Los días
 que nos separan

 

Laia Soler

 

Primera edición en esta colección: marzo de 2013

© Laia Soler, 2013
 © de la presente edición: Plataforma Editorial, 2013

Plataforma Editorial
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Diseño de cubierta:
 Lola Rodríguez

Depósito Legal:  B. 7.099-2013

ISBN Digital:  978-84-15880-06-6

 

 

 

A Cris y a Mike, por ayudarme
 a encontrar las palabras cuando las pierdo.

A mis padres, por todo.

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

1

UNO

2

DOS

3

TRES

4

CUATRO

5

CINCO

6

SEIS

7

SIETE

8

OCHO

9

NUEVE

10

DIEZ

11

ONCE

12

DOCE

13

TRECE

14

CATORCE

15

QUINCE

16

DIECISÉIS

17

DIECISIETE

18

DIECIOCHO

19

DIECINUEVE

20

VEINTE

21

VEINTIUNO

22

VEINTIDÓS

23

VEINTITRÉS

24

VEINTICUATRO

25

AGRADECIMIENTOS

Más información

1

 

El sonido del viento y la lluvia se percibía lejano tras aquellos gruesos y viejos muros. Abril se miró una vez más la palma de la mano, donde se había apuntado con rotulador la referencia topográfica del libro que quería, y siguió andando entre las estanterías hasta llegar a la que estaba buscando. Empezó a seguir la hilera de libros con nerviosismo. El servicio de préstamo estaba a punto de cerrar, y lo último que quería era haber ido hasta allí para nada. Por suerte, encontró rápidamente la novela que buscaba. Justo en el estante más alto, el único que no alcanzaba.

Se puso de puntillas y estiró todo su cuerpo para intentar cogerlo.

–¿Necesitas ayuda? –se ofreció una voz inesperada.

Abril se volvió de golpe, pero se mantuvo de puntillas y con el brazo estirado. Detrás de ella, un chico de pelo levemente rizado y oscuro la miraba con el ceño fruncido.

–Puedo sola –aseguró, y para probarlo saltó para coger la novela. Al no conseguir sacarla de entre los otros libros, suspiró profundamente y admitió–: De acuerdo, no puedo.

–¿Cuál quieres?

Peter Pan en los jardines de Kensington y Peter Pan y Wendy. Están los dos en un tomo. Es el verde –respondió ella, dubitativa. Se sintió repentinamente avergonzada. ¿No debería estar en la sección de clásicos, buscando a Austen o a Dickens, en lugar de en la sección infantil a la caza de un cuento para niños?

El desconocido torció los labios en una extraña sonrisa. Cogió el libro de la estantería sin ningún esfuerzo y se quedó mirándolo fijamente.

–¿Cuál buscas tú? –preguntó ella para romper el silencio.

–Este –respondió él señalando con la barbilla el libro que tenía entre las manos.

–Oh –musitó. Alzó la vista para comprobar que no había ningún otro ejemplar en la estantería y añadió–: Llévatelo. Lo has cogido tú.

–No te preocupes, no tengo prisa. Lo reservaré. Ya lo cogeré cuando lo devuelvas –dijo mientras le daba el libro.

Abril abrió la boca para insistir, pero en aquel momento sus manos se rozaron y una descarga eléctrica la paralizó. Durante unos eternos segundos, no pudo despegar la vista del desconocido, que la miraba sin expresión, completamente ajeno al torbellino de energía que estaba sacudiendo el cuerpo de Abril.

Sentía las piernas débiles y sus labios no respondían a sus estímulos. Sin ser consciente de lo que hacía, apretó el libro contra su pecho, dio unos pasos hacia atrás y se alejó de allí arrastrando los pies, sin darle las gracias ni despedirse. Ni siquiera cuando llegó a la puerta se sintió capaz de hacerlo. Se limitó a volverse hacia la sección infantil y observar bien al chico. No demasiado alto, de complexión flacucha y pose altiva. Unas cejas simétricas y pobladas resguardaban unos ojos de color café, y una barba casi imperceptible rodeaba unos labios cortados por el frío. El color sonrosado de sus mejillas y su nariz, probablemente consecuencia del viento helado, escondía una tez rosada y de rasgos suaves.

Aunque estaba absorto mirando los libros que lo rodeaban, debió de notar que lo observaba, porque se dio la vuelta repentinamente hacia donde estaba Abril, que bajó la mirada, ruborizada. Se miró la mano y empezó a bajar las escaleras de dos en dos mientras recordaba la extraña sensación que se había adueñado de ella al rozar la piel de aquel desconocido. Aún se sentía aturdida.

 

Fuera seguía lloviendo. Abril guardó cuidadosamente el libro en la mochila y echó a correr bajo la lluvia al tiempo que un trueno ensordecedor acallaba el ruido de la ciudad. Al llegar a la boca de metro, bajó por las escaleras con cuidado de no resbalar. Buscó el billete en sus bolsillos con las manos congeladas y tras dos intentos fallidos consiguió introducirlo en la máquina de entrada. Llegó al andén jadeando, en el momento en el que las luces del metro aparecían en la oscuridad del túnel.

Suspiró aliviada. Los lugares cerrados nunca le habían gustado, y mucho menos si estaban bajo tierra, de modo que cuanto menos rato pasase en el metro, mejor. Aunque había asientos libres, se apoyó en una de las frías barras de metal. Se oyeron unos pitidos agudos, las puertas se cerraron y el tren dio una sacudida antes de ponerse en marcha.

Miró su reloj y suspiró sonoramente. Estaba agotada. Después de las clases, que habían terminado a las cuatro de la tarde, se había quedado en la biblioteca de la universidad casi tres horas para hacer un trabajo en grupo. Cuando estaba ya en el ferrocarril de vuelta a casa, su madre la había llamado y le había pedido que fuera a comprar algunas cosas y que preparara la cena, porque ella volvería a llegar tarde del trabajo. Los encargos la habían tenido entretenida más de una hora. Por suerte, aún había encontrado unos minutos para acercarse a su biblioteca municipal favorita y conseguir el libro que hacía tanto que buscaba.

