Cubierta

Alexandra Risley

El reino
de las almas
robadas

Plataforma Editorial neo

Índice

    1. Final y principio
    2. Capítulo 1
    3. Capítulo 2
    4. Capítulo 3
    5. Capítulo 4
    6. Capítulo 5
    7. Capítulo 6
    8. Capítulo 7
    9. Capítulo 8
    10. Capítulo 9
    11. Capítulo 10
    12. Capítulo 11
    13. Capítulo 12
    14. Capítulo 13
    15. Capítulo 14
    16. Capítulo 15
    17. Capítulo 16
    18. Capítulo 17
    19. Capítulo 18
    20. Epílogo

Para J. J., quien me ayudó a creerme mi propia película

Ponme como un sello sobre tu corazón,
como una marca sobre tu brazo;
porque fuerte es como la muerte el amor.

CANTAR DE LOS CANTARES, 8

Final
y principio

El dormitorio estaba a oscuras, salvo por una ínfima luz que brotaba del cuarto de baño.

El clic del interruptor desveló una habitación completamente revuelta. Había toda clase de objetos siniestros esparcidos por el suelo: discos de bandas deprimentes, libros con cubiertas oscuras, estuches de maquillaje que revelaban una ridícula devoción por el color negro y piezas de ropa que sólo una alumna en toda la escuela sería capaz de usar.

¿Qué había ocurrido allí? ¿Y dónde estaba ella?

Raven se detuvo en el umbral de la puerta con el ceño fruncido. A esas horas, Shadow solía hablar por teléfono con sus amigos o, en su defecto, escuchaba música estridente hasta bien entrada la medianoche, pero ahora no se la veía por ninguna parte. Probablemente había arrojado todas esas cosas durante uno de sus memorables berrinches. Quizás su madre había vuelto a llamarla.

Cerró la puerta soltando un suspiro. Dejó sobre la cama la caja que traía en las manos, que escondía el Alexander McQueen recién llegado de la boutique de Old Bond Street, y se quedó mirando el desorden. Parecía el escenario de un cataclismo. La señora Allen las enviaría con el director cuando viera aquel caos. Pero ella no iba a ordenarlo. No el último día de instituto.

Un par de guantes de estilo vintage, de esos que no llegan a cubrir los dedos, descansaba sobre una almohada. La expresión de Raven se suavizó. Caminó hasta ellos y los cogió cuidadosamente, examinándolos. Eran muy bonitos, pensó acariciando las fibras de color negro. Quizás Shadow los usaría al día siguiente durante el baile. Se imaginó a la chica con los guantes puestos, bailando sola en la pista, inmune a las miradas de reprobación, y una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios. Era muy típico de ella escandalizar a los demás sin ni siquiera darse cuenta. Aunque lo habría considerado improbable unos meses atrás, Raven elogiaba la capacidad de Shadow para ser ella misma. ¿Se molestaría si se los probaba un momento? Seguramente no. Se encajó los guantes con un entusiasmo desconocido, cuidando de no rasgar la malla, y estiró las manos para valorar su aspecto. Un poco atrevidos para su gusto. A Shadow le quedarían mejor.

Fue entonces cuando un sonido líquido le hizo dirigir la mirada al cuarto de baño. Una fuga. Descubrió la puerta entreabierta y, debajo de ella, un charco rojo que se desplazaba por los azulejos blancos, a un palmo de la alfombra. Sus músculos se contrajeron ligeramente. Raven se preparó para lo que parecía ser una de las célebres bromas de Shadow –la última del curso, esperaba– y caminó hasta el baño con pasos desafiantes.

Y entonces, cuando sus ojos percibieron el cuerpo sumergido en la bañera, cocinándose en su propia sangre, el mundo entero se oscureció.

No podía dejar de mirarla, aunque deseaba cerrar los ojos. Tragó saliva con dificultad y se acercó a la bañera con lentitud, preguntándose si no sería más que una pesadilla o una broma extremadamente cruel.

Shadow yacía inmóvil en el agua humeante, con los ojos abiertos. Sus brazos estaban rajados desde las axilas hasta las muñecas y la sangre escapaba de su cuerpo a chorros, mientras sus pies blancos, con la pedicura en negro, colgaban de la bañera.

Oh, no. No, no era una pesadilla, se dijo desinflando los pulmones con el aire contenido, presa del horror. Se sentía mareada, con ganas de arrojar la cena por la boca. Muerta. Shadow estaba muerta. Aunque no se atrevía a tocarla para asegurarse, sabía que aquel vacío en sus ojos azules, con el rímel corrido, era el de un cuerpo sin alma. Por algún motivo lo sabía.

Con los guantes negros aún puestos, Raven se dejó caer sobre las losas mojadas. Debía hacer algo; tal vez gritar, sacar el cuerpo de la bañera, llorar, llamar a la señora Allen, a las demás alumnas… ¡a una ambulancia!, pero sólo era capaz de permanecer inmóvil y jadear.

Se quedó sentada en el suelo, abrazándose las rodillas, dejando que una extraña sensación de angustia la engullera.

Muerta. Shadow estaba muerta.

Aunque ya no estaba mirándola, aquel rostro inerte flotando en sangre se había tatuado en su memoria. Raven tenía la dolorosa certeza de que aquella visión la acompañaría por mucho tiempo.

