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1. DE LA DISCRECIONALIDAD JUDICIAL

Escribía Montesquieu en el siglo XVIII que los jueces no eran “más que la boca que pronuncia las palabras de la ley, seres inanimados que no pueden moderar ni su fuerza ni su rigor”4. Muy probablemente, en el tiempo en el que Charles de Secondat escribía estas celebérrimas palabras, tal afirmación ya no se ajustara completamente a la realidad y no fuera más que una ilusoria idealización de la labor judicial; aunque desde luego, no lo hace en nuestro tiempo. En efecto, es indudable que en un mundo tan complejo social y jurídicamente como el actual, el juez goza de una indudable y necesaria discrecionalidad, como consecuencia, entre otros factores, del complejo sistema de fuentes, de la inevitable vaguedad de gran parte de las normas que componen nuestros ordenamientos modernos y, muy relacionado con lo anterior, del creciente recurso a los Principios Jurídicos en el constitucionalismo contemporáneo.

Sin embargo es común, todavía hoy, entre los no juristas -y aun entre algunos que sí lo son-, creer que cuando un tribunal interpreta una norma y dicta una sentencia en virtud de tal interpretación, no está haciendo otra cosa que poner de manifiesto el verdadero significado de esa norma; es decir que no está añadiendo nada a la norma, sino revelando su auténtica significación; que lo que aplica al caso no es más que la ley en sí misma y no su interpretación de la ley, que, en definitiva, no está actuando más que como el instrumento que pronuncia las palabras de la ley*. Sin embargo, esta percepción de la actividad judicial es actualmente minoritaria entre la doctrina, consciente de que “la interpretación jurídica no es un proceso maquinal en el que se “descubre” lo que la ley dice, sino una actividad creadora que presta a la fórmula de la ley una dimensión de la que carecía sin ella; se suele decir, incluso, que no hay norma sin interpretación”5.

Por esto, opinaba el propio Kelsen que “si por interpretación se entiende la determinación en cuanto conocimiento del sentido del objeto interpretado, el resultado de una interpretación jurídica sólo puede ser determinar el marco que expone el Derecho por interpretar, y por tanto, el conocimiento de varias posibilidades dadas dentro de ese marco”. Así, -continúa nuestro autor-, “la interpretación de una ley no conduce necesariamente a una decisión única, sino a varias, todas las cuales […] tienen el mismo valor, aunque sólo una de ellas se convertirá en derecho positivo”, toda vez que -concluye- “no existe genéricamente ningún método según el cual uno, entre los varios significados lingüísticos de una norma, pueda ser designado como el 'correcto' ”6.

Por ello no es posible sostener ya aquella manida cantinela de que los jueces se limitan a aplicar el Derecho de forma neutral y aséptica, apoyándose en el denominado “silogismo bárbara”, que evitaría -como sugería Beccaria-, la creación judicial del Derecho por vía de la interpretación7. Ciertamente, como es de todos conocido, durante mucho tiempo se quiso ver a los jueces como meros aplicadores del Derecho, considerándose que su labor se apoyaba en el “silogismo bárbara”, donde la premisa mayor es una forma jurídica, abstracta y general; la menor los hechos concretos fijados por el juez o el intérprete, y la conclusión el resultado de subsumir los hechos en el supuesto de hecho de la norma y aplicar las consecuencias de ésta8.

Este era el modelo judicial ideal para los ilustrados, quienes -para ponerlo en práctica- vieron la necesidad de una reforma radical de las fuentes normativas de su época, cuya organización seguía siendo sustancialmente similar al modelo medieval, basado en un Ordenamiento; en palabras de Ángeles Galiana, “compuesto por disposiciones caóticas, desordenadas, asistemáticas, incompletas, muchas veces contradictorias y en cierta medida inaplicables”9. Era imperioso, pues -continúa la citada profesora-, sustituir la acumulación de normas dispares por una normatividad unitaria, sistemática y precisa dictada por el poder soberano, que respondiera a criterios de racionalidad, para lo cual se valdría de un instrumento esencial, el código, en el que nada quedaría al arbitrio del intérprete, convirtiéndose así en garante de la seguridad jurídica.

