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Primera edición: enero de 2017

 

© Javier López Facal, 2017

© de esta edición, Clave Intelectual, Madrid, 2017

Paseo de la Castellana 13, 5º D- 28046 Madrid – España

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ISBN: 978-84-946343-5-2

 

 

IBIC: JF: Sociedad y cultura en general. Ensayo social

 

Diseño de cubierta: Lucía Bajos, luciabajos@luciabajos.com

ÍNDICE

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

 

PRÓLOGO

1 LA CONSTRUCCIÓN DEL OBELISCO

2 LA PODA DE LAS DISCREPANCIAS

3 OSTRACISMOS Y PERSECUCIONES POLÍTICAS MÁS SERIAS

4 LA REGULACIÓN DE LAS EMOCIONES ESTÉTICAS

5 EL NÚMERO PI Y OTROS DESCONCIERTOS

6 ANALOGÍA Y ANOMALÍA EN EL LENGUAJE

EPÍLOGO

ÍNDICE DE NOMBRES PROPIOS

 

Notas

Notas a la conversión

 

 

 

 

A mis sobrinos, a los muertos que me hicieron

llorar y a los vivos que me dan alegrías

PRÓLOGO

 

 

 

Pretendo convencerle a usted con este libro de que la perfección, el orden, la disciplina e incluso la ortodoxia no deben perseguirse a cualquier precio ni a cualquier coste, porque una cierta imperfección, un poco de desorden o de heterodoxia pueden ser saludables y aun hermosos. Perfect is boring, “lo perfecto es aburrido”, lucía el texto de la camiseta de un joven que vi en el metro hace algún tiempo; leí el mensaje, lo miré a los ojos y le dije: “estoy de acuerdo” y el chico me devolvió la mirada con esa irónica y condescendiente sonrisa que los jóvenes dedican a los viejos chiflados.

Entrando ya en faena le diré que me niego a aceptar que la primera acepción de la palabra “dendrofilia” se refiera a una parafilia sexual que define la atracción que sienten algunas personas hacia los árboles, lo que los lleva al extremo de que solo consiguen orgasmos cuando practican sexo en, sobre, junto a o en presencia de esas criaturas vegetales, probablemente las más longevas y quizá más venerables de la biosfera.

Líbreme Dios de proponer que se castiguen esas guarrerías arbóreas con multas, cárceles o penas mayores; opino que cada uno es muy libre de montárselo como quiera, pero solo pido por favor que no nos monopolicen u ocupen prácticamente en exclusiva el significado de una palabra que la mayoría de las personas entendemos de manera harto diferente. Si esos extravagantes individuos desean disponer de un término griego para definir su simiesca afición, que la llamen “dendromanía”, que sería algo así como “locura por los árboles”, o “dendropornía” que vendría a significar “prostitución arbórea”, o algo por el estilo.

Para la mayoría de la gente, como para quien esto escribe, la dendrofilia es simple y llanamente el amor por los árboles en general, un amor casto y lleno de limpia admiración, de pura curiosidad y de buenos sentimientos, igual que, por poner otro ejemplo más trivial, la “anglofilia” no presupone necesariamente que queramos montárnoslo con los o las inglesas, sino que esa gente, su cultura e incluso sus ocasionales excentricidades nos suelen caer bien o hacer gracia.

Observo que el amor o la simple afición por los árboles se puede rastrear desde muy antiguo y siempre o casi siempre con un contenido casto. Lo primero que me viene a la cabeza, así a bote pronto y sin pararme a pensar mucho en el asunto, es la primera égloga de Garcilaso de la Vega que rinde tributo al dulce lamentar de dos pastores, Salicio juntamente y Nemoroso en el que uno de ellos toma su nombre del sauce (Salicio) y el otro de todo el bosque (Nemoroso). Sabemos que a quien deseaba realmente “Salicio” era a Isabel Freyre, una señorita portuguesa dizque de muy buen ver y no a un árbol de la umbría, del que probablemente no podían ni imaginar aquellos dos pastores que pudiese funcionar como un objeto sexual en el que descargar sus rijosos deseos o torpes efluvios.