Y así sería, hasta el día en que volviera a verla.

CAPÍTULO 1 Recuerdos

La brisa de agosto le revolvía el cabello, como si se burlara de ella. Raven respiró el salitre marino que el odioso viento arrastraba consigo. Se aferró a ese aroma, procurando olvidarse de todo lo demás, pero, como siempre, olvidarse de todo lo demás era pedir demasiado.

Sentada frente a la estación de tren de Christchurch, un pueblecillo costero situado al suroeste de Inglaterra, miró su reloj con impaciencia. Esperaba que alguien hubiera recordado pasar a recogerla; un retraso de veinte minutos era un delito imperdonable… aunque quizás no tanto como la imposición de aquel viaje. De cualquier manera, la espera resultaba agobiante. Los turistas que pasaban junto a ella la miraban como si fuera una niña extraviada aguardando a que un funcionario de los servicios sociales acudiese a rescatarla.

Cuando recordó que pasaría las próximas dos semanas en aquel sitio, casi se sintió enferma. No estaba de ánimo para vacaciones, pero tampoco tenía otra opción. Su madre la había obligado a abandonar su habitación del internado, con la esperanza de que unas vacaciones la ayudaran a salir del aturdimiento que la había engullido los últimos doce meses. Aunque Raven valoraba sus esfuerzos, aquel viaje era más de lo que podía tolerar. Deshacerse de ella no cambiaría las cosas.

No era que la desagradaran sus anfitriones: el tío Howard, la tía Beatrice y la prima Cynthia siempre se habían portado muy bien con ella. Tampoco era el hecho de que sus padres se hubieran divorciado poco tiempo atrás y ahora estuvieran volcados en sus nuevas relaciones de pareja. No. Las verdaderas razones de su estado eran tan dolorosas que prefería no pensar en ellas.

Sacó el iPod y se colocó los auriculares con un gesto de hastío. Empezó a sonar Alice, de Avril Lavigne, un tema que hacía alusión al cuento de Alicia en el país de las maravillas… curiosamente, la canción favorita de la chica a la que Raven había llegado a considerar su única amiga en el instituto.

Debió haber advertido que aquella asociación involuntaria sería su perdición.

Cuando escuchó las primeras notas, su mente regresó fugaz al dormitorio del Colegio Saint Augustine. Shadow llevaba puesto el vestido de gala y tenía las venas abiertas. Muerta. La chica estaba muerta en su bañera. Una sensación de pánico la abrasó por dentro. Su respiración se transformó en una cadena de jadeos y se arrancó los auriculares con un movimiento brusco, como si la música hubiera sonado con un volumen demasiado alto. Los fantasmas habían regresado.

El último año de su vida había sido un infierno. No había otra manera de describirlo. Después de descubrir el cadáver de su compañera de dormitorio, Raven vio entrar y salir de la habitación a maestros, alumnos curiosos y finalmente a los sanitarios, quienes, tras comprobar que Shadow se había desangrado, hicieron ir a los forenses para recoger el cuerpo. Más tarde, había tenido que enfrentarse a los interminables interrogatorios de la policía y a sus rostros rudos, que parecían estar esperando la confesión de un crimen.

El reverendo Roggen, el director del instituto, suspendió todas las actividades relacionadas con la graduación, y la noche siguiente, en vez de un baile, el pomposo salón del Saint Augustine celebró un funeral; el de Shadow Richter, la chica rara. El acto consistió en un sermón frío. Roggen leía pasajes bíblicos alusivos a la muerte sin borrar el ceño fruncido que le partía la frente, como si odiara hacer aquello. Se refirió a Shadow en más de una ocasión como «esta pobre desventurada» y pidió clemencia para su alma. Raven, que estaba sentada en primera fila, junto a los únicos tres maestros que habían asistido, oyó que una alumna de primer año le susurraba a otra que Shadow iría al infierno, al igual que todos los que cometen suicidio.

Entretanto, los demás estudiantes la miraban a ella con un dejo de compasión. Raven Davis era la infeliz que había compartido el dormitorio con la loca a la que todos evitaban como a la peste. Algunos alumnos habían iniciado un perverso rumor que aseguraba que las dos chicas se hallaban en medio de un ritual satánico, cuando Shadow enloqueció y se rebanó las muñecas con un abrecartas. Otros aseguraban que fue Raven quien perdió la razón y terminó matando a Shadow en venganza por sus bromas pesadas.

Nadie entendió por qué tomó la decisión de acabar con su vida y seguramente nadie lo sabría, pues ni siquiera había dejado una nota. Raven habría deseado ayudarla de algún modo, pero la doctora Murchinson, la psicóloga de la escuela, y la doctora Clark, la de su mutua, coincidían en que no era un pensamiento saludable. Shadow había tomado una decisión que no involucraba a nadie más. Ella misma se había ganado su destino.

Ninguna de aquellas especialistas había conseguido que se sintiera mejor. Las pesadillas y los pensamientos angustiosos seguían atormentándola a menudo. A veces pensaba que el tiempo la ayudaría, pero el tiempo pasaba y su memoria recuperaba aquel suceso una y otra vez con la misma intensidad.

