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ALICE KELLEN

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Índice

    1. Capítulo 1
    2. Capítulo 2
    3. Capítulo 3
    4. Capítulo 4
    5. Capítulo 5
    6. Capítulo 6
    7. Capítulo 7
    8. Capítulo 8
    9. Capítulo 9
    10. Capítulo 10
    11. Capítulo 11
    12. Capítulo 12
    13. Capítulo 13
    14. Capítulo 14
    15. Capítulo 15
    16. Capítulo 16
    17. Capítulo 17
    18. Capítulo 18
    19. Capítulo 19
    20. Capítulo 20
    21. Capítulo 21
    22. Capítulo 22
    23. Capítulo 23
    24. Capítulo 24
    25. Capítulo 25
    26. Capítulo 26
    27. Capítulo 27
    28. Capítulo 28
    29. Capítulo 29
    30. Capítulo 30
    31. Capítulo 31
    32. Epílogo
    1. Agradecimientos

A mis abuelos.
Gracias por cuidarme.

1 Léane

Me sudaban las manos, tenía el estómago revuelto y notaba un ligero temblor que se extendía por mis piernas, como si éstas fuesen de gelatina.

Jamás me había sentido tan nerviosa. Probablemente, estaba a punto de sufrir un ataque de ansiedad.

Respiré hondo repetidas veces, intentando alejar mis temores.

Había bastantes alumnos reunidos en el salón de actos de la universidad y todos ellos tenían el mismo objetivo: participar en el concurso convocado por la cadena local de la televisión del condado de Berkshire.

Cada cuatro años –como si de unas olimpiadas se tratase–, la cadena Princett colaboraba con la Universidad de Reading, dirigiendo y organizando el concurso Joven Promesa.

Podían presentarse al casting inicial los alumnos de todos los cursos matriculados en Periodismo en la universidad. En la primera criba, que era exactamente donde me encontraba, se elegía a los seis participantes que formarían parte del concurso. Durante el año universitario, exactamente hasta marzo, los seis afortunados se batirían en duelo realizando reportajes como locutores, que se emitirían en directo a través del canal online del campus.

¿Cómo ganar? Conquistando al público.

Los reportajes se publicarían en la página web de la universidad y los alumnos tendrían unas horas para votar a sus favoritos, lo que daría como resultado a los dos finalistas tras varias rondas de eliminación. Eso sí, afortunadamente, el ganador definitivo sería decisión de los jueces. Sin embargo, para conseguir llegar a participar en el último reportaje era obvio que había que caerle en gracia al público. Así funcionaba también la audiencia en la vida real.

El suculento premio era poder trabajar durante uno de los meses de verano en la cadena Princett. A pesar de que consistía en cubrir un puesto de becario –nunca estaba de más aprender a preparar cafés o reorganizar el papeleo de tus superiores–, era una oportunidad única, porque no se trataba de una cadena secundaria más, sino de una de las más conocidas e importantes del país, que habitualmente lideraba las audiencias. Esa beca te daba la oportunidad de conocer desde dentro cómo funcionaba una cadena de televisión, conseguir valiosos contactos y, todavía más importante, tener experiencia en el sector para poder trazar la primera línea del currículum.

Como extra, aunque para muchos quedase relegado a un segundo plano, se añadía al premio una atrayente cantidad en metálico para invertir en nuestros estudios. Y desgraciadamente, para mí era casi lo más importante.

Años atrás, ganar el concurso había sido crucial para muchos locutores que terminaron ocupando puestos privilegiados e importantes. Hacerse con el galardón Joven Promesa abría muchas puertas. De hecho, una de mis periodistas preferidas, Linda Carry, se había alzado vencedora en el año 2001 y ahora presentaba y dirigía uno de los programas de debate más interesantes de la parrilla televisiva.

En el salón de actos de la universidad, llegaron a congregarse alrededor de cincuenta alumnos para presentarse al casting. Todos estábamos de pie, formando una perfecta fila india, a la espera de que el evento comenzase.

