Portada: El Caballero de Luz. HANIA. Silvana De Mari
Portadilla: El Caballero de Luz. HANIA. Silvana De Mari

 

Edición en formato digital: agosto de 2016

 

Título original: Hania. Il Cavaliere di Luce

En cubierta: ilustración de © María Espejo

Colección dirigida por Michi Strausfeld

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Giunti Editore S.p.A., 2015

Published by special arrangement with MalaTesta Lit. Ag.
working in conjunction with The Ella Sher Literary Agency

© De la traducción, Ana Romeral

© Ediciones Siruela, S. A., 2016

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN:978-84-16854-28-8

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

1 El Rey Mago

2 Haxen

3 Hania

4 Un caballero no se rinde nunca

5 Como una muñeca

6 Una criatura con forma de recién nacido

7 Descubrimientos

8 Un largo camino lleno de cosas

9 De viaje

10 Ratas, carrizos, gorriones y otros bichos

11 La flauta mágica

12 La taberna

13 El guerrero

14 Supervivencia

15 Un hombre, una mujer, una niña

16 Limpieza, mandrágora, saliva de bruja

17 Kaam, la ciudad de las especias

18 La trampa

19 Reglas de honor

20 El último tramo del viaje

21 Reina contra alfil

22 Caballo blanco contra rey negro

23 Jaque al rey

24 El Caballero de Luz

 

A todos aquellos

que se han atrevido

a recitar una historia diferente

a la que para ellos

se había escrito.

1
El Rey Mago

Las últimas estrellas resplandecían gélidas encima de la torre. El frío era absoluto, la escarcha atería el mundo, el alma del viejo mago estaba congelada por el espanto. Y mientras todo esto sucedía, el mago percibía el sosegado ronquido del paje que dormía como un bendito junto a las ascuas de la chimenea, en la habitación del interior de la torre.

Incluso en aquel momento de dolor, la mente del viejo mago se distrajo en pensar cómo la estupidez era una protección ante el sufrimiento, una especie de almohadón de plumas que acogía el sueño de los necios. Después, su mente volvió a la maléfica realidad de aquel instante.

Un enjambre cruel de horribles meteoros rojizos había aguijoneado el cielo durante toda la noche. Los búhos se habían callado, las lechuzas habían enmudecido, las luciérnagas ya no brillaban porque habían muerto por la helada inaudita de aquella noche de mediados de verano.

Un horror profundo, un frío atenazador que entraba por los ojos y llegaba hasta el alma, había penetrado en las criaturas que se habían atrevido a posar su mirada sobre aquel evento terrorífico. Un dolor insoportable, una desesperación ilimitada había herido a aquellos que se habían atrevido a querer saber; mientras que había perdonado a aquellos otros que se habían quedado roncando.

El viejo mago se había dado cuenta de que la trayectoria trazada por los meteoros formaba letras, runas de una lengua ya desaparecida; y sus ojos, al tratar de descifrar el mensaje, se habían llenado de un horror que llegaba al alma para corromperla y al corazón para destruirlo. El viejo mago había quedado aniquilado.

Con las primeras luces de la aurora, los meteoros habían disminuido hasta desaparecer. La pesadilla había terminado. Una paz ficticia podía, por fin, envolver el mundo.

El viejo mago no estaba seguro de poder tenerse todavía en pie. Los ojos le escocían, tenía la boca seca, la frente ardiendo.

El viejo mago estaba desesperado.

Los astros se habían alineado, las galaxias habían usado todo su ciego y obtuso poder para que aquel oscuro y obsceno milagro se cumpliera: miles de luces malignas habían portado el mensaje. La distancia las había hecho minúsculas, pero no menos horrorosas.

El mago buscó la jarra de agua que descansaba en el suelo de una esquina de la torre y procuró verter su contenido en la palma de su mano. A lo mejor el agua podría aún salvarle la vida. Después sería demasiado tarde, nada podría detener su inminente muerte. Pero la jarra solo contenía cucarachas, gordos gusanos blancuzcos, escolopendras, podredumbre. El mago la soltó horrorizado, la vio caer y hacerse añicos. Los gusanos se esparcieron por el suelo de arcilla, para después disolverse en un humo denso e inmundo. Al viejo mago le pareció oír, perdida a lo lejos, una gélida carcajada.

Aquel último, innoble e indecente prodigio lo condenaba a muerte. El único antídoto, el agua, le había sido denegado. Los pocos minutos que le separaban del pozo eran demasiados.

