Max Weber

La pasión del pensamiento

Joachim Radkau


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Primera edición en alemán, 2005
Primera edición en español, 2011
Primera edición electrónica, 2012

D. R. © 2005, Carl Hanser Verlag München Wien

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ISBN 978-607-16-1300-4

Hecho en México - Made in Mexico

Porque nada tiene valor para el ser humano como tal,
si no puede hacerlo con pasión.

Debemos cuidarnos especialmente de aquellas biografías que nos ofrecen una imagen totalmente coherente, convincente y clara de una persona... La vida no acostumbra crear «tipos ideales»; el investigador de la verdad los requiere cuando mucho para orientarse; él va en busca de la singularidad del carácter.

Psiquiatra HANS W. GRUHLE, «Ensayos conmemorativos en honor a Max Weber» (1923). [«Die Selbstbiographie als Quelle historischer Erkenntnis», en Melchior Palyi (comp.),
Erinnerungsgabe für Max Weber, vol. 1, pp. 165-166.]

Los múltiples ámbitos que desde Max Weber se han dispersado, sin que la mención ocasional de su nombre haya podido cambiar nada al respecto, constituyeron algún día una unidad, no en un sistema, sino en un individuo. Quien logre redactar una descripción de la vida de Max Weber que restituya esa unidad podría devolverle al paisaje estéril de la ciencia social contemporánea algo de la magia que tuvo algún día.

RALPH DAHRENDORF, «Max Weber und die moderne Sozialwissenschaft », en Wolfgang J. Mommsen y Wolfgang Schwentker (comps.), Max Weber und die Zeitgenossen (WuZ), ensayos sobre la relación de Weber con otros intelectuales, p. 785.

También una vida puede ser una prueba; y para ciertas verdades probablemente sea la única prueba.

EUGEN ROSENSTOCK-HUESSY:
«
Mihiest propositum», Ja und Nein, p. 58.

Ante la cueva del león enfermo

En una fábula de Esopo, un zorro se presenta ante la cueva de un león enfermo. El león lo llama y le pide que entre, pero el astuto zorro permanece fuera de la cueva. «¿Por qué no entras», pregunta el león. El zorro responde: «Pues yo entraría si no viera las huellas de muchos que han entrado, pero ninguna de uno que haya salido». En la versión de Horacio: vestigia terrent, «las huellas aterran». La frase se ha convertido en una sentencia célebre. Weber parecía un león enfermo ante los ojos de los que presenciaban sus padecimientos;1 pero desde luego no un león inofensivo. Mientras más me adentraba en el campo de la investigación de Weber, más me daba vueltas en la cabeza el vestigia terrent. ¿Procedía de modo inteligente? Una y otra vez me asaltaban las dudas. Aquí también entraban muchas huellas, pero muy pocas salían. Hasta entonces me había acostumbrado a moverme en el campo abierto de la investigación, en la zona exterior de los gremios de las ciencias sociales. Weber me llevaba a su centro más íntimo, donde todo es tan estrecho que hay que estar parado codo con codo.

Para mi consuelo, también Weber fue en su tiempo un transgresor de fronteras; su especialidad consistía precisamente en traspasar las fronteras de las diferentes disciplinas. Quien acuda a Weber sólo como una autoridad en su propia disciplina no podrá apreciar esta perspectiva. Cuanto más se especializa la ciencia, más se pierde de vista el Weber total, y vemos sólo la mitad o la cuarta parte de nuestro personaje. Incluso se puede recurrir a «La ciencia como profesión» para justificar la propia estrechez de miras. Pero precisamente este ensayo es un ejemplo excelente de cómo no debemos atrapar a Weber en citas individuales, sino contemplar al hombre completo, desde los ensayos sobre la bolsa de valores hasta las cartas de amor.

Aquí nos ocupará en especial uno de los cruces de frontera de Weber: aquel entre la antropología y las ciencias naturales. La investigación sobre Weber no lo tomó mayormente en cuenta y, sin embargo, tiene una enorme importancia. Señalarlo es uno de los fines de esta biografía. Desde hace varias décadas me he movido dentro del triángulo de la técnica, el medio ambiente y la historia de la medicina; con el correr de los años comprobé que, a pesar del océano de la bibliografía secundaria weberiana, existía una enorme cantidad de accesos inadvertidos a Weber; accesos que en parte convergen unos en otros y nos permiten descubrir a un nuevo Weber. Uno de mis pasatiempos favoritos fue navegar por el CD-ROM de las obras completas de Weber, donde de continuo me encontraba con fragmentos de sus textos que antes había pasado por alto. A partir de la bibliografía secundaria tampoco se pensaría que los términos «técnica» y «técnico» aparecen nada menos que 1 145 veces en la obra weberiana, y a menudo de ninguna manera en un sentido trivial. En mis estudios sobre el nerviosismo moderno ya había descubierto que las cartas de Weber —y también las de Marianne— eran una mina de hallazgos para la semántica de la «nerviosidad» de la época. Para los weberianos que insisten en la interpretación inmanente de su obra, todo esto podrá ser meramente una historia de indiscreciones familiares, y sin embargo, oímos incluso de parte de antiguos y respetables expertos que las biografías weberianas se ven bloqueadas habitualmente por el hecho de que nadie sabe con precisión cómo entender ese «padecimiento nervioso» que cubre como una sombra la mayor parte del trabajo y la obra de Weber.

Por último, el término naturaleza y sus derivados. Según el CD-ROM aparece en la obra de Weber nada menos que 3 583 veces. Muchas citas no nos dicen nada; otras nos pueden parecer igualmente irrelevantes mientras se las tome en sí mismas, pero dejan de serlo en cuanto se las ve en su contexto. El concepto de naturaleza es, según me parece, el eslabón perdido, buscado tantas veces sin fortuna, entre la vida y la obra de Weber,2 precisamente allí donde Weber riñe con la naturaleza, tanto con la externa como con la propia. Uno no debe detenerse sólo en la palabra «naturaleza»; aun sin el término, la naturaleza está presente. El reconocimiento de Weber de la pasión es también el reconocimiento de una fracción de la naturaleza en el hombre; no sólo en sus reacciones vegetativas, sino también en el pensamiento. Una de las frases centrales de «La ciencia como profesión» dice: «Porque nada tiene valor para el ser humano como tal, si no puede hacerlo con pasión».