En la primera hilera de butacas estaban sentados los colaboradores de la cadena que se encargarían, poco después, de elegir a los seis participantes; entre los jueces se incluía también el famoso presentador estrella de la cadena Princett, Owen Gabsen. Observé con atención cómo se acomodaban en los asientos y preparaban algunos papeles para tomar notas, antes de desviar la mirada para centrarme en mis compañeros.

La mayoría parecía compartir mi nerviosismo. Qué bien. Intenté distinguir algún rostro familiar, pero apenas había alumnos de primero, pues casi todos eran de cursos más avanzados. Una pequeña ventaja que a mí no me favorecía, ya que tendrían más experiencia.

Cuando Owen Gabsen se levantó de una de las butacas y subió al escenario, logró acaparar la atención de los alumnos. Los murmullos se silenciaron rápidamente, dando paso a un inquietante silencio. El famoso presentador dirigió el micrófono hacia sus labios sin prisa y sonrió de un modo estúpidamente encantador antes de hablar.

–Supongo que muchos me conoceréis por presentar las noticias de la noche en la cadena Princett. –Cogió mucho aire de golpe y fingió sentirse abrumado por la emoción. Luego miró nuevamente al público y, cuando volvió a hablar, advertí el leve eco de su voz, que parecía golpear contra las paredes del salón de actos–. Pero hoy quiero dirigirme a vosotros como uno más. Hace unos años, también estaba ahí abajo, mirando de reojo a un escenario que me aterrorizaba, a la espera de realizar el primer casting de mi vida.

Intentaba mostrarse cercano, quería que nos sintiésemos identificados con él. Pestañeó en exceso, fingiendo estar conmovido; Owen Gabsen sabía qué gesto debía utilizar en cada momento, como si estuviese representando una coreografía ensayada mil veces. Habitualmente vestía riguroso traje de chaqueta, pero para la ocasión había optado por unos pantalones color caqui y una camiseta informal. No me gustaba como presentador, pero debía admitir que actuar se le daba genial.

–Sabéis lo que ocurrió al final, ¿verdad? Gané el concurso. –Sonrió con satisfacción. Tenía una dentadura tan blanca que parecía inhumana–. Es una experiencia inigualable. Un trampolín laboral. –Señaló con un dedo al público y lo movió de un lado a otro, abarcando el perímetro del salón de actos–. Todos tenéis la oportunidad de ganar. ¡Dejad atrás los nervios, subid al escenario y demostrad lo que sois capaces de hacer!

Una entusiasta tanda de aplausos retumbó en las paredes del salón de actos. Los estudiantes estaban sumamente emocionados tras el discurso, sentimiento que no compartía. Me pregunté cuántos de mis compañeros se habían presentado al casting solo para poder ver al presentador en vivo y en directo.

No me gustaba Owen Gabsen, su mirada era siempre esquiva. Era conocido no solo por presentar las noticias de la noche, sino también por sus escarceos con jóvenes famosas y por protagonizar portadas en conocidas revistas del corazón. Su vida privada había sido el verdadero motivo de la audiencia.

Cuando él volvió a sentarse, sin más preámbulos, el jurado le indicó al primer alumno de la fila que subiese al escenario. Guardamos silencio absoluto.

Observé al joven delgado que se dirigía hacia el micrófono con cautela. Se colocó con el dedo meñique las enormes gafas redondas que acaparaban la atención sobre su rostro y comenzó a informar sobre un asesinato cometido cerca del centro de Londres, a plena luz del día.

Tras la primera prueba, el escenario fue ocupado por un alumno tras otro hasta que la longitud de la fila, donde me encontraba, disminuyó. Algunos estudiantes tartamudeaban, se trababan o repetían en exceso ciertas palabras; probablemente serían descalificados por ello. Distinguí rápidamente a los que más destacaban. Una chica menuda de voz dulce parecía haber seducido al jurado con su inocencia, a pesar de que se mostraba nerviosa. Mark Dabbent, a quien conocía de la clase de Literatura –aunque cursaba segundo, había repetido esa asignatura–, hizo un reportaje sobre una fábrica de ositos de peluche y encandiló al público con comentarios graciosos.