Era el fin, la confirmación última —si todavía hacía falta una, si todavía en un acceso de ingenuidad se hubiese permitido dudarlo— de que el Señor Oscuro existía y estaba completando su plan para condenar al mundo.

El viejo mago se tambaleó. Había sido rey en su juventud; había logrado con su sabiduría hacerse con el trono vacante del reino; y lo había defendido con una larga guerra de los países más amenazadores, naciones bastante más grandes que lo rodeaban por todas partes.

Seis de sus hijos habían fallecido en aquella guerra infinita. La guerra de la Peste, la habían llamado; ya que no solo los ejércitos, sino también la enfermedad, habían hecho estragos junto al hambre y la muerte.

Había cavado seis tumbas, siete con la de su esposa muerta de dolor, y había hecho grabar las lápidas. Todos habían tenido que ir a la guerra en cuanto fueron capaces de sujetar un arma, antes de disfrutar de la felicidad del tálamo y de la descendencia. Se habían convertido en polvo sin dejar en el mundo nada más que su recuerdo.

Su séptimo hijo, el único superviviente de aquellos años horribles, el más espléndido de los príncipes que su pequeño reino jamás hubiese tenido, había alcanzado la victoria.

El Rey Mago había abdicado. Que su hijo reinase en su lugar, ya que era un rey más grande que él. Si él había sido el Rey Mago, su hijo era el Rey Caballero. Las reglas de honor llenaban su alma y eran su guía: el coraje, la generosidad, la compasión, la protección a los menos afortunados o a cualquiera que pudiese necesitarle.

Su hijo había reinado durante veinte años. Sus años de gobierno habían sido los mejores del reino, los más prósperos; hasta el tremendo día en que murió víctima del misterioso ataque de unos tigres blancos.

A su muerte, sus terribles vecinos habían vuelto a atacar y ellos habían vuelto a repelerlos; y esta había sido la guerra de los Dos Inviernos.

Siguieron años de paz, pero ahora el mundo había vuelto a hundirse en el caos.

Las naciones que los rodeaban eran cada vez más amenazadoras, y la noble estirpe de los traidores había comenzado también a echar raíces en su pequeño reino. La justicia se destemplaba en la distancia; en las tierras más meridionales se perdían las leyes, desobedecidas y olvidadas bajo capas de polvo y telarañas.

Durante su reinado, su hijo había tomado por esposa a una joven princesa: Liria. Todos habían esperado que el joven tuviese una nidada de hijos; pero solo tuvo una hija, Haxen, fruto de un embarazo tardío, difícil y demasiado corto. Ningún heredero varón. Y Haxen era joven, tenía diecinueve años; además estaba sola, sin un esposo a su lado. Todavía no había aparecido un hombre que valiese tanto como ella, que fuese digno de tomarla por esposa y la ayudase a reinar.

El viejo mago sintió más que nunca la ausencia de su hijo, no solo porque ya no estuviese y la nostalgia lo sacudiera, lo turbara; sino porque en aquel momento hacía falta un hombre de honor, un hombre joven que tomase decisiones. Pero ese hombre no existía, de modo que le tocaba decidir a él.

Decidir qué hacer después de aquella noche horrible. Tenía que dar la voz de alarma, tenía que avisar.

 

 

 

El mago logró bajar tambaleándose por la estrecha escalera de caracol que se retorcía alrededor de la torre. Se cayó, rodó, se levantó. Se hizo sangre en la cara, las rodillas y los codos. Era viejo y se estaba muriendo. Mirar los meteoros había destrozado su corazón, que ahora emitía sus últimos e irregulares latidos.

Alcanzó la base de la torre, empujó la puerta de madera y entró en la gran sala. La chimenea desprendía aún algo de calor. En el suelo dormía el paje.

Protegido por los muros, por su jubilosa edad, por un sueño tan profundo e infinito como su abismal estupidez, el paje roncaba feliz como un lirón y sereno como un pinzón mientras se declaraba el inminente fin del mundo.

El mago tenía que despertarlo. Con mucho gusto lo habría hecho a patadas: le exasperaba su sueño tranquilo mientras el mundo se precipitaba por el abismo. Por un instante, le pareció odiar más al paje que al Demonio Oscuro que quería encadenar el mundo a la oscuridad y al dolor. Le habría despertado para decirle que cogiese su caballo y fuera corriendo, sin detenerse, a avisar a todos. El oprobio estaba hecho.

