Portada. El mundo de los Césares

El mundo de los Césares

Theodor Mommsen


Traducción y prólogo de Wenceslao Roces

Fondo de Cultura Económica

Edición conmemorativa 70 Aniversario, 2006

Primera edición electrónica, 2011

De la edición en alemán: Berlín, Safari-Verlag, 1941

Título original: Das römische Imperium der Cäsaren

La primera edición en español fue publicada por el FCE en 1945

D. R. © 2006, Fondo de Cultura Económica
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ISBN 978-607-16-0659-4

Hecho en México - Made in Mexico

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Litografía de Arthur Kampf

Índice

Prólogo

Parte Primera. La vida en las provincias romanas de César a Diocleciano

Introducción

I. La situación en las provincias y las condiciones culturales de la época de Julio César

II. La frontera septentrional de Italia

III. España

IV. Las Galias

V. La Germania romana y los germanos libres

VI. Britania

VII. Los países danubianos y las guerras del Danubio

VIII. La Europa griega

IX. Los griegos del Asia Menor

X. Persia y el reino de Palmira

XI. Siria y el país de los Nabateos

XII. Judea y los judíos

XIII. Egipto

XIV. Las provincias africanas

Parte Segunda. La literatura, el arte y la cultura romanas antes del cristianismo

I. Estado de la cultura antes de la unificación de Italia

Desde los orígenes de Roma hasta la caída de la monarquía

Desde la caída de la monarquía hasta la unificación de Italia

II. La economía, las costumbres, la religión y el arte de los romanos desde la guerra de Aníbal hasta la Revolución

Sociedad y política

La vida económica

La fe y las costumbres

Nacionalidad, religión, cultura

La literatura y el arte

La literatura y el arte bajo la revolución

III. La religión, la cultura, la literatura y el arte en la época de Cicerón

Parte Tercera. Mapas y retratos

Apéndices

Prólogo

En 1856 vio la luz la primera edición de la Historia de Roma de Theodor Mommsen. En tres gruesos volúmenes, que abarcan desde “los comienzos de Roma” hasta “la instauración de la monarquía militar” con Julio César, el historiador estudia los aspectos fundamentales de los pueblos de la Italia antigua, sus luchas, sus instituciones, su cultura, la hegemonía de Roma en el Lacio y del Lacio en Italia, la unificación de Italia bajo Roma, el gobierno y la vida política, la economía y las luchas sociales, el derecho y la justicia, la religión y las costumbres, el arte, la literatura, la ciencia y la vida espiritual de la Italia unificada, los movimientos interiores de reforma, los choques de partido y las revoluciones, y las grandes guerras que afirman su poderío sobre las potencias contendientes en las diversas épocas y crean el imperio romano que la república transferirá a la nueva monarquía, al instaurarse ésta. Es un cuadro completo, militar y político, social y cultural, de la historia de Roma desde sus orígenes hasta la dominación del primer César.

El éxito de la obra fue fulminante y colocó a su autor, de golpe, entre los historiadores más famosos, no sólo de su país, sino del mundo entero. Era una obra de juventud, pues Mommsen sólo contaba 39 años cuando la publicó. Para realizar un empeño de tan vastas proporciones, le bastó el plazo, pasmosamente corto, de seis años. Cuando en 1850 recibió el encargo de redactar la Historia no se le había pasado siquiera por la imaginación abordar una obra de aquella naturaleza. Habíase interesado por los estudios clásicos a través del derecho romano. Entregado apasionadamente a la filología, a la epigrafía y a la historia, diose a conocer con un estudio sobre las Asociaciones romanas, su obra primeriza, y con un ensayo sobre Las tribus de Roma. Desde sus primeras investigaciones se sintió preocupado por la necesidad de recoger las inscripciones latinas en un cuerpo sistemático, y durante una estancia en Italia inició la que había de ser tarea central de su vida, con la compilación de las inscripciones samnitas en la obra que publicaría poco después bajo el título de Corpus Inscriptionum Regni Neapolitani. Fruto de aquella su primera permanencia en Italia fueron también sus Estudios oscos y sus Dialectos de la baja Italia, que abrieron nuevos rumbos a las investigaciones de la prehistoria romana y que tanto habían de ayudarle a esclarecer los aspectos etnográficos y lingüísticos de la historia de Roma.

