Cubierta

Hasta las cenizas

Lecciones que aprendí en el crematorio

Caitlin Doughty

Traducción de Isabel de Miquel

Plataforma Editorial

A mis queridísimos amigos tan comprensivos, tan benévolos, un haiku macabro.

Índice

  1.  
    1. Nota de la autora
  2.  
    1. Afeitando a Byron
    2. La caja de sorpresas
    3. Un golpe sordo
    4. Mondadientes en gelatina
    5. Pulsa el botón
    6. Un cóctel de color rosa
    7. Bebés del demonio
    8. Eliminación exprés
    9. Naturalidad artificial
    10. Ay, pobre Yorick
    11. Eros y Tánatos
    12. Burbujeando
    13. Ghusl
    14. Testigo único
    15. Las secuoyas
    16. Escuela Calavera
    17. Furgoneta de cadáveres
    18. El arte de morir
    19. La hija pródiga
  3.  
    1. Agradecimientos
    2. Notas sobre las fuentes

Nota de la autora

Mata Hari, la famosa bailarina exótica que se convirtió en espía en la Primera Guerra Mundial, no permitió que le vendaran los ojos cuando la pusieron frente a un batallón de ejecución francés. Lo cuenta un periodista que fue testigo del hecho, en 1917.

–¿Es necesario que me ponga esto? –le preguntó Mata Hari a su abogado al ver el pañuelo con el que iban a vendarle los ojos.

–Si Madame no quiere, no es obligatorio –dijo el oficial, y se apresuró a retirarse.

No le vendaron los ojos. Cuando el sacerdote, las monjas y su abogado la dejaron sola, Mata Hari clavó la mirada en sus ejecutores.

No es fácil mirar a la muerte a la cara. Normalmente lo evitamos; preferimos ponernos una venda en los ojos para no afrontar la muerte y nuestra propia mortalidad. Pero eso no es la solución, más bien contribuye a acrecentar nuestro miedo.

Podemos esforzarnos por borrar todo rastro de la muerte, encerrar a los cadáveres tras unas puertas de acero inoxidable y meter a los gravemente enfermos y moribundos en una habitación de hospital. Somos tan eficientes ocultando la muerte que se diría que somos la primera generación de inmortales. Pero la verdad es que a todos nos llegará nuestra hora, lo sabemos perfectamente. Como dijo el gran antropólogo Ernest Becker: «La idea de la muerte, el temor a la muerte es lo que más obsesiona al animal humano». Es este temor el que nos lleva a construir catedrales, a tener hijos, a declarar la guerra y a mirar vídeos de gatitos a las tres de la madrugada. La muerte despierta tanto nuestros impulsos creativos como nuestro afán destructivo. Y cuanto mejor lo comprendamos, mejor nos conoceremos a nosotros mismos.

En este libro explico mis seis años de experiencia en la industria funeraria de Estados Unidos. Si os horroriza la idea de leer descripciones realistas de muerte y de cadáveres, os habéis equivocado de libro. Aquí comprobaréis si preferís taparos los ojos con una venda imaginaria. Las historias que cuento son reales, las personas que aparecen son reales. He cambiado algunos nombres y algunos detalles (pero no los escabrosos, os lo prometo) para preservar la intimidad de determinadas personas y para proteger la identidad de los fallecidos.

¡ATENCIÓN!

ÁREA DE ACCESO RESTRINGIDO

SEGÚN EL CÓDIGO NORMATIVO DEL ESTADO DE CALIFORNIA

TÍTULO 16, DIVISIÓN 12,

ARTÍCULO 3

SECCIÓN 1221.

Cuidado y preparación para el enterramiento.

(a) El cuidado y la preparación de restos humanos a fin de darles sepultura o una finalidad similar son de naturaleza estrictamente privada […].

Aviso obligatorio en todo establecimiento destinado a fines funerarios

Afeitando a Byron

Una mujer nunca olvida el primer cadáver que afeitó. Es lo único que puede resultar más embarazoso que el primer beso o el momento en que perdió la virginidad. Cuando te encuentras de pie, blandiendo una maquinilla de plástico rosa junto a un anciano muerto, el tiempo se paraliza.

Estuve por lo menos diez minutos contemplando al pobre Byron, totalmente inmóvil bajo la desagradable luz de los fluorescentes. Se llamaba Byron, o por lo menos eso decía la etiqueta que llevaba colgando del dedo pulgar del pie. Yo no estaba segura de si debía pensar en Byron como «él» (una persona) o como «eso» (un cadáver), pero por lo menos tenía que saber su nombre, porque iba a llevar a cabo la operación más íntima que existe.

Byron era (o había sido) un setentón con el cráneo cubierto de espeso pelo blanco y una cerrada barba también blanca. Estaba totalmente desnudo, a excepción de la sábana que le cubría la parte inferior a fin de proteger no sé muy bien qué. Supongo que podríamos llamarlo decencia post mortem.

Sus ojos, ahora chatos como globos deshinchados, miraban al abismo. Si los ojos del amado son prístinos como un lago de montaña, los de Byron eran una charca de aguas estancadas. Torcida y abierta la boca como si emitiera un grito silencioso.