«La naturaleza que ha sido tanto tiempo violada ahora comienza a vengarse» (L 248). Así comenta Marianne Weber la crisis y el colapso de su esposo; ella, que pensaba, no sin razón, que aventajaba a su esposo en lo concerniente al conocimiento de la naturaleza, sobre todo de la naturaleza humana. Aun cuando el moderno analista weberiano deba dirigir sus esfuerzos a librarse por completo del punto de vista de la viuda —un centinela tan difícil de eludir para la investigación sobre Max Weber—, esa interpretación puede considerarse certera. Más aún, en un sentido mucho más amplio y profundo del que Marianne creía. Por esa misma razón quiero describir la vida de Weber en tres actos, con la naturaleza como generador de la tensión dramática. En efecto, un proyecto a la manera de un mito, o mejor dicho: de un tipo ideal. ¿Por qué no aplicarle el método de Weber a él mismo? Hemos aprendido de Weber que se necesitan tipos ideales para captar la realidad. Sin embargo, nunca se nos debe ocurrir deducir la realidad de los tipos ideales. Por ello no debe inquietarnos que la vida rebase el proyecto dramático de los tipos ideales.

Quien como yo haya contemplado la tarea de su vida en la reunificación de la historia con la naturaleza, la discusión con Weber y su lucha implacable contra el naturalismo en las ciencias sociales se convierte no sólo en un ejercicio arduo pero necesario, sino también en una guía a través de un campo minado. Y, sin embargo, el mundo de Weber, con todas sus zonas áridas, aparece, al mismo tiempo, como un jardín encantado. Los espíritus están en todas partes y la naturaleza se encuentra también omnipresente, incluso en las metáforas. Cuando la madre le advierte a la hija que no permanezca bailando hasta altas horas de la noche, no le reclama: «No llegues tan tarde a la casa», sino que le dice con encanto: «No te conviertas en un murciélago, debes seguir siendo como la alondra, que ama la luz del sol y lanza gritos de júbilo al cielo» (LE 20).

Aunque los biógrafos de Hitler siempre lo hayan negado, al escribir una biografía uno queda atrapado inevitablemente en un proceso de identificación. Durante meses yo mismo sufrí una depresión que, en algunas de sus manifestaciones, se parecía demasiado a la de Weber, y creí que por eso mismo había comprendido de nuevo y mucho mejor sus teorías. En un momento dado mi esposa me dijo que la identificación con Weber le parecía, cuando menos, extraña; yo protesté: «¡No soy Weber!». Cuán lejos me encuentro de él lo sentí más que nunca mientras escribía este libro. Sin embargo, Weber se anida demasiado rápido en nuestro inconsciente y se adhiere a él, desafiándonos con sus ojos oscuros. No fui el primero en tener esa experiencia. Me di cuenta de cómo muchos de los admiradores de Weber de tiempo en tiempo fueron presa de la furia por ese íncubo.

¿Quién era realmente Max Weber y quiénes sus personas más cercanas? ¿Marianne, Helene, Else y Alfred? Cuantas más historias escuchaba—y existe un sinnúmero de ellas—más y más me daba cuenta de incongruencias y contradicciones, y más se convertía Weber para mí en una esfinge. Él mismo definió alguna vez la comprensión de un individuo como la física nuclear de la sociología (WL 439). En efecto, las biografías desempeñan en las ciencias sociales un papel parecido a la teoría de los átomos en la física nuclear: llevan al descubrimiento del principio de incertidumbre. Precisamente las unidades más pequeñas de la historia, los individuos, cambian su forma según la posición del observador. Algunas veces existen no una sino muchas historias posibles.

Despojarse de esa metafísica weberiana, que busca detrás de las formas demasiado humanas de su héroe al verdadero Weber sublime y ajeno a toda deficiencia humana, produce una suerte de liberación. Quien se detiene demasiado con Weber corre el peligro de que buena parte de éste se le haga excesivamente masivo y su trayectoria por demás obvia. La comprensión sólo se convierte en un acto intelectual no trivial cuando nos damos cuenta de su verdadera dificultad. Un conocedor de muchos años de la obra de Weber me decía que se asombraba de todo lo que a mí me asombraba en Weber. Le respondí que yo me asombraba de todo lo que a él ya no le asombraba en Weber.

Algunos aspectos de Weber apenas llaman la atención cuando se ha estudiado con más detalle a las personas de su entorno. De hecho, para entender mejor su desarrollo histórico debe uno conocer a fondo a las personas más cercanas a su vida. El yo de los individuos surge del tú de los otros. Weber creyó vivir en la época de los epígonos y del desencantamiento. No obstante, uno queda atrapado no sólo con él, sino también con sus interlocutores, en un espacio mágico y centelleante de manifestaciones culturales. Al final no sabemos si Weber era un «gran hombre» entre sus contemporáneos—en el supuesto caso de que llegáramos a saber algún día qué significa ser un «gran hombre»—. El buen sentido del postulado weberiano de la libertad de juicios de valor se reconoce, no en última instancia, si se toma en serio también en sus biografías.

Sin embargo, con grandeza o sin ella, Max Weber es uno de los científicos gracias a los cuales las ciencias sociales llegaron a tener un rostro; alguien con el cual podemos seguir discutiendo, y que va creciendo cada vez más cuando se leen y se releen sus textos. En cierto modo un pobre diablo3 y, sin embargo, alguien que nos da el consuelo de que, aun cuando nos encontremos en un callejón sin salida y hayamos derrochado demasiada energía, al final podemos encontrar un camino propio. Y sobre todo alguien que nos alienta a soportar las tensiones del pensamiento más atrevido, los golpes inesperados más agudos y analíticos, las hipótesis del «Qué pasaría si», y el despliegue de la pasión intelectual. Por otro lado, alguien que nos incita a mortificar con cuestionamientos nuestras propias acrobacias intelectuales y nos recuerda que toda ciencia se interesa, en última instancia, por la verdad, y que una crítica del conocimiento sin el interés por la verdad se precipita al vacío.