Una vez hecha esta precisión, ya puedo declararme dendrófilo apasionado, perteneciente además a una familia en la que la dendrofilia es una tradición más que centenaria: mis hermanas, hermanos y yo la hemos heredado de nuestro padre, que a su vez la había heredado de su abuelo, muerto hace aproximadamente un siglo. De hecho, un fresno que hay al lado de la casa de mi padre, lo plantó el bisabuelo Ramón en la segunda mitad del siglo XIX y una gran palmera que identifica la casa desde lejos, la plantó un hijo suyo, que era cura de Dumbría, unos treinta años después, es decir, ya hacia finales del siglo antepasado o quizá a principios del siglo XX.

Afortunadamente hemos conseguido trasmitir esa afición dendrofílica a la siguiente generación: mi hija, por ejemplo, está inculcándosela ya a mis nietos, con un éxito muy notable para una época como esta en la que es difícil que los niños se interesen por algo que no tenga pantalla.

El caso es que cuando mi hija era pequeña solíamos ir los fines de semana a los parques de Madrid, sobre todo a la Casa de Campo, al Parque del Oeste, al Retiro o al Jardín Botánico y allí le enseñaba yo a distinguir los árboles, sobre todo por sus hojas. Cuando íbamos al Jardín Botánico concretamente, nos parábamos delante del gran olmo “Pantalones”, un ejemplar más que bicentenario, así conocido porque tiene dos grandes ramas que parten del tronco hacia arriba y recuerdan unos pantalones invertidos, con la cintura abajo y las piernas abiertas formando la copa. Hoy ese pobre “Pantalones” está gravemente enfermo de grafiosis, pero lo están cuidando con todo mimo los expertos del Jardín por pura dendrofilia y porque no quedan muchos ejemplares en Europa que no hayan sucumbido ya a esa maldita peste siberiana.

Pues bien, al ponernos bajo la copa de “Pantalones” recogíamos una hoja del suelo, una de esas hojas simples y serradas que terminan en la base con una marcada asimetría y gracias a esa singularidad morfológica mi hija decía sin dudar: “¡Un olmo!”.

No suelo resistir la tentación de seguir recogiendo ocasionalmente hojas de olmo que me encuentro por las calles, guardarlas en la cartera o la agenda y pasarlas luego a las páginas de los libros, donde van secándose poco a poco sin perder su hermosa asimetría, su desacomplejada imperfección.

Les tengo especial aprecio a los olmos, además, porque eran los árboles que las ninfas plantaron sobre la tumba del bueno de Eetión, padre de la pobre Andrómaca, a quien dio muerte Aquiles, aquel héroe desequilibrado y sanguinario; de la madera de un olmo salió también el cuerpo de la primera mujer de la mitología escandinava, Embla (“olmo”), de la misma forma que al primer hombre, Ask (“fresno”) lo tallaron de un fresno, porque aquel era un pueblo maderero y no alfarero, como son los mediterráneos, que tuvieron que inventarse a un primer hombre hecho del barro de la tierra, más o menos como hacen los botijos, para que se haga usted una idea.

Pero volvamos a la hoja del olmo, a su asimetría, a su imperfección y a su belleza. He dicho ya que a mí me gusta mucho, pero estoy casi seguro de que a sir Edwin Lutyens no debía gustarle nada. Cuenta en efecto Óscar Tusquets[1] que revisando en cierta ocasión este famoso arquitecto victoriano los planos de un edificio que había esbozado un joven colaborador suyo, se agarró un cabreo monumental (los cabreos de los arquitectos son siempre “monumentales”, ex officio, es decir, por una cuestión profesional) porque el joven meritorio proponía situar asimétricamente un ventanuco en la fachada posterior de una casa. El joven farfulló en su descargo que el asunto no tenía la menor importancia porque aquel ventanuco estaba en un patio interior trasero donde nadie lo vería, pero sir Edwin le replicó con una ira educada y apenas contenida: “Dios sí lo ve”.

Deduzco, pues, que a sir Edwin no debían de gustarle las hojas de los olmos ni según él tampoco a Dios, que parece ser un ente más bien partidario de la simetría, el orden y la perfección y cuya ira suele tener unas consecuencias mucho más funestas que las del reputado arquitecto victoriano.

