Piedras lunares
 
Fedosy Santaella
@Fedosy

Demasiado calor

En esta ciudad hace demasiado calor, un calor pesado, húmedo, de una violencia aletargada pero incisiva que ocupa todos los espacios como una gigantesca alimaña muerta y en descomposición.

No son necesarios los calentadores de agua, pero los hay. Nuestro apartamento vino con uno de esos aparatos. Cabe destacar que a mi esposa y a mí nos gustaba bañarnos con agua natural (o así por lo menos lo creía yo con respecto a ella). El agua natural formaba parte de nuestra tácita declaración de principios, contraria al artificio del calentador, cepo y símbolo del sueño engañoso.

Sin embargo, así no lo usáramos, nos gustaba tenerlo encendido. El hecho de saber que estaba allí, listo para vomitar agua caliente, nos hacía sentir superiores, evolucionados, despiertos.

Las víctimas de lo ilusorio tienen la absurda costumbre de bañarse con agua caliente en este erial de concreto donde hace un calor de pandemonio. Así lo dicta la enfermedad del molde y de la repetición automática.

Como todos, yo también nací infectado y tuve mis costumbres, pero las costumbres son apenas las consecuencias; el problema radica en ignorar que duermes dentro de ellas. No obstante, ya conocedor de tal circunstancia y como primera lección, aprendes a no desecharlas con el fin de permanecer oculto entre los súbditos del sueño enfermizo. Porque si bien la arquitectura del sueño lleva implícitas las herramientas para despertar, también su armazón monstruosa está diseñada para aniquilar a los iluminados o para subyugar a los que comienzan a abrir los ojos. Hoy entiendo que mi esposa perteneció a esta última categoría, la de aquellos que pronto son reducidos a la ignominia. Pero eso solo lo supe al final.

Nuestro noviazgo fue una alegre iniciación, nuestro matrimonio, una concentrada práctica. ¿De qué hablo? Pues del ejercicio supremo que me hizo abrir los ojos por medio de algo insospechado y aparentemente pueril: la lectura acuciosa de la sabiduría velada que se encuentra en la literatura detectivesca.

¿Quién puso esas claves allí? No lo sabría decir. Me gusta imaginar alguna oscura sociedad de iluminados que durante siglos ha dejado sus huellas en páginas inadvertidas. A veces también pienso que se trata de algo más complejo y profundo: un instinto de supervivencia angelical que ha actuado ajeno al conocimiento de sus escribanos. No sé, solo puedo decir que la literatura de detectives es mi religión, la incólume filosofía, el prístino canal de mi clarividencia.

La observación de la realidad en la que me sumerge el método detectivesco, la certeza de que todo no es como es, de que más allá de las apariencias existen lúgubres intenciones, me fue sacando gradualmente del adormecimiento.

Un día me supe despierto, percibiendo aquello que los sonámbulos no veían: el cenagoso sudor del sueño escondido bajo la mentira del jabón, el champú, las cremas y los perfumes; las miradas aletargadas y primitivas de quienes viven en el crepúsculo del inconsciente y detrás de los lentes oscuros, y los movimientos rencos y rijosos propios del organismo dormido que bombea chorros de sangre a la entrepierna.

De un manotazo aparté las leyes humanas, placebo, somnífero de la verdad. El «bien» no radica en ellas. Las leyes no son la moral y la ética de quien ha despertado. He llegado lejos, estoy por encima de estas pragmáticas ilusorias. Mis actos no pueden ser medidos por la somnolencia general; y si todavía en esta nueva dimensión seguí estableciendo ciertas rutinas, fue para salvar mi cuello.

La rutina llevaba mis pasos, mientras mi conciencia trabajaba en otros niveles. En pocas palabras, yo era un hombre con solo dos direcciones físicas: iba de mi casa al trabajo y del trabajo a mi casa (veinte minutos como máximo de recorrido).

Era un aparente autómata, que en realidad vivía sumido en el pensamiento trascendental. Nunca me detenía, y cada imprevisto era suplido por el siguiente paso de la rutina. Como aquel día, cuando hubo una amenaza de bomba en la oficina y cancelaron las actividades laborales.

Mientras el simulacro de la angustia política de mis colegas se discutía en los bares adjuntos o se disipaba en los moteles cercanos (la promiscuidad de los sonámbulos es proverbial), yo encontré una excelente oportunidad para adelantar el siguiente movimiento del guion cotidiano: irme a casa y proseguir en mi fantástico empeño de expandir la conciencia.