Aquella noche el Señor de las Tinieblas había engendrado un hijo en el vientre de una mujer.

El mundo podría ser destruido por aquella criatura. Habría sequías, y un calor abrasador haría que todo fuera aridez y muerte. Llegaría la carestía, y con ella el hambre y la guerra; porque los pueblos, cuando el trigo escaseaba, se lo disputaban con las armas. Nubes de moscas se apoyarían sobre los muertos y con su vuelo se alzarían las negras alas de las epidemias. El Señor de los Abismos intentaría un nuevo ataque contra el mundo para someterlo, como ya había hecho en otras ocasiones en las que el valor de los hombres lo había detenido y obligado a retirarse. El valor de los hombres y su unión: habían luchado juntos, sus espadas se habían entrecruzado con los ejércitos de ogros y troles y demonios. La sangre había bañado la tierra. El lamento de las viudas y los huérfanos había envuelto la tierra como un paño fúnebre de niebla, pero los ejércitos del Demonio de los Abismos siempre habían sido repelidos. Ahora él golpearía un mundo dividido y empobrecido, una humanidad ya herida. Esta vez ganaría.

Pero había algo que no estaba claro. El viejo mago se detuvo. Tenía que pensar. No tenía tiempo, se estaba muriendo; pero aun así tenía que pensar, no podía equivocarse. Le asaltó una duda.

La pregunta era: ¿por qué el Señor Oscuro habría creado los meteoros rojos, dando a conocer sus maquinaciones y sus intenciones, si con ello podía poner en peligro su vida? No era una duda tan absurda. Cuando se urden oscuras tramas para descarriar el mundo, una estrategia esencial es mantenerlas en secreto. Sin embargo, él había tenido la posibilidad de acceder a la mente del Señor Maligno. Perdería su vida después de una noche de agonía por haber accedido a ella, es verdad; pero, en cualquier caso, aquello seguía sin tener sentido. Quizá, como decían las comadres en las cocinas, el Señor Oscuro hacía las ollas pero no las tapas, y a su magia le faltaba siempre algo; quizá era muy astuto pero en el fondo estúpido, ya que astucia e inteligencia no se parecen en nada, y su astucia nunca era completa.

Finalmente, el viejo mago lo entendió.

El Señor Oscuro quería que se supiera la noticia. Lo había hecho adrede. Se desencadenaría la crueldad. Al conocerse que un hijo del Demonio de la Oscuridad, un monstruo con forma de niño, había sido concebido, comenzaría la persecución de los niños. Si la noticia se propagaba, es posible que muchos niños nacidos en los próximos nueve meses fueran masacrados en medio de aquella situación de pánico. Entonces serían vengados por sus familias: más muerte, más odio. Sería la peor de las guerras posibles, sería una guerra total. Todos contra todos.

El viejo mago tenía que dar la voz de alarma y, al mismo tiempo, mantenerlo en secreto. Si la noticia se propagaba, el desastre estaría servido.

Este era el plan del Señor Oscuro: o dejaban vivir al monstruo que él había engendrado hasta que los destruyera, o la muerte de niños inocentes caería sobre sus conciencias, perdiendo así sus propias almas.

El Señor Oscuro quería ponerles entre la espada y la pared: perderían su mundo o su alma.

Tenía que encontrar una tercera solución. En el momento más difícil sabía que había dado con algo, había sonsacado la última información fundamental: el recién nacido podría tener en la muñeca izquierda, grabada como una quemadura hecha con un hierro incandescente, la imagen rojiza de los obscenos meteoros. No estaba seguro, era una posibilidad; pero de ser así, todo se salvaría.

Tenía que escribir a la reina Liria, tenía que avisarla. Sí, eso era lo correcto, solo a ella. Ella sabría qué hacer.

Pero solo a ella, para que con su sabiduría y su valor buscara al recién nacido, interrogando a las madres sobre una concepción extraña, absurda, fuera de toda regla, ocurrida aquella noche. Y no era correcto decir «recién nacido», porque en realidad sería una criatura horrorosa, un monstruo, una fiera maligna con forma de niño. ¿Tendría el valor la reina Liria de matar a un recién nacido o a una criatura con forma de recién nacido? ¿Tendría él ese valor? Su nuera era una mujer fuerte y dulce. Su vida quedaría condenada.