Llamé a mi nuevo jefe desde la sala de tanatopraxia, donde se lleva a cabo la preparación de los cadáveres.

–Ejem, esto…, ¿Mike? Supongo que tengo que usar crema de afeitado…, ¿no?

Mike entró un momento, sacó un bote de Barbasol de un armarito metálico y me dijo que me andase con ojo para no arañar al muerto.

–Presta atención, ¿eh? Si le cortas la cara no podremos hacer gran cosa para arreglarlo.

Vale, tendría cuidado. Como todas las demás veces que «había afeitado a alguien». O sea, nunca en mi vida.

Me puse los guantes de goma y toqué las mejillas de Byron, tiesas y frías, acaricié su barba de varios días. No me sentía digna de afeitarlo. Yo creía que los tanatopractores eran profesionales con experiencia que se ocupaban de los muertos para que el público no tuviera que hacerlo. ¿Sabía la familia de Byron que una chica de veintitrés años y sin experiencia estaba a punto de pasar una cuchilla de afeitar por el rostro del hombre al que querían?

Intenté cerrarle los ojos a Byron, pero sus arrugados párpados volvieron a abrirse de golpe, como si no quisiera perderse el espectáculo. Volví a intentarlo, y el resultado fue el mismo.

–Eh, no hace falta que evalúes mi trabajo, Byron –le dije. No hubo respuesta.

Lo mismo me pasó con la boca. Cuando yo se la cerraba, tardaba apenas unos segundos en volver a abrirse. Hiciera lo que yo hiciera, Byron se negaba a colaborar. No se comportaba como un caballero al que están a punto de afeitar. Al final me di por vencida y le extendí torpemente la espuma por la cara. Parecían los trabajos manuales del crío siniestro que aparece en un episodio de The Twilight Zone [La dimensión desconocida].

No es más que una persona muerta, me dije. Es carne destinada a pudrirse, Caitlin. Un cuerpo animal.

Pero mi discurso tenía poco efecto. Byron era mucho más que carne destinada a pudrirse. Era también una criatura noble y magnífica, como un unicornio o un grifo. Era un ser híbrido, entre lo sagrado y lo profano, atrapado en el paso de la vida a la eternidad.

Cuando llegué a la conclusión de que este trabajo no era para mí ya era demasiado tarde; no podía negarme a afeitar a Byron. De modo que empuñé mi arma rosa –herramienta de un oficio oscuro–, torcí la cara en una mueca, emití un sonido tan agudo que solamente los perros podrían haberlo oído y apreté la cuchilla contra la mejilla de Byron. Así empezó mi carrera como barbera de los muertos.


Cuando me desperté esa mañana no esperaba comenzar el día afeitando un cadáver. Sabía que vería cadáveres, claro, pero no que tuviera que afeitarlos. Era mi primer día como operadora del horno crematorio en Westwind Cremation & Burial, una funeraria propiedad de una familia. (También podríamos llamarlo «tanatorio». Puedes llamarlo de las dos maneras.)

Esa mañana salté rápidamente de la cama, lo que no suelo hacer, y me puse unos pantalones que nunca me pongo y unas botas con la punta de metal. Los pantalones eran demasiado cortos y las botas demasiado grandes, de modo que tenía un aspecto ridículo, pero en mi defensa diré que carecía de referencias respecto a cómo hay que vestirse para quemar a los muertos.

Cuando salí de mi apartamento en Rondel Place, el sol que se alzaba en el cielo sacaba destellos a las agujas tiradas en la calle y evaporaba los charcos de orina. Un vagabundo vestido con un tutú arrastraba por la calle una vieja llanta de goma, seguramente para utilizarla a modo de baño improvisado.

La primera vez que llegué a San Francisco tardé tres meses en encontrar un apartamento. Finalmente conocí a Zoe, una lesbiana que estudiaba Derecho Penal y que ofrecía una habitación de alquiler. Nos convertimos en compañeras de su piso de un color rosa subido en Rondel Place, dentro del distrito Mission. La calle donde vivíamos tenía a un lado una taquería muy popular y al otro lado Esta Noche, un bar conocido por sus drag queens latinos y su música ranchera a todo volumen.

Cuando me dirigía a la estación de tren más cercana, un hombre al otro lado de la calle abrió el abrigo, se cogió el pene y lo agitó en mi dirección.

–¿Qué te parece esto, cariño? –dijo en tono de triunfo.

–Vaya, me parece que tienes que aprender a hacerlo mejor –le contesté.

El exhibicionista se quedó desolado. Pero es que yo ya llevaba un año viviendo en Rondel Place. Y la verdad era que el hombre debería hacerlo mejor.

Desde la estación de Mission Street, el tren me llevó por debajo de la bahía de San Francisco hasta Oakland y me escupió a unas manzanas de Westwind. Tras una pesada caminata desde la estación, el aspecto de mi nuevo lugar de trabajo resultaba bastante decepcionante. No sé qué pinta esperaba que tuviera una funeraria –probablemente el cuarto de mi abuela equipado con unas cuantas máquinas de niebla–, pero tanto el edificio como la puerta negra de metal tenían un aspecto rematadamente normal.

