seven

 

 

 

 

 

 

 

 

 

COLECCIÓN

Las Hespérides

 

 

SANTIAGO ELORDI

seven

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

© De los textos: Santiago Elordi

 

 

Santander, junio 2016

 

EDITA: La Huerta Grande Editorial

Serrano, 6 28001 Madrid

www.lahuertagrande.com

 

Reservados todos los derechos de esta edición

 

ISBN: 978-84-94-6597-7-5

 

Diseño cubierta: Enrique García Puche para 3BIEN Comunicación

 

 

 

 

a Ranald Macdonald y Seven, aunque nunca lean esta historia

 

 

 

 

La rareza fija el precio de las cosas.

Petronio 

 

 

No robes: de esta manera no tendrás nunca suerte en los negocios. Haz trampas.

Ambrose Bierce

 

 

Es imposible medir simultáneamente de forma precisa la posición y el momento lineal de una partícula.

Heisenberg

 

 

 

 

No era un explorador

 

1

 

No era un explorador. Comenzó a caminar, no había otra opción. Al viejo Land Rover se le había fundido el motor en las lluviosas montañas de Camboya. Recordaba que estaba enojado, incómodo, quiso un trago. Llevaba el maletín lleno de billetes con el rostro de un rey desconocido, los bolsillos de la chaqueta con piedras semipreciosas. Manchas de barro en los zapatos Church’s lo hicieron detenerse unos instantes. Continuó caminando montaña abajo. En el valle, de pronto una visión espantó su agotamiento. Escondido entre las palmeras se acercó sin hacer ruido, sigilosamente. Una bella niña hundida hasta la cintura cortaba cañas a orillas de un pantano. Imaginó a aquella niña creciendo en otro lugar, arrastrándose desnuda en las alfombras de hoteles lujosos. El sol, esperó a que el sol se escondiera tras los campos de orquídeas y la siguió de vuelta a la aldea. Desde un palafito le hicieron señales invitándolo a entrar. A cambio de nada le dieron agua y arroz. Entonces supo que la niña que vivía en aquella casa infestada de mosquitos junto a seis hermanos, casi todos enfermos de tuberculosis, se llamaba Seven. Algo le dijo al padre de Seven que con los años no se atrevería a repetir en público. Para qué, si en estos tiempos nadie se lo iba a creer. Se cuenta que dejó el maletín con dinero en el suelo, y sacudió los hombros para no pensar.

Y había un sol que parecía estar en otra parte.

 

2

 

Casi veinte años después, bajo el mismo sol (que parecía estar en otra parte), el hombre estaba irreconocible. Había engordado como un cerdo, y no le importó cuando un viento caliente levantó su kilt para la inauguración de Stratford Town, el nuevo barrio inglés de Shanghái. Ni la menor vergüenza sintió por no llevar calzoncillos cuando pasó desfilando frente a los inversores. Seguido por una banda de desafinados gaiteros chinos, le costaba caminar, pero dicen que llevaba a Seven tomada por la cintura. Y varias copas en el cuerpo.

Había más razones para flotar por encima del mundo: el hombre se ufanaba de su posición económica, aseguraba descender de un rey de Escocia, y que una orden secreta velaba por sus intereses.

Se cuentan tantas cosas sobre el viejo MacGregor. Sus tiempos de trader por el sudeste asiático, cruzando las fronteras de Camboya y Laos, comprando la malaquita, el ónix y la obsidiana.

Para mantenerse activo, a su avanzada edad se había dejado convertir en un ícono internacional de la publicidad británica. Bastaba su bigote espiral y sobre todo la compañía de Seven para atraer las miradas en los eventos.

Agnus MacGregor fue para la agencia de promociones THG-UK lo que se llama un ítem de lujo en los gastos operativos.

 

3

 

—Papa quiere hacerlo antes de quedarse dormido —insistió la primera noche, en el hotel del nuevo barrio inglés de Shanghái.

—Papa debe esperar un poco —susurraría Seven.

Estaba tendida en una cama de madera de sándalo, velada por unos tules que hacían de mosquitero, observaba muy atenta unas láminas en un libro de arte contemporáneo.

Hábil negociador, el viejo MacGregor sabía que insistir era una mala estrategia.