Estoy utilizando tres palabras una tras otra como si fueran sinónimos, pero me doy cuenta de que no son exactamente sinónimas; es más, soy consciente de que no existen palabras absolutamente sinonímicas porque, aunque coincidan en mayor o menor medida en sus contenidos semánticos, nunca van a tener unas distribuciones idénticas, es decir, en determinados contextos solo podrá aparecer una de ellas y no la otra u otras.

Permítanme pues que utilice la palabra simetría como la disposición de elementos emparejados regular y especularmente a un lado y otro de un eje real o imaginario; la palabra perfección como la ausencia de errores, faltas o irregularidades, y la palabra orden como la disposición de las cosas de acuerdo con una pauta regular, predecible o previsible. No pretendo ofrecer aquí una definición lexicográfica muy precisa, sino una definición provisional, como de andar por casa y solo para ir tirando.

Ahora bien, cuando hablamos de imperfección estamos suponiendo tácitamente que existe una “perfección” y ese concepto suele referirse sobre todo a la esfera moral; cuando por el contrario hablamos de “simetría” solemos aludir fundamentalmente a un concepto estético, mientras que el concepto de “orden” puede aplicarse casi a cualquier ámbito de la vida, tanto a una realidad o un espacio físico, como a uno mental o moral.

Ocurre sin embargo que la hoja del olmo ni es simétrica, porque sus dientes no están emparejados especularmente a un lado y otro de su eje; ni es perfecta, porque contiene una falta de regularidad claramente apreciable, ni sigue un orden previsible y, sin embargo, me reconocerán que es hermosa o al menos a mí me lo parece. Le he dedicado por lo tanto el título de este ensayo, precisamente porque me sirve tanto para un roto como para un descosido y en este libro pretendo reflexionar sobre la utilidad, conveniencia, oportunidad, bondad o belleza de una cierta imperfección, un cierto desorden o una cierta asimetría y no solo en la ética o la estética, sino también, por ejemplo, en la política.

En los años setenta del siglo pasado yo solía leer con cierta frecuencia y escaso aprovechamiento el semanario Der Spiegel, con la secreta y fallida esperanza de poder llegar a leer alemán con alguna soltura. Pues bien, recuerdo un artículo o reportaje que informaba de una reunión del partido socialdemócrata (SPD en sus siglas alemanas) celebrada en Hannover en la primavera de 1973, en la que Willy Brandt pronunció una frase que ya entonces me dio que pensar y que atesoré por lo tanto en mi memoria. Decía así: “el perfeccionismo ese vicio terrible, no solo alemán”.

Estoy moderadamente seguro de que ni a sir Edwin Lutyens ni a Dios nuestro Señor les hubiera gustado tanto como a mí esa reflexión del entonces canciller y premio nobel de la paz Willy Brandt, pero parece claro que su consideración de que es un vicio horrible el perfeccionismo, es decir, la búsqueda de la perfección más allá de cualquier límite, resulta de una enorme sensatez cuando se aplica a la política.

Aplicado a las creencias religiosas, el rechazo del perfeccionismo puede llegar a ser también tan higiénico como saludable. Recuerdo al respecto una conversación que tuve con un taxista griego en Atenas, por los mismos años de lo de Willy Brandt, que trataba de convencerme de que la religión verdadera era obviamente la suya. Su argumento era pintorescamente etimológico: “¿Sabe usted lo que significa en griego ortodoxia?”. “Pues sí”, le respondí, “algo así como creencia u opinión correcta”. “¡Ajá!”, exclamó encantado de haberme pillado como a un pardillo, “pues entonces ¿por qué no se hace usted ortodoxo, si es la creencia correcta?”. “Pues porque a mí, si le soy sincero, me convencen más las opiniones incorrectas”. Me miró entonces por el espejo retrovisor con una mezcla de conmiseración y horror, como si estuviese llevando en su taxi a un discípulo de Satanás y dejó de dirigirme la palabra hasta que llegamos a la puerta del hotel, donde me gruñó el precio de la carrera sin mirarme a la cara.

El poeta Horacio dejó escrito en una de sus Sátiras quesunt certi denique fines/ quos ultra citraque nequit consistere rectum, “existen en definitiva límites precisos/más allá o más acá de los cuales no puede darse lo correcto”.