Llamé a mi mujer; ella era diseñadora gráfica y trabajaba en casa. Mi intención era anticiparle algo, reírme un poco con ella. Sacar a la luz los trapitos sucios de la enfermedad era para nosotros el placer máximo, y la oficina siempre ha sido y será su más absurdo dominio. Aquel día, con tanto material fresco, me apresuré a llamarla.

Cayó la contestadora, y pensé que quizás había ido a hacerle una presentación a un cliente. Igual le dejé el mensaje anunciando mi pronta llegada.

Encontrarla en la cama, bañada y en bata, echándose aire con una revista, me desubicó. Quizás porque en el camino había acariciado con fruición la posibilidad de tener el apartamento para mí solo.

Apenas entré al cuarto, dijo que había escuchado el mensaje, que seguramente yo había llamado cuando ella estaba en la ducha. Luego acotó que, aunque se había bañado, no paraba de sudar. El calor era realmente insoportable aquel día.

La besé y me fui a lavar las manos; un ritual necesario que establecí con el fin de limpiar el fango del sueño cenagal que pulula en la calle.

En el espejo detallé mi cara por unos instantes, luego fruncí el ceño, la mirada fija en un recodo del cristal.

Dije en voz alta, para que oyera mi mujer, que me parecía una buena idea eso de darse un baño. Ella replicó que no me serviría de nada, que el intenso calor mataba toda iniciativa de refrescamiento. No le hice caso.

El agua se derramó sobre mis manos y corroboré mis sospechas. Cerré el grifo, sabía que no me había equivocado.

La muchedumbre dirá que el calor me enloqueció; me nombrarán loco maniático que ha leído demasiadas novelas de misterio. Lo siento, pero la claridad extrema requiere el detalle, sobrevivir entraña cierta paranoia. La lucidez me ha traído a una región ignota donde todo ángel es terrible, y también un demonio a los ojos del vulgo soñoliento.

No justificaré mi acto, no vale la pena. Nada hay comparado al éxtasis de la revelación, nada como la apoteosis de meter los dedos en el caos para darle orden. ¡Oh sí, aquello que descubrí frente al espejo me acercó a los grandores, a La Belleza, a La Verdad!

Hace ya algún tiempo pude detectar aquel hecho curioso. Ocurrió durante la visita de una sobrina de mi esposa. Estuvo en casa una semana y, durante esos días, tomaba sus duchas con agua caliente en nuestro único baño. Siempre lo hacía en la tarde, cuando yo no estaba, o en la noche, después de mí. Sin embargo, el último día, en vista de su partida, lo hizo por la mañana. Su irreverente anticipación no me causó molestia: nunca tuve prisa en llegar al trabajo, y cualquier excusa era buena para meterme en mis libros detectivescos.

Unos minutos después, ya con el baño a mi entera disposición, abrí el chorro de agua natural, pero brotó caliente. Me pareció extraño y medité en el asunto.

Con el fin de certificar la dichosa percepción, experimenté una y otra vez con el grifo de agua caliente, y pude concluir que, al cerrar la llave, en las tuberías queda apresada una cierta cantidad del líquido a altas temperaturas. Si unos minutos después, alguien abriera la llave del agua fría, primero saldría el agua caliente contenida en el sistema.

Comprendí que se me había otorgado una pieza del caos universal y que algún día la utilizaría para colocarla sobre un dibujo aún mayor. Aquella mañana, la de mi sobrina política, mi mano abrió la llave correcta. Aquella tarde, la que ahora nos ocupa, también giré la llave correcta.

En ese momento, al cerrar el paso del agua, se manifestó en mi mente el recuerdo de la pieza lejana y pude encajarla a la perfección en el misterio que se presentaba ante mí.

Supe que mi mujer no había equivocado los grifos; ella los conocía tanto como yo. Había sido alguien desconocido, alguien que había tomado el control de la ducha; alguien, un extraño, un sonámbulo soberbio, había decidido usar el agua caliente, a pesar de la norma establecida en casa.

Salí del baño en éxtasis tras haber completado el rompecabezas, pasé frente a la mirada atónita de mi mujer (ella quiso saber qué me había pasado, y yo respondí cualquier cosa), fui a la cocina y regresé.