El mago volvió a sentir, como una herida abierta, la muerte de su hijo, el Rey Caballero.

Si él estuviera, si siguiese vivo... En aquel momento los «si» no podían salvar el mundo.

Si al menos su hijo hubiese tenido otros descendientes aparte de su nieta, la princesa Haxen.

Si al menos su nieta, la princesa Haxen, hubiese tenido un esposo, ¡un esposo digno de ella y que supiera seguir los pasos de su padre!

Volvía a caer en los «si».

Tenía que salvar el mundo y solo contaba con la viuda de su hijo, que era una mujer fuerte e inteligente. Tenía que basarse en esto. Y en sí mismo, en su capacidad para avisarla.

La primera idea que se le había ocurrido —despertar al paje que tenía a sus endebles órdenes de anciano para realizar pequeños encargos y contarle todo para que él se lo refiriese a la reina— no era adecuada, era demasiado atrevida. Afortunadamente, se había dado cuenta a tiempo. El paje habría hablado, se lo habría dicho a la cocinera del palacio real, que era su prima segunda; que a su vez se lo habría dicho al agente forestal, que era su cuñado; que se lo habría dicho a su suegro, el herrero. La matanza se habría desencadenado porque en un giro de luna la historia la conocerían hasta las piedras.

El viejo Rey Mago se arrastró hasta su escritorio, último vestigio de un antiguo lujo en la austera torre donde se había retirado. Encontró la pluma de oca con la que escribía; logró quitar la tapa y verter la tinta en el tintero con un esfuerzo que le arrancó un gemido y que casi hizo que se desmayase; desenrolló un pergamino. Con ojos empañados y manos temblorosas, escribió su última carta. Un dolor en el pecho le sacudía y se hacía cada vez más fuerte. Su corazón estaba a punto de detenerse, su corazón estaba a punto de romperse.

 

 

 

Mi querida nuera, esposa amada de mi amado hijo:

Esta noche ha ocurrido un maleficio, un maleficio innoble, un maleficio terrible. El Señor Oscuro, que siempre teje tramas para causar nuestra perdición, ha movilizado a las fuerzas del mal para lograr un obsceno milagro: un hijo suyo ha sido engendrado en el vientre de una mujer de nuestro reino.

Un hijo suyo, que será inevitablemente un agente del mal y, por tanto, buscará nuestra perdición. Su presencia ahogará en dolor cada esperanza de alegría o de dignidad.

Poniendo en riesgo mi vida, que en este momento se está acabando, me ha parecido ver que la criatura engendrada llevará la imagen de un meteoro rojizo como grabada con hierro incandescente en su muñeca izquierda.

Esta criatura tendrá aspecto humano, pero no será un niño; será más bien una emanación del Señor Oscuro y, por tanto, no debe vivir.

Sé lo que os estoy pidiendo. Por favor, haced que mi muerte no sea en vano. Nadie, solo vos y mi querida nieta, debe enterarse de esto; si no, el terror y la ira se desencadenarán.

Yo la bendigo.

 

El viejo mago, que había sido rey, estampó su firma. Luego enrolló el pergamino y derritió el lacre, que bajó majestuoso y lento prometiendo secretismo y silencio. Por último, el anillo convirtió el lacre en sello.

Finalmente, despertó al paje.

—Lleva esto a la reina —le susurró.

El otro se puso de pie, se desperezó con calma y luego bostezó. Un lento y largo bostezo.

—¿Qué ocurre, mi señor? —preguntó soñoliento.

—Lleva esto a la reina —repitió el viejo mago con un hilo de voz—. Me estoy muriendo, tú lleva esto a la reina. Ahora.

—¿Voy a buscar ayuda? —preguntó el paje de repente despierto, llegando incluso a parecer por un momento inteligente.

Pero solo por un momento, claro está. Luego volvió a su expresión vagamente bovina, aquella que se podía percibir detrás del acné. Él había sido rey, un rey irascible, a veces impulsivo, en alguna ocasión incluso cruel. ¿Cómo había hecho para acabar teniendo como único alivio a su soledad al paje con más granos y menos cerebro que jamás hubiese habido en aquel minúsculo reino?

