Cubierta

Londres después de ti

JARA SANTAMARÍA

Plataforma Editorial neo

Índice

    1. Prólogo
    2. 1
    3. 2
    4. 3
    5. 4
    6. 5
    7. 6
    8. 7
    9. 8
    10. 9
    11. 10
    12. 11
    13. 12
    14. 13
    15. 14
    16. 15
    17. 16
    18. 17
    19. 18
    20. 19
    21. 20
    22. 21
    23. 22
    24. 23
    25. 24
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    1. Agradecimientos

A mis padres, por todo.

Vuelve conmigo a Londres.

Nunca pensé que cuatro palabras como esas, cuatro palabras dispuestas a cambiarlo todo, pudieran decirse desde la pantalla de un ordenador. Una siempre cree que los momentos importantes de la vida ocurren cuando tienes alguien a quien mirar fijamente a los ojos, cuando puedes cogerle del brazo y algo en su manera de sostenerte te hace saber que lo dice de verdad, que lo ha estado pensando y que todo va a salir bien.

Habría sido imposible con Jarek. Cuando me lo dijo, estaba tan lejos de Madrid y de mí que no parecía él. Era una imagen distorsionada en Skype y desprendía una voz robótica que se atascaba en cada sílaba. No pude aferrarme a su jersey ni sujetarle la cara entre las manos.

Pero, de alguna forma, no hizo falta.

No necesité tiempo para pensarlo.

Si alguien te invita a saltar al vacío, con esa energía efervescente en los ojos, una no piensa en el vértigo, sino en las cosquillas en los dedos.

Cuando Jarek atravesó mi pantalla y me invitó a dejarlo todo por volver a la ciudad en la que nos conocimos, no tuve muchas opciones.

Solo pude decir que sí.

1

La primera vez que le vi, estaba tocando el piano.

Probablemente, antes habríamos coincidido en la recepción de la residencia de estudiantes, en los pasillos e, incluso, puede ser que me tropezara algún día con él en la biblioteca. La residencia no era tan grande como para fingir que no nos habríamos cruzado sin llamarnos la atención. Pero aquella sí fue la primera vez que le vi de la manera en que se ve realmente a una persona, cuando deja de formar parte del escenario, de esa vida cotidiana que discurre a tu lado sin que te des cuenta, y se coloca en primer plano.

Es un proceso irreversible. De repente, ese alguien destaca y, por muy anecdótico que te resulte, ya no volverás a mezclarlo entre el ruido y la gente porque siempre estará ahí, como cuando en las películas el protagonista sobresale entre un fondo borroso y difuminado, cuando empieza a sonar una canción de Joshua Radin y todo eso. Supongo que fue un poco así, aunque nos faltase la banda sonora. Todavía no sabía quién era, pero ahí estaba, de espaldas a mí, sentado en una de las banquetas de la sala de música y concentrado en el teclado.

Y ya no se me olvidó.

Estábamos de Erasmus en Londres. Nuestra residencia, alejada del centro, pero convenientemente cerca de la universidad, albergaba una mezcla de nacionalidades y carreras que al principio me imponía bastante respeto. Se me pasó rápido. Las actividades que organizaban desde la universidad pronto consiguieron que me relacionara con gente que venía de países que, tan solo unos meses antes, no habría sabido situar en un mapa. Creo que eso era lo mejor de todo. Dicen por ahí que cuando viajas fuera hablas menos, que escuchas más. Que el enfrentarte a todos esos códigos sociales desconocidos te obliga a replantearte los tuyos, a reinventarte un poco, como si pudieses empezar de cero. Y es cierto, ¿no? Terminas por acostumbrarte a que tu nombre suene distinto según quién lo pronuncie. Al final, me aprendí todas sus versiones y terminé sabiendo identificar cuándo alguien me llamaba, aunque en muchos casos el parecido con «Naira» fuera una simple coincidencia.