Junto a la puerta había un cartelito: «Por favor, llamen al timbre». Me armé de valor y llamé. Al rato, la puerta se entreabrió con un crujido y apareció Mike, el director del crematorio, mi nuevo jefe. La primera vez que lo vi cometí el error de pensar que era totalmente inofensivo, un cuarentón con el pelo que empezaba a clarear, de estatura mediana, ni grueso ni delgado. Llevaba unos pantalones de aspecto amable de color caqui, y a pesar de eso lograba imponer respeto. Por la forma en que me escrutó a través de sus lentes comprendí que evaluaba la gravedad del error cometido al contratarme.

–Eh, buenos días –dijo. Tres escuetas palabras pronunciadas sin entusiasmo y en voz baja, como si las dijera para sí mismo.

Me abrió la puerta y se internó en el edificio. Tras un instante de titubeo comprendí que debía seguirlo. Doblé varias esquinas detrás de él. Nos encaminábamos hacia un rugido sordo que venía del fondo del pasillo. Este edificio, que desde fuera parecía tan insulso, daba paso a una especie de inmenso almacén. El rugido provenía del interior de una caverna, en concreto de dos enormes máquinas achaparradas, orgullosamente instaladas en el centro, como si fueran el rey y la reina de la muerte. Estaban hechas de metal corrugado y tenían altas chimeneas que se elevaban hasta el techo y lo atravesaban. Las dos estaban provistas de una puerta metálica que se abría y se cerraba como las fauces de los monstruos que devoran a los niños en los cuentos, pero de la era industrial.

Son las incineradoras, me dije. En este momento hay personas ahí dentro, hay muertos. En realidad, no podía ver ningún cadáver, pero me emocionaba solo de pensar en que estaban cerca.

–¿Son las máquinas crematorias? –le pregunté a Mike.

–Ocupan todo el espacio. Sería raro que no lo fueran, ¿no te parece? –me respondió. Acto seguido, se metió por una puertecita y volvió a dejarme sola.

¿Qué hacía una chica simpática como yo en un almacén de cadáveres? Nadie en su sano juicio preferiría ser empleada de un crematorio antes que cajera en un banco, por ejemplo, o maestra de preescolar. Y a una chica de veintitrés años le resultaría mucho más fácil encontrar trabajo como cajera o maestra de preescolar, porque no cabía duda de que la industria de la muerte la contemplaba con infinita suspicacia.

Parapetándome tras el brillo de mi pantalla del portátil, había buscado un trabajo en lugares que empleaban palabras como «cremación», «crematorio», «funeral» y «morgue». Las respuestas que recibí –en los casos en que recibí alguna– eran del tipo: «Bueno, ¿tiene usted experiencia en crematorios?». Insistían en la necesidad de experiencia, como si aprender a quemar cadáveres fuera algo habitual, como si nos lo enseñaran en el instituto. Estuve seis meses enviando mi currículum y recibiendo respuestas del tipo: «Lo siento, hemos encontrado a una persona mejor cualificada para el puesto», hasta que finalmente me contrataron en Westwind Cremation & Burial.

La verdad es que yo siempre había tenido una relación complicada con la muerte. Desde el día en que descubrí que todos los seres humanos estábamos destinados a morir me debatía mentalmente entre el puro terror y la curiosidad morbosa. De niña me quedaba horas despierta esperando a que llegara el coche de mi madre. Estaba convencida de que se había quedado tirada en la cuneta de la autopista, con el cuerpo roto y ensangrentado, con pedacitos de cristal adheridos a las pestañas. Me convertí en una «morbosa funcional» que pensaba todo el día en la muerte, la enfermedad y la oscuridad, aunque seguía pareciendo una chica casi normal. Cuando llegué al instituto me quité la máscara, anuncié que quería estudiar Historia Medieval y me pasé cuatro años leyendo trabajos académicos con títulos como: Necro-fantasía y mito: la interpretación de la muerte entre los indígenas de Pago Pago (doctora Karen Baumgartner, Universidad de Yale, 2004). Me atraían todos los aspectos de la mortalidad: los cadáveres, los rituales, el duelo. Los trabajos académicos resultaron útiles, pero no me bastaban. Quería ver la realidad, quería cadáveres reales, muerte real.

Mike volvió empujando una chirriante camilla con mi primer cadáver.

–Hoy no hay tiempo para que aprendas cómo funcionan los hornos, de modo que hazme un favor y afeita a este chico –me dijo, como si tal cosa. Al parecer, la familia del fallecido había solicitado verlo una vez más antes de que entrara en el horno crematorio.

Mike me hizo una seña para que lo siguiera. Empujó la camilla hasta una habitación esterilizada y pintada de blanco junto al horno crematorio y me explicó que allí era donde se «preparaban» los cadáveres. De un armario grande de metal sacó una maquinilla de afeitar rosa, de las de usar y tirar, y me la entregó. Acto seguido, salió de la habitación y me dejó sola por tercera vez.

–¡Buena suerte! –me dijo por encima del hombro.

Como decía, no esperaba tener que afeitar a un cadáver, pero aquí estaba.