Raven sacudió la cabeza para disipar los recuerdos de su último año. Echó otro vistazo al reloj. Comprobó que ahora eran treinta y dos los minutos de retraso. Se sintió tentada de regresar a la taquilla, comprar un billete de vuelta a Londres y largarse de allí mientras tuviera oportunidad. Pero justo cuando se ponía de pie, dispuesta a emprender la huida, el coche de Cynthia apareció en el aparcamiento de la estación.

–¡Raven! –gritó haciéndole señas desde el vehículo–. ¡Raven! ¡Aquí!

Raven la saludó con la mano, sin una pizca de entusiasmo. Tomó su bolso y caminó hasta el destartalado Nissan 300 ZX de 1988, lamentándose por haber desaprovechado su oportunidad.

Cynthia era la hija menor de los tíos Howard y Beatrice, y era considerada por muchos la belleza de la familia. Tenía dieciocho años, al igual que Raven, pero parecía más joven, tal vez debido a su estatura, que rondaba el metro sesenta. Su rostro, siempre moreno, era pequeño y redondeado, como una moneda de un penique, y el cabello rubio ceniza le caía por la espalda recogido en una trenza. Sus ojos, grises y vivaces, parecían captarlo todo con asombrosa rapidez, desde una jaqueca hasta un corazón roto. Aunque eran parientes, no podían ser más distintas. Raven era alta, pálida y tenía el pelo castaño oscuro cortado a la altura de la mandíbula, como Blancanieves. Su humor lánguido del último año también desentonaba con la euforia de su anfitriona. Juntas parecerían el día y la noche.

Raven también era hermosa, pese a no ser del tipo de chicas que se preocupan por el maquillaje y la moda. En una ocasión, Shadow le había puesto sombra de ojos negra, lápiz de labios y rímel para animarla a cambiar su aspecto de «niña desamparada», pero, al mirarse al espejo, emitió un quejido de pavor. Parecía una extra del musical Cats. Mientras su compañera soltaba una risotada, corrió al cuarto de baño para lavarse la cara… El mismo cuarto de baño donde la encontraría muerta dos meses después.

Cuando Raven entró en el coche, Cynthia la saludó y se le arrojó encima desde el asiento del piloto. Le dio un largo abrazo de oso, que ella recibió cohibida –su madre y ella no eran de las que daban abrazos–. Hizo un esfuerzo por no parecer insípida y la abrazó también.

Raven dejó crecer en sus labios una media sonrisa de agradecimiento, pero, en lugar de complacer a Cynthia, le provocó una mueca inequívoca de compasión. Un gesto que ya había visto en demasiados rostros con anterioridad.

–Oh, cariño –dijo, mirándola como si estuviera enferma–. No lo has superado aún, ¿verdad?

Raven suspiró. No es que no lo hubiera intentado. Su madre lo sabía, sus psicólogas lo sabían… y ella lo sabía. No había forma de superar el hecho de que su compañera de dormitorio del instituto se hubiera suicidado y ella la hubiera encontrado antes que ninguna otra persona. No era el tipo de cosas que alguien pudiera superar en un año.

–Créeme –respondió dando un portazo–. Aún lo intento.


Cynthia condujo con la radio a todo volumen por las estrechas calles de piedra de Christchurch.

Los tíos de Raven vivían en aquel pueblecito turístico donde la gente, también los que no eran turistas, se daba el lujo de vestir shorts y camisetas, ya fuera en la playa, en el centro comercial o incluso en la iglesia. También era un pueblo de jubilados, como el tío Howard, quien se había mudado allí con su familia hacía unos seis o siete años, después de trabajar toda su vida en la compañía ferroviaria. Desde entonces, Raven había pasado algunos veranos con ellos.

Las calles del centro estaban colapsadas por el tráfico. Cynthia había pasado media hora en un embotellamiento antes de llegar a la estación de tren y había estado disculpándose con su prima por ello la mayor parte del viaje. Dondequiera que Raven mirara, veía turistas distraídos, cargados con bolsas. Los cafés y restaurantes estaban abarrotados de clientela; los parques públicos, repletos de niños revoltosos. Tres muchachos excesivamente bronceados subían unas tablas de surf a la parte trasera de una camioneta, aunque en Christchurch no había olas. Cynthia se levantó las Ray-Ban para mirarlos mejor. Los chicos le devolvieron una mirada embelesada, casi tropezando entre ellos.

Cuando se acercaron al muelle, el rugir de las olas y el olor salino del océano se colaron dentro del coche. Cynthia bajó las ventanillas y ambas absorbieron el aroma con un gesto de placer. A Raven le pareció curioso que, después de pasar un tercio de su vida cerca del mar, su prima disfrutara de ese olor tanto como ella. En su lugar, tal vez ya se hubiera aburrido.

–Mamá está en plena crisis de los cincuenta –confesó Cynthia mientras bajaba el volumen de la radio–. Tienes que verla, se ha metido en una de esas clases de yoga para dummies e insiste en que la acompañe. Por favor, si te convence para ir, no me involucres a mí. Ya tengo suficiente con sus menús bajos en calorías.

–No te preocupes –dijo Raven. Estaban atravesando un puente de piedra desde donde podía verse un riachuelo que desembocaba en el mar, no muy lejos–. El yoga no es lo mío.