Entre mis amigos, había suecos, franceses, daneses, checos e italianos. Nos pasábamos el día entero juntos. Cuando no salíamos por Londres, solíamos bajar a la sala de música por la noche, pero no íbamos allí a tocar los instrumentos. Para nada. En realidad la utilizábamos para actividades bastante menos culturales. Es que era perfecta: estaba en el sótano, junto al garaje, el trastero y el gimnasio. Apenas había gente y, como las paredes estaban aisladas de ruido, la habíamos escogido para nuestras reuniones nocturnas sin que el conserje, el señor Bernard, se diese cuenta. Era un hombre mayor, el pobre señor Bernard; tendría unos sesenta años y acostumbraba a quedarse dormido en su asiento o a ver la BBC en su ordenador. Pronto aprendimos que era mucho más fácil burlarlo y aprovechar sus despistes que intentar pedirle algo con educación, porque siempre respondía con gruñidos y nos recordaba las normas, por estúpidas que fueran, estirándose en su asiento como un mayordomo de Downton Abbey.

Aquella noche fue fácil evitarlo. Creo que ni siquiera me vio cuando bajé las escaleras hacia la sala de música. Era demasiado tarde como para pedir una autorización; debían de ser las once o las doce de la noche, pero yo tenía que ir entonces porque no encontraba el cargador de mi móvil y todo apuntaba a que me lo había olvidado en la sala. Me escabullí con sigilo hasta el sótano y, cuando abrí la puerta, allí estaba él.

Un desconocido, claro. Jarek todavía no tenía nombre en mi cabeza. Pero estaba allí, solo, dando la espalda a la puerta, sentado frente al piano con tanta concentración que no me oyó llegar. Yo me quedé muy quieta, mirándolo e intentando no hacer ruido, como si no pudiera ser descubierta, como si hubiera interrumpido algo que se suponía que no debía ver. Y es que había algo que parecía un poco íntimo en la manera en que tocaba, una especie de vulnerabilidad expuesta. Él creía que estaba solo con aquel piano. Se comportaba como si no hubiese nadie más.

Supongo que tocaba un ejercicio. No era especialmente bonito, pero había algo complejo en él, algo que yo no sabría explicar porque nunca conocí las reglas del juego, algo que hacía que en cierto momento uno de sus dedos tocase una nota que no debía o rozase con torpeza dos teclas en vez de una. Entonces se tensaba, seguía tocando unos segundos y, cuando finalmente aceptaba que no podría tocar tranquilo tras su equivocación, respiraba hondo, se frotaba la nuca y volvía a empezar.

No lo saludé. No hice nada. Lo escuché fallar en el ejercicio unas cuantas veces más. Observé cómo se le agarrotaban los hombros y cómo, cuando lograba encajar las notas, su espalda se curvaba en un sutil baile que acompañaba a la música.

Mi cargador no estaba por allí. Lo busqué superficialmente con la mirada, todavía agarrada a la puerta abierta y, como no parecía haber nada sobre las sillas, decidí marcharme.

Entonces él se giró y me vio.

No sé si hice ruido o simplemente me sintió detrás.

–Lo siento –dije, y me fui.

2

Samuel Johnson dijo una vez: «Cuando un hombre está cansado de Londres, está cansado de la vida».

No tengo muy claro quién era Samuel Johnson. La cita se ha puesto de moda, a decir verdad, por eso la conozco. Aparece en tazas y camisetas y, en general, en esos suvenires engaña-turistas que venden en el mercado de Camden Town y sitios así. Lo poco que sé es que era un escritor del siglo XVIII. Y que era un enamorado de Londres, claro. Sobre todo eso.

A veces me pregunto si él y yo veíamos lo mismo. Si también él se empapó de vida sin querer un día cualquiera, paseando por sus calles mientras maldecía al frío y a la gente. Si un día la miró y se dio cuenta de que no la había visto bien hasta entonces.

Londres tiene carácter, eso es lo que creo que pasa. Es bastante gruñona. Y le sucede lo que a todas las personas que tienen carácter: o las amas o las odias, pero, en general, las amas y las odias a la vez porque es imposible no hacer las dos cosas al mismo tiempo. Hay días que quieres abofetearla y otras te la comerías a besos, o te la llevarías a bailar y que pase lo que Dios quiera.