Sin embargo, aunque Mike no estuviera conmigo, me vigilaba de cerca. Me había puesto a prueba, esta era su manera de introducirme en el oficio. Desde su punto de vista, aquí se vería si yo servía o no. Era la nueva chica contratada para quemar (y de vez en cuando afeitar) cadáveres, y podían suceder dos cosas: (a) que fuera capaz de hacerlo o (b) que fuera incapaz. No me llevaría de la mano, no habría periodo de prueba, no habría curva de aprendizaje.

Mike regresó unos minutos más tarde y miró por encima de mi hombro para comprobar lo que había hecho.

–Mira, aquí no está bien… Tienes que ir en la dirección en la que crece el pelo. Movimientos cortos. Así.

Cuando acabé de quitarle los restos de espuma, el rostro de Byron parecía el de un recién nacido. Y sin un solo arañazo.

Aquella misma mañana vinieron la mujer y la hija de Byron. Lo llevamos en la camilla hasta la sala de velatorio de Westwind y lo tapamos con sábanas blancas. La lámpara del techo, con una bombilla rosada, arrojaba una luz suave sobre su rostro, una luz mucho más agradable que la de los fluorescentes de la sala de tanatopraxia.

Después de que yo lo afeitara, Mike cerró los ojos y la boca de Byron con algún tipo de magia funeraria. Ahora el caballero tenía un aspecto casi sereno bajo la luz rosada. Yo esperaba oír gritos provenientes de la sala de velatorio, del tipo: «¡Dios mío! ¿Quién lo ha afeitado así?». Afortunadamente, no pasó nada.

La viuda de Byron me explicó que su marido había sido contable durante cuarenta años, un hombre meticuloso que seguramente habría estado contento de que lo dejaran bien afeitado. Al final de su batalla contra el cáncer no podía salir del dormitorio para ir al lavabo, y mucho menos afeitarse solo.

Cuando su familia se marchó, llegó el momento de meterlo en el horno crematorio. Mike empujó la camilla de Byron hasta la boca de uno de los monstruos y manejó con sorprendente destreza el dial. Dos horas más tarde, la puerta de metal volvió a abrirse y aparecieron los huesos de Byron reducidos a unos rescoldos ardientes.

Mike me trajo una barra de metal rematada con un rastrillo sin dientes y me enseñó a sacar los huesos del horno con movimientos amplios. Mientras los restos de Byron iban cayendo a un contenedor especial sonó el teléfono a través de los altavoces del techo. Era un timbrazo tremendo, especialmente pensado para que se oyera por encima del tronar de las máquinas.

Mike me entregó sus gafas protectoras.

–Sigue tú –me dijo–. Tengo que contestar al teléfono.

Me dispuse a arrancar los restos de Byron del interior del horno crematorio. El cráneo estaba intacto. Tras comprobar que nadie –vivo o muerto– me miraba, acerqué con cuidado el cráneo hacia mí y, cuando lo tuve en la boca del horno, me incliné y lo cogí. Estaba tibio todavía. Incluso con mis gruesos guantes de uso industrial noté la textura suave y polvorienta de la calavera.

Las cuencas vacías de Byron me miraban fijamente. Intenté recordar cómo era su rostro dos horas antes, cuando entró en el horno. Después de afeitarlo, habría tenido que recordarlo. Pero su rostro, el rostro humano, había desaparecido. Como dijo Tennyson, la madre naturaleza tiene «las garras y los dientes ensangrentados», porque destruye todas las cosas bellas que ha creado.

Una vez quemados y reducidos a sus elementos inorgánicos, los huesos son muy frágiles. Mientras la hacía girar para apreciarla en detalle, la calavera de Byron se deshizo en mis manos y las esquirlas se deslizaron entre mis dedos. El hombre que había sido Byron –padre, marido, contable– ya estaba totalmente en el pasado.

Aquella tarde, al volver a casa, encontré a Zoe, mi compañera de piso, sollozando en el sofá. Estaba desesperada porque en su último viaje de mochilera a Guatemala se había enamorado de un hombre casado (lo que supuso un golpe tanto para su ego como para su lesbianismo).

–¿Cómo te ha ido el primer día? –me preguntó entre lágrimas.

Le hablé del silencio sentencioso de Mike y de que había tenido que afeitar un cadáver, pero no le dije nada de la calavera de Byron. Era mi secreto, junto con el extraño y perverso poder que sentí en aquel momento como trituradora de calaveras del universo.

Mientras me dormía arrullada por la música machacona de las rancheras de Esta Noche, pensé en mi propia calavera. Un día aparecería, cuando todo lo que podía reconocerse como Caitlin –los ojos, los labios, la carne, el pelo– ya no existiera. Y tal vez alguna desdichada veinteañera con guantes la reduciría entonces a polvo.

La caja de sorpresas

A Padma la conocí en mi segundo día en Westwind. No es que Padma fuera gorda. «Gorda» es una palabra simple, con connotaciones simples, pero Padma era más bien una criatura de una película de terror, la protagonista de La resurrección de la bruja vudú. El mero hecho de verla tendida en la caja de cartón del horno crematorio te provocaba un estremecimiento. «Oh, Dios mío –te preguntabas–, ¿qué es esto?, ¿qué estoy haciendo aquí? ¿Qué mierda es esto? ¿Por qué?».

