La evolución del amor
Lo que Darwin ya sospechaba y los darwinistas se niegan a aceptar
Traducción de José Aníbal Campos
Título original: Die Evolution der Liebe, publicado en alemán, en 2010 por Vandenhoeck & Ruprecht GmbH & Co KG, Göttingen
Primera edición en esta colección: enero de 2015
© Vandenhoeck & Ruprecht GmbH & Co KG 6. Auflage, 2010
© de la traducción: José Aníbal Campos, 2015
© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2015
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ISBN: 978-84-16256-26-6
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El fenómeno más fascinante generado por la evolución en la tierra es el amor. Podemos percibirlo con cada uno de nuestros sentidos, sin embargo, no tiene una forma determinada. Es invisible hasta para nuestros aparatos de medición más modernos, inmedible, impredecible, y, no obstante, casi todos los seres humanos están de acuerdo en algo: el amor existe. La persona que lo experimenta se llena de fuerzas insospechadas y se dice que quien cree en él puede mover montañas y –lo que es más difícil aún– pasar por encima de su propia sombra. Sin embargo, el amor no es más que un sentimiento.
En el transcurso de la historia del hombre no hay nada sobre lo que se haya reflexionado más, sobre nada se ha narrado o escrito más que sobre ese sentimiento sobrecogedor. Sin embargo, el amor ha seguido siendo algo sobre lo que no sabemos prácticamente nada. Lo hemos bautizado con muchos nombres: hablamos de afecto, de entrega, de vínculo, de apego, de simpatía, de pasión, de deseo, pero siempre nos referimos a lo mismo: al amor.
Hemos clasificado al amor como corresponde, diferenciamos entre el amor a las personas o a los objetos, entre el amor sexual y el no sexual, el amor a los hijos y a los padres, el amor humano y el divino, el pasivo y el activo.
Sabemos casi todo lo que hay que saber, incluso sabemos cómo llegar a la Luna o cómo fabricar bombas atómicas, cómo se expande y se contrae la luz, cómo han surgido la Tierra y la vida, cómo pueden manipularse los genes y clonar seres humanos. No sabemos, sin embargo, por qué existe el amor, de dónde viene y para qué sirve.
Y en lo que no conocemos, nos vemos obligados a creer. Podemos creer tanto lo que experimentamos nosotros mismos –o, como solemos decir, lo que «vivimos en carne propia»– como lo que sabemos por otros, «de oídas». El mundo en el que vivimos cambia tan rápidamente como las relaciones posibles que experimentan las personas entre sí en este mundo. Y con ello cambia también todo lo que un hombre, como individuo, puede llegar a experimentar o a averiguar sobre el amor. Entretanto, son cada vez más las personas que creen que el amor no es más (o no es menos) que un sentimiento romántico que une a un hombre y a una mujer instintivamente por un periodo de tiempo, o un vínculo vivido como sentimiento que surge de forma natural entre los padres y sus hijos, por ejemplo, el cual se deshace de modo también forzosamente natural. Esa creencia, actualmente tan difundida, surge de las experiencias vividas por nosotros mismos en relación con el amor, o de las que hemos asumido de otras personas. Desde hace unos cien años, las relaciones de los hombres entre sí, y con ellas también las experiencias que han podido tener los hombres con el amor, han cambiado dramáticamente en el transcurso de pocas generaciones; en algunas regiones lo ha hecho de forma más rápida, en otras, de un modo menos acelerado. En algunos países este proceso se inició muy tempranamente, y en otros es ahora cuando echa a andar, pero por ello mismo lo hace de un modo más impetuoso.
Aún existen, en todas partes, personas que han podido experimentar el amor a su manera, ya que han tenido ocasión de vivir dicho sentimiento durante su infancia, o han conseguido mantener la fe en su importancia. Es difícil valorar si el número de esas personas ha disminuido en el transcurso de este siglo. Pero hay algo más que claro: esas personas se han hecho sentir menos con el tiempo y comparten cada vez menos sus experiencias con otros, sobre todo con personas ajenas.
Por eso corremos el riesgo de que a nuestra sociedad, en lo relacionado con la experiencia del amor, le suceda algo parecido a lo que les ocurrió a los habitantes de las islas del Pacífico con la navegación. Sus antepasados habían cruzado el océano en barcos hábilmente construidos, aptos para el mar. De ese modo dieron con esas islas del Pacífico, cuyo carácter paradisiaco se mantiene hasta hoy. Allí se establecieron y se aclimataron a su nuevo entorno. Pero en muy poco tiempo eran ya pocos los que sabían cómo se construían barcos aptos para la navegación en alta mar.
También nuestros antepasados, pocas generaciones atrás, se pusieron en camino, con la ayuda de la razón, para abandonar un mundo que, con sus dogmas y restricciones medievales, se les había vuelto demasiado rancio y estrecho. Durante mucho tiempo habían creído que el amor era una dádiva de Dios, un regalo divino, y que quien era portador de él podía superar todo sufrimiento en la tierra. Ahora, en cambio, estaban convencidos de que no podían mitigar el sufrimiento de ese modo, y se pusieron manos a la obra, con el estandarte de la Ilustración, para poner fin a sus penas con la ayuda de la razón. Se arremangaron las camisas y barrieron con todo lo que hasta entonces les había impedido servirse de su propio intelecto. El éxito fue abrumador, y el entusiasmo por esa fuerza recién descubierta de la razón desnuda se fue ampliando a lo largo de varias generaciones. Al principio parecía que el sufrimiento y la angustia del individuo podrían vencerse con la ayuda de la recién descubierta razón. Con el transcurso del tiempo, eran cada vez más las personas que intentaban alcanzar la seguridad y la estabilidad interior adquiriendo poder y riqueza. Empezó a crecer entonces una generación que comenzó a notar las consecuencias de esa estrategia aparentemente tan exitosa que había dejado atrás una tierra saqueada, un entorno contaminado, la pérdida irremediable de una gran cantidad de formas de vida, dejando a cada vez más personas con la sensación de estar solas, de tener que quedarse a solas en un mundo cada vez más amenazante. Fue así como aquel entusiasmo inicial por los grandiosos resultados de la razón humana se esfumó en la medida en que esa nueva generación hubo de comprender que las capacidades intelectuales del hombre eran aprovechables, en principio, para todo lo imaginable y pensable.
Y es entonces cuando la era de la razón llega a su fin, sacando dos notables conclusiones. En primer lugar, que la forma en que un hombre usa su órgano del pensamiento, lo que produce con él, depende del sentimiento que lo domine, de la motivación que lo incite y de los propósitos que persiga. Y en segundo lugar, que cuando el egoísmo se convierte en el motivo conductor del pensamiento, del sentir y del actuar de un número cada vez mayor de personas, todo es posible menos una cosa: el amor.
Con similar rapidez debe de haberles sucedido lo mismo a los isleños del Pacífico con sus artes de navegación. Durante una, dos o tres generaciones se dejaron entusiasmar por la magia de las recién descubiertas islas, pero ya se había perdido aquel saber de tan larga tradición, perfeccionado a través de los tiempos. La habilidad de sus ancestros para construir barcos aptos para la navegación había desaparecido del mismo modo en que había desaparecido la añoranza de franquear, con la ayuda de esos barcos, los límites y las restricciones de ese mundo propio que se había ido volviendo cada vez más estrecho.