La amabilidad de aquel eléctrico desconocido había sido con toda seguridad lo único bueno del día, aunque aún le durase la conmoción.

Media hora más tarde estaba abriendo la puerta de casa. Después de un día agotador como aquel, lo único que le apetecía era tirarse en el sofá y ver una película. En lugar de eso, tenía que preparar la cena, comprobar que su hermano hubiese hecho los deberes, cosa que dudaba mucho, y controlar que se fuera a la cama pronto. Su padre estaba otra vez fuera en un vuelo internacional, y su madre volvía a llegar tarde por enésima vez, después de prometer, también por enésima vez, que aquella sería la última.

–Miguel, ¡estoy en casa!

Tiró las llaves en el cuenco que había encima del mueble del recibidor y se miró en el espejo un segundo. Tenía la cara enrojecida, y el pelo, completamente empapado, pegado a las mejillas.

–¡Hola! –la saludó gritando desde el comedor, iluminado por la luz del televisor, donde se veía un bosque atestado de soldados.

Su madre no podía ir a buscarlo al colegio después de clase, de modo que, cuando Abril tampoco podía, Miguel volvía a casa con un compañero de clase y su madre. Si su hermana no estaba en casa, ni siquiera se le pasaba por la cabeza hacer los deberes. Merendaba y se plantaba delante del televisor hasta que su madre o su hermana llegaran a casa. Ese era uno de esos días.

–¿Otra vez en la consola? ¿Cuántas veces te he dicho que no puedes jugar hasta que termines los deberes?

–Los he acabado –masculló él, alzando la vista al ver que Abril entraba en el comedor con cara de malas pulgas. Volvió rápidamente la cabeza hacia la pantalla y empezó a presionar los botones del mando con violencia. Un soldado cayó muerto y el niño lo celebró con un grito de euforia.

–Anda, ve a ducharte. Yo haré la cena.

–Ya me he duchado.

Abril parpadeó, incrédula, y soltó un bufido exasperado al tiempo que examinaba a su hermano de arriba abajo.

–Miguel, llevas la misma ropa que esta mañana.

Él puso en pausa el juego y resopló.

–Mira que eres pesada. Ya voy.

Guardó la partida, se levantó y salió del comedor sin decir nada más.

–Podrías apagar la tele al menos –farfulló Abril, aunque sabía que su hermano ya no la oía. Suspiró, vencida, apagó el televisor y desapareció hacia la cocina para hacer la cena.

Eran casi las once cuando su madre llegó a casa por fin con una sonrisa de disculpa en los labios. Le dirigió una mirada agradecida a Abril y le dio un beso en la mejilla mientras hacía las preguntas de cada noche. ¿Habían cenado ya? ¿Qué había preparado? ¿Miguel había hecho los deberes? Abril respondió a todo con voz cansada, segura de que, cuando su madre fuera a darle un beso de buenas noches a su benjamín, no se molestaría en comprobar que sus deberes estuvieran hechos.

 

UNO

 

El cielo está negro. Olfateo el aire y hago una mueca. Parece que esta noche tampoco podremos dormir bien. Va a llover; ya lo creo.

Me miro los pies, cubiertos por unos zapatos gastados, y muevo los dedos mientras sigo avanzando. Los tengo helados, pero no voy a quejarme. Si lo dijera en alto, madre se empeñaría en comprar un nuevo calzado, yo me negaría y empezaría una tormenta muy distinta de la que anuncian las nubes del cielo. Ya tengo un par de zapatos, uno para cada pie. ¿Para qué quiero más? ¿Acaso tengo dos pares de piernas? Sea como sea, madre se pone muy quisquillosa con estos temas. Supongo que es normal, después de lo que sucedió. No quiere que enfermemos, y obviamente yo tampoco, pero lo primero es lo primero, y en el caso de mi familia lo principal es llenar los platos cada noche. Hay que ver lo difícil que resulta eso a veces, y lo fácil que es siempre vaciarlos.

Miro la cesta que llevo colgada del brazo y rápidamente busco a Carme con la mirada. Corre unos pasos por delante de mí, yendo y viniendo, sin dejar de reír. A pesar del cansancio, logro esbozar una pequeña sonrisa. Carme es la única capaz de alegrarme con sólo una mirada. Esos ojos azules, esos tirabuzones negros como el carbón y esas mejillas sonrosadas, que se acentúan con cada carcajada… Lo daría todo por esa pequeña. La llamo cuando veo que se aleja demasiado. Ya casi hemos llegado a casa, y no quiero que suba sola por las escaleras. Carme se detiene a unos metros de la puerta e inclina la cabeza, mirándome. Cuando me acerco a ella, se da la vuelta y vuelve a correr hacia nuestro edificio.

En ese momento un chico sale del portal y a Carme, tan pequeña y desgarbada, no le da tiempo a reaccionar. Mi hermana se cae al suelo y se echa a llorar. El joven contra el que ha chocado la mira entre perplejo y molesto, y en ningún momento hace ademán de ayudarla a levantarse. Echo a correr hacia ella, tratando de no perder nada del cesto, e intento consolarla mientras la cojo en brazos. No le ha pasado nada, sólo ha sido el susto. Cuando deja de llorar, me vuelvo hacia el chico, que sigue de pie a nuestro lado, quieto como una estatua. Lo miro de hito en hito, y él hace lo mismo conmigo. Creo que no le gusta lo que ve. Ya tenemos algo en común: a mí tampoco. Va bien vestido, demasiado para ser el hijo de un menestral. Y no digamos para ser un simple trabajador. Aunque no hace ninguna mueca, puedo leer en sus ojos el desagrado que siente al examinarme. Sí, me temo que yo sí soy una simple trabajadora, señorito.