Este libro sobre Weber se fundamenta en el credo que Schiller escribió del modo más bello en Los hechos de los filósofos, y que ha sobrevivido duraderamente a todas las doctrinas marxistas y freudianas: «Einstweilen, bis den Bau der Welt / Philosophie zusammenhält, / Erhält sie das Getriebe / durch Hunger und durch Liebe».* El biógrafo tampoco debe olvidar que el cuerpo y el alma son inseparables. Las emociones no son una contaminación del pensamiento, sino la base de los procesos teóricos. Quien reflexiona sobre el pensamiento siempre debe tener en cuenta este sustrato.

Las ideas y los sentimientos se encuentran unidos de modo indivisible; muchas decisiones se toman «desde el fondo de las entrañas»; esta intuición que los profanos tuvieron siempre presente ha sido consagrada incluso por la neurofisiología moderna como rasgo distintivo de la ciencia contemporánea. Aunque muchos teóricos de la ciencia se comportan como si existiera, los investigadores del cerebro nunca descubrieron un reino de la razón pura, independiente de las emociones. Pero Lichtenberg ya lo sabía al exigirle al estudioso: «Aprende a conocer tu cuerpo y lo que puedas saber sobre tu alma». También Marianne Weber sabía cuán importante era la historia del cuerpo en la vida de su esposo. Me parece que la mayoría de los estudiosos de Weber lo saben; pero muchos se lo guardan como si fuese un conocimiento secreto.4

Pocos científicos como Weber han querido negar, a ratos de modo tan obsesivo, la presencia de las emociones en el pensamiento; pero al mismo tiempo muy pocos la delatan de una manera tan apasionante. Precisamente la mayor creatividad científica tiene—oculta o manifiesta—una parte emocional; ésta es particularmente notable en un intelecto apasionado del calibre de Max Weber. Por desgracia quienes se muestran fascinados por la obra de Weber muestran por regla general muy poca curiosidad por su vida y viceversa. Sin embargo, en estas interacciones todavía hay mucho por descubrir. En las travesías se revela no sólo algo sobre Weber sino sobre las raíces de la creatividad en las ciencias sociales. En última instancia, se trata de transformar a Weber en una personalidad productiva para la investigación futura, y no de racionalizar si fue o no fue un profeta, en el estilo de necedades como, por ejemplo: «Sin embargo Max Weber tenía razón» o «aquí se equivocó Weber».

En las ciencias sociales contemporáneas prevalece de manera demasiado exclusiva el aire enrarecido de la academia. Hoy como nunca se ha relegado la plenitud de la realidad, la verdadera experiencia de la vida. Si bien hay historiadoras que han proclamado, como Barbara Duden, La historia bajo la piel, ellas mismas han convertido muy pocas veces esos lemas en una investigación de exactitud concluyente, y en lugar de eso se han contagiado del enrarecimiento de la realidad en las ciencias. De ese modo las ciencias sociales han perdido buena parte de su vitalidad.

El verdadero Weber se encuentra muy lejos del espantajo de la academia que suele evocarse con frecuencia, y constituye un antídoto eficaz contra la pérdida de la vivacidad en las ciencias sociales. Weber nos recuerda lo que puede ser la ciencia: una lucha llena de tensión entre la plenitud de la vida y un entendimiento frío y analítico, no sólo un truco para acomodarse entre discursos diversos y presentarse como un experto importante. Una de las fórmulas comunes de los profesores que buscan interesar a sus alumnos en el pensamiento de Weber es repetir la advertencia: «No se puede pasar por alto a Weber». De este modo, sin embargo, se presenta a Weber como un obstáculo, más que como una atracción. Si sus mismos admiradores invocan a Weber como una de «las columnas sagradas de las ciencias sociales» y, peor aún, lo tratan como si lo fuese efectivamente, contribuyen muy poco a transformarlo en una presencia cotidiana de las ciencias sociales. Para ello es preciso bajarlo primero de su pedestal.

Si se trata de darle vida al pensamiento de Weber, el objetivo no consiste en construir una «psicohistoria» de su inconsciente con ayuda de los mismos testimonios de Weber y de las personas que convivían con él. Hoy nos interesa sobre todo su propia experiencia—consciente o semiconsciente—de sí mismo y del mundo, pues sólo ella pudo plasmarse de modo identificable y claro en el proceso creativo de Max Weber. Es posible darse cuenta de que, en casi todos los congresos sobre Weber, se malentienden sus citas, porque no se atiende a la situación por la que pasaba su vida en los momentos respectivos, o la misma se percibe de modo vago y poco claro. Por eso no debe aducirse el argumento letal del «reduccionismo biográfico»; no se pretende reducir la obra de Weber a los complejos de la infancia. Por el contrario, quiero seguir las huellas hasta hoy existentes de la interacción entre teoría y realidad, entre construcción racional y emociones, a lo largo de toda una vida. Me parece que, para aprender de Weber, no se puede prescindir de esas pistas, que permiten aprender también sobre oportunidades de experiencia y de conocimiento no aprovechadas. Ciencia y vida, ciencia y amor, ciencia y felicidad. Después de cuatro décadas de trabajar en la universidad, no existe para mí un tema más importante y apasionante. La vida de Weber, sus amores, sufrimientos e ideas siguen constituyendo una fuente inagotable de inspiraciones, ya sea como una extraña realidad del engranaje de la ciencia o del mismo eros. Acaso sea ésta la razón por la cual este león enfermo retiene todavía a mucha gente dentro de su cueva.