Los tres volúmenes publicados en 1851 no eran sino una parte de la obra en que Mommsen se empeñara. Cambiando sobre la marcha su designio inicial, que era dedicar dos de los tres tomos a la república y el tercero y último al imperio, consagró los tres a la historia de la Roma primitiva y de la república. La instauración de la monarquía cesárea, decidida en la batalla de Tapso —última gran acción militar que estudia al final del tomo III—, era para Mommsen la coronación de la historia de la república y, a la par, el paso de transición hacia la era augustea, que abre la serie de los emperadores romanos. El mundo culto, lleno de entusiasmo ante la revelación de los tres primeros volúmenes, esperó con impaciencia la aparición del cuarto. La espera duró cerca de treinta años. Tres décadas colmadas para aquel trabajador infatigable de una labor ímproba de investigación y de republicaciones (Cronología romana hasta César; Historia del sistema monetario romano; los tres grandes volúmenes del Derecho público que figuran en el Manual de antigüedades romanas de Marquardt y Mommsen; el Derecho penal de Roma; las Investigaciones romanas, de que sólo vio la luz el tomo I; la edición crítica del Corpus Juris Civilis, en colaboración con Krüger y Schöll; la fundación de la Revista de Numismática y del Corpus Nummorum, de que fue asiduo colaborador; numerosas ediciones de textos, entre ellos el de las Res Gestae Divi Augusti; incesantes estudios en diversas revistas; y, sobre todo, la creación y dirección, al frente de una pléyade de epigrafistas, del magno Corpus Inscriptionum Latinarum, una de las empresas más perdurables de su vida científica).

Por fin, en 1885 salió a la luz la continuación de la Historia de Roma. Pero no el esperado tomo IV, la historia de los emperadores, sino un estudio complementario, sustantivo en cierto modo y que forma unidad aparte, presentado como tomo V de la Historia de Roma, bajo el título de Las provincias, de César a Diocleciano. Este trabajo es el que, traducido por vez primera al español, que yo sepa, aparece en cabeza del presente volumen. En el breve prólogo que acompañaba a la primera edición alemana figuraban estas palabras del autor:

“Repetidas veces se me ha manifestado el deseo de ver continuada la publicación de mi Historia de Roma, deseo que coincide con el mío propio, aunque al cabo de treinta años resulte difícil reanudar el hilo donde hube de dejarlo al interrumpir la obra. El que no exista un empalme directo [entre este tomo y los anteriores] no tiene gran importancia. Al fin y al cabo, tan fragmentario sería el tomo IV sin el V como lo es ahora el V sin el IV.”

En la primera página de la Introducción al estudio sobre las Provincias (infra, p. 25) se lee entre líneas, a mi juicio, la razón fundamental por la que Mommsen se abstuvo de publicar su historia sistemática de los emperadores. Un historiador tan original y tan concienzudo como él no podía acometer un trabajo de esta naturaleza, ya en la sazón de su vida y de su obra, sin establecer previamente, con toda firmeza, “los datos directos de la tradición” histórica. Sabemos, por testimonios de contemporáneos amigos y colaboradores suyos, que jamás abandonó del todo la idea de colmar aquella laguna de su Historia, y así parecen indicarlo también las líneas de su prólogo al tomo V, citadas más arriba. Confiaría, tal vez, en descubrir el cimiento seguro y los materiales para la historia de los emperadores en sus vastas investigaciones epigráficas y paleográficas —que llegaron hasta los tiempos de la caída del imperio, hasta los reinos de los ostrogodos y los longobardos—. Su sentido de la responsabilidad científica debió de llevarle a la conclusión de que aún no había llegado el momento de construir narrativamente esta parte de la historia de Roma. El tomo IV de su obra quedó sin redactar. Y la historiografía romana está esperando todavía hoy la gran historia sistemática de los emperadores que pueda parangonarse con la magna historia de la república de Mommsen o con el grandioso panorama histórico que Gibbon traza a partir de los Antoninos.

La obra sobre las Provincias, que entregamos aquí al público de habla española, no sólo forma, en cierto modo, una unidad aparte de los tres tomos de la Historia de Roma por su tema y por su campo de estudio, sino por el modo de tratarlos y por lo que podríamos llamar el temperamento de la exposición. Al final de la citada introducción al tomo V leemos (infra, p. 28) las siguientes palabras:

“El lector no encontrará en este estudio detalles cautivadores, notas de emoción ni cabezas de carácter; no es el historiador, sino el artista, quien tiene el privilegio de poder mirar al rostro de Arminio. El autor ha tenido que renunciar a muchas cosas para escribir este libro; al recorrer sus paginas, esperamos que el lector ponga también de su parte algo de espíritu de renunciación.”