El viejo mago odiaba a aquel paje, siempre lo había odiado. La edad senil le había dotado de cierta timidez, quizá de humana amabilidad; y por eso nunca había pedido que se lo quitaran de encima y que lo sustituyeran por otro un poco más listo y con algún grano menos. Nadie tenía la culpa de tener granos, es verdad, pero ¿era necesario enfrentarse a la muerte con la visión de aquellas manchas rojizas y pruriginosas?

El viejo mago intentó retomar el hilo de su pensamiento sacudiéndose de encima las idioteces.

—La buscarás en el palacio real. La reina me enviará la ayuda necesaria —dijo el mago—. Ve y no te detengas hasta que hayas llegado allí. Por favor, es una orden, mi última orden, quizá la más importante que jamás haya dado.

—Claro, mi señor —murmuró.

Cogió el pergamino y se fue corriendo.

El viejo se arrastró cerca de la chimenea, donde las últimas brasas aún brillaban y a lo mejor calentarían sus huesos helados. Se agazapó en el suelo, se acurrucó.

El dolor del pecho era horroroso.

Había hecho lo correcto.

El mensaje que tendría que salvar el mundo, entregado a un imbécil granujiento, iba en camino. Y llegaría a su destino.

El viejo mago estaba a punto de reunirse con su hijo. Y su hijo le diría que lo había hecho bien, que había hecho lo correcto.

Su hijo no había estado de acuerdo con él en más de una ocasión.

Algunas veces lo había acusado de ser impulsivo; otras de ser cruel; otras de estar demasiado sujeto a su manía de dividir la humanidad en «altos» y «bajos», ya que un corazón indigno puede nacer en nobles palacios y un corazón valioso puede encontrarse en un cuerpo deforme cubierto por miserables harapos.

Pero esta vez su hijo le diría que lo había hecho bien. También por haberse quedado sin protestar con el imbécil granujiento: lo había hecho bien. Su hijo lo habría aprobado. Por eso, ahora se daba cuenta, se había quedado al paje.

Podía morir en paz. Estaba a punto de reunirse con ellos. Con todos. Con los siete. Con su esposa. Estarían todos juntos, en praderas infinitas, bajo cielos inmensos.

Lo había hecho bien.

Podía morir en paz.

 

2
Haxen

En la horrible noche en la que meteoros de sangre habían mancillado el cielo, Haxen, princesa del Reino de las Siete Cimas, fue sorprendida por las tinieblas mientras recorría con su caballo los últimos tramos de un amable bosquecillo lleno de castaños, avellanos y caminos despejados, con algunos ralos arbustos de moras y rosas salvajes que amenazaban los largos y límpidos caminos con sus pequeñas espinas.

En otoño se comían moras y en primavera se recogían rosas entre el trino de los pájaros que, junto a las ardillas y algún que otro búho, poblaban aquel lugar. El bosque no estaba lejos del palacio real, Haxen iba allí desde que era muy pequeña y lo conocía tan bien como el patio de las cocinas. Era el bosque donde, el día del funeral de su padre, había encontrado consuelo mirando las ardillas. Quizá por eso le tenía tanto cariño. E incluso si por una improbable distracción se hubiese desorientado, su caballo se habría encargado de llevarla de vuelta a casa, como hacía todas las veces que Haxen, acurrucada en la silla de montar, se perdía en sus ensoñaciones o lecturas. Entonces era él el que, fuerte y paciente, volvía a los establos que daban al patio de las cocinas, corazón del palacio real y del reino.

La oscuridad llegó, una oscuridad demente, jamás vista, que se tragó las almas de quienes la contemplaban, se tragó el día antes de lo previsto.

Las tinieblas envolvieron el mundo y toda esperanza de luz pareció morir. Los animales del bosque enloquecieron; el mismo bosque enloqueció en medio del estruendo de los árboles despedazados y de los torbellinos de tierra que borraron antiguos y conocidos caminos.

El caballo enloqueció, desarzonó a Haxen y huyó, algo igualmente impensable.

Lágrimas de sangre empezaron a surcar el cielo, llenando el alma de una angustia mortal que dejaba sin respiración y oprimía el corazón con una mordaza de dolor. El bosque se volvió irreconocible, una infinita maraña de zarzas. En medio de aquella luz infernal, Haxen había encontrado una cabaña en la foresta, un refugio improvisado que nunca antes había visto y que luego no fue capaz de volver a encontrar.