–¡Gracias a Dios! –suspiró–. Creí que ibais a declararme la guerra. Ya estaba preparándome para odiarte, como cuando éramos pequeñas y siempre te obligaban a delatarme cuando hacía diabluras.

–Si te sirve de consuelo, mamá pasó por una etapa similar, pero no le duró ni seis meses.

Raven recordó las salidas de Holly con el guapo entrenador colombiano. Habían pasado sólo ocho semanas desde el divorcio, pero ella estaba eufórica, como si tuviera veinte años de nuevo. Poco menos de seis meses después, cambió al entrenador por su actual pareja, Oliver, un empresario del West End al menos veinte años mayor que ella, y le dijo adiós al gimnasio para siempre.

–Tu madre es más joven que la mía –le recordó Cynthia mientras daba la vuelta al volante para cruzar en una esquina–. ¡Además, ella está estupenda!

–No va a estar estupenda eternamente.

Cynthia rió.

–¿Cómo está, por cierto? ¿Cómo le van las cosas con Oliver?

Raven suspiró, encogiéndose de hombros.

–Supongo que están contentos ahora que se han deshecho de mí.

–Oh, Raven –dijo con suavidad, negando con la cabeza–. Eres muy cruel.

–No pretendo ser cruel, hablo en serio –dijo ella entornando los ojos–. Tal vez necesitaban pasar unas vacaciones a solas. Estoy segura de que ahora disfrutarán de unos días maravillosos.

–Y… ¿van a casarse o algo así? –tartamudeó Cynthia. Raven sabía que estaba tratando de medir las palabras para dirigirse a ella, otra cosa que la gente hacía a menudo.

–El próximo año, en el Caribe. Mamá quiere una boda en la playa. –Hizo un esfuerzo para no poner los ojos en blanco–. Ya os llegará la invitación por correo.

–¡Eso es maravilloso! –exclamó eufórica–. ¿No te alegras por ella?

–Sí… Supongo que sí –respondió cruzándose de brazos y mirando a lo lejos.

Cynthia le dirigió una discreta mirada de reojo.

–¿Quieres hacer algo hoy? –preguntó al cabo de un momento–. Podemos ir a ver una película. Están dando una de Clive Owen. He visto los tráilers y te aseguro que estoy más enamorada que nunca –afirmó llevándose una mano al pecho con gesto soñador.

–Oh, claro, recuerdo que te gustan los mayorcitos –dijo en tono socarrón.

–Discúlpame, pero es cosa de familia –la reprendió con gesto burlón–. Si no me crees, pregúntale a tu madre o a la mía… o a la tía Daisy…

Qué curioso. Las tres hermanas estaban casadas o comprometidas con hombres al menos quince años mayores que ellas. Raven nunca había prestado atención a aquel pequeño detalle. Oliver, su futuro padrastro, con su calva y su bigote canoso, encajaba a la perfección en aquel estereotipo.

–Tienes razón –le dijo frunciendo el ceño–. ¿Crees que será nuestro destino?

–Por lo menos es el mío. Espera a conocer a Bryant –le dijo con una risita tonta.

–¿No estabas con… Rob o Todd? –le preguntó con los ojos entornados, intentando recordar el nombre del novio que le había presentado en su última visita a Londres, las Navidades pasadas.

–No, olvida a ese payaso –murmuró, repentinamente furiosa–. Bryant me ha escrito hace un rato. Quiere que salgamos esta noche. ¿Te apuntas?

Raven se giró para mirarla con reparo.

–¡No! ¡Ni hablar!

–Oh, por favor –suplicó haciendo un mohín–. Le diré que traiga a un amigo para ti, así no harás de sujeta velas.

Raven abrió la boca con incredulidad.

–Cynthia, hablo en serio. Y no tengo ganas de salir con un chico que no conozco.

–Pero ¡creía que habías venido a divertirte! –¿Divertirse? Raven apenas podía recordar el significado de aquella palabra. Le puso mala cara–. Está bien –aceptó Cynthia–. Entonces, ¿al cine?

Raven reflexionó. Debía intentar no parecer una fugitiva de un psiquiátrico. Estaba dispuesta a tratar de pasarlo bien las siguientes dos semanas y no pensar en el suceso que la había atormentado durante un año entero. Si no funcionaba para ella, al menos habría hecho sentir bien a sus anfitriones. Y eso era de momento lo más importante.

–Sí. Dile a Clive que nos guarde unos canapés.


Los tíos Howard y Beatrice la recibieron con los brazos abiertos.

Los Brown vivían en una magnífica casa-muelle, a unos pocos minutos del centro del pueblo, y en vez de patio trasero tenían el río Avon, que fluía apaciblemente antes de desembocar en el mar. El tío Howard era propietario de un pequeño barco, donde Raven había visto los atardeceres en el mar más alucinantes de toda su vida, y les prometió un paseo al día siguiente.

Después de cenar, fueron a ver la película de Clive Owen. Al salir, Cynthia insistió en que fueran a un pub llamado Jack’s Inn. Raven no estaba muy entusiasmada con la idea, pero accedió a acompañarla. El establecimiento era una taberna irlandesa con paredes revestidas de cedro y un arsenal de botellas exhibidas detrás de la barra. A aquella hora, el local estaba atestado de turistas y estudiantes de inglés que conversaban animadamente con sus jarras de cerveza en la mano.