Supongo que al principio no se esfuerza por conocerte. No te sonríe, no lo necesita. Sabe que vas a acabar enamorándote un poco de ella y se deja desear, con sus cielos oscuros y sus edificios de ladrillo rojo o negruzco. Le gusta ser gris, eso es innegable. Sus edificios, sus ladrillos, su cielo; todo parece ser gris. Hacen falta un par de semanas para que empieces a darte cuenta de que la hierba quiere hacerse hueco por todas partes, que lucha por salir a la superficie y lo consigue, entre los techos negros y los ladrillos, entre el suelo, en cada recoveco.

La cuestión es que tiene ese algo que te engancha. Me di cuenta durante mi año de Erasmus: la gente viene aquí a perderse. No a encontrarse. En absoluto. La gente viene aquí a fingir que, al menos en Londres, no tiene por qué saber dónde está y que no pasa nada por estar perdido. Aquel año, Jarek y yo la exprimimos como nunca lo habré hecho con Madrid o cualquier otra ciudad que haya visitado. La vivimos como extranjeros, corriendo detrás de un autobús para conseguir el mejor sitio en la planta superior, y también como si llevásemos ahí toda la vida, burlando su lluvia cada dos por tres, comiendo por la calle, bebiendo cerveza caliente en vasos de plástico en cualquier garito oscuro al que entrábamos sin buscar nada en concreto, besándonos en los bares, riéndonos a carcajadas en algún lugar cerca de Paddington, caminando sin rumbo, como si no necesitáramos saber los nombres de las calles porque no hubiera por qué encontrar el camino de vuelta.

Fue el mejor año de mi vida. Quise a Jarek como si lo hubiera conocido siempre y viajé con él por sitios de Inglaterra que no sabía ni que existían. Jarek consiguió que se me olvidara que un Erasmus era una etapa de unos meses y que después debíamos volver a casa. Consiguió que se me olvidara que la República Checa, de donde venía él, estaba demasiado lejos de Madrid y no podríamos salvar la distancia cogiendo un cercanías. Sabíamos todo eso, pero deliberadamente hicimos de Londres un paréntesis y el resto, la vida de después, la «vida real», tendría que esperar. El adiós llegaría en junio, pero, hasta entonces, estábamos Jarek y yo. Y eso era suficiente.

Hubo muchos momentos en los que pensé que no podría volver a casa, que no tendría sentido hacerlo. Momentos en los que pensé que no sabría desenredarme, desconectar de todo aquello y enfrentarme a lo de antes. Porque ahora lo sabía: había tanto ahí fuera, tan diferente, tan emocionante, que volver a lo anterior era absurdo e intolerable.

No andaba muy equivocada. Me costó volver a Madrid.

Fue como reencontrarse con un amigo al que no ves desde hace tiempo, cuando intentas retomar las conversaciones que tenías y ese sentido del humor que os unía y, de repente, eres consciente de que hay muchas cosas de las que ya no puedes hablar. De golpe, vivir con mis padres me producía una sensación atosigante. Y echaba de menos a Jarek. Echaba mucho, muchísimo de menos a Jarek, aunque habíamos incumplido nuestra promesa y nuestro adiós en junio no había sido nada, pero nada, definitivo. De verdad creímos que lo sería, que íbamos a ser capaces de poner fin a nuestra historia cuando todavía era coherente hacerlo e incluso tuvimos una despedida, pretendidamente no muy triste, aquella última noche en la residencia.

–No me escribas mucho –le dije.

–¡Anda! –dijo fingiendo indignación, lanzándome uno de los peluches de mi cama–. Mira esta. Pues haré lo que pueda, pero en fin.

–Lo entiendo, no vas a poder vivir sin mí.

Cosquillas, bromas, risas. Intentamos camuflar una noche que se adivinaba triste, pero, en el fondo, hablamos más claro de lo que lo habíamos hecho hasta entonces. Porque sí que nos escribimos, pese a lo acordado. No pude evitar usar la excusa del vuelo para preguntarle si había llegado bien, y dos días después él utilizó el cumpleaños de mi hermana para preguntarme si le habían gustado los regalos. Para cuando quisimos darnos cuenta, hablábamos todas las noches por videollamada y ese mismo verano Jarek vino a pasar una semana a Madrid.

