se dio cuenta de que pisaba terreno resbaladizo y fue directa a lo que le interesaba, el tema de conversación de toda la escalera–. ¿Qué tal tu madre?

Cecilia lo esperaba.

–Bien.

–Pero… ¿bien, bien o…?

–Aguanta –tampoco era cuestión de decirle que estaba como una rosa, porque entonces era capaz de subir a visitarla.

–Si es que estas cosas… –puso cara de sufrimiento contenido–. Mi tía Asun estuvo cinco años, y su cuñado, el marido de mi hermana mayor, la Paca, casi diez. En cambio una señora de aquí al lado, en el veintinueve, en menos de un año…

El ascensor se detuvo en el vestíbulo. Quedaba la subida. Estuvo a punto de hacerlo a pie o fingir que se había dejado algo en la calle.