Mientras la acuchillaba, recordé la esquina húmeda del espejo, la sensación del agua caliente en mis manos y, sobre todo, al vecino que me saludó en la entrada del edificio; el vecino con el cabello mojado y los lentes oscuros, atestado de aroma saponáceo y dueño de esa sonrisa pulida de quien te ve como si supiera algo de ti que tú no sabes.

El vampiro de los bajos fondos

Asesinado dos veces

La mañana del 12 de mayo del año 2004, los vecinos del edificio Allegro, ubicado en la urbanización Bello Monte en Caracas, reportaron que desde hacía varios días un hedor emanaba del apartamento 17-C, y que para la fecha de la llamada se había convertido en una emanación putrefacta que atrajo a una docena de zamuros.

Muchos, en especial las vecinas de mayor edad y las muchachas de servicio, temían lo peor. Según sus testimonios, en el 17-C residía una joven de vida harto sospechosa. Especulaban que había muerto de una sobredosis o que algún compañero casual, traído de cualquier oquedad de la noche, la había matado.

La policía y los bomberos acudieron al llamado y forzaron la reja y la puerta de entrada. No encontraron a la dama en cuestión, pero sí el cuerpo de un hombre sin cabeza y con tres estacas en el pecho. Una de las estacas, clavada a profundidad, había alcanzado su corazón. A esta escena macabra, se agregaría otro detalle igual de insólito: a partir de las experticias, la víctima sería identificada como Antonio Tasso, famoso jefe de la escena criminal criolla, declarado muerto un mes atrás en un atentado con carro bomba.

En busca de una mejor pasta

Antonio Tasso, nacido en Venezuela, de padres italianos, contó billetes en la caja registradora y comió durante años mucho espagueti, lasaña y canelones en el restaurante de sus padres en la avenida Solano.

Aburrido quizás de tanta sémola casera, Tasso se buscó otros medios de hacerse de una mejor pasta. Así, comenzó manejando carros ajenos en las madrugadas y luego pasó a traficar cocaína, heroína y crack entre los inquietos jóvenes de las urbanizaciones del este.

Era un muchacho persistente y temerario, y consiguió meter los dedos en la masa de primera que tanto anhelaba. Su estilo inmisericorde, abusivo y sin respeto por la vida ajena, lo llevó en poco tiempo a convertirse en uno de los capos más poderosos de la droga, y también en el que más enemigos contaba entre sus colegas.

Tal fue la desproporción de sus acciones que, al cabo de tres años en la cima del poder, ya para los inicios del segundo semestre del año 2003, su vida se había convertido en una seguidilla de amenazas de muerte y reuniones que terminaban a gritos, con armas sobre la mesa y amedrentamientos hiperbólicos de su parte. Tasso era soberbio, no hacía armisticios con nadie.

Cuando ya no hubo vuelta atrás, se le puso precio a su cabeza. Hay quien asegura que la querían servida en bandeja. Sus enemigos fueron llamados Los Salomé.

El fanático de Nosferatu

Vivía Tasso en un penthouse ubicado en la parte alta de la urbanización Altamira. De los muchos lujos que ostentaba, le causaban especial satisfacción el televisor LCD de 100 pulgadas, el DVD y el sistema surround. Ellos formaban parte de uno de sus principales deleites: el cine de vampiros.

Ramiro Casanova, dueño de uno de los clubes de video que Tasso frecuentaba, nos cuenta: «Durante un tiempo fue fanático de El Padrino y de Los Soprano. Al final como que se cansó de la Cosa Nostra y se pasó a las películas de vampiros. Entonces comenzó a venir con más frecuencia. Si no teníamos nada nuevo de vampiros, se iba para otro club, y si ahí tampoco, se lanzaba hasta otro, y así... Yo creo que su fiebre por el género era más grande que la de un fanático de La guerra de las galaxias, y eso es mucho decir».

«Quizá la obsesión con los vampiros venga de esa sensación de superioridad, de estar por encima de los mortales que los vampiros inspiran», explica Marta Díaz Alemán, sicóloga, escritora y profesora de posgrado en la Universidad Central de Venezuela. «Los vampiros son la alegoría de la soberbia, el desprecio por lo humano, y del vivir más allá del bien y del mal, con reglas propias en un mundo reducido y hecho a la medida. Digamos que los vampiros son los mafiosos inmortales de la noche».