En cuanto a orígenes raciales, Padma tenía la piel oscura, una mezcla entre África del norte y Sri Lanka. La descomposición la había tornado negra como el carbón. El pelo se le desparramaba en todas direcciones en forma de largos mechones apelmazados, de la nariz le salía una gruesa telaraña de moho blanco que le cubría medio rostro y se extendía incluso sobre los ojos y la boca abierta. La parte izquierda de su pecho presentaba una profunda hendidura, como si alguien le hubiera arrancado el corazón en un elaborado ritual.

Padma tenía poco más de treinta años cuando murió a causa de una rara enfermedad genética. Su cuerpo se conservó durante meses en el hospital de la Universidad de Stanford a fin de que los médicos pudieran hacerle pruebas y averiguar la causa de su muerte. Cuando llegó a Westwind, el cadáver tenía un aspecto surrealista.

Pero, por grotesca que resultara Padma a mis ojos de principiante, no podía apartarme del cadáver como un cervatillo asustado. Mike, el director de la funeraria, había dejado bien claro que si quería ganarme el sueldo no podía mostrarme aprensiva con los cadáveres, y yo me moría por demostrarle que era capaz de comportarme con la misma frialdad clínica que él.

«Una telaraña de moho, ¿no? Claro, lo he visto millones de veces. Lo que me sorprende es que en este caso no haya más, la verdad.» Eso es lo que diría yo, con el aplomo de una auténtica profesional de la muerte.

La muerte puede parecerte casi glamurosa hasta que ves un cadáver como el de Padma. Te imaginas a una enferma de tisis en la época victoriana que muere con una gota de sangre en la comisura de sus labios sonrosados. Cuando Annabel Lee, el gran amor de Edgar Allan Poe, fallece y la entierran, el escritor no puede dejarla sola, de modo que va al cementerio para «acostarme junto a mi amor –lo que más quiero–, mi vida y mi esposa, en su sepulcro junto al mar, en esta tumba desde la que se oye el rugido de las olas».

El cadáver exquisito, blanco como el alabastro, de Annabel Lee. No se mencionan los efectos de la descomposición, la pestilencia que debió de sufrir el desolado Poe al abrazar a su amada.

Pero no era solamente Padma. Lo que veía en el día a día de mi trabajo en Westwind era más brutal de lo que había imaginado. Mi jornada laboral empezaba a las 8:30, cuando ponía en marcha los dos «quemadores», que es como suelen llamarse en la industria los hornos crematorios. Durante el primer mes llevaba conmigo una chuleta con las instrucciones y manejaba con mano insegura los diales, que parecían salidos de una película de ciencia ficción de los años setenta, para que se iluminaran los botones rojos, azules y verdes que indicaban la temperatura, encendían los quemadores y controlaban la salida de aire. Los breves momentos que transcurrían antes de que los hornos empezaran a rugir eran los más silenciosos y apacibles del día. Sin ruido, sin calor, sin presión…, únicamente una chica y unos pocos fallecidos.

Pero en cuanto los quemadores se ponían en marcha se acababa la tranquilidad. La sala se convertía en el anillo interior del infierno; se inundaba de un aire caliente y denso, vibraba con un rugido que parecía la respiración del diablo. Las paredes estaban tapizadas de un revestimiento acolchado como el de una nave espacial para evitar que el ruido llegara a los oídos de las atribuladas familias que lloraban a un ser querido en la capilla o en las salas contiguas.

Los quemadores estaban listos para su primer cadáver cuando la temperatura dentro de la cámara de ladrillo alcanzaba los 815 grados centígrados. Cada mañana, Mike depositaba sobre mi escritorio una pila de autorizaciones del estado de California en las que se indicaba quién podía ser incinerado. Yo seleccionaba dos licencias y localizaba luego a mis víctimas en el «frigorífico», una inmensa nevera donde aguardaban los cadáveres en sus cajas de cartón, cada una etiquetada con el nombre completo y la fecha de nacimiento. En cuanto abría la puerta de la sala me recibía una ráfaga de aire frío y un olor difícil de describir pero imposible de olvidar: el olor de la muerte helada.

Los que aguardaban en la cámara frigorífica probablemente nunca habrían estado juntos en el mundo de los vivos: un anciano negro con un infarto de miocardio, una madre blanca de mediana edad con cáncer de ovarios, un joven hispano que había muerto de un disparo a pocas manzanas del crematorio. La muerte los había juntado en una especie de convención de las Naciones Unidas, una mesa redonda sobre la no existencia.

Cuando entré en la cámara frigorífica le hice una promesa a un ser superior: si el fallecido no se encontraba debajo del montón de cadáveres, yo intentaría ser mejor persona. El primer permiso de incineración era para un tal señor Martínez. En un mundo perfecto, el señor Martínez habría estado en lo alto, listo para que yo lo subiera a mi carretilla hidráulica. Me disgustó ver que estaba debajo del señor Willard, la señora Nagasaki y el señor Shelton. Esto quería decir que tendría que sacar y meter las cajas de cartón como si se tratara de una macabra partida de Tetris.