Pasaban los meses. Un año entero. Todo un año de una relación a distancia que no habíamos previsto, pero de la que ya no sabíamos cómo salir. Nada parecía tener solución de continuidad, pero tampoco teníamos el valor para ponerle fin.

Hasta que un día, Jarek me llamó y me dijo esas palabras que lo han cambiado todo:

–Vuelve conmigo a Londres.

No tardé demasiado en reaccionar. Apenas sopesé del todo la idea antes de responder, pese a que no era algo que estuviera en mis planes y todo me pillaba por sorpresa. Sencillamente, no habría podido responder otra cosa.

Así que aquí estoy. De vuelta en Londres.

Jarek iba a venir en octubre, conmigo. Habíamos comprado dos billetes de avión, uno desde Brno y otro desde Madrid, y ambos llegaríamos el mismo día. Era el plan: buscar un piso para los dos. Su amigo John había montado una pequeña productora audiovisual aquí y le había ofrecido que trabajaran juntos. En cuanto se lo propuso, Jarek pensó en que yo podría acompañarlo. A fin de cuentas, tampoco tenía nada en Madrid; en Londres me saldría algo, ambos conocíamos gente allí e, incluso, parecía que un amigo de un amigo tenía una empresa en la que yo podría hacer unas prácticas. Era arriesgado, sí, pero era una locura cometida entre los dos, y eso era un motivo suficiente como para confiar en nuestra suerte.

Claro que las cosas no siempre salen como uno las planea. Y menos en el caso de Jarek. Esa impulsividad, ese brillito que se asienta en sus ojos cada vez que se propone una fechoría, es una de las cosas que más me gustan de él, pero, por supuesto, es una navaja de doble filo. Porque no hay nada en el mundo comparable a que te agarre del brazo una tarde con esa sonrisa traviesa, casi infantil, para contarte: «Mira, mira lo que se me ha ocurrido», y que te enseñe una pista en el ordenador que ha grabado con una melodía en la que está trabajando, que la comparta contigo como si hubiera decidido que entre todas las personas tú ibas a ser su compañera de aventuras y esperase a ver qué opinas, a ver si te gusta, y tú solo sepas decir que sí, que mucho, que es genial.

Pero esa misma ilusión desbordante es la que hace que un día suene el teléfono, veas a Jarek en la pantalla y sepas, porque lo sabes, que va a contarte que no va a poder coger el avión.

No lo hace a propósito.

Fue una gira inaplazable con su grupo de música. Una de esas que nadie en su sano juicio rechazaría, de teloneros de una banda bastante importante que les había llamado en último momento. No hizo falta que me explicase mucho más porque entendí en sus ojos que le mataría perdérselo.

Así que anuló el billete y me dijo, hablando deprisa y pisándose las palabras como siempre que se sentía culpable, que compraría el primero que pudiera en cuanto acabara la gira. Que se moría de ganas por estar conmigo. Que sería cuestión de un mes y dos semanas. Tal vez tres.

Yo podría haber cancelado mi vuelo también.

Podría haberme quedado en Madrid.

Pero recuerdo que ya había imprimido mi billete y reposaba en la mesilla, junto al ordenador, doblado perfectamente en tres para que me cupiera en esa cartera que utilicé en mis viajes de Erasmus. Al otro lado de la pared, mi madre nos llamaba a cenar y el billete me miraba con sus pliegues, preparado para volar. Lo supe entonces: la decisión ya la había tomado y no iba a poder deshacerla tan fácilmente. Tras casi un año de relación a distancia, tras un año de vuelta en Madrid con mi corazón bastante más al norte del Manzanares, tenía tantas ganas, tanta ilusión por volver, que no quise esperar.

Y aquí estoy otra vez, en Londres, como me propuse.

Reconozco que a veces todo parece tan distinto a lo que viví hace dos años que asusta un poco y dan ganas de salir corriendo. Yo sabía que las circunstancias no iban a ser las mismas. Quiero decir que esta vez no estoy en una residencia universitaria, rodeada de gente de tantos países. Esta vez estoy sola, tengo un trabajo de camarera y vivo con Adriana.

Adriana en realidad es lo mejor que tengo por aquí.