Era un lugar extraño, parecía claramente encantado. Antes de aquella noche Haxen no había tenido tan claro que la magia existiese, en el fondo siempre le habían quedado dudas. Es verdad que su abuelo era mago, por lo menos así se hacía llamar y así se le reconocía, pero la delgada línea que separaba la magia de la superstición no era tan evidente para Haxen. A lo mejor, que existiera una línea de luz que guiaba el mundo y una de tinieblas que intentaba condenarlo no era más que una forma de referirse a la fortuna y al infortunio. Su abuelo solía considerar un maleficio el ataque del tigre que había acabado con su hijo, el Rey Caballero, padre de Haxen. Hacía miles de años que los tigres blancos vivían en su reino, altivos y espléndidos, y nunca se había oído que atacaran a los hombres. Haxen pensaba que quizá se tratara de un animal especialmente feroz y salvaje.

Aquella noche no tuvo dudas. Los maleficios existían, la brujería también; existía el Bien, existía el Mal, y aquel lugar maldito era una proyección de la oscuridad infinita que desde siempre buscaba descarriar a los hombres, atrapar su alma. Aquel lugar era el mal. Aquel lugar era dolor, un dolor sórdido e inmundo, obsceno y brutal, lleno de náusea y aversión hacia la vida misma.

Haxen no quería entrar en la cabaña, pero no le quedaba otra opción si quería sobrevivir.

Los trozos de madera con los que estaba construida eran idénticos entre sí, lisos, como si fuesen de mentira, hechos a medida con un material frío y desconocido.

Dentro, todo era oscuridad. «Claro, en el interior de una cabaña en el bosque no puede haber más que oscuridad», se decía a sí misma al pensar en aquella pesadilla, intentando darle un halo de normalidad; aunque sabía que no tenía nada de normal. En aquel lugar había una oscuridad muy peculiar, una oscuridad que se habría tragado cualquier luz. Una oscuridad que era lo contrario de la luz, no su ausencia.

Haxen no llevaba ni un eslabón ni un pedernal, pero sabía que aun teniéndolos no habría sido capaz de sacar una chispa.

No había ningún olor: ni a tierra mojada ni a hojas podridas ni a leña de pino ni a resina. Nada. El sueño intentaba apoderarse de ella; y ella supo, sin lugar a dudas, que era un sueño innatural, un maleficio, y que era invencible.

Hizo todo lo posible para no caer dormida: se quedó de pie, golpeó los muros con sus manos hasta hacerlas sangrar para que el dolor impidiese el sueño. Pero no sirvió de nada. Incluso había salido durante la noche y se había agazapado en el suelo cubierta por su capa; pero el horror de aquellos meteoros le había explotado en el alma, obligándola a volver a la cabaña, a pesar de saber que se trataba de una trampa.

Un sueño pesado, como un desvanecimiento, como un manto de plomo, acabó por vencerla. El alba la sorprendió llena de horror y náusea. Salió de la cabaña a aquel bosque cubierto de niebla, que ocultaba los caminos, y decidió buscar huellas de su caballo y unas moras con las que matar el hambre. Dio algunos pasos entre la niebla y eso bastó para no volver a encontrar la maldita cabaña. Había desaparecido, se la había tragado la tierra.

Finalmente, el sol se alzó para calentar aquel mundo aturdido y para disipar la niebla. Haxen se encontró en su conocido bosquecillo de castaños y avellanos. Se puso en marcha, cruzó aldeas y granjas donde el horror de aquella maldita noche se manifestaba en palabras, vivencias y sollozos. Intentó transmitir seguridad y consuelo; y luego se marchó a palacio, al maternal palacio real de muros rojos, amarillos y naranjas del pequeño reino. Allí la esperaba su madre, la reina, acongojada por su ausencia, por el horror de aquella noche, aquella maldita noche.

—¿Dónde estabas, hija? ¿Dónde estabas? ¡Tu caballo ha vuelto sin ti! El horror ha penetrado mi corazón hasta desbordarlo. En esta trágica noche estabas fuera. Mirar toda la noche al cielo te habría matado, como ha matado a tu abuelo. Mi dolor ha sido infinito, como infinito es el amor que siento por ti. Durante toda la noche he hecho votos por tenerte de nuevo aquí, y que así la alegría colmase cada instante de mi vida. Y sin embargo ahora siento un miedo duro y gélido que ni la felicidad de tenerte aquí puede hacer desaparecer —dijo la madre.

La reina era una mujer fuerte. Haxen no estaba acostumbrada a verla deshecha en lágrimas.