Cuando llegó mi turno, exhalé despacio. Ascendí con una lentitud preocupante los escalones que llevaban al escenario. Quería huir. Durante unos instantes, me convencí de que presentarme al concurso había sido una mala idea. Casi me obligué a caminar, porque mis piernas no parecían querer hacerlo por inercia.

Centré la mirada en el micrófono, evitando así enfrentarme al jurado. Percibía decenas de ojos clavados en mí evaluándome con detenimiento, exactamente como yo había hecho con mis compañeros minutos atrás. Intenté dejar atrás la inseguridad que me abrazaba e imaginé que estaba sola en mi habitación, ensayando. Cogí el micrófono y sonreí.

–París, la ciudad del amor, de la moda, del arte, del turismo… Sí, supongo que todos os hacéis una idea de cómo es París e imagino que, en estos momentos, estaréis recreando mentalmente la torre Eiffel o los famosos museos. –Hice una pausa y cogí mucho aire de golpe, obligándome a seguir respirando–. Pero, dejando a un lado los típicos lugares turísticos, los parisinos escondemos muchos más secretos… –Les mostré una sonrisa misteriosa–. ¿Sabíais que en París existe un Museo de Vampiros? –Un silencio sepulcral se adueñó del salón de actos. Me temblaron las piernas. Inspiré hondo y sonreí de nuevo–. Sí, no es broma, somos así de raritos. –Casi como si fuese un milagro, comencé a oír algunas risas que me infundieron ánimo–. También fundamos el Micromusée du Service des Objets Trouvés, un museo que alberga desde hace más de doscientos años objetos perdidos por los turistas, o el Museo de las Falsificaciones, donde se exhiben productos originales junto a sus imitaciones. Sé lo que estáis pensando: es un poco extraño. No voy a negarlo. –Percibí que gran parte del jurado sonreía abiertamente, entre ellos Owen Gabsen–. En definitiva, a los parisinos nos encantan los museos. Si os animáis a visitar la ciudad algún día, no podéis dejar escapar la oportunidad de ver algunos de los más curiosos, como el Museo de la Brujería, el del Rompecabezas, el de los Sacacorchos o, si os van las emociones fuertes, el Museo de los Caramelos Haribo, que seguro que no os dejará indiferentes –apunté, risueña y más tranquila tras ver la positiva reacción del público–. Les ha informado Léane Bouvier, desveladora profesional de los secretos que se esconden en la ciudad de París –concluí, dándole un toque diferente a la típica coletilla que debíamos utilizar para finalizar los reportajes.

Al terminar, respiré hondo. Cuando miré hacia el grupo del jurado, la mayoría continuaba manteniendo una pequeña sonrisa en los labios; quise pensar que aquello era una buena señal. Mientras bajaba los escalones del escenario y avanzaba hacia el grupo de alumnos que ya habían realizado su presentación, rememoré mi actuación.

No me había trabado o equivocado ni una sola vez. Había utilizado un tono claro y lineal a la par que cercano y con un toque informal. Como en un principio me había preocupado que mi acento francés se notase y pudiese desagradarlos, había decidido potenciar en el reportaje el hecho de que era extranjera para que todo, mi voz, el tema, etcétera, estuviese relacionado de algún modo. Y aunque quizá el argumento era un tanto raro, me había parecido más original que comentar los típicos lugares, que, probablemente, casi todos los presentes conocerían.

Agité las manos, como si de ese modo fuese a expulsar el nerviosismo y la energía negativa que se apoderaban de mí. Ya estaba hecho, no había vuelta atrás.

Alcé la vista hacia el escenario, al tiempo que el siguiente estudiante caminaba con despreocupación hacia el centro, preparándose para dar su noticia. Tenía el cabello oscuro, ligeramente despeinado, y vestía de un modo informal, pero andaba con cierta elegancia. Sonrió cuando sus dedos rozaron el micrófono. No era una sonrisa inocente. Era una de esas provocadoras sonrisas ladeadas e, inmediatamente, advertí que algunas chicas a mi alrededor comenzaban a susurrar entre ellas. Pathétique.