1 L 358, Berta Lask, Stille und Sturm, Halle, pp. 162-163.

2 Christa Krüger, Max und Marianne Weber. Tag- und Nachtansichten einer Ehe, p. 225: «No existe hasta el día de hoy una biografía que describa la unidad de la obra y la persona de Max Weber, y es muy discutido si esta unidad existió y si se la debe buscar o construir». Como le explicó Christa Krüger al autor el 9 de enero de 2002, la búsqueda de tal unidad le parece carente de sentido.

3 «¡Qué tipo! Y, no obstante, un pobre diablo.» Wilhelm Hennis al autor el 7 de julio de 2003.

* «Por lo pronto, hasta que la filosofía sostenga la construcción del mundo, éste mantiene el engranaje por medio del hambre y del amor.»

4 Horst Gravenkamp, Geschichten eines elenden Körpers. Lichtenberg als Patient, p. 62.

I. La violación de la naturaleza

Max Weber nació en Erfurt el día 21 de abril de 1864. Fue el mayor de ocho hijos. Su hermano Alfred—con quien debatió toda su vida—era cuatro años menor. En 1869 la familia se mudó a Charlottenburg cuando su padre, también llamado Max Weber, fue electo concejal a sueldo del parlamento municipal de Berlín. Max Weber hijo enfermó a los dos años de una grave meningitis de la que tardó muchos años en recuperarse. Su padre se dedicaba a una doble actividad: por un lado era jefe de sección en la Dirección de Obras Públicas de Berlín; por el otro, diputado de los liberales nacionales en el Reichstag y en la Cámara de Diputados de Prusia. Su madre trabajaba de modo honorario a favor del cuidado de los sectores más pobres de la población. Por ese entonces, en casa de los Weber se daban cita los personajes más notables de los liberales nacionalistas y de la comunidad científica. Desde un principio «la sociedad» se presentó para Weber como vida social amena, no como una estructura abstracta sino como un proceso vital. Entre «comunidad» (Gemeinschaft) y «sociedad» (Gesellschaft), el pequeño y el gran mundo, no existía una brecha marcada. Esta concepción fundamental determinó las premisas de su pensamiento. En 1882 Max Weber concluyó el bachillerato, para pasar a estudiar jurisprudencia y economía en Heidelberg y, a partir de 1884, en Berlín. Mientras tanto, cumplió su servicio militar en Alsacia. En 1889 aprobó su examen de doctorado con una tesis sobre las sociedades mercantiles del norte de Italia en la Edad Media. En 1890 Max Weber recibió el encargo de la influyente Asociación para la Política Social (Verein für Sozialpolitik)—a la que pertenecía desde 1888—de evaluar una encuesta de los trabajadores del campo de la región al este del río Elba. De esta encuesta se originó, en 1892, la primera gran investigación que lo lanzó a la fama. El 20 de septiembre de 1893 contrajo matrimonio con Marianne Schnitger (nacida en 1870), su sobrina en segundo grado. En 1894 se lo nombró profesor titular (Ordinarius) de economía en la Universidad de Friburgo. El 13 de marzo de 1895 pronunció su clase inaugural: «El Estado nacional y la política económica», que dio mucho de que hablar por la combinación de un nacionalismo tajante con ataques a los terratenientes de los territorios al este del Elba. En 1897 Weber aceptó el nombramiento de profesor en Heidelberg. En esa ciudad, el 14 de junio de 1897 tuvo lugar un fuerte enfrentamiento con su padre, a quien Weber acusaba de ser egoísta y de retener a su madre sólo para sí. El 10 de agosto de 1897 murió el padre sin reconciliarse con el hijo. En el verano de 1898 Max Weber fue perdiendo poco a poco la capacidad de trabajo como consecuencia de «trastornos nerviosos». En 1899 pidió licencia de sus actividades académicas. En 1903, por su propia iniciativa, abandonó definitivamente la universidad.

Lazos de sangre y afinidades electivas

El «comunismo familiar»: La forma primitiva de sociedad

De acuerdo con las concepciones más tradicionales, la familia ha sido considerada la entidad natural por excelencia, aunque para los científicos sociales modernos representa sólo una forma aparente de lo natural. Pese a que poco antes de su colapso psíquico había destruido el matrimonio de sus padres en un rapto de furia incontenible, la familia significó para Weber el mundo de la vida más inalterable. Todas las otras comunidades—facultades, partidos, asociaciones—lo retuvieron sólo transitoriamente. Esta experiencia fundamental determinó también su pensamiento científico. Justamente porque el gran mundo estaba inmerso en una lucha irreconciliable y en la más fría racionalidad, el pequeño mundo de la familia le importaba cada vez más. A pesar de todas las disputas, ahí existía el calor del nido, esa confianza otorgada por adelantado, esas bondades que no debían pagarse con nada. En su concepción, el «comunismo doméstico, el de la familia», poseía—al contrario del comunismo político—el sentido de hogar primitivo, de algo acogedor. La experiencia primaria para Weber era la «sociedad» como sociabilidad (Geselligkeit), como una reunión amena muy concreta que se cristalizaba alrededor de la familia, independiente de instituciones estatales. No obstante, lo que mantenía unida a la familia no eran sólo los instintos naturales, sino también el capital. «Sólo cuando se propone tareas comunes e incuestionables se cohesiona la comunidad del hogar», instruía Weber al joven Arthur Salz en 1912 (II/7-1, 428). Sin embargo, la familia nunca se redujo para él a una mera función económica; por el contrario, conservó siempre su propia vitalidad.