—Estaba a salvo, madre —balbuceó.

¿Había estado a salvo aquella noche? ¿Aquella cabaña hecha de horror y oscuridad había sido un refugio?

—Tu abuelo, el Rey Mago, ha muerto —repitió la madre cuando por fin aflojó el abrazo con el que había envuelto a su hija.

Haxen se dejó caer sentada en el suelo a causa de la noticia y del cansancio mortal de aquella noche loca. Su nodriza, que había salido corriendo a la cocina en cuanto la vio desfallecer, le había traído leche caliente y un trozo de pan con aceite. Haxen, que hasta un rato antes había estado devastada por el hambre, se vio presa de una aún más devastadora náusea.

Era una sensación infinita que llenaba cada espacio de su ser de un deseo de no existir, de la certeza de que nunca más volvería a tener valor, de que la vida no era más que un peso con el que cargar.

Haxen alzó la mirada hacia su madre. Todavía era guapa, a pesar de los velos negros de la viudez y la tristeza de su mirada.

—Tu abuelo ha muerto. Se ha pasado la noche mirando los meteoros y eso lo ha matado, pero ha conseguido descifrar su horrible mensaje. Ahora lo sabemos y se lo debemos a su sacrificio.

La madre no terminó su discurso. No dijo cuál era el secreto que el Rey Mago había descifrado a costa de su vida. Haxen se atrevió a preguntárselo. A su madre le costó contestar, parecía que las palabras que pronunciaba, las mismas sílabas, la llenasen de repugnancia. Repugnancia. Aquella era la sensación que invadía todo: a Haxen, a su madre, al mundo.

El secreto era que, aquella noche, el Señor Infernal había engendrado un hijo en el vientre de una mujer para condenar a los hombres.

 

3
Hania

La primera vez que la niña se dio cuenta de su propia existencia faltaban alrededor de cuatro meses para su nacimiento.

Estaba en la oscuridad tibia del vientre de la hembra en el que su Padre, el Príncipe de las Tinieblas, la había engendrado. Ella era la hija de su Padre. Lo sabía. Era una de las cosas que sabía, lo sabía sin más.

Toda su vida estaría llena de cosas que sabía, que sabía sin más, cosas cuyo conocimiento había nacido con ella, dentro de ella. Era un fragmento de la voluntad de su Padre que ella existiese y que lo hiciese sabiendo, teniendo ya conocimiento. Muchas cosas se añadirían y se mezclarían, cosas cuya comprensión le vendría al verlas, al sentirlas o al escuchar a alguien que las contaba. Serían su conocimiento adquirido, que se fusionaría a su conocimiento innato. Y el primer punto de su conocimiento innato era que ella era hija de su Padre, el Señor Oscuro, Rey de los Abismos, Amo de la Oscuridad.

Entre sus innumerables e infinitos conocimientos innatos estaba la comprensión del lenguaje.

Hasta aquel momento, el único sonido que había llenado su conciencia inicial había sido el latido del corazón de la hembra en la que había sido concebida. Ahora, sin embargo, era su voz la que brillaba: un sonido mucho más penetrante que el latido del corazón. Seguro que la hembra siempre había hablado, pero solo en aquel instante la conciencia de la niña había pasado de ser un grumo informe a una entidad que podía comprender. Entonces había empezado a tener percepción y conocimiento y, en consecuencia, memoria.

La hembra se estaba justificando.

—No he conocido hombre, madre, os lo juro —estaba diciendo.

—¡Haxen, hija mía! Hay un niño en tu vientre, ya no cabe duda —decía la otra voz, que la niña sabía que era voz de mujer—. Yo ya he alcanzado la vejez, y juro sobre la corona que porto que mi angustia no tiene límites.

Entonces, aquella que hablaba era una mujer anciana y con una corona en la cabeza. Por tanto, era una reina. Y de esto se deducía que la mujer en la que la niña había sido engendrada —Haxen se llamaba—, al ser su hija, tenía que ser una princesa.

Al menos, su padre había elegido a alguien de la nobleza, de la cumbre de la aristocracia. Apreció el gesto. Ya era una ignominia para ella, hija de la suma Oscuridad, vivir exiliada en medio de aquella humanidad quejica y prácticamente demente. Por lo menos, que pudiese disfrutar de alguna comodidad.

Haxen estaba de pie delante de su madre, la reina. La niña usó sin dificultad la palabra «madre» para referirse a la hembra anciana, es decir, la que había engendrado y parido a la hembra en la que estaba ahora ella.