En cuanto empezó a hablar, conquistó al público y probablemente también al jurado. Tenía una voz profunda, algo ronca, y su inglés era clásico, con ese típico acento refinado característico de ciertas zonas del país. No se mantenía quieto en el escenario, como sí habíamos hecho todos los demás, sino que caminaba de un lado a otro con seguridad y soltura. Cuando terminó el reportaje, mostró otra irresistible sonrisa e, inconscientemente, puse los ojos en blanco. Bien. Vale. Era insultantemente guapo, pero ¿acaso no era triste que utilizase sus encantos físicos para destacar entre los demás? Ligeramente molesta, miré a varias de las concursantes y advertí que la gran mayoría llevaban ajustadas camisetas que dejaban a la vista pronunciados escotes. Touchée. Empecé a sentirme como miembro de una especie en extinción.

A pesar de que al finalizar mi actuación me había sentido bastante satisfecha, cuando el casting concluyó y el jurado se reunió para deliberar sus elecciones, me convencí de que no formaría parte de los seis seleccionados; era más fácil prepararme para lo peor y luego alegrarme en caso de que hubiese suerte. Mark Dabbent apoyó una mano en mi brazo, llamando mi atención.

–¿Nerviosa?

–Como todos, supongo. –Me encogí de hombros–. Tu reportaje ha sido genial. Muy divertido.

–Gracias. –Sonrió con sinceridad–. Pero, si alguien tiene posibilidades de ganar, sin duda eres tú.

Bufé, incrédula.

–En serio, el acento te da un punto extra. –Entrecerró los ojos–. Además, tienes una vocecita encantadora.

Dejamos de hablar cuando el jurado comenzó a ponerse en pie. Me sorprendió que tomasen la decisión tan rápido; no era un buen augurio. Se dirigieron hacia nosotros y Owen Gabsen volvió a convertirse en el centro de atención cuando habló.

–Antes de dar los nombres de los seis estudiantes seleccionados, quiero felicitar a todos los presentes –dijo–. El nivel ha sido muy alto desde el principio. Es un honor para mí y para mis compañeros poder descubrir el talento que tenéis.

Dejando a un lado las palabras de consuelo, Owen clavó la mirada en el papel que sostenía en las manos.

–Los nombres de los seleccionados son: Marlenne Nipton, Susan Faith, Mark Dabbent, Blake Lakker…

El joven que tanto había destacado sobre el escenario gracias a sus encantos físicos, arrancando suspiros por parte de algunas chicas, dio un paso al frente rompiendo la fila.

–Es Blake Lekker –lo corrigió, sin el menor tono de duda en la voz.

Owen Gabsen frunció el ceño, molesto por la interrupción.

–Como sea, Blake Lekker. –Tosió, aclarándose la garganta–. Léane Bouvier y Nina Clarson.

Solté todo el aire que había contenido, respirando al fin tranquila. Quise gritar de emoción, saltar felizmente o bailar alguna danza ridícula, pero por supuesto me contuve como todos los demás y apenas me moví unos centímetros. Permanecí clavada en el suelo como una fría estatua, con la mirada fija en los integrantes de la cadena. Sonreí tímidamente, pero luego me sentí algo alicaída por los alumnos no seleccionados, que comenzaron a abandonar el salón de actos.

Dos de las chicas ganadoras, que al parecer también eran amigas, se acercaron a felicitarme.

–Me llamo Marlenne –dijo la más bajita. Era la joven que tenía una voz angelical.

–Yo Léane –respondí, notando las palabras espesas, como si todavía me costase pronunciar adecuadamente a causa de los nervios–. Encantada.

Miré a su amiga Susan, dispuesta a presentarme, pero, antes de que pudiese hacerlo, Nina Clarson se interpuso entre nosotras. Alzó los brazos hacia mí, gesticulando en exceso con las manos, algo que habitualmente me sacaba de quicio.

–¡Me ha encantado tu actuación, Léane! Eres muy mona. –Apoyó sus dedos en mi hombro, adueñándose de una confianza que no le había dado–. ¿De dónde eres?