Es una chica brasileña que lleva aquí bastantes años y se desenvuelve por Londres con una naturalidad carismática, saludando a los dueños de los comercios del barrio como si los conociese de toda la vida. Vivimos solas. Nuestro piso se encuentra en un bloque de ladrillo rojo y puertas azules, con la pintura desconchada. Es pequeño, de dos cubículos que hemos decidido llamar habitaciones y un pasillo un poco ancho que, con un sofá viejo, se ha convertido en el salón.

Me gusta Adriana. Sonríe mucho, no ensucia demasiado y es una de esas personas que desprenden una alegría contagiosa. Su habitación parece un santuario hindú, pero eso no me molesta. De hecho, he empezado a acostumbrarme a que se haga también con el salón para practicar meditación a cualquier hora del día, desplegando una manta por el suelo y llenándolo todo de velas e incienso.

La conocí en un foro de alquiler de habitaciones. Al principio, me pareció un poco excéntrica porque no paraba de hablarme y llenar la pantalla de emoticonos, pero era la única que me ofrecía un dormitorio en una zona más o menos céntrica por menos de quinientas libras. Y de todas formas, cuando busqué un piso para mí, lo hice sabiendo que esta será una etapa corta, solo hasta que llegue Jarek.

Pero me alegro de haber escogido a Adriana. No solo por ella, sino también por el barrio; me gusta bastante. Vivimos en Shepherd’s Bush, un barrio cercano a Notting Hill que no se parece en nada a Notting Hill. Por lo que he averiguado en estos días, de hecho, hay un poco de rivalidad entre ambos y la comparación es inevitable y constante. Pero «The Bush» –así lo llaman– es más desordenado, infinitamente más caótico, en parte por la inmigración que lo llena de idiomas y olores diferentes. Llevo casi un mes aquí y he conocido a turcos, libaneses, australianos, italianos y bastantes españoles. Hay quien puede decir que esto no es Londres del todo, pero creo que se equivocan: Londres es precisamente esto. Es una locura y es imposible que no te enganche.

El problema es que cada vez que vuelves es como volver a empezar.

Cuando llegué aquí, cargada de maletas, me di cuenta de que no era una segunda parte. Que Londres me mira con una cara un poco distinta, que el barrio es diferente y me va a costar volver a acostumbrarme a que la gente no me mire por la calle, que me empujen, que no hablen mi idioma.

Todavía me siento extranjera. No puedo evitarlo. Paseo por las calles pensando en las calles con Jarek. Quiero que venga por fin y Londres vuelva a ser nuestra, como era hace dos años. Pero aún no está. Vendrá dentro de unas semanas. Un mes, a más tardar. Y sé que no es mucho tiempo, sé que después de tantos días separados debería haberme acostumbrado, pero ahora estoy aquí y solo pienso en las ganas de que llegue y enseñarle la cafetería que está justo enfrente del mercado, esa en la que tienen un poco de todo y puedes tomarte un english breakfast mientras sirven pintas al señor desaliñado que está siempre en su asiento desde las diez de la mañana. Y enseñarle ese pub que tiene tan buena pinta, aunque parezca un poco caro, y el puesto de refrescos con periódicos en más de siete lenguas.

Llevo aquí ya tres semanas.

Hablo con Jarek por el móvil mientras camino por Gold-hawk Road, empapada por la lluvia habitual. Él está terminando su gira y es todo adrenalina al otro lado del teléfono. Me ha mandado el vídeo de su último concierto y se reproduce con dificultad en mi pantalla. Dice que cuando toca le gusta pensar en que le escucharé, aunque sea en diferido. Que así es como cuando estábamos en la sala de música y yo me sentaba en una silla, a su lado, abrazándome las rodillas mientras él improvisaba una pieza.

Algo se engancha en mi bota.

Ha empezado a llover con más fuerza y me cubro con la capucha antes de agacharme para descubrir que se me ha pegado un folleto publicitario, sucio por las pisadas y la lluvia.

Curso de elaboración de vidrieras. Saque el artista que lleva dentro. Materiales incluidos.

Vidrieras.

¡Vidrieras!

Se me escapa la risa mientras lo guardo en el bolsillo de mi pantalón.

Es algo tan absurdo e inquietante que solo puede tener sentido por aquí.