Estas palabras, a primera vista un poco enigmáticas, cobran vida y sentido cuando se las relaciona con la historia de Mommsen como historiador. El viejo y debatido problema, enfocado no hace mucho por Croce, de la misión del historiador y de la historiografía, encuentra una ilustración viva y casi patética en el caso del historiador Mommsen y de su Historia de Roma.

Theodor Mommsen, con su dominio soberano de los medios instrumentales de la historiografía —maestro consumado en los campos de la epigrafía, de la arqueología romana, de la filología clásica, de la numismática, de la jurisprudencia y la mitología, de la literatura griega y latina, campos laborados por él con gigantesca maestría y genio creador— era cualquier cosa menos un historiador-filólogo o libresco. Era la negación del profesor germano a quien las anteojeras de su especialidad tapan los horizontes de lo humano. La historia no era, para él, algo “pálido y exangüe”. Tenía, como los mejores sabios de su generación, herederos de la Alemania del espíritu del XVIII —que habría de sepultar la Germania bismarckiana-guillermina y pisotear la barbarie teutónico-hitleriana—, una concepción generosamente humana y no cerrilmente nacionalista de la ciencia. Fue, en esto, uno de los más grandes representantes del espíritu alemán del siglo XIX, en sus rasgos más nobles, más cosmopolitas y más desinteresados.

Recogió, en este sentido, lo mejor de la herencia espiritual de Niebuhr, el gran fundador de la historiografía científica alemana. Y es, en cierto modo, como historiador, la contrapartida de otra de las figuras descollantes, señeras en el panorama de los grandes historiadores alemanes: Leopold Ranke, predecesor suyo en una generación. Nada más ajeno a él que la frialdad neutral sine ira et studio de Ranke, a quien Croce, exagerando metafóricamente la nota justa, llamó “embalsamador de cadáveres históricos”. El artista se hermanaba en él con el investigador y entre ambos formaban la unidad del historiador Mommsen, sabio de carne y hueso, de cerebro y de sangre, para quien el indagar y el escribir eran función de vida. Realmente es un caso portentoso el de este hombre, “príncipe de los eruditos”, a quien el polvo de las piedras arqueológicas y de los archivos, lejos de empañar la mirada para percibir las realidades vivas, se la aguzaba, y para quien estas realidades hacían, a su vez, cobrar vida a las piedras y a los papiros. El Mommsen historiador, aleación pasmosa de ciencia y de fantasía, de estudio y de pasión, de investigador y de artista, reencarna con mayor dramatismo lo que Sybel dijera de su maestro Niebuhr: no veía los acontecimientos “con los ojos de los viejos intermediarios... sino con imaginación creadora, como un testigo de vista, como un partícipe”. A ello debe el “don de resurrección” que vivifica las historias de un Renan y un Taine y que hace de su Historia de Roma uno de los libros más palpitantes y tensos entre los que acometen la obra de reconstruir el mundo antiguo.

Mommsen, figura egregia de la intelectualidad, no fue jamás uno de esos intelectuales que hoy llaman “puros” quienes se sienten tan poco seguros de su estéril “pureza” intelectual que no quieren exponerla al contacto con la realidad fecundadora. Vivió humanamente la vida y las luchas de su tiempo y fue ello tal vez lo que mejor le equipó para revivir la vida y las luchas del pasado. También en esto heredó de Niebuhr, su gran antecesor, “la máxima de que el historiador cumplirá su misión con tanta mayor fuerza cuanto más relevantes hayan sido los acontecimientos contemporáneos en que haya tomado parte con el corazón lacerado o alegre”.

A los 31 años, después de su primer viaje a Italia, entregado ya de lleno a sus investigaciones, Mommsen tomó parte activa, combatiente, en la revolución del 48. Era un hombre de formación profundamente liberal y democrática. Luchó con la palabra y con la pluma contra el Estado reaccionario de Federico Guillermo IV y de sus junkers, “viejos carcamales cuya tozudez tomaban los necios por energía conservadora”. En el año 1851 la reacción le despojó de su cátedra universitaria en Leipzig. Pero él, a diferencia de muchos otros intelectuales, compañeros de luchas de la primera hora, jamás arrió su bandera de liberal. No pactó con la reacción ni entonó el mea culpa después de las victorias prusianas de 1866 y 1871. En el periodismo, donde afiló su pluma para más altas empresas literarias, y en el parlamento, defendió siempre los derechos de la nación y las ideas liberales frente a la política agresiva, feudal y militarista del imperio guillermino, donde se forjaron muchas de las armas ideológicas para la hecatombe hitleriana. Combatió las leyes de excepción y la política confesional de Bismarck y fustigó sin descanso las persecuciones antisemitas y los odios de raza y de religión atizados desde el poder. Sufrió un proceso por ataques contra Bismarck, cuando éste se hallaba en el apogeo de su mando.