Con la mirada puesta en los cuarteles de esclavos romanos, Weber desliza incluso una frase que podría haber escrito uno de los predicadores del catolicismo social: «Sólo en el seno de la familia prospera el ser humano» (K 57). Suena como un apotegma, como una antigua y conocida ley natural cuya vigencia se extiende a todo lugar. No obstante, la propia casa de sus padres no era precisamente un jardín idílico sino una familia donde la madre se metía con toda confianza en los asuntos privados de sus hijos adultos, y ellos en los maternos, donde las cartas circulaban libremente, incluyendo la correspondencia «bastante íntima» entre Max, Marianne y Helene mientras Weber se encontraba en las clínicas para enfermedades nerviosas (II/6, 575). Pero cuando el joven Werner Sombart se lamentaba de que sus padres no lo entendían y de que la bondad de éstos se convertía para él en desdicha—«sólo me sentía bien con mis compañeros de la misma edad»—1 la experiencia del joven Max Weber se apartaba de modo definitivo de esos compañeros de generación más cercanos a sus intereses científicos, y esta diferencia determinó sus hábitos culturales y espirituales. «La crisis de la familia», tema favorito de la sociología temprana—sobre todo de la francesa—2 no fue nunca para Weber un gran tema sociológico ni una experiencia personal.

«La familia» y sus derivaciones aparecen en el CD-ROM de Weber 786 veces; el «clan», 736. En ciertas ocasiones Weber se remite en sus ensayos expresamente a experiencias familiares. Lujo Brentano, que procedía de una familia de poderosos comerciantes de origen italiano y sabía por su propia experiencia que el catolicismo y el capitalismo podían llevarse muy bien, afirmó alguna vez con leve tono de burla: «Si Max Weber presenta como prueba de la verdad de sus hipótesis las observaciones de los círculos de empresarios cercanos a su familia, yo también puedo hacer lo mismo» (R 65). Los comentarios a la última redición de La ética protestante muestran que Weber se sintió herido por esta crítica, aunque el brillante Brentano pertenecía al grupo de colegas ante los cuales Weber frenaba su pasión por la polémica.

En la red de relaciones de una gran familia

Según una de las ideas más populares del romanticismo social, la antigua familia extensa—que incluía a los abuelos y otros parientes—se transformó en los tiempos modernos en la familia nuclear integrada sólo por padres e hijos. Aunque de hecho la familia nuclear también existió como algo normal desde los tiempos más lejanos. Max Weber, empero, vivió siempre dentro de una intensa red de relaciones familiares que, a pesar de encontrarse cargada de tensiones y conflictos, cohesionaba a una amplia familia extensa que, vista desde afuera, se presenta como bastante confusa. El biógrafo debe distinguir entre Emilie, Emily y Emmy alias Emmerling Baumgarten, y darse cuenta de que existen dos Otto Benecke: el primero de ellos llegó a ser un hombre de negocios en Inglaterra; el segundo, alguien que por sus severos trastornos nerviosos fue incapaz de trabajar y que se suicidó en 1903 a la edad de 24 años: una advertencia para los Weber.

Incluso los enamoramientos de Weber se mantuvieron dentro del círculo familiar. El primer amor de su juventud fue «Klärchen» (Clarita), su hermana Klara, cuya debilidad por el hermano mayor, quien a veces cariñosamente le decía «gatita» y la besaba en la boca, fue parodiada fríamente por la madre Helene el día de la boda de Max Weber, con un acto en el que Clara actuaba cantando con simulada desesperación: «Yo soy la abandonada, abandonada, abandonada / ése será mi sufrimiento por haber sido la primera mujer».3 Una cierta franqueza brutal era parte del estilo de la familia Weber. La primera casi prometida de Max Weber fue Emmy (Emmerling) Baumgarten, su prima. Marianne, su esposa, era su sobrina en segundo grado. Y la misma Else Jaffé, cuando Weber se enamoró de ella, pertenecía a la familia en sentido amplio: fue amiga íntima de Marianne toda la vida y amante de su hermano Alfred, lo que complicaba aún más la situación familiar. También Mina Tobler frecuentaba la casa de los Weber desde hacía tiempo cuando ella y Max Weber comenzaron a tener una relación carnal. El amor, para Weber, necesitaba familiaridad; en cambio, el encanto erótico de lo exótico se refleja en todos los casos en sus ensayos sobre las religiones orientales. La tesis de Freud del origen incestuoso de la libido tiene aquí el mejor ejemplo.

Opciones para la conciencia de la historia familiar de Weber

¿Cómo percibía Weber sus propias raíces familiares? La multitud de los recuerdos ofrecía distintas posibilidades. Ahí estaba el abuelo materno, Georg Friedrich Fallenstein (1790-1853), con el que Marianne empieza su biografía: un individuo de temperamento tumultuoso que participó en las guerras de liberación en la facción de Lützow, protagonista de cacerías salvajes y temerarias, y a quien sus admiradores convirtieron en una suerte de héroe germánico. Por su segunda esposa, Emilie Souchay (1805-1881), se constituyó el nexo con una dinastía de hugonotes acaudalados de origen francés, y también a través de ellos existían relaciones familiares con Inglaterra. Los Souchay eran una familia verdaderamente cosmopolita cuyas redes de parentesco llegaban hasta Canadá, Indonesia y África del Sur.4

¿Convirtieron esas relaciones a Max Weber en un cosmopolita de nacimiento? En efecto, Weber era inmune al odio contra Inglaterra que caracterizaba a la burguesía ilustrada alemana. La confrontación del «idealismo alemán contra el materialismo británico» le parecía sencillamente ignorante, pues había descubierto en los anglosajones el poder de la tradición religiosa puritana; pero esto no lo convertía en un cosmopolita. En la obra de Weber aparecen sólo de forma esporádica los términos «economía mundial» y «comercio mundial», y todas las derivaciones entonces muy favorecidas del compuesto «mundial»; ya por esa época se navegaba en el mar proceloso de la retórica de la globalización. La referencia obligada del pensamiento económico weberiano no era la economía mundial sino la nacional. Sus parientes ingleses tampoco tenían importancia; no se ha encontrado ninguna mención de una visita a ellos en su viaje por Inglaterra en 1895 (R 557). En 1904 los Weber visitaron a sus parientes que vivían en los Estados Unidos; pero se encontraron con un grupo de vidas hundidas en el fracaso que—«sin la herencia del espíritu yanqui»—penosamente salían adelante (L 309-310). En todo caso, Max Weber coqueteaba a veces—para distanciarse de la estrechez mental nacionalista—con sus antepasados franceses, cuya herencia hugonota adquirió, en La ética protestante, un nuevo significado.