–Debería vigilar por dónde va, podría haberme hecho daño –dice.

–Si una niña de tres años puede hacerte daño, tienes un problema de debilidad, amigo –bufo, molesta por el tono de prepotencia de su voz. Dejo a Carme en el suelo, la cojo de la mano y me alejo de él. Ese tipo de gente no merece que gaste mi aliento con ellos.

–Impertinente.

–Encantada. Yo me llamo Marina. –Me río mientras empiezo a subir las ostentosas escaleras.

Por un momento temo que me siga, pero oigo sus pasos alejarse, de modo que respiro tranquila. Creo que padre tiene razón; a veces hablo demasiado. Algún día me meteré en problemas, lo sé, pero hasta entonces…

Carme se ríe y, mientras salta escalón tras escalón, dice, señalando hacia detrás:

–Tonto.

Yo asiento e, intentando demostrar seriedad, repito:

–Tonto.

Cuando entramos en casa, los demás ya están cenando. Madre suelta su típica retahíla de preguntas sobre nuestra tarde y padre, como de costumbre, no se digna ni a mirarme. María observa sin pestañear cómo habla madre. Junto a ella está Cisco, que lee los titulares de la portada del diario. Acierto a ver la fecha en la parte superior: 1 de julio de 1914.

–¿Algo interesante? –le pregunto con despreocupación a mi hermano.

Cisco se vuelve hacia mí bruscamente y se queda mirándome en silencio antes de decir con voz pastosa:

–¿Es que no lees los periódicos, Marina? –Espera unos segundos a que responda y, al ver que no lo hago, suspira y me explica–: Asesinaron al Archiduque de Austria hace dos días.

Me encojo de hombros. Es la primera noticia que tengo sobre el tema y, sinceramente, no sé por qué debería preocuparme que maten a un dirigente austríaco. Se lo digo a mi hermano mientras cojo dos boles y nos sirvo la cena a Carme y a mí. Él se ríe no sin cierta condescendencia.

–No creo que a Austria le haga mucha gracia que un estudiante nacionalista mate a su heredero.

–¿Y qué?

No entiendo la obsesión de Cisco por intentar saberlo todo, incluso lo que pasa dentro de las fronteras de un país que ni siquiera soy capaz de situar en un mapa. A mí me importa lo que pasa entre estas cuatro paredes, que es donde vive mi familia; mientras no pasemos frío ni hambre, qué más dará lo que le pase a un archiduque desconocido. Cisco niega con la cabeza y suspira de nuevo.

–No importa.

–Así que tenemos nuevos inquilinos en el principal –dice padre sin ningún entusiasmo antes de que el silencio caiga entre nosotros. Podría llamarlos vecinos, porque de hecho lo son, pero siempre evita esa palabra para referirse a las familias que a lo largo de los años han ocupado el piso principal.

Puntada a puntada, madre va zurciendo una gastada camiseta que hace años fue mía. A partir de ahora, será de María, que pronto cumplirá los siete años.

–Se llaman Altarriba. Tienen cinco hijos, pero, por lo que sé, sólo han venido cuatro con ellos, por lo que supongo que el mayor debe de estar ya casado. Lo que sí sé de buena tinta es que el padre es el dueño de una fábrica textil de la ciudad y que la familia de ella tiene tierras para dar y regalar.

–La señora Emilia no pierde el tiempo –se ríe Cisco, tan alegre como siempre–. Lo que no se sepa en esa portería, no lo sabe nadie.

La habitación está oscura, aunque fuera la luna llena brilla con fuerza e ilumina toda la estancia. Es curioso; por más luz que haya, siempre me parece que esta sala está oscura. Aunque no tanto como el dormitorio, que comparto con mis tres hermanos. Del baño, mejor ni hablamos. El piso no es demasiado grande, por lo que no tener apenas muebles es algo positivo: así disponemos de más espacio.

A veces resulta agobiante estar en casa con tanta gente. Por suerte, no solemos coincidir todos juntos más que las noches y los fines de semana. María aún va al colegio, y mi hermano y mi padre trabajan en la fábrica seis días a la semana. Yo también trabajaba ahí hasta hace unos meses. Un día cualquiera me despidieron sin darme ni las gracias. Desde entonces, hago la colada de algunos vecinos del barrio y el resto del día lo dedico a cuidar de mis hermanas. Cuando no estamos trabajando preferimos ir a la plaza, a los salones de baile o simplemente a pasear. Cualquier lugar es mejor que esta ratonera, aunque a mí lo que de verdad me gustaría sería pasar tardes enteras en el cine.

Madre me ha prometido que en mi próximo cumpleaños va a llevarme a ver una película por primera vez, pero no tengo ninguna esperanza puesta en esa promesa.

–Emilia me ha dicho que la madre está teniendo problemas para darle el pecho al bebé y buscan una nodriza.

–Podrías bajar a ofrecerte –comenta mi padre, que por fin ha terminado de comer–. A Carme no le importará compartirte.

–De hecho, ya he ido a hablar con ellos. El único problema es que quieren a alguien que se quede con los niños siempre que haga falta, y con mi cojera… No puedo. No puedo llevarlos a pasear ni seguir su ritmo.

–Que vaya Marina –escupe padre con un tono de voz que me hace temblar.

–Eso había pensado. Se lo he propuesto y les parece bien. Yo sólo sería la nodriza del pequeño y Marina cuidaría de los niños –responde madre, que me mira y me sonríe–. Trabajarías cerca de casa y podrías cuidar mejor de tus hermanas. Además, seguro que pagan bien.

–Sí, madre –respondo, aunque no me hace ninguna gracia.

–Agradécele a tu madre que se preocupe por ti, ya que tú no lo haces.