Los tres tomos de la Historia de Roma, concebidos y alumbrados en plena pasión de juventud por un hombre como éste, guardan mucho de sus palpitaciones de luchador. Son uno de los más bellos monumentos de la que se ha llamado historiografía de partido. Para Mommsen, la revolución del 48 y las luchas contra la reacción que la siguieron fueron una escuela viva en que el historiador vio actuar las fuerzas y los hombres que hacen la historia. Y sus enseñanzas informan muchas de las páginas de su obra y las posiciones enjuiciadoras mantenidas en ellas. A través de los Cicerones, de los Catones, de los Pompeyos, de los Labienos, fustiga o ridiculiza a los caudillos oligárquicos de su tiempo. Y su lenguaje, de una vivacidad y un colorido periodísticos llevados hasta la audacia, prestaban a su obra, para el lector de sus días, un encanto incomparable.

La extraordinaria popularidad de la obra entre el público culto contrastaba con la dureza de los juicios críticos formulados contra ella por los especialistas. Transcribimos aquí uno de los más serenos, del francés Guilland: “La Historia de Roma de Mommsen representa dos cosas a la vez: el resumen más luminoso, más exacto y más vivo de las conclusiones a que ha llegado la ciencia histórica sobre las cosas de Roma, y un juicio extraordinariamente parcial de la política romana”. Mommsen estaba prevenido para tales críticas, que no podían sorprenderle ni abatirle, pues también como historiador era un combatiente y tenía plena conciencia de ello. Gooch cita estas palabras suyas: “Los que, como yo, han vivido momentos históricos, empiezan a ver que la historia no se escribe ni se hace sin odio o amor”.

El odio de Mommsen historiador de Roma era para la podrida oligarquía romana que había envilecido con el latrocinio y la degeneración una herencia política y cultural tan grandiosa como el imperio romano. El amor, para el hombre que, realizando lo que él presenta como el programa de los Gracos, pone fin al proceso de descomposición para instaurar, con el imperio monárquico, una era de paz, de orden y de consolidación. La ira contra las castas aristocráticas degeneradas lleva a Mommsen a ver en Julio César, idealizándolo, el restaurador de la democracia fenecida bajo formas monárquicas. El artista pasional prevalece sobre el sereno historiador y le hace perder de vista las verdaderas fuerzas objetivas de la historia. Sobre el fondo sombrío de la decadencia oligárquica, César se destaca “resplandeciente, inmaculado, irresistible, como el salvador de la sociedad”.

Y he aquí por dónde Mommsen, liberal y demócrata, anticesarista convencido en la palabra y en la acción, se ve convertido paradójicamente en uno de los grandes cantores del cesarismo. Esta paradoja es la tragedia de Mommsen como historiador. Y este drama del espíritu tiñe todavía de patetismo las palabras finales de la introducción que citábamos más arriba.

Muy a lo vivo debió de llegarle esta proyección, bastante justificada, de su manera de enjuiciar la liquidación de la república cuando en la segunda edición de su obra creyó necesario puntualizar bien, con palabras que denotan irritación y amargura, su actitud ante problema de tanta importancia, con los siguientes esclarecimientos que nos parece obligado recoger íntegros aquí, tomándolos de las páginas que figuran como capítulo I del presente volumen (infra, pp. 29 ss.), pues contienen en cierto modo la profesión de fe de Mommsen como historiador de Roma:

“Creemos que es éste precisamente el lugar indicado para decir de una vez, claramente, lo que el historiador da siempre tácitamente por supuesto y para dejar constancia de nuestra protesta contra ese hábito común a la perfidia y la simpleza que consiste en usar como frases de validez general los elogios y las censuras históricos desligados de las condiciones dadas que los informan y que, en el caso presente, estriba en trocar el juicio histórico que César merece en un juicio histórico sobre el cesarismo. Es cierto que la historia de los pasados siglos debe ser la maestra de los tiempos actuales; pero no en el sentido vulgar y chabacano de que se haya de encontrar la clave para las coyunturas del presente en los relatos sobre el pasado, amañando en ellos el diagnóstico político y las recetas para interpretar los síntomas y los fenómenos específicos de nuestro tiempo. No, la historia es una ciencia adoctrinadora exclusivamente en el sentido de que la observación de las culturas antiguas nos revela las condiciones orgánicas de toda civilización, las fuerzas fundamentales, que son en todas partes las mismas, y la combinación y el entrelazamiento de estas fuerzas, que difieren en todas partes, con lo cual nos estimula y nos anima, no para imitar servilmente el pasado, sino para inspirarnos en él en nuestra propia obra creadora. Así considerada, la historia de César y del cesarismo romano constituye verdaderamente, pese a toda la grandeza jamás superada de su artífice y de la necesidad histórica que informa su obra, la crítica más severa que mano humana pudiera trazar de los tiempos modernos.”