–París, Francia –dije de forma automática. Había respondido infinidad de veces a esa pregunta durante el cursillo de verano de la universidad, en el que casi todos éramos extranjeros.

–Oh, qué envidia –sonrió–, ¡adoro la ciudad del amor!

En cuanto Owen Gabsen se acercó a nosotros, Nina me dio la espalda dispuesta a aprovechar la oportunidad para charlar con él.

Miré a mi alrededor y advertí que los alumnos que no habían sido elegidos ya habían abandonado el salón de actos. Me sobresalté al notar una mano rozando delicadamente mi cintura. Di un paso hacia atrás, apartándome súbitamente, como si el contacto quemase.

Blake Lekker sonrió.

–Enhorabuena –dijo secamente.

–Lo mismo digo.

Durante más tiempo del adecuado, Blake me miró fijamente. Estaba a punto de decir algo que lograse romper el incómodo silencio, cuando él dio media vuelta y empezó a hablar con Marlenne.

Me situé al lado de Mark, dado que era el único finalista al que conocía. Una mujer que había formado parte del jurado se acercó a nosotros y nos entregó unas carpetas de color azul.

–Supongo que estaréis al tanto de cómo funciona el concurso –dijo–. Si tenéis alguna duda, encontraréis un informe detallado dentro de las carpetas, así como las fechas y el horario de los reportajes que debéis realizar –especificó–. Os recuerdo que se emitirán en directo a través del canal online de la universidad y que, dependiendo de las votaciones recibidas, tras cada tanda se descalificará a dos participantes, que deberán abandonar el concurso.

No parecía emocionarla la idea de explicarnos los detalles; se mostraba desganada y fruncía los labios constantemente. Aclaró que iríamos acompañados por un cámara y un programador informático para grabar los reportajes y que no había opción de repetir la toma en caso de que saliese mal. Hizo hincapié en el elevado coste que suponía un directo.

–… tal como acordamos con el consejo de la universidad, el concurso finalizará en marzo para que no suponga un problema de cara a los exámenes finales –nos recordó–. Cada mes se realizará un reportaje. Y cada tanda eliminatoria consta de dos reportajes, a excepción de la última, lo cual significa que en diciembre habrá cuatro participantes y, por ende, en febrero quedarán los dos finalistas. –Suspiró sonoramente–. La final será en marzo. Ese reportaje será improvisado, no os daremos un tema en concreto sobre el que tratar. Y como sabéis, el ganador será elegido por nosotros, los jueces.

Se presionó con los dedos el puente de la nariz y cerró los ojos durante unos segundos, como si estuviese intentando recordar algo importante.

–Ah, sí, necesitamos vuestros datos completos –añadió, rebuscando en su carpeta hasta que dio con los papeles indicados–. Es de crucial importancia que el teléfono que facilitéis esté operativo.

Nos indicaron que, en cuanto terminásemos de rellenar el formulario con los datos correspondientes, podíamos marcharnos; así que, después de firmar, me guardé el bolígrafo en el bolso, me despedí rápidamente de los demás y salí casi corriendo del salón de actos, como si me persiguiese una manada de osos. Estaba eufórica.

Agradecí el viento que soplaba, revolviéndome el cabello y despejando mi mente. Respiré hondo, sintiéndome satisfecha conmigo misma, y comencé a caminar a paso raudo por las inmediaciones de uno de los tres campus repartidos por la zona estudiantil de la ciudad. Empezaba a oscurecer, pero todavía había bastante gente deambulando por las calles de piedra que recorrían la Universidad de Reading.

Reading se encontraba dentro del condado de Berkshire, en Inglaterra, a medio camino entre Londres y Oxford. Albergaba alrededor de quince mil estudiantes de diferentes nacionalidades, razón por la cual a menudo la denominaban «ciudad universitaria».

Llegué a Reading, junto a mi mejor amiga Lissa, a principios de julio con la intención de aprovechar el periodo vacacional para instalarnos en la residencia. Así podríamos acudir al curso que ofrecía la universidad para alumnos extranjeros y conocer mejor la ciudad.