Sin embargo, tuvo que esforzarse para usar la misma palabra con esta última. Ella tenía un padre, un Padre y basta. Al final, decidió llamarla Haxen y pensar en ella como en una madre, con la primera letra en minúscula.

En aquel momento se dio cuenta de su conocimiento de la escritura y de cuánto le gustaba imaginar las letras de una palabra.

La mente de la niña percibía la mente de la hembra en la que se encontraba —es decir, Haxen, su madre—, pero no percibía las imágenes que ella veía. Le llegaban los sonidos: el suave rumor del viento al otro lado de los ajimeces, el arrullar de las tórtolas en el jardín.

La niña sabía lo que era el viento.

Conocía las tórtolas.

Conocía el terciopelo.

Conocía el negro y el rojo y el añil.

—Madre, os lo juro. Reconocedlo, siempre he tenido valor para decir la verdad. No me neguéis ese valor. Si me hubiese unido a un hombre para concebir el hijo que llevo dentro de mí, lo diría. Nunca estaría con un hombre sin amarle, sin estar orgullosa de ello. Si hubiese amado a un hombre hasta el punto de unirme a él, no lo ocultaría. Si hubiese sido víctima de una violación o hubiera rendido albedrío, lo diría y tendría el valor de limpiar mi honor. Mi padre me enseñó a usar la espada, madre, vos sabéis que puedo hacerlo. No me acuséis de mentir. No os lo permito, ni siquiera a vos —dijo la hembra en la que se encontraba.

—Entonces, explícame —gimió la reina.

La princesa Haxen habló con voz rota de un lugar que parecía una cabaña, pero no lo era; de una oscuridad que parecía oscuridad, pero no lo era.

 

 

 

—Te creo, mi adorada hija —dijo la reina cuando, por fin, su voz logró sonar de nuevo—. Por desgracia, te creo. Por desgracia, sé que dices la verdad, aunque esperaba de corazón que fuese mentira. Como sabes, tu abuelo envió una carta antes de morir. Lo mató el horror de contemplar el cielo aquella noche maldita y haber entendido su significado. Sabemos que en aquella oscuridad, manchada de lágrimas de sangre, el Señor de las Tinieblas engendró un hijo en el vientre de una mujer. O de una joven. Una concepción extraña, fuera de las normas de la naturaleza, de los preceptos de la vida. Por favor, mi querida hija, dime que me has mentido, dime que tu cuerpo ha estado con el de un hombre, con la impudicia y con la dulzura que esta unión implica; y yo seré feliz, con una felicidad absoluta. Bailaré de infinita felicidad en el patio del castillo —dijo la vieja madre.

La niña se sobresaltó. ¿La reina prefería ser la abuela de un bastardo concebido por un incauto incapaz de dejarse los calzones en su sitio, con tal de rechazar la honra de tener en su insulsa familia a la hija del Señor Oscuro? Era sorprendente. También embarazoso. Y lo peor de todo: era estúpido. La necedad de los hombres, de la que tenía ya conocimiento, superaba sus expectativas. Puede que su madre y aquella corneja chillona fuesen regentes, pero listas, para nada. Aunque fuera por necesidad, estaba emparentada con dementes. Tenía que aceptar la realidad.

La princesa se quedó un buen rato en un silencio sepulcral. Luego estalló en sollozos.

—Habrá que matar a este niño —murmuró la reina con un hilo de voz.

¿Matarlo? ¡Hablaban de ella! Entonces, ¡el enemigo era la corneja! La hembra en la que su Padre la había engendrado era demasiado estúpida, no habría llegado a esa conclusión ella sola.

—Tu abuelo, mi suegro, el viejo rey, el padre de tu padre, logró descifrar el sentido de la noche de los meteoros para salvarnos; y por ello sacrificó su vida. Nunca habría imaginado que la joven fueras tú. Cometeremos con horror este crimen, querida hija, pero lo haremos. No podemos permitir que este niño llegue al mundo porque lo destruiría. Cuando nazca, estará desnudo e indefenso por última vez en su vida, entonces lo mataremos. Es lo único que podemos hacer. Luego nos cubriremos la cabeza de negro y lloraremos el horror de nuestro destino, ser asesinas de nuestra misma sangre. Pero el mundo estará a salvo —dijo la vieja madre.