Y en seguida, esta afirmación contundente de sus convicciones democráticas:

“La misma ley natural por virtud de la cual el más insignificante organismo es algo infinitamente superior a la más ingeniosa de las máquinas, hace que cualquier régimen, por muy defectuoso que sea, en el que se deje margen a la libre iniciativa de una mayoría de ciudadanos, sea infinitamente superior al más genial y más humano de los absolutismos, pues mientras que aquél es susceptible de evolución y es, por lo tanto, vivo, éste no puede ser más que lo que es y, por lo tanto, algo muerto.”

La misma historia de Roma, en su evolución posterior, ofrece el necesario correctivo a los apologistas del cesarismo como sistema:

“Aunque en los inicios de la autocracia y sobre todo en el espíritu del propio César siguiese alentando el sueño esperanzador de una combinación en que se hermanasen el desarrollo libre del pueblo y el régimen absoluto, pronto vino a demostrar el gobierno de los emperadores de la dinastía julia, tan llenos de talento, y lo demostró en términos aterradores, hasta qué punto es imposible mezclar el agua y el fuego en el mismo vaso.”

Sueño que en cierta medida comparte todavía el propio Mommsen cuando dice, un poco más adelante (infra, p. 44):

“César, que era de por sí y en cierto modo también por sus títulos hereditarios el caudillo del partido popular... siguió siendo un demócrata aún como monarca... Hizo honor inquebrantablemente a las ideas esenciales de la democracia romana: a la necesidad de mitigar la situación de los deudores, a la idea de la colonización ultramarina, a la gradual nivelación de las diferencias jurídicas existentes entre las diversas clases de individuos que formaban el Estado, al compromiso de emancipar al poder ejecutivo de la férula del Senado. Su monarquía, fiel a estos principios, lejos de hallarse en contradicción con la democracia, parecía ser, por el contrario, la realización y la aplicación de las ideas democráticas.”

La razón pugna por desplazar a la pasión, pero no se decide a romper del todo con ella. El ídolo prevalece, a pesar de todo. Y sólo la ceguera apasionada de la idolatría puede explicar que el historiador Mommsen atribuya a la voluntad y al genio de un hombre el milagro de cambiar el derrotero trazado por las fuerzas reales de la historia.

¿No contribuiría, tal vez, la certeza temerosa de verse forzado a historiar el derrumbe de aquel mito de la “monarquía democrática” cesárea a ir aplazando y dejando incumplido su plan de publicar el tomo IV, con la historia de los emperadores?

En Las provincias de César a Diocleciano, obra escrita en la época de madurez, “renunciando a muchas cosas”, el historiador predomina ya sobre el artista, sin eclipsarlo del todo. Es una obra mesurada en sus juicios, que contrasta con su antecesora por la ponderación y la serenidad científica, aunque sigue brillando en ella, tamizado por la prudencia, el genio plástico de su autor. Es, como ha dicho Norden, el buen vino de Borgoña después del chispeante champán. No es el estilo mordaz y combatiente de los años de juventud, sino el estilo ponderado y sereno de los años maduros, sin que por ello falten en esta obra magnífica páginas “escritas por el senex imperator en el capriccioso de la dulcis inventa.

El programa de esta nueva obra se hallaba implícito y como en germen en las últimas líneas con que Mommsen sellaba el tomo III de su Historia de Roma:

“Cuando, tras una larga noche histórica, despuntó el nuevo día de los pueblos, entre las naciones jóvenes que pudieron marchar con plena libertad de movimientos hacia metas nuevas y más altas fueron muchas las que vieron germinar y florecer la simiente arrojada en ellas por César y que le debían, y siguen debiéndole a éste, su individualidad nacional.”

El amplio panorama de estas nacionalidades y su sistema de gobierno bajo el imperio romano, su trayectoria, sus luchas, sus problemas, su economía, su cultura, la formación de la personalidad nacional con que habían de entrar en la historia posterior, es el que se despliega en la presente obra. Desfilan por ella todos los pueblos, las tierras y las naciones que formaban el orbe en aquellos siglos: el Mundo de los Césares. Es “una magna charta imperii romani, un documento etnográfico y político, económico y cultural de primer orden”, arsenal precioso de datos y problemas para el estudio de la historia medieval y moderna de los pueblos europeos y de los pueblos asiáticos y africanos de la cuenca del Mediterráneo.