De este modo, gracias a la codificación, no sólo la creación, sino también la aplicación del Derecho, se tornarían en operaciones racionales. En efecto, la interpretación no sería ya casuística, sino que se haría a modo de silogismo, evitándose, gracias a una buena legislación -como sugería Beccaria-, la creación judicial del Derecho por vía de la interpretación. Se lograba, en definitiva, establecer normas fijas e inmutables para los interprételes y para los aplicadores, y, por tanto, seguras para los ciudadanos “que por primera vez en la historia pueden conocer el Derecho a través de su aplicación regular”10.

No obstante, pronto se vio que el código no era tan racional como se pretendía y que resultaba incapaz de dar respuesta a todos los litigios y conflictos que surgían en una sociedad industrial que evolucionaba muy rápidamente. Situación que se agudizó con el paso del Estado liberal al Estado social, descentralizado y globalizado, que ha propiciado una multiplicación y dispersión de las fuentes normativas, con el consiguiente incremento de la producción de todo tipo de normas, dando lugar a “una legislación fragmentada en una multitud de normas desordenadas, confusas, rápidamente cambiantes y cada vez más técnicas o especializadas”11. Normas que, por si fuera poco, en muchos casos son necesariamente vagas -especialmente en el caso de los Principios Jurídicos-, pues como sostiene Endicott, “la vaguedad es un rasgo esencial del Derecho (…) no podemos concebir una comunidad regulada por leyes precisas”12.

La consecuencia de lo anterior es que en nuestros días el juez -y especialmente el constitucional, al que prestaré especial atención en estas páginas- goza de una importante discrecionalidad. Señala en este sentido Añón Roig13, que hay quienes opinan que la discrecionalidad es un aspecto a la vez central e inevitable del Derecho. Central porque los sistemas jurídicos contemporáneos distribuyen cada vez más poderes expresos de decisión a funcionarios y operadores jurídicos para realizar los objetivos legislativos de carácter más general; e inevitable porque el paso de las normas a la acción, o de la abstracción a la realidad, implica sujetos que interpreten, realicen y adopten decisiones. Esta discrecionalidad se da en todas aquellas áreas en las que se confiere un poder de decisión, y donde en mayor o menor medida ese poder puede determinar también los criterios con los cuales se ejerce un abanico de competencias.

Y puede ser cierto también, como sostiene Martínez García14, que la flexibilidad del Derecho se encuentra en relación inversa con la seguridad jurídica, y esta incertidumbre es necesaria porque -gracias a ella- se dejan abiertas cuestiones que, dada nuestra incapacidad para anticipar el futuro, no pueden resolverse razonablemente de antemano, sino sólo cuando se presentan. La incertidumbre, así, sería inevitable, y aun aconsejable ante una realidad que se está trasformando constantemente y que necesita un sistema jurídico dotado de fluidez y flexibilidad, capaz de realizar compromisos relativos y transitorios entre estabilidad y cambio; lo que se precisa es saber afrontarla conscientemente y con destreza.

Si bien es cierto que esta discrecionalidad es inevitable, también lo es que debe ser -de algún modo- fiscalizada para impedir que derive en arbitrariedad y que suponga una amenaza para los principios de igualdad y de seguridad jurídica porque, como advierte Malem Seña, en la medida en que los jueces tengan discrecionalidad, los cauces para que trasladen sus preferencias idiosincráticas a sus decisiones permanecen, en mayor o menor sentido, abiertos, toda vez que la interpretación es una actividad creativa sujeta a las veleidades ideológicas -en un sentido ampliodel intérprete, lo que podría comportar que las decisiones judiciales pudieran ser diferentes en casos similares, ya que dependerían de aspectos personales del juzgador15.

Se suele aducir, sin embargo, que existen diversos mecanismos para limitar los efectos de tal discrecionalidad. El primero sería la exigencia de la motivación de las decisiones judiciales, lo cual implica que éstas deben ser justificadas, es decir, han de estar avaladas por razones. Señala en este sentido nuevamente Malem16, que la finalidad de la motivación es tanto endoprocesal como extraprocesal. Desde el punto de vista de la primera, la motivación trata de evitar la arbitrariedad: ofrece razones a las partes que participaron en el proceso y facilita el control de la actividad jurisdiccional, al dotar de argumentos para los recursos. Mientras que desde una perspectiva extraprocesal, la motivación de las decisiones judiciales es una muestra de la responsabilidad del juez que ofrece explicaciones y razones de su decisión, cumpliendo una tarea de pedagogía social y contribuyendo así a aumentar la confianza del ciudadano. Sobre todo la motivación señala la sumisión del juez a la Constitución y a la ley*.