Me vuelvo hacia padre, pero no soy capaz de aguantarle la mirada. Desde que me despidieron de la fábrica, no soy más que una molestia en esta casa, o al menos así es como él me trata. Sólo he conseguido trabajar de lavandera, y no se gana demasiado. Mi padre querría que trabajara de sol a sol, como hace él, y se olvida de que alguien tiene que cuidar de María y Carme. Cisco trabaja todo el día, y madre se pasa la mayoría de las jornadas yendo de casa en casa haciendo de costurera, así que sólo puedo cuidarlas yo. Por supuesto, padre siempre omite voluntariamente ese detalle.

Me levanto de la mesa sin abrir la boca y salgo de casa con la cara ardiendo de rabia. Bajo las escaleras de cuatro en cuatro hasta llegar al último tramo. Me dejo caer sobre los peldaños de mármol blanco. Desde ahí puedo ver la pecera de cristal desde la cual Emilia tiene controlado el portal y, frente a ella, el lujoso ascensor, cuya verja está decorada con líneas sinuosas y unas flores demasiado ostentosas para mi gusto. Justo delante de mí hay una puerta de madera lisa sin ningún tipo de cartel ni identificación.

Cuando éramos pequeños, Cisco me contaba mil historias distintas sobre lo que escondía aquella puerta, cada cual más escalofriante que la anterior. Por supuesto, todo el misterio que oculta es la cocina y los dormitorios del servicio de la familia que ocupa el piso principal. O, al menos, eso es lo que dice Emilia.

Aunque mi casa está sólo tres pisos más arriba, tengo la sensación de estar en un mundo completamente distinto. En el fondo, supongo que lo es; este es el tranquilo mundo de los ricos, que se va desvaneciendo a medida que uno sube las escaleras. El mármol deja paso a toscas baldosas grises y toda decoración desaparece. Por desgracia, ni siquiera puedo robar un poco de la tranquilidad del rellano de ese mundo. Cisco aparece de la nada y se sienta junto a mí.

–No le hagas caso. Sabes que nadie te culpa.

–Es que no tuve la culpa. Me echaron a mí como podría haberle tocado a él.

–Supongo que aceptarás el trabajo –susurra. Emilia aún está en la portería, y seguro que tiene la oreja puesta en nosotros.

Me encojo de hombros y suspiro. No sería la primera vez que trabajaría de niñera, y aunque la familia para la que trabajé quedó muy contenta con mis servicios, no puede decirse lo mismo de mí. Me gusta cuidar niños. El problema viene cuando estos niños son ricos. O, mejor dicho, cuando saben que lo son, porque se creen con el derecho a hacer lo que les venga en gana. De todos modos, sé que lo que yo quiera no importa. Así pues, asiento en silencio.

–Vamos arriba –me insta con una sonrisa nerviosa. A padre no le gusta que salgamos por las buenas, y mucho menos si estamos hablando de algo importante. Y el dinero, claro está, es lo que más le importa y preocupa.

Me levanto para seguir a mi hermano. Antes de subir el primer escalón, me vuelvo instintivamente hacia el portal. En ese momento entra el chico con el que Carme ha chocado antes. Levanta la vista y al sorprenderme mirándolo se detiene un segundo. Resguardado bajo la sombra que le ofrece su sombrero, hace una mueca irónica y alza el mentón.

2

 

Tonto.

La voz de la niña aún resonaba en la cabeza de Abril cuando se despertó. O tal vez había sido su eco lo que la había desvelado. Abrió los ojos de repente, y los músculos de su cuerpo se tensaron unas milésimas de segundo. Miró a su alrededor. Estaba en su habitación, en su cama.

Habría jurado que unos instantes antes estaba subiendo unas escaleras junto a ese chico llamado Cisco. Comprendió que todo había sido un sueño, y su cuerpo se relajó. La calma se rompió en cuestión de segundos, porque entonces su cerebro empezó a trabajar y a recordar todos los detalles y matices de aquella fantasía. Los desvencijados zapatos, la cesta con la comida y el olor que esta desprendía… Podía aún oír la risa de Carme, notar su manita aferrándose a la suya y sentir la penetrante mirada examinadora del desconocido con el que la pequeña había chocado.

El desconocido.

Se sorprendió al recordar cada uno de sus rasgos, y aún más al reconocerlo. Esos expresivos ojos castaños y aquella pose de altivez… No podría olvidar aquella cara, aunque en su sueño apareciese con el pelo mucho más corto y repeinado. Era el chico que tan amablemente le había cedido el libro en la biblioteca. Abril se rió y se levantó.

Sacó a Miguel casi a empujones de la cama y lo metió en la ducha sin hacer caso de sus quejas y sus bostezos. Preparó un bocadillo para cada uno al tiempo que iba mordisqueando una magdalena y tragando a sorbos una pequeña taza de café con leche. Cuando el niño apareció en la cocina, aprovechó para irse a la ducha, y apenas quince minutos más tarde los dos estaban en la calle. Abril lo acompañó hasta la puerta del colegio, donde Miguel pareció despertar de pronto al ver a sus amigos. Tras darle el beso de rigor a su hermana, desapareció con media docena de niños que corrían y gritaban por el patio. Mientras Abril deshacía el camino andado, agradecía que el colegio de Miguel estuviese tan cerca de casa.

Su madre no existía por las mañanas. A veces se quedaba durmiendo, porque había llegado demasiado tarde, pero la mayoría de los días se iba antes de que ellos se levantaran siquiera. Si Abril hubiese tenido que llevar a su hermano, según su madre demasiado pequeño para coger el metro solo, a la otra punta de la ciudad cada mañana, podría haberse dado por muerta.

Estaba agotada. La universidad, la casa, Miguel… A veces se veía como una cuarentona universitaria; todo el peso de la casa recaía en ella y encima tenía que estudiar. Su padre viajaba demasiado, y su madre… Ella tenía trabajo. Abril no podía entender por qué sacrificaba todo su tiempo, su vida, por un simple empleo. Pero su madre ya era adulta y sabía lo que hacía. La joven no estaba segura de poder decir lo mismo de ella misma, así que no era quién para juzgarla.