Un biombo de cartón plegable e ilustrado con postales de todo el mundo formaba una pequeña esquina en la habitación. Bosques alpinos, dunas del Sahara, acantilados sobre un mar gris y revuelto, por momentos le hicieron recordar sus viajes y comenzó un juego.

Lo hacía siempre que debía esperar. Consistía en pasearse de un lado a otro por la habitación, como si estuviese resolviendo algo muy serio.

—¿Qué haces, Papa? —comenzaba preguntando Seven.

—Le busco el cuesco a la banana.

—Pero si las bananas no tienen cuesco —agregaba la bella Seven continuando el juego.

—Esa es la gracia, si tuvieran no habría nada que buscar —concluía el viejo MacGregor soltando una carcajada.

La primera noche en el hotel de Shanghái, como casi todas las noches desde hacía casi veinte años, el salvajismo natural de Seven terminó excitando su imaginación.

Se podría agregar que comenzó a refregar su carne de viejo elefante sobre el vientre terso y delicado de Seven.

 

4

 

Construido en los suburbios de Shanghái, Stratford Town era parte de un megaproyecto inmobiliario que estaba siendo inaugurado. Construido para una numerosa comunidad de profesionales chinos anglófilos, contaba con terrazas victorianas y edificios imitación Tudor.

«Inglaterra en Shanghái», rezaba una publicidad en el techo del hotel. Era un aviso luminoso que mostraba el rostro del viejo MacGregor riendo y cerrando un ojo. El hotel, de inspiración medieval, era una torre de hormigón, emplazada al centro de una bucólica laguna con puentes levadizos donde nadaba una decena de cisnes. No faltaban pubs para disfrutar de una pinta de cerveza negra. Una copia de una pintoresca iglesia románica en la plaza principal sería el escenario ideal para las bodas.

El mercado global se expande destruyendo identidades, habían comentado el primer día algunos turistas en el bar.

El viejo MacGregor apenas los escuchó. Había hundido su mano temblorosa en la copa de Martini para agarrar la aceituna. Sin perder las buenas maneras, se despidió hasta desaparecer lentamente por un pasillo decorado con dragones de yeso.

Era mejor así, desaparecer del mundo cuando no se rimaba con la gente. Al fin y al cabo las historias se vivían sin importar quién las contara.

En un ascensor de cristal subió a su habitación.

Reconoció con agrado las paredes empapeladas con paisajes de la campiña inglesa, y sobre todo las aspas del ventilador agitando los cabellos largos y rubios de Seven, oscuros en las raíces.

 

5

 

Ni a poca distancia se notaba el bisoñé que cubría un cuarto de su cabeza. Menos, la prótesis, alba y regular, un buen trabajo de odontología. Después de comer la limpiaba prolijamente, pieza por pieza, con un mondadientes de plata.

Varias veces los mozos encontraron el implante tirado en el suelo, en el comedor del hotel. Lo subían a la habitación en una bandeja. Al final de la semana cambiaron de decisión y lo dejaban en el lobby. Seven pasaba a retirarlo.

El viejo MacGregor prefería devorar carnes blandas. Durante la semana que duró la inauguración de Stratford Town, obsesionado degustó una variedad de ranas con irregulares lunares rojos en el lomo, bañadas en salsa de caramelo. Como si fuese una última cena, chupaba extasiado los blancos huesitos hasta la médula, en un intento de extraer todas las oportunidades que ofrecía el recién inaugurado barrio inglés de Shanghái.

A su edad contaba con una salud de fierro. Usaba el mantel como servilleta. Muy lejos de sentir vergüenza, su panza era una marca registrada, y echado hacia atrás aseguraba que generalmente las personas delgadas eran aburridas.

Seven podía acompañarlo a la mesa con un plato ligero. Se entretenía haciendo figuritas de animales con las servilletas, monos, pájaros, peces extraños.

El viejo MacGregor devoraba esos mismos animales que Seven había representado con arte, acompañados con raíces picantes.

En Stratford Town también había un restaurante vegetariano. Daba a la laguna de cisnes de cuello negro. Cada vez que el viejo MacGregor pasaba por ahí hacía una mueca de desprecio. Con aire de superioridad, consideraba a los vegetarianos seres incompletos, desprovistos del asombro gustativo para asimilar la sorprendente variedad de los seres vivos.