Cynthia pidió una cerveza para cada una y una bolsita de cacahuetes salados. Aunque no estaba acostumbrada a beber, Raven aceptó el vaso rebosante, dándole un pequeño sorbo para evitar que se derramara. Estaba amarga, pero helada y espumosa. El sabor le produjo una sensación agradable en la lengua.

Encontraron una pequeña mesa con dos sitios libres en el rincón más bullicioso del pub. Se acomodaron en las butacas mientras comentaban lo bueno que estaba Clive en la película. Para entonces, Raven había devorado la mitad de la cerveza. Cynthia la miraba estupefacta.

–Cariño, deja para más tarde, ¿quieres? –dijo riendo y retirándole el vaso con delicadeza–. No es agua.

–Está muy buena esta cerveza –dijo Raven sacudiendo el vaso espumoso–. Deberíamos pedir una jarra la próxima vez.

–Y tú que no querías venir…

Hablaron de los planes de Cynthia para mudarse a York el próximo otoño, cuando comenzaría la carrera de Enfermería en la universidad. Había trabajado como voluntaria en un hospital durante dos años antes de entrar en la facultad, y hacía sólo quince días había recibido la carta de aceptación, por lo que estaba emocionada y ansiosa a la vez. Cuando le tocó a Raven hablar de su futuro, no hizo más que encogerse de hombros y estirar el cuello para mirar hacia los surtidores de cerveza, mientras le acercaba a Cynthia el vaso vacío.

Una media hora más tarde, ya se habían bebido dos cervezas cada una. Raven había empezado a relajarse poco a poco, hasta que una sensación de plenitud la invadió. Cuando fue consciente de su estado, se vio hablando sin parar, mucho más fuerte de lo que solía hacerlo. La lengua se le secaba con facilidad, incrementando su sed.

Cynthia se puso de pie para buscar más cerveza justo cuando dos hombres altos aparecieron abriéndose paso en medio de la muchedumbre del bar. Parecían salidos de un anuncio de Australian Gold, a juzgar por sus bronceados uniformes, sus cuerpos atléticos y sus cabellos concienzudamente despeinados. Uno de ellos, rubio y de ojos de color café, miraba a Cynthia con familiaridad y avanzaba hacia ella como si fuera un normando dispuesto a saquear un poblado enemigo. Raven calculó que tendría unos treinta años. El otro, de cabello castaño oscuro y ojos verdes, tenía un aspecto mucho más juvenil, casi de niño bueno, de no ser por el piercing que le atravesaba una ceja. Nerviosa, apartó la mirada. Los piercings le recordaban demasiado a Shadow.

–¡Bryant! –Cynthia corrió hacia el rubio. Le dio un largo beso en la boca mientras se le colgaba del cuello como una lapa.

Raven estaba confundida, pero no tanto como para no darse cuenta de que todo era parte de un plan. Cynthia había quedado con aquellos tipos y la había llevado allí engañada. Le echó un vistazo al guapo acompañante que habían traído «para ella» y se encontró con una mirada de incuestionable interés. Apartó el rostro para que el chico no notara que se había ruborizado. Toda su confianza se esfumó en un abrir y cerrar de ojos.

–Cariño, quiero que conozcas a mi prima de Londres, Raven Davis –le dijo Cynthia a su novio cuando tuvo la decencia de despegársele de los labios–. Está de vacaciones en Christchurch y va a acompañarnos las siguientes dos semanas. Raven, ellos son Bryant y Matt.

–Es un placer, Raven –le dijo Bryant.

–Vaya, me alegro de no haber volado esta tarde –murmuró el otro con una sonrisita insolente–. ¡Lo que me habría perdido!

En efecto. Aquella típica elevación sonora, que hacía que cada frase pareciera una pregunta, le confirmó que Bryant y Matt eran australianos. ¿Qué diablos hacían dos australianos en un pueblo de la costa inglesa? Sintió la tentación de preguntárselo, con la misma entonación hostil que sonaba en su cabeza, pero enseguida pensó que era una pésima forma de iniciar una conversación. Correspondió al saludo con toda la amabilidad que fue capaz de mostrar, estrechando sus manos. Después le dirigió una sonrisa afilada a su prima.

Cuando los chicos fueron a buscar más bebidas, Raven aprovechó para darle un codazo a Cynthia entre las costillas. Ella respondió con un chillido.

–Dijiste que no íbamos a quedar con tus amiguitos –le dijo a modo de protesta.

–Lo siento, lo siento. –Cynthia no pudo elegir un momento peor para apelar a su arma secreta, la memorable imitación de El gato con botas–. Por el amor de Dios, Raven, ¿los has visto? Están buenísimos, y por desgracia no van a estar mucho tiempo aquí.

–¡No es mi problema, Cynthia! Podías haberme dejado en casa e irte con ellos… No puedo creer que me hagas esto.

–Te estoy invitando a socializar un poco, no a beber arsénico –le espetó en voz baja–. Relájate. Esto lo estoy haciendo por ti… Bueno –corrigió, mirando otra vez a Bryant embelesada–, más bien por las dos. Será sólo una insignificante hora. Te prometo que después nos iremos a casa como dos niñas buenas.