Por fin conseguí colocar al señor Martínez en la camilla y me dirigí a la cámara incineradora. El último obstáculo eran las gruesas cintas de plástico (como las de los túneles de lavado de coches y las cámaras frigoríficas de carne) que colgaban de la entrada para que no se escapara el aire frío. Las cintas eran mis enemigas porque se enredaban en todo, como las ramas siniestras que aparecen en la versión animada de La leyenda de Sleepy Hollow. Además, detestaba tocarlas, porque me las imaginaba cargadas de bacterias y, por supuesto, de las almas atormentadas de los fallecidos.

Si te enredabas en las cintas, era inevitable que calcularas mal el ángulo para que la camilla entrara por la puerta. Empujé la camilla del señor Martínez y oí el ya familiar pum del choque contra el marco metálico de la puerta.

En aquel preciso momento llegó Mike, que iba de camino a la sala de tanatopraxia. Agarró la camilla del señor Martínez y empezó a moverla adelante y atrás, adelante y atrás.

–¿Necesitas ayuda? ¿Sabes cómo hacerlo? –preguntó. Su expresión, con una ceja enarcada mucho más alta que la otra, decía a las claras lo que pensaba: «Ya se ve que no tienes ni idea».

–No pasa nada. Todo va perfectamente –le respondí en tono animoso. Aparté con la mano los tentáculos cargados de bacterias y me encaminé con la camilla hacia el crematorio.

Pasara lo que pasase, mi respuesta siempre era: «No hay problema. Todo va bien». ¿Necesitaba ayuda para regar las plantas del jardín delantero? «No, no. Todo controlado.» ¿Quería que me explicaran qué hacer con la mano de un hombre para retirarle la alianza pese a los nudillos hinchados? «No, no. ¡No es necesario!»

Con el señor Martínez fuera de la cámara frigorífica llegó el momento de abrir la caja de cartón, la mejor parte de mi trabajo, según descubrí.

La apertura de las cajas me recordaba a esos perros de peluche que se vendían en Estados Unidos a principios de los años noventa. En el anuncio se veía a un grupo de niñas de entre cinco y siete años alrededor de un perrito de peluche. Las niñas gritaban de alegría cuando le abrían la barriguita y empezaban a sacar cachorritos de peluche. A veces eran tres cachorros, pero podían ser cuatro o hasta cinco. Y esta era la «sorpresa», por supuesto.

Lo mismo pasaba con los cadáveres. Dentro de la caja de cartón podías encontrar cualquier cosa, desde una anciana de noventa y cinco años que había fallecido tranquilamente en la cama hasta un varón de treinta y cinco años hallado en un vertedero detrás de un almacén y en avanzado estado de descomposición. Cada persona era una aventura.

Si el cadáver era de los raros (como el de Padma, con el rostro cubierto de moho), la curiosidad me empujaba a hacer indagaciones. Miraba el registro electrónico de fallecimientos, el certificado de muerte, el informe del forense… En estos trámites burocráticos encontraba más información sobre la vida de la persona y, en especial, sobre su muerte. Estos documentos me explicaban cómo estas personas habían dejado el mundo de los vivos para llegar a mis manos en el crematorio.

Como cadáver, el señor Martínez no era nada fuera de lo normal. Digamos que si tuviera que darle una puntuación sería un perro de peluche de tres cachorros. Era un caballero sesentón de origen latino que probablemente había fallecido a causa de un fallo cardiaco, porque bajo la piel se apreciaba el relieve de un marcapasos.

Entre los trabajadores de los crematorios corre la leyenda de que antes de meter un cadáver en el horno hay que extraer el marcapasos, porque el litio de las pilas puede explotar. Las pilas son como pequeñas bombas que pueden estallar en la cara de los pobres operadores del horno, pero nadie ha dejado una de esas pilas en el horno el tiempo suficiente como para comprobar si es cierto. De modo que volví a la sala de tanatopraxia en busca de uno de los escalpelos que se usan para embalsamar.

Usé el escalpelo sobre el pecho del señor Martínez para hacer dos cortes en forma de cruz encima del marcapasos. El escalpelo parecía afilado, pero no le cortó la piel, no le hizo ni un rasguño.

No me extraña que en las facultades de medicina empleen cadáveres para que los estudiantes aprendan a operar; es una forma de insensibilizarlos ante la idea de causar dolor. Mientras llevaba a cabo mi pequeña operación no podía evitar la sensación de que el pobre señor Martínez estaría sufriendo. Nos identificamos tanto con los muertos que nos imaginamos que sufren, aunque sus ojos apagados me decían que hacía tiempo que ya no estaba en este mundo.

La semana anterior, Mike me había enseñado cómo extraer un marcapasos, y tal como lo hizo parecía fácil, pero en realidad hay que hacer bastante fuerza con el escalpelo. La piel humana es un material sorprendentemente resistente. Le pedí perdón al señor Martínez por mi incompetencia. Por fin, tras varios intentos fallidos, seguidos de exclamaciones de frustración, el metal del marcapasos asomó por debajo de la piel amarillenta. Un tirón y ya estaba fuera.