Pero la duda que surge, llegados a este punto, es qué hay que entender por una “decisión judicial racionalmente justificada”. Así, es habitual señalar que el razonamiento judicial es racional si el paso de las premisas a la conclusión tiene lugar de acuerdo a las reglas del razonamiento lógico, el cual tradicionalmente se ha identificado con la aplicación del silogismo judicial. Ahora bien, como señala Iturralde17, el recurso exclusivo al silogismo puede ser criticado por varias razones.

En primer lugar, porque algunos afirman que el silogismo no agota el razonamiento judicial, puesto que representa solo el iter que el juez sigue para alcanzar la decisión, pero no comprende la actividad esencial del juez, a través de la cual llega a fijar las premisas empleadas para tal fin, lo cual es esencial. Y ciertamente en muchas ocasiones podemos encontrarnos con normas jurídicas en conflicto o con falta de normas aplicables al caso, por lo que no es posible usar el razonamiento silogístico para determinar la norma aplicable, con la consiguiente indeterminación sobre qué norma ocupa el lugar de premisa mayor. A lo que hay que añadir el problema que “puede expresarse como sigue: “todos los S son P”, pero la cuestión esencial es precisamente si la conducta del demandado o acusado es S; en otras palabras, el problema es de clasificación, de otorgar una cualificación jurídica a los hechos reales, más que de deducción”18.

En esta línea, afirma Michel Tropper que nunca es verdadero -y no puede serlo- que la decisión sea solo la conclusión de un silogismo, cuyas premisas son independientes del juez. Para comenzar, la ley no prescribe nada para un caso, sino que prescribe para una clase de casos. Por tanto, es necesario determinar a qué clase de caso pertenece el que se tiene que juzgar; es necesario comenzar por determinar la premisa menor, que no es un dato, sino el resultado de una operación intelectual, por lo que la decisión de subsumirlo en una u otra categoría puede ser discrecional en no pocos casos. En otros términos, debe decidirse si se aplica tal o cual ley. Más aún, una vez determinada cuál será la ley aplicable, es necesario además, interpretarla. La premisa mayor tampoco es un dato sino una “construcción”, pues la ley no es una norma general, sino un enunciado cuya significación es una norma general. Por lo tanto, es necesario interpretar este enunciado para determinar cuál es la norma general que expresa. Ahora bien -concluye-, la interpretación es una actividad de la voluntad, esto es, discrecional19.

Pero, lo que es más relevante, puede sostenerse que la teoría del silogismo proporciona una explicación inadecuada e inexacta de la manera en que los jueces realmente deciden los casos, toda vez que -se arguye- su metodología ha sido y continúa siendo claramente no deductiva. Y así lo reconocía por ejemplo el famoso magistrado del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, Benjamin Cardozo, quien comentaba con la mayor sinceridad en su libro The Nature of The Judicial Process, cómo resolvía los litigios sometidos a su conocimiento. En términos generales, él no seguía ningún método de interpretación específico: lo que hacía primero era buscar la solución que le parecía justa, y después se preocupaba de ver cuál de los métodos de interpretación podía servir para justificar la decisión que ya de antemano había tomado20.

En definitiva, como sostiene Devlin, un juez debe ser un hombre muy arrogante (y así probablemente un mal juez), si supone que incluso en las cuestiones de hecho siempre tiene razón. En un alto porcentaje de casos la tiene, pues de lo contrario perdería credibilidad. Pero hay un número apreciable en el que, confrontado con dos historias contradictorias y poco más, tiene que basar su decisión principalmente -y en ocasiones, únicamenteen su impresión de los testigos, y en casos difíciles no puede tener razón siempre, sino que, ciertamente, no convencerá a la parte perdedora de que no tiene la razón. El objeto del proceso no es, por tanto, forzar al contendiente a presentar un razonamiento superior, sino proveer un método civilizado para solucionar controversias y así evitar que cunda una sensación de injusticia21.

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