Casi todos los alumnos de primer año –especialmente si no eran ingleses– convivían en las numerosas residencias que había en los tres campus universitarios. En resumidas cuentas, significaba que tenías que compartir habitación con otros compañeros, ser puntual con el horario de comidas si no querías quedarte con el estómago vacío y sociabilizar más de lo deseado.

Los estudiantes que llevaban un par de años en la universidad solían abandonar la residencia en busca de libertad. Alquilaban pisos compartidos si podían permitírselo económicamente e incluso habitaciones sueltas.

Seguí caminando por el campus universitario, que estaba repleto de jardines cuya viveza contrastaba con los caminos peatonales y los edificios construidos en piedra. Me dirigí hacia uno de los jardines y, tras sacar el móvil del bolsillo del pantalón, me senté sobre el césped con las piernas cruzadas. Advertí que mi padre me había enviado nuevamente uno de sus filosóficos mensajes. O como él solía decir, cito textualmente: «Palabras llenas de inspiración». Desde que había abandonado París para acudir a la universidad a principios de verano, se había convertido en una costumbre diaria.

«El éxito consiste en vencer el temor al fracaso», Charles Augustin Sainte-Beuve.

Sonreí en cuanto terminé de leer el mensaje y marqué a toda prisa el número de mi casa.

–Hola, cielo –respondió mi madre al otro lado de la línea–, ¿cómo ha ido el día?, ¿qué has comido? Me preocupa que la comida del comedor no sea sana…

–¡Mamá, me han seleccionado para el concurso!

–Cariño, ¡eso es… maravilloso! –Oí cómo llamaba a mi padre a gritos para contarle la noticia–. Estamos orgullosos de ti.

No pude evitar sonreír.

–Tendrás que explicarme dónde puedo ver los reportajes –dijo–. Ya sabes que el Sr. Internet y yo no nos llevamos demasiado bien.

Les relaté a mis padres cómo había sido mi actuación, lo que sentí sobre el escenario frente a todos los estudiantes, el proceso de selección y las primeras impresiones de los otros cinco finalistas. Mientras contaba lo ocurrido detalladamente, mamá reía de vez en cuando con cierto nerviosismo; por el tono de su voz, notaba que intentaba disimular lo mucho que la emocionaba la noticia. Quizá pensaba que, si se contenía, disminuiría la presión que aquel acontecimiento significaba para mí.

El único propósito de mis padres, desde que tenía uso de razón, era que fuese a la universidad. Ellos eran artistas, cada uno a su manera, y valoraban la cultura como pocos más lo hacían.

Mamá era pintora. Había estudiado Economía en la universidad, pero dejar a un lado su pasión para sumergirse en un montón de papeles repletos de números estaba descartado. Ella necesitaba pintar. Y nosotros necesitábamos ver cómo lo hacía.

Aunque no era un trabajo bien valorado –al menos, no económicamente–, no existía nada más gratificante que verla con su bata blanca, repleta de coloridas manchas de pintura, moviéndose ajetreada como un colibrí por su pequeño estudio con una brocha en la mano. Me encantaba sentarme en el sofá que había al fondo de la habitación, bajo el ventanal tras el que se dibujaba París, para observar ensimismada cómo pintaba un cuadro tras otro. La inspiración le llegaba a trompicones, pues mamá no era especialmente constante, pero cuando eso ocurría entraba en un maravilloso estado creativo. Se le iluminaban los ojos y éstos se tornaban ligeramente acuosos, casi como si fuese a llorar por la emoción contenida. Un rubor rosado se propagaba por sus mejillas y era incapaz de oír o ver nada de lo que ocurría a su alrededor, como si el mundo entero se hubiese congelado para ella.

Vendía algunos cuadros. Cada vez más, probablemente por el efecto producido por el boca a boca de sus fieles clientes. Sin embargo, seguía sin ser suficiente –en especial si comparábamos las ganancias con el salario medio–, pero tanto mi padre como yo teníamos la certeza de que algún día sería reconocida como una gran artista.