Raven se humedeció los labios con la lengua al ver que Matt se acercaba a la mesa con un vaso de cerveza en cada mano. Su sed se había incrementado con la rabieta.

El resto de la noche transcurrió en medio de charlas triviales. Raven no abrió la boca sino para responder a un par de preguntas, por lo que Cynthia, como de costumbre, pasó a ser el centro de atención. Escucharon las anécdotas de los viajes de negocios de los chicos Australian Gold, quienes trabajaban para una compañía que vendía yates de lujo por catálogo. Bryant estaba tratando de convencer a Cynthia para que persuadiera a su padre de cambiar su viejo bote por uno con cuatro camarotes dobles y velocidad máxima de treinta y un nudos. Cynthia fingía que lo escuchaba mientras Raven se burlaba para sus adentros. Sabía de sobra que el tío Howard jamás cambiaría a Nessie, el viejo barquito que tanto amaba, por uno de esos «caros y pretenciosos palacios flotantes».

Más tarde, fueron a caminar por el paseo marítimo, que estaba a sólo media calle del pub. Raven estaba tan mareada que no tuvo fuerzas para oponerse. Siguió a Cynthia y a los australianos hasta un caminillo desde donde se podía bajar hasta la playa. Bryant cogió a su prima en brazos para bajarla y Matt hizo lo propio con ella, no sin aprovechar la oportunidad para manosearla un poco.

El mar emitía rugidos delicados; el viento le acariciaba el cabello y le escocía los ojos con el salitre. Estimulada por la bebida, se concentró en caminar en línea recta, después de quitarse los zapatos de dos patadas. Bajo sus pies percibió la suave textura de la arena, como alfombras de terciopelo. Matt se rió al oír el ronroneo de placer que se le había escapado sin querer.

–Me parece que te encanta el mar –le dijo cerca de su oído para que lo escuchara por encima del sonido de las olas–. Deberías venir a Australia conmigo. Cada playa tiene un encanto particular. Ninguna se parece a otra que hayas visto.

–Australia está un poco… lejos, ¿no crees?

–Cada kilómetro de vuelo vale la pena –afirmó con un brillo ladino en los ojos–. Puedes quedarte en mi apartamento si quieres… Vivo solo.

–Oh. –Fue lo único que pudo pronunciar como respuesta.

Matt siguió hablando sin parar, mientras Raven veía a Cynthia y a Bryant caminar abrazados delante de ellos. Jugueteaban y correteaban por la arena como críos.

Al cabo de un rato, Cynthia se separó de su novio y corrió hasta Raven para tener una de esas charlas femeninas intermedias en una cita doble. Completamente consciente de las intenciones, Matt se retiró para hablar también con su amigo.

–¿Y? ¿Qué te parece Bryant? ¿No es guapo? –preguntó rodeándola con un brazo.

–Sabes que sí lo es –respondió con un suspiro–. Pero va a llevarse un chasco cuando sepa que esta venta no podrá hacerla… Y me refiero al yate.

Cynthia dejó escapar una risita.

–Claro que no va a hacer ninguna venta. ¿De dónde podría sacar papá sesenta mil libras para un yate de lujo? Es sólo para mantenerlo interesado –confesó en susurros–. ¿Y qué opinas de Matt? Misterioso, ¿no?

–Claro, sus intenciones son un enigma –dijo con sarcasmo, arrastrando las palabras.

–Raven, haz un esfuerzo. Es un chico muy majo y se ve que le gustas. –Y se marchó con Bryant sin escuchar sus quejas.

Los cuatro juntos caminaron hasta el final de la playa, donde la luz mortecina de las estrellas apenas les permitía distinguirse las caras entre sí. Se sentaron en la arena, al pie de un peñón no muy elevado, y Cynthia se arrinconó junto a Bryant. Raven comenzaba a sentirse verdaderamente incómoda.

Matt le hizo un gesto caballeroso con la mano para invitarla a sentarse más cerca de él y ella accedió de mala gana. No era que le desagradara del todo; el chico tenía unos ojos increíbles y una sonrisa con hoyuelos que daba gusto mirar. Pero no se sentía preparada para relaciones, y mucho menos con un vendedor pretencioso que actuaba como si todos sus cumplidos fueran regalos divinos. Muy pronto, él y su amigo se largarían para seguir vendiendo sus yates caros en otras ciudades. Tanto Cynthia como ella corrían el riesgo de ser sólo una aventura.

Raven estaba acostumbrada a otras cosas. Los dos o tres chicos que habían intentado algo con ella en el Saint Augustine tenían una pinta mucho más inofensiva. Eran de los que la invitaban al cine, le abrían la puerta de la clase y le dejaban caramelos M&M’s en el cajón del escritorio. Pero Matt no parecía de los que regalaban dulces y escribían tarjetas. Podía leer en su mirada que él había superado aquella fase hacía años.

Con el rabillo del ojo, atisbó a Cynthia y Bryant besándose con pasión. Apartó la mirada y la centró en las crestas de las olas, que apenas podían avistarse en la oscuridad. Aquello no era buena señal.