 

–¿Otra noche en vela?

Abril bostezó y miró a Héctor con ojos cansados. Se había quedado dormida en clase otra vez. Por suerte, eran cerca de cien alumnos, y si uno sabía esconderse nadie se daba cuenta, a menos que roncaras o hablaras en sueños. Era de agradecer que Abril no fuera de esas, porque muchos días no podía evitar que los ojos se le cerraran en clase, sobre todo a primera hora.

–Me quedé leyendo hasta tarde.

–¿Qué leías?

Guardó silencio durante unos segundos y al final admitió:

Peter Pan y Wendy.

Héctor fingió sorprenderse, pero la risa lo traicionó.

–Tú y tus lecturas raras…

–Oye, que es un clásico.

–Infantil.

–Sí, bueno. Con algo tendré que alimentar a mi niña interior, ¿no? No voy a dejar que se muera de inanición como hiciste tú con el tuyo –le dijo medio en serio medio en broma. Su amigo le dirigió una mirada inquisitiva y Abril dijo–: Admítelo. Lo mataste. Al Héctor-niño, digo. Y ahora eres demasiado maduro.

–¿Cómo se puede ser demasiado maduro?

La chica hizo un mohín. Héctor era su mejor amigo, y lo quería como quería a pocas personas, pero tenía que admitirlo. Era demasiado sensato, o al menos pretendía serlo, que era aún peor. Todo lo analizaba, todo lo sometía a la razón. Nada podía escapar a su control, nada dejaba al azar… En algunos aspectos le recordaba a su padre, tan metódico siempre. Por querer controlarlo todo, se olvidaba de vivir.

Antes de que Abril dijera nada, la gente empezó a levantarse y todos los susurros que habían llenado el aula hasta entonces se transformaron en voces de alivio. El profesor salió de la sala y Abril aprovechó para desentumecer sus músculos estirándose y bostezando sonoramente.

–¿Y qué, está bien?

–No está mal.

–¿No está mal? Esperaba que fuera una obra maestra si te tuvo hasta las tantas leyendo.

–Es bueno, pero no me gusta juzgar los libros antes de terminarlos. En realidad, si leí tanto fue por culpabilidad. Cuando fui a cogerlo a la biblioteca, otro chico lo quería. Él lo cogió primero, pero dejó que me lo llevara. Dijo que lo reservaría, y no quiero que espere dos semanas para tenerlo.

Omitió el detalle de la corriente eléctrica y de los temblores que la sacudieron cuando sus manos se rozaron. Héctor habría hecho de ello una montaña de arena.

–Ajá. Un chico.

Abril miró a su amigo de hito en hito y asintió, muy seria.

–Sí, ya sabes. El macho del humano joven. Un chico –dijo, sin lograr mantener la pose de seriedad–. Vamos, no me mires así. Me haces reír.

Héctor sonrió y señaló hacia la puerta.

–Anda, camina, pequeña Wendy. Podrás seguir durmiendo en la siguiente clase.

 

Aunque se había sentido tentada, no le había dicho a Héctor que había soñado con el chico de la biblioteca. No quería darle más madera para su hoguera de estúpidas elucubraciones. Sólo había sido un sueño. Sin embargo, su recuerdo era tan real que aún creía percibir el olor de las verduras que llevaba en el canasto, o el sentimiento de profunda animadversión hacia el desconocido que había encontrado en el rellano de aquella antigua casa. No podía quitarse de la cabeza aquel extraño a quien su imaginación le había puesto el rostro del chico de la biblioteca, que tanto la había atraído con sólo un vistazo. Apoyó la cabeza sobre sus brazos, doblados encima de la mesa, y cerró los ojos.

DOS

 

Estoy sentada en una confortable silla del salón de los Altarriba, esperando a solas, sumida en mis pensamientos. Madre ya lleva tres días trabajando aquí y sólo tiene buenas palabras para los señores Altarriba. Yo acabo de conocerlos, y aunque estaba demasiado nerviosa para recordar nuestra corta conversación, ambos han sido amables. No me han mirado con suficiencia ni me han hablado como si fuera tonta o analfabeta, lo que siempre es de agradecer. No tendré un horario fijo, pero trabajaré la mayoría de los días, incluidos los domingos. Además, si alguna noche me necesitan también tendré que ir. Me lo han dicho como si fuera algo malo, como pidiendo perdón. No entienden que cuanto más trabaje, más cobraré, y desde luego nunca me quejaré de eso.

Si por mí fuera, ya estaría lejos de esta casa, que no hace sino recordarme todo lo que nunca tendré. Por desgracia, los señores Altarriba han insistido en presentarme a todos sus hijos. Aunque he intentado evitarlo, al final he aceptado. Al fin y al cabo, este será mi lugar de trabajo. Tendré que acostumbrarme.

De repente, oigo cómo alguien carraspea. Me vuelvo bruscamente y veo cómo un chico atraviesa el umbral de la puerta y hace una mueca sorprendida al verme. Se detiene en seco. Yo me levanto e, intentando disimular mi hastío, lo saludo cortésmente. He estado ensayando esta pose desde que lo vi por segunda vez en el portal. Las probabilidades y mi mala suerte apuntaban a esta situación. Además, el mal presentimiento se ha intensificado desde que la señora Altarriba me ha hablado de su hijo mayor, el mismo que ahora me mira con cara de pocos amigos.

–Tú –masculla.

–Marina, si no te importa –respondo. Intento parecer segura. Como con los animales, nunca debes dejar que un rico huela tu miedo, y menos si es un señorito como el que ahora tengo delante.

–¿Te han contratado a ti? –dice con un tono nada agradable. Yo me limito a asentir. Soy consciente de que mi metedura de pata del otro día en el portal puede costarme el puesto, así que decido que cuanto menos diga menos posibilidades tendré de causarme más problemas. Él pone los ojos en blanco y resopla–. Mientras sean mis padres quienes te pagan, espero que me trates con respeto, dentro y fuera de esta casa.