La unión entre la burguesía ilustrada y la burguesía de poder económico

Marianne Weber, la idealista, prefería hacer de su esposo un vástago de la burguesía ilustrada alemana. Junto a Georg Friedrich Fallenstein, el patriota amigo de Gottfried Georg Gervinus, palideció el recuerdo del otro abuelo, aunque Karl August Weber—negociante en lino nacido en Bielefeld—era el antepasado común del matrimonio Weber. En realidad, Max Weber era al menos en igual medida un vástago de la burguesía del poder económico, y ese origen marcó también su conciencia. Refractario a los funcionarios estatales desde un principio, Weber desarrolló una aversión formal contra la burocracia, y siempre estuvo consciente de que durante la mayor parte de su vida adulta la base material de su existencia no consistió en el sueldo de un funcionario estatal,* sino en los réditos del capital. Las cátedras que ocupaba siempre eran de economía política, y en cuestiones económicas le gustaba poner en juego sus conocimientos familiares. Marianne destaca que Weber nunca dudaba en apreciar por igual las cualidades del empresario y del comerciante que las del erudito y el literato.5 Literato incluso se convirtió para él en insulto, y se enorgullecía de demostrar que estaba libre de los prejuicios de la gente de la cultura frente a los representantes de la actividad económica.

Uno de los rasgos distintivos de la familia Weber radicaba precisamente en la forma en que mezclaba los principios de la burguesía ilustrada y culta con los de la burguesía del poder económico. El abuelo Fallenstein, cuya biografía escribió su amigo Gervinus—uno de los siete catedráticos expulsados de la Universidad de Gotinga, en 1837, a causa de su inclinación a favor de la constitución liberal—, había mejorado su situación financiera al casarse con la rica heredera Emilie Souchay, y favorecido por su nuevo bienestar mandó construir esa espaciosa y cómoda mansión a orillas del río Neckar, con una vista hermosísima frente a las ruinas del castillo de Heidelberg, que Max y Marianne Weber convirtieron en su domicilio particular a partir de 1910; un lugar lleno de recuerdos de la historia familiar. La fortuna de sus padres, como Max Weber lo sabía, tenía su origen «en nueve décimas partes del lado de Mamá» (B 629).

Religiosidad natural: una herencia familiar

Emilie Fallenstein, la abuela de Weber, escribió sus memorias para sus hijos, donde se describía a sí misma a lo largo de extensos párrafos como una niña soñadora y romántica; en esas páginas el mundo de los empresarios, en el que se había educado, casi se perdía en el olvido. En sus recuerdos de juventud Emilie se enfrasca en un éxtasis de la naturaleza. El zumbido de los insectos en los cerezos florecientes era, para ella, «el himno más hermoso que haya acariciado mis oídos, un himno de gratitud con el cual la naturaleza celebra a su creador, y que el alma de los seres humanos debe también entonar». «El embeleso de la primavera» era «la primera revelación de amor eterno que recibimos; esa religión de la naturaleza me parece la base de toda religiosidad».6

Por lo visto hay que hacer a un lado los estereotipos demasiado sombríos al hablar de la religiosidad hugonota heredada por Max Weber a través de su madre. Ésa ya no era la religión de Calvino, sino que, al igual que el protestantismo luterano, había pasado por el romanticismo y se hallaba impregnada de la religión natural que florecía abundantemente desde finales del siglo XVIII.7 William Channing, muy venerado por Helene y su hermana Ida, fue incluso un decidido adversario de la ortodoxia calvinista y, en nombre de la naturaleza, combatió la doctrina de la Trinidad que separa lo divino de lo natural.8

No obstante, Emilie Fallenstein tenía una relación muy rígida con su propia naturaleza, semejante a la de Marianne Weber y la de muchos otros devotos de la naturaleza en general. Emilie padecía muchísimo por un «indescriptible apocamiento», «la ley en los miembros de mi cuerpo, que he reconocido como el enemigo más tenaz—al que nunca pude superar—, pues desde la infancia me perseguía como una pesadilla» (R 218-319). Hacia 1871 Emilie recordaba—a los 66 años de edad—que en su juventud estuvo «a menudo muy cerca de ser víctima de ataques de melancolía».9 La sabiduría de su vida la resumió en la máxima: «Debemos enfrentar los límites de nuestra propia naturaleza con valentía, y cuidarnos de las falsas aspiraciones, pero dedicarnos con todo el ánimo a nuestra misión». «Nosotros quisiéramos recorrer nuestro propio camino y no entendemos que nuestra naturaleza nos ha impuesto una meta, que no debemos perder de vista sin temor al castigo.»10 Dios también se revela en la propia naturaleza.

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Los abuelos de Weber, Emilie y Georg Friedrich Fallenstein.

Por lo tanto, la magia del culto a la naturaleza llegó a Weber no sólo por el lado de la burguesía ilustrada, sino también por el de la burguesía del poder económico, en especial a través de las mujeres. Weber nunca vivió en sus relaciones familiares esa discrepancia existente entre las dos fracciones de la burguesía alemana que Theodor Fontane describe en su novela La señora Jenny Treibel. El idealismo de raigambre religiosa era a todas luces auténtico en su madre y su abuela, y no sólo una frase, como en la nueva rica Jenny Treibel. Fallenstein, hijo de un director de escuela venido a menos, que no tenía fortuna, pero sí el aura de un luchador de la libertad, fue aceptado por los ricos Souchay como una opción matrimonial, no obstante que era viudo. En La ética protestante Max Weber convirtió en gran tema el de las «afinidades electivas»—un concepto que gustaba de emplear en este contexto—entre las fuerzas impulsivas culturales-espirituales y las materiales del capitalismo moderno. Lo que no significaba siempre una historia con final feliz, porque en Weber tampoco la doble herencia logró establecer una armonía. Si en los años de su juventud él mismo se imponía de modo permanente una enorme presión del tiempo—un estilo de vida todavía poco común en la burguesía ilustrada alemana de esa época—, pertenecía a un grupo que infectaba el mundo del espíritu con la prisa que se iba apoderando del ambiente de la economía, al grado de que a partir de la década de 1880 todo el mundo estaba convencido de vivir en una «época del desasosiego nervioso».