Papá, por el contrario, sí tenía un trabajo estable. Y además era el trabajo de sus sueños. Desde hacía más de quince años, ocupaba un puesto en una escuela de adultos como profesor de Literatura. Le entusiasmaba que personas que habían dejado atrás su juventud todavía mantuviesen la mente abierta y con ganas de aprender. Era una labor gratificante. Salía de casa a las ocho de la mañana con una sonrisa radiante en los labios. Y cuando regresaba, contra todo pronóstico, esa sonrisa no había disminuido, sino que era todavía más amplia.

Mis padres se conocieron en la feria cultural independiente que se organizaba anualmente en la ciudad. Ella presidía una pequeña caseta, junto a otros pintores poco reconocidos, donde exponían sus cuadros. Papá era un visitante más a la espera de pasar un día agradable en la transitada feria.

Él se quedó totalmente prendado de uno de los cuadros de mi madre y se decidió a comprarlo, aunque para ello tuviese que gastarse los ahorros de todo un año. Cuando él pagó y ella fue a devolverle el cambio, sus dedos se rozaron y… ya está. Así fue su historia de amor. Increíble, pero cierto. Dos años después, me trajeron al mundo.

Decidieron llamarme Léane porque etimológicamente el nombre proviene de «leona». Les gustó que fuese un símbolo de fuerza y coraje. Nunca me he interesado demasiado por el significado de los nombres, pero mis padres le dan mucho valor a ese tipo de cosas, que a mí suelen parecerme poco relevantes.

Gracias al esfuerzo de mis padres, asistí desde pequeña a un colegio bilingüe. Obtener el certificado de uso de inglés como primera lengua era una gran ventaja para, más tarde, introducirme en el mundo laboral. Cuando, el pasado año, convocaron las becas para acudir a una universidad extranjera de habla inglesa, no me lo pensé dos veces. Una parte de mí quería alejarse de todo aquello que tan bien conocía, como si, de ese modo, pudiese probarme a mí misma, descubrir si era capaz de valerme sola… frente al resto del mundo; era como una especie de reto personal. Y por supuesto, también lo consideraba un gran avance a nivel académico.

Siempre me había preocupado por mis calificaciones, no solo porque quería compensar todo lo que mis padres habían hecho por mí –por decirlo de un modo poco elegante, en casa no sobraba ni un céntimo–, sino porque realmente me importaba.

Me había interesado por el periodismo desde pequeña, había participado en todos los diarios escolares desde primaria e incluso en algunas revistas online, y me encantaba ver las noticias, contrastar datos, comparar diferentes puntos de vista, documentarme e intentar aprender de forma autodidacta. Tenía la certeza de que sin información, en todos los sentidos, no somos nada. Y aunque me encantaba el programa de debate de Linda Carry, mi verdadera inspiración había sido, sin duda, Angélique Deville.

Había sido una periodista francesa bastante conocida, pero no fue hasta que la secuestraron en Afganistán junto a tres personas más cuando su rostro comenzó a acaparar todas las televisiones del país y las portadas de los periódicos. Poco a poco, conforme fue pasando el tiempo sin que se diesen a conocer nuevas noticias, cayó en el olvido y pasó a ser algo secundario, hasta que, dos años más tarde y para sorpresa de todos, logró escapar e informar a las autoridades de dónde estaban los otros tres rehenes.

No fue el hecho de que consiguiese huir y salvarse lo que más me impresionó de Angélique Deville. Lo que verdaderamente me deslumbró fue que, apenas cuatro meses después de aquel final feliz, regresó a Afganistán antes de que se consiguiese derrocar al gobierno talibán y continuó informando a los espectadores de lo que allí ocurría, sacando a relucir la pobreza y la miseria de la situación que se vivía en el país, como si el secuestro que había sufrido hubiese sido solo una piedra en el camino para ella.

Ese día, a pesar de que por aquel entonces todavía era muy pequeña, supe definitivamente que en el futuro quería ser periodista.

Ahora era finalista del concurso.

Y tenía que ganar.