Lo miro de hito en hito con los dientes apretados. Los ojos me empiezan a arder y siento que, si no me contengo, una mala palabra va a escapar de mi boca. Respiro profundamente, tratando de calmarme; sé que eso es precisamente lo que intenta, y no tengo la intención de darle el gusto de cavar mi propia tumba. Si quiere enterrarme, tendrá que hacer él el agujero.

–Ahora sí te muerdes la lengua. A lo mejor no eres tan tonta como pareces.

–Ojalá pudiera decir lo mismo de ti –se me escapa. Sin embargo, he hablado en un tono tan bajo que no creo que me haya oído.

–¿Qué has dicho?

Niego con la cabeza, nerviosa.

–Nada. –Me paso la mano por la cara y suspiro mirando el techo–. Mira, sé lo que estás pensando y yo…

–¿Qué estoy pensando?

–Qué mentira puedes contar sobre mí para que no me contraten.

El chico hace una mueca grotesca que parece ser una sonrisa y dice:

–Te equivocas.

–¿Acaso quieres que trabaje aquí?

Se encoge de hombros y me mira con una pose altiva y desafiante que hace que la sangre hierva en mis venas. Le aguanto la mirada, dispuesta a no dejarme amedrentar. Por suerte, la puerta se abre de golpe y tengo la excusa perfecta para apartar la vista sin darle el gusto de la victoria.

–Hijo, estábamos buscándote.

La señora Altarriba entra sonriente, ataviada con un ligero vestido blanco que realza su figura. Unos finos pendientes adornan sus orejas, escondidas tras unos tirabuzones azabache, los únicos que escapan del perfecto recogido que luce. Detrás de ella aparecen su marido y mi madre, que lleva en brazos al bebé. Un niño y una niña asoman la cabeza al otro lado de la puerta. Deben de tener la edad de María. La mujer me mira y sonríe.

–Veo que ya os habéis conocido.

El chico se pasa la mano por el pelo de forma despreocupada y asiente con desgana.

–Marina, él es Xavier –dice la señora Altarriba, señalando al bebé que lleva mi madre–. Y estos son Clara y Gabriel.

Les hace un gesto a los niños para que se acerquen a mí y me saluden debidamente. La niña tiene la cara pecosa y la piel pálida y suave como la porcelana; el cabello, de color rojizo, le llega hasta los hombros y roza un vestido de color rosa que debe de valer tanto como toda la ropa de María. El niño, un poco más alto que ella, la coge de la mano y me enseña una sonrisa amplia y desdentada. Tiene los mismos ojos y el mismo cabello que su hermano mayor. Afortunadamente, parece mucho menos grosero.

–Ella cuidará de vosotros cuando vuestro padre y yo estemos fuera, ¿de acuerdo? Así que tenéis que hacerle caso.

Los niños asienten obedientemente y se cuelan entre las piernas de su padre, que se ríe y me dice:

–Son un poco traviesos, pero no te causarán ningún problema, te lo aseguro. Y él es Víctor, aunque supongo que ya os habréis presentado.

No me atrevo a llevarle la contraria, de modo que asiento en silencio.

Víctor, el único nombre que nunca me ha gustado escuchar; así se llama el señorito. Ahora sí puedo decir que no soporto nada de él, ni siquiera su nombre.

 

Desde que trabajo para los Altarriba, padre está de mucho mejor humor y el ambiente en casa es mucho más soportable. Cuando no tengo que cuidar de los niños, sigo yendo a lavar ropa, de modo que últimamente entra más dinero en casa que en los últimos tiempos. Además, gracias a su sueldo como nodriza, madre no debe cargar con tantos trabajos de costura, y eso se nota tanto en su humor como en su cojera, porque no tiene que andar tanto por el barrio para repartir los encargos. Empezó a trabajar como costurera hará cosa de dos años, después del accidente que sufrió en la fábrica textil en la que trabajaba. Además de costarle el empleo, estuvo a punto de cobrarse también su pierna derecha. Por suerte, el médico consiguió salvarla, aunque aún arrastra una cojera que no parece tener intención de desaparecer.

Sin embargo, todo lo bueno que tiene trabajar para los inquilinos del piso principal desaparece de mi mente cuando estoy de pie delante de su puerta, como en este preciso instante. Delante de la del portal, por supuesto, la destinada al escaso servicio del que disponen. La lujosa entrada del piso principal está reservada a las personas importantes, y me temo que la cuidadora de sus hijos no goza de ese estatus.

Intento respirar hondo. Aunque Clara y Gabriel son entrañables, no puedo olvidar la expresión desafiante de Víctor. Cuando me avisan para ir a trabajar, rezo para que el hermano mayor no se encuentre en casa. Hasta ahora, mis plegarias han sido escuchadas. Trato de tranquilizarme diciéndome que, aunque esté aquí, ya se habrá olvidado de mí y me dejará en paz. Suspiro, sonrío a modo de práctica y golpeo la puerta con los nudillos.

 

5 de agosto de 1914. Veo la fecha en La Vanguardia, el diario que el señor Altarriba se ha dejado olvidado sobre la mesa del salón. Siento un escalofrío al ver las esquelas de la portada y me pregunto a quién diablos le gusta saber quién ha muerto mientras desayuna. Es demasiado morboso, incluso para un burgués.

Echo cuentas y reparo en que ya hace casi cinco semanas que empecé a trabajar aquí. Para ser sincera, debo decir que me gusta. Los niños se portan de maravilla conmigo y, a diferencia de otros hijos de buena familia, no tienen como único objetivo complicarme la vida. Se divierten conmigo, o al menos eso parece. Sólo tenemos problemas a la hora de comer. Son quisquillosos y no todo es de su agrado, pero al final, de un modo u otro, siempre consigo que coman. Me gustaría poder decirles que mientras ellos rechazan un plato de verduras cocidas porque no les gusta, mis hermanas pequeñas matarían por tener asegurado ese manjar de por vida, y más teniendo en cuenta que los Altarriba disponen de una cocinera, Elvira, que se encarga de toda y cada una de las comidas. Pero son niños, ¿qué voy a decirles? No son culpables de nada, sólo afortunados.