Si para Seven comer era más bien una necesidad de supervivencia, para el viejo MacGregor consistía en la oportunidad de relacionarse con la diversidad de la existencia terrestre.

Desde niña Seven lo recordaba comiendo cosas extrañas. Decía que para él comer era un rito, una especie de práctica arcaica, de canibalismo.

Producto de su cultura, el viejo MacGregor privilegiaba los sabores agridulces. En sus maletas llevaba cajas con jaleas para preparar, y le gustaba esparcir esos polvos sobre las ostras en los eventos. Entre las cajas de jalea, la antigua marca Angel Delight con sabor a vainilla era su debilidad. Ese niño colorín en la tapa, pecoso y con anteojos de chocolate, obeso, pero eternamente joven como Seven.

 

6

 

—¿Por qué es imperdonable beber el whisky con hielo? —solía preguntarle al barman del hotel, un chino conversador y de ojos saltones.

Lo hacía apenas llegaba a la barra.

—Hay que conservar tibio el aliento del dragón, Sr. MacGregor —contestaba el barman como un alumno repasando una lección.

—¿Y por qué el whisky se bebe con solo una gota de agua?

—Para que respire el dragón, Sr. MacGregor.

—Aprobado, Slaandjivaa —exclamaba estridente el viejo. Y explicaba que aquella expresión en gaélico significa «a tu salud».

Como con el whisky, el viejo MacGregor tenía las cosas muy claras; continuando con sus gustos, no toleraba a la gente que llevaba los zapatos sucios. Los zapatos deben brillar incluso bajo el fuego, decía. Pero más se irritaba cuando Seven se negaba a acostarse con él después de una comida abundante.

Nunca decía nada, pero cuando una de estas cosas sucedía, le daban ganas de agarrar por el cuello al primero que se cruzara por delante.

Se entiende que a sus años había corrido mucha sangre bajo los puentes.

Le producía confusión una época en que estuvo casado con una mujer que le hacía seguir dietas estrictas para bajar de peso. Tiempos difíciles que prefería pasar de largo, o dejarlos botados, como sus camisas en el suelo del cuarto; total, la mucama del hotel podía recogerlas.

 

7

 

Por la mañana bull shot para la resaca, gin and tonic en la tarde y whisky durante todo el día.

Era pleno verano en Stratford Town y algunas chimeneas de ladrillos escupían humo artificial.

Nada estaba bien o mal en este mundo. Las cosas sucedían, eso era todo. Los hechos develaban deseos y los deseos satisfacciones. En esta cadena de evidencias, la salida era dejarse llevar a favor de la corriente.

—La gente seria me asusta, Papa —había comentado Seven el segundo día en Stratford Town.

Lo había dicho vaciando el vaporizador de flores en la habitación del hotel.

—Si la gente seria te asusta, no dejes de sonreírles, y recuerda, ni adentro ni afuera —dijo el viejo MacGregor, antes de poseerla con pequeños golpes como a ella le gustaba.

También le daba placer a Seven hacerlo en penumbras, mientras miraba una película retro, en blanco y negro. Las cortinas pesadas y púrpura de la habitación cerradas como telón de fondo.

 

8

 

Ni adentro ni afuera, le solía repetir a Seven cuando ella se quedaba jugando en las tragaperras del hotel. Y también se lo repetía a sí mismo.

Ni adentro ni afuera era un llamado de atención y una licencia al descuido. Tenía que ver con una medida de ubicación y un sentido de equilibrio. Era tal vez el núcleo central de lo que algunos llaman una filosofía de vida.

Con práctico reduccionismo, el viejo MacGregor había llegado a clasificar a la mayoría de las personas de este mundo en dos grandes categorías: dentro y fuera del sistema. Por sistema entendía un espacio confuso pero dividido por una línea muy clara y precisa. A un lado había gente que luchaba por conservar algunos beneficios, mientras al otro estaban los que anhelaban esos beneficios, y no podían poseerlos.

Adentro y afuera generaba entonces distintas posiciones, condicionaba estrategias de conquistas y defensas de posesiones, con sus consecuentes costos de libertad.