El señor Martínez quedó por fin identificado, reubicado y libre de pilas potencialmente explosivas. Ahora podía enfrentarse a su ígneo destino. Puse en marcha la cinta transportadora dentro del horno y apreté el botón que activa el proceso de introducir el cadáver en la máquina. Cuando se cerró la puerta metálica, me dediqué a mover los diales de ciencia ficción de la parte frontal, ajusté la corriente de aire y pulsé los botones de ignición.

No hay mucho que hacer mientras se quema un cadáver. Me limitaba a vigilar la temperatura, y de vez en cuando abría unos centímetros la puerta de metal para echar un vistazo al interior y comprobar que todo estaba bien. La pesada puerta chirriaba cuando la abría. Me la imaginaba diciendo: «Ten cuidado, querida. No tienes ni idea de lo que puedes descubrir».

Hace cuatro mil años, los Vedas hindúes afirmaban que era preciso incinerar los cadáveres para que el espíritu quedara libre del cuerpo impuro y mortal. En el momento en que el cráneo se abría, el alma quedaba libre y volaba hasta el mundo de los ancestros. Es una hermosa idea, pero la incineración de un cadáver puede resultar un espectáculo infernal para quien no está acostumbrado.

La primera vez que eché una ojeada a un cadáver dentro del horno sentí que llevaba a cabo una tremenda transgresión, aunque era lo que mandaba el protocolo de Westwind. Por más portadas de álbumes de heavy metal y grabados del infierno de Hieronymus Bosch que hayas admirado, o aunque hayas visto la escena de Indiana Jones en que se muestra cómo se funde el rostro de un nazi, nada te ha inmunizado contra la visión de un cadáver en plena cremación. El espectáculo de una calavera en llamas es mucho más impactante de lo que te imaginas.

Lo primero que se quema cuando el cadáver entra en el horno es la caja de cartón, o «contenedor alternativo», como se lo suele llamar. Las llamas devoran rápidamente la caja y dejan el cuerpo indefenso en medio del infierno. A continuación se quema la materia orgánica, y entonces el aspecto del cadáver se transforma por completo. Un ochenta por ciento del cuerpo humano es agua, que se evapora enseguida; luego las llamas devoran los tejidos blandos y los dejan negros y carbonizados. Lo que lleva más tiempo es convertir esas partes carbonizadas, las que te identifican visualmente.

Más de una vez me había imaginado cómo sería mi vida como operadora de un crematorio. Me imaginaba que tras colocar el cadáver en una de esas máquinas inmensas podría relajarme. Me veía sentada con los pies en alto comiendo fresas y leyendo una novela mientras las llamas devoraban al pobre cadáver que estuviera dentro. Al final del día tomaría el tren de vuelta a casa inmersa en profundas reflexiones sobre la muerte.

Pero, tras unas pocas semanas en Westwind, mis fantasías sobre comer fresas fueron reemplazadas por preguntas más concretas: ¿ya es la hora de comer? ¿Lograré estar limpia algún día? Porque en un crematorio nunca estás del todo limpia. Gracias a las cenizas de las personas muertas y a la maquinaria industrial, una fina capa de polvo y hollín lo cubre todo, se deposita incluso en lugares a los que piensas que no puede llegar el polvo, como el interior de tus fosas nasales. A la hora de comer yo parecía la cerillera del famoso cuento de Andersen, vendiendo mis cerillas en una calle del Londres decimonónico.

No es que resulte agradable tener una capa de polvo de hueso humano detrás de la oreja o debajo de una uña, pero la ceniza me transportaba a un mundo diferente del que conocía más allá del crematorio.

Enkyō Pat O’Hara era la directora de un centro de budismo zen en Nueva York el 11 de septiembre de 2001, cuando las torres del World Trade Center se vinieron abajo en un caótico estruendo de gritos y de metal. «El olor tardó semanas en desaparecer –explicó–. Tenías la sensación de que estabas inhalando gente. Era un olor hecho de todas las cosas que se habían desintegrado, incluida la gente. Personas, aparatos eléctricos, piedra, cristal…, todo.»

La descripción es espeluznante. Pero O’Hara aconsejó a la gente que no huyera de la imagen, sino que la recordara y comprendiera que «esto es lo que ocurre todo el tiempo, aunque no lo veamos. Ahora podemos verlo, sentirlo y olerlo». Y esto fue lo que vi en Westwind por primera vez, lo que veía, olía y sentía. Era un encuentro con la realidad que me parecía muy valioso y al que rápidamente me hice adicta.

Pero volviendo a mi principal preocupación: ¿cuándo podría comer y dónde? Tenía media hora para comer, pero no podía hacerlo en el vestíbulo, porque no quería que una familia me viera dándome un festín de comida china. Imaginémonos la escena: se abre la puerta principal y yo levanto la cabeza sorprendida, con unos fideos colgando de la boca. Tampoco podía comer en el crematorio, porque no quería que se me llenara la fiambrera de polvo. Solo me quedaba la capilla (si no estaba ocupada por un cadáver) y la oficina de Joe.