Víctor nunca está en casa y Eduardo, el mayordomo, es poco hablador pero bastante simpático. Al menos me saluda y me da conversación cuando nos encontramos, algo que no puedo decir del hijo mayor de la familia. Elvira, por su parte, no deja de ser una versión algo más sofisticada de la señora Emilia. En cuanto me descuido, me ha acorralado para contarme historias y cotilleos sobre los que yo nunca le he preguntado. Yo escucho y asiento, haciendo como que me interesan los problemas de la señora Altarriba con su modista. Más vale tenerla contenta y contar con una aliada en la cocina.

Dejo el diario en su sitio y me dirijo hacia la habitación de los niños, situada al final del pasillo lleno de retratos y fotografías de gente engalanada y sonriente. Hoy es la primera vez que trabajo de noche. Los señores Altarriba han salido esta tarde con sus mejores galas para ir al Liceo a ver alguna ópera de nombre tan rimbombante como el vestido de la señora Altarriba. Elvira y Eduardo ya se han marchado a su casa y Víctor… Uno nunca sabe dónde está ese chico. Normalmente no está en casa, y cuando está, creo que evita estar en la misma sala que yo. Tiene suerte. Si estuviéramos en mi casa, no tendría tantos cuartos donde elegir.

Sea como sea, la casa está silenciosa. Los niños están arropados en sus camas y esperan que les cuente un cuento. Me siento junto a ellos mientras noto sus miradas apremiantes y comienzo a contarles mi cuento favorito: Peter Pan.

3

 

–¡Abril!

Una sacudida la sacó de su sueño abruptamente. Se levantó de golpe y trató de ubicarse. Vio a su lado a Héctor, que con el índice delante de los labios le indicaba que guardara silencio. La chica miró a su alrededor, como si aún no supiera dónde se encontraba. Cuando se dio cuenta de que estaba en clase, miró el reloj y se preguntó cuánto rato había dormido. Aunque según las manecillas sólo habían pasado veinte minutos, ella habría jurado que habían sido horas enteras, si no días. Poco a poco, las imágenes de su sueño fueron llenando su cabeza.

Se sintió aturdida al percatarse de que había soñado con las mismas personas y las mismas historias que la noche anterior, y que de nuevo el realismo de su sueño era abrumador. Podía recordar cada detalle con precisión; nada quedaba tras la bruma de la inconsciencia, como solía suceder con sus fantasías nocturnas. El olor a cerrado de la casa de Marina, a través de cuyos ojos veía el mundo, la rabia al hablar con Víctor de nuevo, la sensación de impotencia al tener que aceptar un trabajo que no le gustaba… La única diferencia era que esta vez habían sido tres sueños, separados como si fueran los actos de una obra de teatro.

Miró a Héctor, que la observaba sin sospechar todo lo que bullía en su cabeza.

–Leer hasta tarde no es buena idea si no sabes controlarte luego –la riñó, medio en broma, medio en serio.

–Ya –respondió ella secamente, sin mirarlo siquiera.

No estaba de humor para una charlita de las suyas. Los recuerdos del sueño seguían impregnándola y eso la preocupaba. Parecía que su mente le contara un cuento aprovechando su estado de inconsciencia. Pero ¿por qué había elegido precisamente el rostro del desconocido de la biblioteca? Si lo pensaba, no podía evitar sentirse como una obsesa o una psicópata.

No debería haberse quedado leyendo hasta tan tarde. Se le estaba fundiendo el cerebro.

–¿Te pasa algo? –preguntó Héctor, preocupado–. No tienes buena cara.

Abril negó con la cabeza antes de sacar el libro de Peter Pan de la mochila y ponerse a leer a escondidas. Tenía que terminarlo y devolverlo cuanto antes. Necesitaba conocer a aquel chico al que su subconsciente había bautizado como Víctor.

 

Después de clase, se quedó en la biblioteca de la universidad engullendo una página tras otra. Héctor quiso quedarse con ella, y aunque la chica le insistió para que se fuera, no lo consiguió. De modo que ahí estaban los dos, ella leyendo como si le fuera la vida en ello y él intentando concentrarse y estudiar. Sin embargo, su amiga estaba demasiado rara para poder centrar su atención en el libro de psicopedagogía. Al principio había pensado que su extraña actitud se debía al chico del que le había hablado, pero se había dado cuenta de que era algo más que eso.

Estaba obsesionada con ese libro.

Le había hablado varias veces desde que estaban en la biblioteca y sólo había recibido una respuesta esquiva. Prefería no insistir, al menos mientras no hubiera terminado el libro y la viera algo más relajada. En la hora y media que llevaban ahí no había despegado los ojos de él más que para consultar la hora.

Cuando el reloj marcaba las siete y media, Abril cerró el libro y le dijo a Héctor que se iba. Él recogió sus apuntes rápidamente y ambos salieron de la biblioteca en silencio. Sólo se atrevió a hablar cuando estaban entrando en la estación de ferrocarril.

¿Lo has terminado?

Abril asintió con la cabeza.

–¿Puedo preguntar…? –empezó a decir, pero se detuvo–. Da igual.

–¿Qué?

–¿Qué te pasa, Abril? Hoy estás muy rara. Como si no estuvieras aquí. ¿Ha pasado algo en casa o te preocupa algo o…?

Abril suspiró sonoramente y negó con la cabeza. Necesitaba hablarlo con alguien para dejar de pensar que se le estaba yendo la olla, la sartén y la batería al completo.