El inasible Matías Renfield

Nadie ha podido establecer su origen. Hay quien lo hace originario de Inglaterra, otros de Europa Oriental. Los más suspicaces especulan que era un excelso impostor del terruño. Lo que sí es cierto es que Matías Renfield se paseaba por el mundo vestido de negro impecable, pálido, enjuto y ojeroso, como si padeciera de anemia o de alguna enfermedad romántica. Su acento, según cuentan, era intencionalmente indefinido; una mezcla de inglés con francés y portugués.

Fuentes que no han querido que sus nombres sean revelados cuentan que Renfield y Tasso se conocieron una noche de póquer en uno de los casinos ilegales propiedad de Tasso, y cuyo nombre era un homenaje a sus tiempos de fanatismo mafioso: el Bada Bing.

Dicen que Renfield le llamó la atención de inmediato. Digamos que fue un amor a primera vista. Renfield sabía de vampiros (y hasta parecía uno), era experto en póquer y resultó además un oportuno consigliere que vino a traer un poco de calma a la difícil situación que vivía Tasso por aquellos días.

Se les empezó a ver juntos con regularidad. En el Hummer de Tasso, en el Bada Bing, en los restaurantes de moda y en el penthouse de Altamira. Allí, frente al plasma, Renfield le hizo conocer clásicos como The Hunger, donde el erotismo revienta de placer lésbico en los senos de Susan Sarandon y en la boca de Catherine Deneuve; o joyas más recientes del género como La sombra del vampiro, con un Willem Dafoe tan oscuro como el enigmático Max Scherck; o el animé expresionista Vampire Hunter D, donde el cazador de vampiros D –mitad humano, mitad vampiro– le arrebata a un Conde ensoberbecido por los siglos una apetecible humana de nombre Doris.

Junto al televisor, sobre una repisa acrílica, la policía encontró esas películas. Pero en el reporte que da cuenta de ello, no se nombra el film que a Tasso le causó estupor y burlas. Se trata de Dracula: Pages from a Virgin’s Diary, una versión en ballet de la historia de Stoker que Renfield, según ratificó en repetidas oportunidades más adelante, consideraba una obra maestra, pero que a su jefe se le antojó una horrorosa exaltación de la homosexualidad.

Tasso no dejaba de contar una y otra vez el acontecer de esa noche. Se infieren dos razones. La primera: servía de burla contra el circunspecto Renfield; la segunda: en esa ocasión Tasso conoció a una mujer fundamental para esta crónica.

Según el relato de Tasso, el inasible Renfield, picado por la burla de quien ponía en tela de juicio su virilidad, se hizo del celular y pidió el servicio de cuatro damas de compañía. Al cabo de media hora sonó el intercomunicador del apartamento y, en minutos, estuvieron frente a la puerta los portentos curvilíneos.

Una de aquellas damas se hacía llamar Azabache, una morena de cuerpo exuberante, que hizo de las delicias de Tasso y que, al cabo de unos meses, se convirtió en su única amante.

«Yo a Azabache no la conocía de antes», cuenta Paola, una de las mujeres que estuvieron en el penthouse esa noche. «La vi por primera vez cuando el taxi la pasó buscando por el edificio de Bello Monte. Pero no me pareció raro. Todos los días sale una puta nueva a la calle».

Los atentados

El 3 de diciembre de 2003, Tasso sufrió un atentado. La escena presentó los elementos de rigor del sicariato: una moto, una ráfaga de ametralladora, vidrios rotos, chofer y guardaespaldas muertos, auto encunetado y heridas en el pecho de Tasso.

Se sabe que Renfield se encontraba atendiendo otros asuntos y que acudió a la clínica en cuanto fue notificado del siniestro.

Antonio Tasso pasó tres meses hospitalizado, uno en cuidados intensivos. A la semana de volver a la calle, el 11 de marzo de 2004, sufrió otro atentado.

Los informes policiales y noticieros hablaron de una bomba conectada al encendido del Hummer. Los restos del hombre y su chofer volaron por todas partes.

Se cuenta que Los Salomé quedaron sorprendidos. Ninguno había preparado el crimen o, por lo menos, ninguno declaró su autoría. Pero no se detuvieron a meditar el misterio; Antonio Tasso había muerto, nada más importaba. Los Salomé se habían librado de su peor enemigo.

Orificios y sangre