“Un mundo desaparecido se reconstruía por obra del genio de un hombre, y ello permitió por primera vez apreciar en su justo alcance el carácter y la influencia del imperio. Los escritores que le precedieron lo habían contemplado con los ojos de los historiadores y satíricos romanos, que colocaban en primer plano la personalidad del gobernante. Mommsen demostró que Roma no era el imperio y que las crueldades y excentricidades de los monarcas apenas repercutían en la inmensa extensión del mundo romano.” (Gooch.)

En esta historia descentralizada, Mommsen se mantiene a tono con el principio de conveniencia que inspiraba la política imperial romana: respetar, en todo aquello que fuese compatible con sus miras de hegemonía y romanización, la religión, los usos y costumbres, la personalidad económica y cultural de las naciones y acoplar en lo posible su vida administrativa y hasta su organización militar al gran mecanismo del imperio. Esta política de relativa coordinación de las corrientes nacionales con los intereses imperialistas de la potencia dominadora hizo posible la estabilidad del imperio a lo largo de los siglos, a pesar de todos los embates y conmociones de la historia y de los crímenes y tropelías de muchos de los titulares del poder central y de sus instrumentos.

Cuando Mommsen acometió esta obra, hallábase empeñado de lleno, al frente de un gran equipo de investigadores formados por él, en la magna tarea de recopilar las inscripciones latinas de todo el imperio. Y las inscripciones fueron la fuente más viva y más copiosa de documentación para su estudio sobre las Provincias. Por eso palpita en él con tan fuertes pulsaciones la vida de los pueblos por debajo de la corteza de la administración imperial. Es cierto que Mommsen hacía hablar a las piedras. Y ellas le entregaron, en gran parte, el secreto de la intensa vida provincial, oculto hasta entonces bajo la superestructura de una tradición basada en los escritos centralistas de los historiadores y los escritores romanos. Y a ello se debe también, sin duda, el que los capítulos mejor logrados de la obra, con ser todos magistrales, sean aquellos que versan sobre las partes del imperio, como los Países Danubianos y las tierras del Asia Menor, cuyas inscripciones estudió y editó personalmente el autor, dentro del gran Corpus Inscriptionum.

Mommsen murió en 1903, a los 83 años, sin haber interrumpido un solo día su ingente labor de investigación, de publicaciones y de enseñanza. Los últimos años de su vida estuvieron llenos, como los primeros de su juventud, de grandiosas empresas del espíritu encaminadas a la reconstrucción erudita del mundo antiguo. Destácase entre ellas la edición del Codex Theodosianus (en colaboración con P. Meyer) y la colección de Auctores Antiquissimi de los Monumenta Germaniae Historica.

He aquí, ahora, una breve explicación del modo en que ha sido compilado este volumen.

En la primera parte se recoge el texto del estudio sobre las Provincias, traducido de la última edición alemana (ed. Phaidon, Viena, 1933). El capítulo I (pp. 29-73): “La situación en las provincias y las condiciones culturales de la época de Julio César”, el único en que se habla de Roma, de Italia y de las normas del gobierno central de un modo sistemático, para que sirva de embocadura histórica a la exposición sobre las provincias, en esta edición desgajada del resto de la Historia, se ha formado con páginas tomadas del final del tomo III de la Historia de Roma (libro V, cap. XI). El que aquí es capítulo II: “La frontera septentrional de Italia”, corresponde al capítulo I de la edición original de las Provincias.

En la parte tercera, que constituye un apéndice a la obra, se reúnen los capítulos y fragmentos dispersos a lo largo de los tres tomos de la Historia de Roma que tratan de la economía y, sobre todo, de la religión, la literatura, el arte y la cultura romanas, ordenados por épocas. Son la síntesis de la historia de Roma, reflejada en la conciencia de la nación itálica. Y tienen su razón de ser aquí, pues representan el acervo cultural llevado por Roma al Mundo de los Césares y que, en articulación más o menos estrecha, a veces en perfecta fusión con la cultura nacional mediante la política de la romanización, acuñaron la fisonomía con que muchas de las naciones aquí estudiadas habían de entrar en la historia posterior.