El viraje hacia la competitividad moderna en el recuerdo de la familia

Por su propia experiencia, Weber pensaba que el apremio de la competitividad moderna, el duro cálculo de costo-beneficio y la pérdida de la apacibilidad apenas se habían impuesto en sus tiempos en amplios círculos de la economía alemana. En Oerlinghausen se recordaba que el comerciante en lino Karl August Weber, abuelo paterno de Max, trabajaba todas las mañanas unas horas en su jardín, luego leía en voz alta a las mujeres ocupadas en la limpieza de las verduras, y apenas entonces, como a las 11 de la mañana, se dirigía a su oficina en el centro de Bielefeld, que abandonaba otra vez a la hora del aperitivo. Aquí no había mucho de la férrea disciplina puritana del trabajo. Durante el Congreso de la Asociación para la Política Social, en 1911, Weber recordaba que 15 o 20 años antes, en amplios círculos de la industria alemana, nadie hablaba con seriedad de cálculos de costos; todo eso habría «cambiado mucho bajo las condiciones de una competencia cada vez más intensa» (S 425).

Algunas veces uno reconoce en Weber la creencia en los buenos viejos tiempos, cuando aún existía una trinidad benefactora de economía, cultura del espíritu y vida pacífica. Por muy lejanos que pareciesen, los buenos viejos tiempos no habían pasado hacía mucho. En 1917 disfrutaba en Detmold «el ambiente de una verdadera pequeña ciudad alemana como era hace 50 años, con un fuerte e inquebrantable ánimo religioso […] Ésta es la vieja Alemania, desde el sofá, las estampitas y el olor a lavanda hasta el alma de los individuos».11 En 1914, en la carta que escribió a su madre cuando ésta cumplió 70 años, Weber le recordaba una generación de la burguesía que ella había conocido en su juventud: «esa fenecida y olvidada generación de la burguesía, cuya historia no se escribirá nunca», y cuya convicción significaba un «contrapeso a la enajenante atmósfera de la gran ciudad» (II/8, 614). Probablemente Weber caracterizaba la época de los abuelos como un contraste excesivo con su presente. Al abandonar Bielefeld en su juventud, su abuelo había comenzado a vivir una época de total desarraigo, en la cual, en medio del corazón de Alemania, corría peligro de transformarse en «extranjero apátrida».12

Max Weber, por el contrario, vivió en una familia materialmente muy bien establecida—tanto por la línea de su padre como por la de su madre—. Sus relaciones familiares le otorgaron desde muy temprana edad una segura conciencia de sí mismo. El joven Weber podía elegir entre muchas opciones y carreras, apoyado en una sólida base de capital y un hogar en la nueva metrópoli alemana, frecuentado por gente importante, con los contactos familiares necesarios con personas influyentes de la economía, la ciencia y la política. Si se esforzaba, podía confiar en ser reconocido y no pasar como alguien más del común de los mortales, sobre todo porque en esa época las elites eran más fáciles de abarcar que hoy en día. Desde su infancia Weber aprendió a comportarse para que las clases dirigentes lo tomaran en cuenta. En los testimonios autobiográficos de Weber esto resulta particularmente patente para quien no hizo suyos estos modos de comportamiento desde temprana edad. Weber se sintió siempre como un miembro con todo derecho de una aristocracia burguesa que en cuestión de honor nada tenía que pedirle a la nobleza.

La sospecha de degeneración biológica

Y, sin embargo, existía otra lectura menos complaciente de la historia de su familia, que Marianne deja entrever desde el principio de su biografía: una versión patológica con indicios de una deficiencia genética.13 Precisamente en 1898, después del derrumbe psicosomático de Max Weber, debe de haber aumentado este género de sospechas en el matrimonio de los Weber. En aquel tiempo era por todos sabido que precisamente las buenas familias llevaban a menudo signos de decadencia como consecuencia de lazos consanguíneos y de una vida intensa y galante. Si bien Marianne tenía un sentimiento positivo en cuanto al parentesco con su marido—«Qué hermoso era compartir las mismas raíces»—,14 Ida, en cambio, veía «fatal» ese matrimonio entre parientes tan cercanos» (L 100); por esa misma razón también había observado con disgusto el compromiso—a punto de consumarse—de Max con Emmy.

Los dramas «naturalistas» de Ibsen y Gerhart Hauptmann muestran cómo entonces justamente los innovadores tomaban con exagerada seriedad las teorías de la degeneración, considerándolas expresión del saber más reciente. De modo casi inevitable el Weber enfermo debe de haberse preguntado si no pesaba sobre él una carga genética negativa; y cuando más tarde, al recobrar de nuevo su capacidad de trabajo, se convenció de que nunca más volvería a gozar de una salud plena, debe de haber sospechado el mal carácter de sus raíces. Si bien como científico social afirmaba con toda energía que la nueva doctrina de la herencia no ofrecía ninguna prueba contundente, por otro lado estaba muy consciente de que la imposibilidad de demostrar algo de modo científico no quería decir que no existiera. En 1907 le escribe a su hermano Alfred que apoyaría en la Asociación para la Política Social, «de modo personal, incondicional e insistente», la investigación sobre problemas degenerativos, y que tomaría parte en ella «con el más vivo interés» (II/5, 382). Tuvo por no demostrada pero «muy plausible» la creencia de que «un “nerviosismo” patológico adquirido y, en general, las cualidades nerviosas de la madre durante el embarazo, podían influir poderosamente en el sistema nervioso del niño» (S 251). En la Psicofísica se explaya largamente, aunque con cuidado, sobre la hipótesis de que la proclividad al suicidio como resultado de un factor hereditario quizá sea mayor de lo que afirman los especialistas, y que los profanos que sostienen la doctrina de la herencia tal vez tengan mejor olfato que los sociólogos. Aquí Weber prefirió la doctrina de la herencia a la teoría de Freud, que reducía las neurosis a experiencias traumáticas en la infancia (L 244-249).