Esto el viejo MacGregor no lo explicaba así, claro que no; él más bien lo observaba. Por ejemplo, a los que se sentían a gusto adentro y no quería salir, o creían sentirse a gusto. Podía también distinguir a la gente que quería salir y no podía, o a los que estaban afuera o demasiado afuera, y no podían entrar. Poca atención prestaba a los que no querían entrar, y sabía que tras estas múltiples combinatorias había un centro de referencia: el dinero. La más abstracta y a la vez concreta de las invenciones humanas. A veces presente, otras esquivo, ligero y gracioso como los cabellos rubios de Seven movidos por el ventilador que pendía del techo. O como las botellas de licor vacías en la habitación.

El dinero como un dios capaz de manifestarse a través de todas las cosas. Y también a través de las que faltaban. Bastaba con estirar la mano hacia el velador y ponerse el implante o los anteojos para comprobar su omnipotencia. O revolcarse sobre la cama con el mosquitero de tules, con la boca llena de polvos de jalea. Y el turgente cuerpo de Seven moviéndose bajo y sobre su carne floja.

El dinero y su historia, que se cruzaba con su propia historia. Si en un principio había sido sal, dientes de perro, más tarde monedas metálicas con el rostro del rey, ahora se presentaba como tarjetas electrónicas, acciones financieras. Un dios mutante cuya velocidad aumentaba vertiginosamente mientras el viejo MacGregor se volvía cada día más lento.

Por esta contradicción vital, el dinero era un dios al que tampoco se le debía una adoración ciega. Ni adentro ni afuera también significaba un cierto descuido, ligereza, evitar cultos y posiciones extremas. Así, después de poseer a Seven, el viejo MacGregor podía arrojar billetes de poco valor sobre la cama con el mosquitero de tules.

Así le gustaba jugar con los afectos; como una parodia de compra y venta.

«Balance positivo, después de tantos años seguimos juntos», dijo la mañana del tercer día en Stratford Town, durante el desayuno, engulléndose media docena de huevos revueltos con raíces chinas.

Hincada a los pies de la cama, Seven le ayudaría a vestirse para asistir a los próximos compromisos.

 

9

 

Cuando Peter Carrey, gerente de la agencia de promociones THK-UK, le pedía que se pusiera las plumas de águila en la boina, asentía. Hacia el final de la semana, cuando le sugirió que reemplazara el kilt por un traje convencional, tampoco puso inconvenientes.

La estrategia de vida del viejo MacGregor fue siempre la misma: dejarse llevar a favor de la corriente.

Después de todo, lo importante era cumplir con los compromisos para regresar lo antes posible al hotel, tomar baños de espuma en la tina victoriana con patas de león, perseguir a Seven por la habitación, desnudo, gateando sobre las alfombras inglesas.

Y ella arañándole la espalda, hundiendo su diminuta nariz entre las grasas de su abultado abdomen.

Sin embargo, el viejo MacGregor era un hombre liviano por dentro. Y liviano se sintió el tercer día en Stratford Town después de una larga siesta. Apenas despegó un ojo, estiró una mano hacia el velador donde había dejado una caja con polvos de jalea.

Insaciable se llenó la boca y comenzó a recorrer los íntimos secretos de Seven. El dulce y ácido sabor de los polvos de jalea mezclado al salvaje aroma de Seven, finalmente evanescente, le deparaba un enorme placer.

Un pervertido, comentaron varias veces a sus espaldas algunos, en cuyas bocas la historia parecía ser otra.

 

10

 

Que tenía gracia. Gracia y vitalidad. Eso comentaba la gente. Un optimismo incorregible, a juzgar por la manera de empinarse las copas de champaña.

Intrigaba cómo, luego de tantos años, había logrado que una chica oriental continuara girando alrededor de su órbita decadente.

Historias y promesas.

No era un explorador, comenzó a caminar, no había otra opción. El Land Rover había fundido el motor en las lluviosas montañas de Camboya…

Eso podía contarle a la gente en los eventos. Su época de trader de piedras semipreciosas en el sudeste asiático. La época más entrañable, cuando vio a Seven por primera vez.

whisky

Y lo más importante, el placentero recorrido, casi abyecto, de su lengua untada de polvos de jalea por los pequeños pechos de Seven.