Los epígrafes interiores que subdividen los capítulos han sido, en su casi totalidad, puestos por el traductor. Las escasas notas aclaratorias que se ha creído indispensable añadir van siempre señaladas con la indicación [E.]. Las traducciones de textos latinos, muy abundantes sobre todo en la última parte, han sido hechas siempre sobre la versión alemana de Mommsen, que los traslada casi siempre con una gran preocupación literaria, lo que a veces le obliga a manejarlos con cierta libertad. El autor reduce siempre a táleros, con el valor de la época en que fue escrita la obra, las cantidades de dinero romano que menciona en el transcurso de ella. Nosotros hemos creído conveniente suprimir en el texto estas equivalencias, que no habrían dicho nada al lector de habla española. Al final, después de la cronología de los emperadores, figura una nota aclaratoria sobre el difícil problema del dinero romano y su poder adquisitivo.

Wenceslao Roces

Parte Primera

La vida en las provincias romanas de César a Diocleciano

Introducción

La historia del imperio romano plantea problemas análogos a la de los primeros tiempos de la república.

Los datos directos de la tradición literaria referentes a esta época no sólo carecen de color y de forma, sino que, en realidad, carecen también casi siempre de contenido. La lista de los monarcas romanos es, sobre poco más o menos, tan verosímil y tan instructiva como la de los cónsules de la república. Conocemos en sus rasgos generales las grandes crisis que conmocionan todo el Estado; pero no estamos mejor informados acerca de las guerras germánicas sostenidas por los emperadores Augusto y Marco Aurelio que en lo tocante a las guerras de los samnitas. El arsenal de anécdotas republicanas es mucho más digno de respeto que el de la época del imperio; pero los relatos de Fabricio son casi tan vacuos y tan mendaces como los del emperador Cayo Calígula. Y es posible que la tradición nos brinde datos más completos para estudiar la historia interna de la comunidad en los primeros tiempos de la república que para seguir la del imperio; para la primera tenemos el relato, aunque turbio y falseado, de las transformaciones del régimen político, por lo menos en cuanto venían a confluir en el foro de Roma, mientras que la segunda se opera en el sigilo del gabinete imperial y sólo trasciende a la publicidad, por regla general, en lo que tiene de indiferente.

A esto hay que añadir la dilatación enorme del círculo de acción y el desplazamiento de la trayectoria viva de la historia del centro a la periferia. La historia de una ciudad, Roma, se ensancha para convertirse en la historia de un país, Italia, y ésta pasa a ser la historia de un mundo, el mundo del Mediterráneo. Y lo que más interesa saber de esta historia es precisamente lo que menos conocemos. El Estado romano de esta época puede compararse a un árbol gigantesco de cuyo tronco moribundo brotan ramas lozanas y poderosas. El Senado y los gobernantes romanos se reclutan por igual entre gentes de Italia y de otros países del imperio; los quirites de esta época, herederos nominales de los grandes legionarios conquistadores del mundo, tienen con los grandes recuerdos del pasado una relación semejante a la que nuestros caballeros de la orden de San Juan guardan con Rodas y Malta y consideran su herencia como un derecho de usufructo, como una fundación instituida para sustentar a gentes pobres y reacias al trabajo.

Cuando se consultan las llamadas fuentes referentes a esta época, aun las mejores, es difícil reprimir el disgusto que le causa a uno ver cómo hablan de lo que merecía callarse y silencian lo que era obligado decir. No cabe duda de que también en esta época hubo grandes pensamientos y acciones de largo aliento. Rara vez se mantuvo el gobierno del mundo en un orden tan durable y persistente, y las recias normas administrativas trazadas por César y Augusto y continuadas por sus sucesores en el trono mantuviéronse en conjunto con su maravillosa firmeza, pese a todas las mudanzas de dinastías y dinastas, destacadas demasiado en primer plano por una tradición atenta tan sólo a estos cambios y que degenera pronto en una mera colección de biografías de emperadores. Las nítidas divisiones que marcan los cambios de gobierno según la concepción usual, desorientada por aquella superficialidad de las fuentes en que se basa, caen mucho más de lleno dentro de los manejos cortesanos que dentro de la historia del imperio.