–¿Recuerdas el chico de la biblioteca?

Héctor esbozó una sonrisa triunfante que Abril pronto se encargó de borrar con una mirada.

–Vamos, sabes que no soy tan simple –se quejó. Miró a su amigo y susurró, como si se avergonzara de lo que iba a decir–: He soñado con él. Dos veces.

–¿Y qué?

Abril se ruborizó. Al decirlo en voz alta sonaba más estúpido incluso que en su cabeza. Introdujo el billete en una de las máquinas, y mientras esperaba a que esta lo escupiera y le abriera las puertas, musitó:

–No lo sé. –Se volvió hacia Héctor, que la observaba expectante, y resopló–. Era… era demasiado real. Me encontraba a principios del siglo pasado y lo veía todo como si fuera otra persona. Como si fuera ella, ¿entiendes? Otra persona. Se llama Marina. En el primer sueño caminaba con su hermana por la calle y, al entrar en el portal de su casa, choqué… chocó con un chico.

–Y el chico era él –adivinó.

–Sí.

–Pues no lo veo tan extraño, sinceramente.

El ruido del tren al aparecer por el túnel acalló el resoplido de Abril. Sabía que no lo entendería. De todos modos, ya había empezado a contarle la historia, así que iba a terminar. Quizás se quedaría más tranquila. El tren se detuvo y los dos amigos se apresuraron a entrar y buscar un lugar donde sentarse.

–Hoy, cuando me he dormido en clase, he vuelto a soñar con él.

–¿Qué erais esta vez? ¿Vaqueros? ¿Cortesanos del siglo XV, quizás? –bromeó, pero, al ver la expresión enfadada de Abril, dijo–: Está bien, perdona. Sigue.

–Volvíamos a ser las mismas personas. He tenido tres sueños, divididos en distintas escenas –dijo. Calló unos segundos y finalmente le describió con pelos y señales lo que había visto, sentido y olido–. Cuando me despertaste, estaba a punto de contarles a los niños un cuento para que se durmieran. Peter Pan.

–Vaya. Te acuerdas de todos y cada uno de los detalles. Hasta de la fecha exacta. ¿1914, has dicho?

Ella asintió.

–¿Y no aparecía nadie más en el sueño? ¿Ningún otro conocido o amigo o algo por el estilo?

–No, sólo él –dijo–. Sé que tal vez sea una estupidez, pero… No lo sé, Héctor. Es que podía sentir la rabia, la impotencia, todo lo que pasaba por mi… por el cuerpo y la mente de Marina. Si supiera dibujar, podría hacerte un retrato perfecto de todas y cada una de las personas que vi. Y lo de Peter Pan

–Abril, cuando dormimos nuestra mente descarga todo lo que llevamos dentro. No te apartas de ese libro. Es normal que hasta sueñes con él.

–Supongo que sí.

–En cuanto a lo demás… Bueno, todos hemos tenido flechazos.

Abril esbozó una pequeña sonrisa y suspiró. Seguramente se estaba preocupando por una tontería. Miró por la ventanilla y se preguntó hasta qué punto lo que quería hacer era una soberana estupidez. Hablar con Héctor había sido una buena idea. Su tranquilidad le había demostrado que estaba sacando las cosas de quicio.

Iría a la biblioteca, dejaría el libro y se iría, nada más. Nada de ideas estúpidas.

 

Miró a la bibliotecaria y después al libro. Cerró los ojos, como preguntando a su interior qué debería hacer. De pronto, la voz de Carme volvió a su cabeza, tan real como alegre. «Tonto.»

Todas sus convicciones sobre no hacer ninguna tontería desaparecieron con esa voz. Abril se volvió de espaldas a la bibliotecaria y sacó una libreta de su mochila casi con violencia. Cogió un bolígrafo, arrancó una hoja y empezó a escribir.

 

¿Has escrito alguna vez una nota a un desconocido? Si lo has hecho, dime cómo se empieza, porque llevo todo el día devanándome los sesos para encontrar un buen inicio. De hecho, preguntándome si debería dejarte esta nota. Como ves, ha ganado el sí, aunque sigo sin saber cómo escribirla.

No soy una psicópata ni una acosadora. De hecho, es la primera vez que hago esto. Sólo te escribo para darte las gracias por haberme cedido el libro. Eres la primera persona que conozco que quiere leer Peter Pan. Al menos el original, claro. Aunque quizás era para algún hermano o primo pequeño y ahora mismo te estás riendo de la loca que se pasea por la sección infantil y deja cartas en los libros.

A todo esto, acabo de darme cuenta de que no te he dicho quién soy, pero si tú eres el chico al que estoy escribiendo, lo sabrás. En caso contrario, no deberías estar leyendo esto, de modo que déjalo donde lo has encontrado.

A.

 

Dobló el papel y lo metió entre las páginas, asegurándose de ponerlo lo más pegado al lomo posible para que no cayera.

Se acercó a la bibliotecaria, que no había reparado en su presencia, y carraspeó para hacerse notar.

–Perdone, ¿este libro tiene alguna reserva después de mí?

La señora, de unos cincuenta años, con el cabello oscuro por el tinte y los ojos cansados por las horas de trabajo, cogió el libro que le alargaba la chica, tecleó unas palabras en el ordenador y dijo:

–No tienes que devolverlo hasta dentro de trece días.

–Lo sé, lo sé –bufó Abril. Qué manía la de responder a cosas que no se han preguntado–. Pero, después de mí, ¿hay alguna reserva?

–Sí, una.

–¿Podría decirme de quién?

La bibliotecaria negó con la cabeza con una expresión que no daba pie a ninguna réplica. Abril prefirió no insistir. Salió de la biblioteca mientras se preguntaba qué habría hecho Miguel durante su ausencia. Los deberes no, desde luego. Ni la cena. Le echó un vistazo al reloj y, tras ver que eran cerca de las ocho, empezó a correr hacia el metro.