Al cabo de un momento, oyó algunas voces que se aproximaban desde el camino que habían dejado atrás. Era una pareja que tonteaba y que, al ver que otras cuatro personas ya habían ocupado el lugar donde pretendían intercambiar caricias furtivas, se dio media vuelta y se marchó. Raven no necesitaba que se lo explicaran. ¿Qué diablos hacía ella allí? ¿Cómo se había dejado convencer por su prima para llegar hasta allí?

Estaba a punto de interrumpir a Cynthia para pedirle las llaves del coche, cuando Matt se inclinó hacia delante con intenciones de besarla en los labios. Raven, con una expresión de espanto, apartó el rostro a tiempo y lo miró como si fuera a asesinarlo.

–¿Qué te pasa? –protestó con el corazón dando tumbos en su pecho.

–Tranquila, no hay nadie mirando ahora –le dijo mientras le ponía una mano en el muslo.

Raven le dio un empujón con todas sus fuerzas, aunque apenas logró moverlo. Hecha una furia, se levantó y corrió de vuelta al paseo, sintiéndose sobria de repente. Cuánto se arrepentía de haber bebido aquellas cervezas y de haber accedido a ir a esa playa. Aquel estaba lejos de ser su comportamiento habitual. ¿En qué estaba pensando?

Oyó los gritos de Cynthia a sus espaldas, pero no se detuvo. Su prima tuvo que dar una buena carrera para alcanzarla.

–¿Qué ha pasado? ¿Se ha portado mal contigo?

–No quiero estar aquí, eso es todo –respondió Raven sin mirarla a los ojos.

–Está bien, como quieras, vámonos –convino de buena gana.

–Si tú quieres quedarte, hazlo. No tengo problemas para volver sola.

–No, Raven, yo te traje y yo te llevaré a casa… –dijo con un rastro de vergüenza en sus ojos. Raven se detuvo para mirarla–. Debí comprender que esto era demasiado para ti.

–Pero ¿qué pasará con Bryant? –preguntó Raven volviendo a mirar fugazmente el camino de arena. Ninguno de los dos australianos las había seguido.

Cynthia le dirigió una mirada comprensiva.

–No voy a dejarte sola por un chico.


Al poco rato, estaban otra vez en casa de los Brown.

Raven se sentó en los tablones del muelle, a un lado de Nessie, el viejo barco del tío Howard. Metió los pies en el agua, que era cálida y ejercía un magnífico efecto relajante. No pudo evitar sentirse culpable por haberle arruinado la noche a Cynthia.

–Por favor, no vayas a caerte –le dijo esta en broma, al verla tan cerca del agua–. ¿Quieres un Red Bull?

Raven ignoró la pregunta.

–No tenías que quedarte conmigo –la acusó con timidez–. Podía volver sola.

Cynthia sonrió, negando con la cabeza. No parecía importarle mucho el hecho de haber dejado plantado a Bryant en la arena. A Raven le produjo un ligero alivio que su prima no estuviera molesta.

–¿Y qué importa? –dijo con desdén–. De todos modos, mamá no iba a dejarme volver tarde. –Raven la miró con incredulidad–. ¡Te lo juro, no soy tan libertina como crees! Todavía vivo bajo este techo y, si quiero seguir haciéndolo, debo comportarme.

Dejó escapar una risa amarga antes de sentarse a su lado sobre los tablones. De pronto, el rostro de Cynthia se ensombreció.

–Raven, aunque lo he intentado todo el día, no puedo ignorar el hecho de que… estás muy triste. Y te juro que no lo digo por lo que ha pasado esta noche. ¡Matt es un bruto insolente y yo una loca al pensar que podía gustarte! –aclaró con rapidez–. Sé que lo que ocurrió el año pasado fue… muy duro. Bueno –corrigió–, en realidad no llego siquiera a imaginar cómo te sentiste al ver… lo que viste, pero no puedes seguir así. Ha pasado un año. Ya es hora de que vuelvas a ser la misma de antes, ¿no crees?

Raven sabía que tenía razón. Para empezar, en otra época no habría bebido más de una cerveza, pero esa noche se había tomado cuatro en total, todo un récord en su historial etílico.

–Lo sé –afirmó agitando los tobillos hundidos en el agua.

–¿Quieres hablar de eso? –preguntó Cynthia mirándola con cautela.

–No.

Se hizo un largo silencio.

–Bien. –El atisbo de preocupación en los ojos de Cynthia no desapareció–. Como quieras. –Hizo un esfuerzo para levantarse, pero Raven se apresuró a detenerla, sujetándola por el brazo.

Cynthia volvió a meter los pies en el río. Un grillo comenzó a cantar en algún rincón del jardín. Se acomodó a su lado, al tiempo que sus ojos grises se entornaban con expectación. Raven comenzó a sentir frío, aunque sus manos estaban sudando. Un temor desconocido le aguijoneó el pecho y su corazón empezó a resonar como si fuera un tambor tribal.

–No soy… la misma –confesó mirando la vegetación que brotaba a las orillas del río Avon.

–¿Qué quieres decir con que no eres la misma? –preguntó Cynthia, que ya se había dado la vuelta en dirección a ella para prestarle toda su atención.

–Desde que Shadow murió… siento que ya no soy yo, ¿entiendes? –dijo sin saber si su prima iba a llegar a entenderla. Desde hacía mucho tiempo deseaba poder ser sincera con alguien; alguien que no hubiera tratado con tantos locos que empezara a dudar de su cordura–. Una parte de mí se fue. Es la única explicación que encuentro para todo esto.