Lo verdaderamente grandioso de estos siglos consiste en que la obra ya cimentada, la implantación de la civilización grecolatina, bajo la forma del desenvolvimiento del régimen municipal de las ciudades y la incorporación gradual a esta órbita de los elementos bárbaros, o, por lo menos, extraños, obra que requería por su propia naturaleza, para desarrollarse por sí misma, siglos de incesante actividad y de sosiego, encontró en efecto el largo plazo y la paz que necesitaba, tanto por mar como por tierra. La ancianidad no es ya capaz de alumbrar ideas nuevas ni de desplegar una actividad creadora, y esto fue también lo que le ocurrió al imperio romano; pero, dentro de su órbita —órbita que los encuadrados en ella consideraban y no sin razón como el mundo—, este imperio aseguró la paz y la prosperidad de las muchas naciones agrupadas en él, más largo tiempo y de un modo más completo que ninguna otra potencia dirigente anterior. En las ciudades agrícolas del África, en los centros viticultores del Mosela, en los florecientes pueblos de las montañas de Licia, en los bordes mismos del desierto de Siria, podemos buscar y encontramos la huella de la época imperial. Existen todavía hoy ciertas comarcas, tanto en Oriente como en Occidente, en las que la época imperial marcó el apogeo, muy modesto pero jamás alcanzado ni antes ni después, de un buen régimen de gobierno y administración. Y si algún día bajase del cielo un ángel del Señor y estableciese un balance de gobierno para saber cuándo, si entonces u hoy, fueron gobernadas con mayor inteligencia y mayor humanidad aquellas regiones dominadas por Septimio Severo, y si desde aquellos tiempos han progresado o han retrocedido en general, en estos países, la moral, las costumbres y la felicidad de los pueblos, es harto dudoso que el fallo recayese a favor de la época actual. Pero, aunque lleguemos a la conclusión de que ésta es la verdad, será en vano que interroguemos a los libros que se han conservado, o a la mayoría de ellos, para encontrar una explicación. No nos darán respuesta alguna, como no nos la da tampoco la tradición de los primeros tiempos de la república cuando tratamos de explicarnos aquel fenómeno impresionante de la Roma que, siguiendo las huellas de Alejandro, dominó y civilizó al mundo.

Pretender llenar cualquiera de estas dos lagunas sería empresa imposible. Nos pareció, sin embargo, que merecía la pena que intentásemos prescindir tanto de los relatos sobre los emperadores, con sus colores unas veces chillones, otras veces pálidos y con harta frecuencia falsos, como de las ordenaciones aparentemente cronológicas de fragmentos incoherentes, esforzándonos en cambio en reunir y ordenar lo que la tradición y los monumentos nos brindan para estudiar el gobierno de las provincias del imperio romano; que valía la pena esforzarnos en hilvanar por medio de la fantasía —que no sólo es la madre de la poesía, sino también de la historia—, formando no un todo, pero sí algo que haga sus veces, aquellos datos y noticias conservados al azar, las huellas del devenir impresas en lo ya existente y plasmado, las instituciones generales proyectadas sobre los diversos países y regiones, con las condiciones impuestas en cada uno de ellos por la naturaleza de la tierra y el carácter de sus habitantes.

No hemos querido ir en este estudio más allá de la época de Diocleciano, por entender que el nuevo régimen creado bajo este emperador puede representar, por lo menos en una visión compendiada, la piedra de remate de nuestra exposición; un enjuiciamiento completo de este nuevo régimen requiere un estudio especial y supone otro marco mundial que el del presente relato, un estudio histórico aparte, realizado con una aguda comprensión del detalle y con aquel sentido grandioso y aquella amplia visión que caracterizaban a un Gibbon. Italia y sus islas han sido excluidas de nuestro estudio, ya que su examen no puede desglosarse de la investigación del gobierno general del imperio. La llamada historia externa de la época imperial se incorpora a esta obra como parte integrante de la administración de las provincias del imperio; en esta época no se libran contra el extranjero lo que llamaríamos guerras imperiales, aunque las luchas provocadas con la mira de redondear o defender las fronteras revisten algunas veces proporciones que las hacen aparecer como guerras entre dos potencias de rango igual, y aunque el hundimiento de la dominación romana a mediados del siglo III, que durante algunos decenios pareció que iba a convertirse en su definitiva desaparición, fue el resultado de varias guerras defensivas de fronteras, libradas en varios sitios simultáneamente y con adversa suerte.

Nuestro relato se inicia con el gran desplazamiento y el reajuste de la frontera septentrional del imperio, tal como se llevaron a cabo bajo Augusto, en parte con éxito y en parte con resultado negativo. Y en general, los acontecimientos aparecen agrupados también en torno a los tres principales escenarios en que se desarrolla la defensa de las fronteras del imperio: el Rin, el Danubio y el Éufrates. Por lo demás, la exposición se ordena con arreglo a los países y regiones. El lector no encontrará en este estudio detalles cautivadores, notas de emoción ni cabezas de carácter; no es el historiador, sino el artista, quien tiene el privilegio de poder mirar al rostro de Arminio. El autor ha tenido que renunciar a muchas cosas para escribir este libro; al recorrer sus páginas, esperamos que el lector ponga también de su parte algo de espíritu de renunciación.