Aunque ahora era Mike quien dirigía el crematorio, el auténtico padre de Westwind Cremation & Burial era Joe ( Joaquín). Se retiró justo antes de que yo incinerara mi primer cadáver y dejó a Mike al frente. Joe se convirtió en una especie de figura apócrifa; estaba físicamente ausente, pero su espíritu seguía presente en el edificio. Joe ejercía un control invisible sobre Mike, vigilaba su trabajo y se aseguraba de que no perdiera el tiempo. Mike ejercía el mismo efecto sobre mí. Ambos temíamos la severa mirada de nuestro supervisor.

La oficina de Joe –una habitación sin ventanas, repleta de cajas y más cajas de viejas licencias de incineración y de fichas de cada una de las personas que habían ido a parar a Westwind– continuaba vacía. Sobre el escritorio colgaba su retrato: un hombre alto, con el rostro marcado por la viruela y las cicatrices, con un vello facial grueso y negro. Parecía un tipo serio, duro de pelar.

Después de insistirle a Mike para que me diera más información sobre Joe, me enseñó un ejemplar amarillento de una revista local donde aparecía la foto del fundador de Westwind en portada. Estaba frente a las máquinas incineradoras, muy serio, con los brazos cruzados sobre el pecho. Seguía pareciendo un tipo duro de pelar.

–Lo encontré en el archivador –me explicó Mike–. Esto te gustará. El artículo pinta a Joe como un radical partidario de la cremación que finalmente logró vencer a la burocracia.

Mike tenía razón. La historia me hizo gracia.

–La gente de San Francisco se traga estas historias –dije.

Joe había sido agente de policía en San Francisco. Fundó Westwind veinte años antes de que yo llegara. Al principio había pensado en hacerse con el lucrativo negocio de arrojar las cenizas al mar. Compró un barco y lo adaptó para llevar a familias enteras a la bahía de San Francisco.

–Creo que él mismo pilotaba el barco. Desde China o algún sitio así. No recuerdo –dijo Mike.

Sin embargo, hubo un accidente. El tipo que guardaba el barco de Joe cometió un error y lo hundió.

–Y ahí tenemos a Joe en el muelle, ¿entiendes? –explicó Mike–. Fumando un cigarrillo mientras contemplaba cómo se hundía su barco. Y pensó: bueno, a lo mejor tendría que emplear el dinero del seguro en comprar unos hornos crematorios.

Un año más tarde, Joe era el propietario de una pequeña empresa, la recién nacida Westwind Cremation & Burial. Descubrió que la Facultad de Ciencias Funerarias de San Francisco tenía un contrato con el Ayuntamiento para encargarse de los cadáveres de los vagabundos y los indigentes.

Según Mike:

–Lo que la Facultad de Ciencias Funerarias entendía por «encargarse» consistía en utilizar los cadáveres para que sus estudiantes hicieran prácticas. Embalsamaban los cuerpos sin necesidad alguna y encima le cobraban al Ayuntamiento.

I

Pero no penséis que esta costumbre provenía de las antiguas bacanales romanas, porque en el Japón contemporáneo también se lavan los huesos. Durante el kotsuage («la recogida de los huesos»), los deudos se reúnen alrededor de la máquina incineradora cuando se extraen los restos. Se colocan los huesos sobre una mesa y los familiares los recogen con unos largos palillos y los meten en la urna. Recogen en primer lugar los huesos de los pies y desde allí van subiendo hasta los de la cabeza, a fin de que la persona fallecida pueda entrar en la eternidad caminando.

En Westwind no había familiares; solo estábamos el señor Martínez y yo. En un famoso tratado que lleva por título The Pornography of Death («la pornografía de la muerte»), el antropólogo Geoffrey Gorer escribió: «Podríamos pensar que en muchos casos se prefiere la incineración porque permite librarse de los muertos de una forma más completa y definitiva que la inhumación».

Yo no formaba parte de la familia Martínez y ni siquiera lo conocí en vida. Sin embargo, había sido la encargada de llevar a cabo todos los rituales y acciones alrededor de su muerte. Yo era su kotsuage de una sola persona. En tiempos pretéritos, todas las culturas del mundo llevaban a cabo un complejo ritual tras la muerte, una danza con unos pasos que debían ejecutar las personas adecuadas en el momento adecuado. No me parecía correcto que yo –sin más preparación que unas semanas de práctica como operadora del horno crematorio– hubiera sido la única encargada de los últimos momentos de este hombre.

Tras reducir a polvo los restos del señor Martínez, vertí las cenizas en una bolsa de plástico y la cerré con una de esas cintas que se usan en los paquetes de pan industrial. La bolsa se introducía en una urna de plástico marrón. Vendíamos urnas más caras frente a la sala de tanatopraxia, unas urnas doradas y decoradas con palomas de madreperla, pero la familia del señor Martínez, como tantas otras, no quiso gastarse el dinero.

Marqué su nombre en la etiqueta de la urna, de modo que el último contenedor de sus restos quedaría identificado para la eternidad. La última acción que realicé para el señor Martínez fue colocarlo en una estantería encima del escritorio. Allí se quedó, junto a las demás urnas de plástico marrón que esperaban como obedientes soldaditos a que alguien viniera a recogerlas. A las cinco de la tarde, con la satisfacción del deber cumplido –convertir el cuerpo de un hombre en cenizas–, me fui a casa cubierta de una fina capa de polvo humano.