A partir de la biografía de Gervinus, Marianne describe al abuelo Fallenstein como el antecedente inconfundible, no sólo del entusiasmo patriótico, sino también de los rasgos patológicos de su marido. Aquél era un hombre veleidoso y temperamental, hijo de un alcohólico y compañero de borracheras del duque de Meiningen, que en su juventud, al prohibirle el abuelo el matrimonio con una joven de 15 años, se hundió en una «severa enfermedad de los nervios» (L 2), y muchos años después temía derrumbarse en cuerpo y mente»,15 y que atormentaba desde siempre a su familia con sus estados de ánimo. Como burócrata prusiano, estuvo largo tiempo varado en un puesto de secretario, donde sus superiores lo colmaban de trabajo. «Él tenía el orgullo y el afán de trabajar de los caballos más nobles, que invierten toda su fuerza sin medida hasta que sucumben», escribía Gervinus (L 4). ¿Cómo no iba a pensar Marianne en Max Weber? A todo esto se sumaba la abuela, que confesaba que en su juventud se había sentido en los límites de la locura. «Desde luego, todos somos unos extravagantes nerviosos, no hay nada que hacer», bromeaba Weber al comienzo de sus padecimientos, cuando todavía tomaba sus molestias con humor, al menos frente a terceros (L 248).

Cuando Max Weber tenía 13 años, su primo Fritz Baumgarten (1856-1913), que ya estudiaba en la universidad, le dio a leer la indiscreta biografía de Gervinus sobre su abuelo Fallenstein y se llevó una severa reprimenda de Weber padre. Cómo podía ser «tan antipedagógico» con el «pequeño Max» (L 51). «En Fallenstein estaban fuertemente desarrolladas tanto las buenas como las malas cualidades—leía el joven Max Weber—; cuando le ardía la sangre, era como si la bestia negra se apoderara de él.»16 Aquí están ya los «demonios» de Weber. La postergación de su boda enfermó al abuelo: «A partir de una especie de ataques epilépticos se desarrolló una larga enfermedad cerebral; perdió el habla, la visión y el oído y estuvo internado medio año en el hospital de la Charité».17 En la época del miedo ante la degeneración biológica no estaba de más buscar la causa en la vida lasciva del bisabuelo, que se reunía con sus compinches en el castillo de Meiningen a matar el tiempo «bebiendo hasta enloquecer, diciendo obscenidades y haciendo cosas peores, hasta que todos se derrumbaban agotados por sus orgías».18

También Alfred Weber sentía que era un manojo de nervios, creía en la teoría de la degeneración biológica, en la herencia de los caracteres adquiridos y deseaba aportar el tema a la investigación científica.19 Karl, el hermano próximo más joven, era profesor de arquitectura, y cayó en 1915 en el campo de batalla. En la biografía de Marianne Karl aparece—en el estilo del obituario a los caídos—como «héroe, guerrero por naturaleza, ser soldado le pedía la sangre» (L 538); sin embargo, desde la perspectiva interior de Marianne, Karl era un alcohólico físicamente inhibido, que sentía pavor a una relación con las mujeres y que, como consecuencia de una «excesiva irritación cerebral», padecía ataques incontrolables de ira.20 Marianne, que conocía muy bien las debilidades de los hombres de apariencia heroica, debió haberse dado cuenta de la analogía con Max. La prima de Weber, su casi prometida, Emmy Baumgarten, también estaba enferma de los nervios, e ingresó varias veces en un hospital psiquiátrico. Otto Benecke, otro primo con la carga hereditaria de los Fallenstein, gravemente depresivo, se suicidó, como lo hiciera con anterioridad su hermano Hans. Si Weber buscaba huellas de degeneración en su herencia familiar, pudo encontrarlas en abundancia.

En un principio Marianne percibió en sí misma peores antecedentes hereditarios que en Max; y no sólo ella lo vio así; antes de su matrimonio, Helene se puso a investigar su estado de salud mental (R 545).21 Cuando en el año de 1897, en España, Marianne sufrió ataques de asma, Max Weber le escribió a su madre: «esa disposición es parte de una herencia nerviosa».22 En esos días Max todavía se hacía pasar por el de los nervios más resistentes de los dos. De acuerdo con las memorias de Marianne, la locura irrumpió en su «desdichada familia»—como le escribe Marianne a Helene en 1916—23 prácticamente en cadena. Después de la muerte temprana de su madre, su propio padre padeció delirio de persecución; su hermano Karl tuvo ataques incontrolables de ira y fue recluido en las clínicas de Bodelschwing en Bethel, donde desarrolló al menos cierta capacidad empresarial como fundador de la «colecta de desperdicios para el reúso de ropa vieja y cachivaches». Hugo, otro de los hermanos, enloqueció cuando era estudiante; «sería mejor que estuviera bajo tierra, se lamentaba la abuela» (LE 38). Por último, un primo contrajo una enfermedad mental. «Los pobres padres […] luego de haber vencido en ellos mismos a los demonios malignos (mi tío afirmaba: “toda mi vida debí luchar contra las enfermedades mentales”) deben aceptar ahora que en su hijo las dotes de un hada maligna prevalecen sobre las de una magnánima» (Marianne a Helene, el 30 de agosto de 1908). ¡De nuevo los «demonios»!

No todos pensaban que el padre de Marianne era un enfermo mental; el ayuntamiento de la ciudad de Lage, donde atendía un consultorio médico distrital, informaba que el padre de Marianne era, en 1880, muy solicitado como médico, y que «gozaba de gran prestigio en su profesión». Para irritación de su hija, el conde regente de Lippe, el día de su cumpleaños, en el año de 1901, le otorgó el título de «consejero sanitario».2425