–Oh, Raven... –La miró con tristeza–. No sabía que estuvierais tan unidas.

–No se trata de eso –corrigió enjugándose una lágrima–. El caso es que nunca fuimos grandes amigas. Al principio me asustaba mucho –confesó, recordando el semblante amedrentador de Shadow el día en que llegó por primera vez al Saint Augustine.

Los piercings de púas que le sobresalían de las comisuras de la boca y el que tenía en la lengua –y que le había mostrado intencionalmente para escandalizarla– habían bastado para empujar a Raven a gestionar en secreto un traslado de dormitorio que nunca se materializó. Shadow era rubia, pero se teñía el cabello de púrpura opaco, y su grueso flequillo ocultaba una mirada adusta que parecía decir: «Odio todo lo que se mueve». No pasó mucho tiempo antes de que Raven comprobara que el aspecto de su nueva compañera era tan siniestro como su temperamento. Era malhablada y cruel, alguien que causaba pavor sólo con la mirada.

–Te entiendo… –asintió Cynthia. Ella había visto la foto de Shadow colgada en Facebook–. ¿Entonces…?

Raven volvió a apartar la vista mientras intentaba dar con las palabras adecuadas.

–Me siento un poco… responsable por lo que le ocurrió. Tal vez Shadow se sentía rechazada por mí, por sus padres, por todos en la escuela. Yo la juzgaba… –dijo con un dejo de resentimiento.

Era la primera vez que Raven hablaba del tema con tanta sinceridad. Durante las largas sesiones con las doctoras Murchinson y Clark, se había dedicado a escuchar más que a hablar. Las especialistas se portaban como si los problemas de ella fueran iguales a los de sus otros pacientes y sólo trataban de ayudarla a superar la terrible visión de la chica desangrada en la bañera.

–Ya lo sé –le dijo a su prima sin mirarla a los ojos–. Estás pensando que me creo muy importante…

–¡Claro que no! Sólo hace falta ver a Shadow para darse cuenta de que era… bueno, un poco diferente –dijo Cynthia, tratando de ser mesurada–. Pero tú tampoco le gustabas, ¡te odiaba! Así que estabas obligada a tratarla igual a como ella te trataba a ti. Sin embargo, no lo hiciste. Si alguien se portó bien con Shadow en esa escuela fuiste tú.

–No lo sé… –dijo sacando las piernas del agua y abrazándoselas contra el pecho–. No creo que me odiara… Bueno, tal vez sólo al principio. –Durante los primeros tres meses, Shadow le había hecho la vida imposible. Le gastaba bromas pesadas, difundía rumores embarazosos sobre ella y le ponía apodos obscenos que luego repetía en clase para que todos se burlaran a su costa. Gracias a ella, sus compañeros empezaron a llamarla Blancanieves, y Raven no supo que había algo muy sátiro detrás de aquel sobrenombre hasta que algunos chicos le preguntaron entre risas cuántos gramos inhalaba por las mañanas y si era cierto que había dormido con todos los enanos–. Pero un día se cansó de molestarme. Tal vez se dio cuenta de que su comportamiento no me afectaba. Después comenzó a ignorarme, hasta que nos toleramos lo suficiente como para vivir juntas.

–¿Y os volvisteis amigas? –le preguntó de nuevo.

–Algo así. –Se encogió de hombros–. Ella no era de las «amistosas». Esa era su frase favorita… Pero nunca le pregunté por qué. Sólo sabía que no toleraba a su familia… Había algo que la inquietaba cuando iba a visitar a su madre. Y yo… seguía manteniendo mis reservas con ella. En el fondo creía que era peligrosa. Tal vez debí haber intentado conocerla mejor…

–No importa lo que haya pasado. ¡Está muerta! Shadow necesitaba la ayuda de un psiquiatra, no la tuya. ¿Crees que haciéndote su amiga habrías podido cambiar su realidad, fuera cual fuese? La gente que se suicida está muy perturbada, Raven.

Aquello tenía mucho sentido. No habría podido cambiar la vida de Shadow y, a juzgar por su comportamiento, ella tampoco habría querido que nadie interviniera en su vida… ¿O sí? Estaba a punto de decir algo a su favor, pero Cynthia la interrumpió.

–Por favor, déjalo… Quiero que dejes de pensar en este asunto tan espantoso de una vez. Tú estás viva y tienes un futuro, que seguramente es maravilloso. No dejes que Shadow te lo arruine… No te lamentes por la muerte de alguien que deseaba morir.

Raven asintió, consciente de que Cynthia estaba haciendo un esfuerzo para que se sintiera mejor. Su madre había hecho bien al enviarla a Christchurch. Seguramente había pensado que, con su carácter alegre y optimista, su prima sería una buena influencia para ella. Después de todo, Cynthia era el día y ella, la noche. No podía hacer más que asentir ante sus palabras sinceras, cargadas de significado, razonables y centradas.

Pero entonces, si ella estaba en lo cierto, ¿por qué Raven seguía sintiendo aquella punzada de dolor y de culpa con la que, algo le decía, iba a vivir el resto de su vida?