Voy a dedicar los primeros capítulos de este ensayo a aquellos ámbitos que exhiben, o creen exhibir, una perfección que se manifiesta a través de ortodoxias inquebrantables, incriticables, de absoluta entrega y dedicación; me refiero a las ortodoxias religiosas y a las políticas en las que muy frecuentemente la “perfección” va de la mano de la opresión y la “imperfección”, en cambio, de la libertad.

Una segunda parte tratará de los ámbitos en los que la perfección, y sus correspondientes ortodoxias, es solo deseada, añorada o perseguible, eso sí con ahínco, pero que no exigen del frágil e inconstante ciudadano una sumisión absoluta, ni una entrega total; me estoy refiriendo a la estética y las artes por un lado y a las construcciones o descubrimientos científicos por el otro.

La diferencia entre los dos ámbitos no es moco de pavo: en el primero, los guardianes de la ortodoxia te pueden matar; en el segundo, solo te pueden ridiculizar, ningunear o despreciar.

Ángeles, mi mujer, cuando le dije el tema del que iba a tratar mi libro, me sugirió que se lo dedicase a mis sobrinos pero no porque sean ellos imperfectos, sino porque ya les iba correspondiendo; lo acepté enseguida, porque creo que no está suficientemente reconocido el amor avuncular, menos perfecto sin duda que el de los padres: el amor paternal y sobre todo el maternal se dan por descontados porque son, por así decir, automáticos y son objeto incluso de campañas publicitarias y de días específicos dedicados a su celebración, pero del cariño que los tíos tenemos a los sobrinos no suele decirse nada, a pesar de que es un sentimiento frecuente, intenso y casi tan unilateral y desinteresado como el de los padres o los abuelos.

Espero que les interese este libro que he escrito pensando en ellos.

 

 

Agradecimientos

 

A medida que escribía este ensayo pude consultar a una serie de personas que sabían más que yo de bastantes cosas y cuya opinión me parecía fiable y en consecuencia les enviaba algún capítulo o párrafos sueltos para que los leyeran, comentaran y eventualmente corrigieran.

Francisco Pérez Vázquez, de la Asociación Española de Egiptología, leyó el primer capítulo del libro, en el que yo me atreví a adentrarme en la historia cultural del Antiguo Egipto con mucha más osadía que conocimiento o documentación; pues bien, Pancho leyó inmediatamente lo que le envié y no solo me contestó enseguida con unas cuantas sugerencias en apariencia modestas, pero llenas de sabiduría, sino que quizá sin pretenderlo me ofreció una gran tranquilidad, porque sentí legitimada por un experto mi interpretación de los hechos.

Juan Sisinio Pérez Garzón, catedrático de historia contemporánea de la universidad de Castilla-La Mancha me encontró, tras una búsqueda un poco laboriosa, un libro que yo no era capaz de localizar y me hizo unos comentarios muy pertinentes sobre la transferencia de sacralidad de la esfera religiosa a la política.

A Juan León, profesor de investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), con el que comparto edificio, ascensor y máquina de café, porque trabajo anómalamente como un intruso entre físicos teóricos, bajé a preguntarle una cosilla sobre la teoría del caos y se le iluminó el semblante, dejó lo que estaba haciendo, se fue al encerado de su despacho con una tiza en la mano y llenó todo el encerado de fórmulas y nombres de lo que no entendí más allá de un cinco por ciento. Al día siguiente me trajo el libro de Gleick sobre el caos en la edición de Penguin, que he utilizado y que cito oportunamente, y me lo hizo leer.

Mi cuñado Ángel Iglesias leyó, comentó y sugirió alguna modificación en las atrevidas incursiones teológicas del libro; mi hermano Xaquín estuvo como siempre al otro lado del teléfono o del Whatsapp para aclararme cualquier duda sobre árboles, porque no vayan a creer ustedes que yo soy capaz de distinguir entre un Ulmus x hollandica y un híbrido de Huntingdon; él, sí.

Mi hermano Xan fue leyendo todo lo yo que iba escribiendo y sus sugerencias y comentarios me resultaron siempre enormemente clarificadores y reveladores; el apartado que dedico a los números y a las matemáticas en general es prácticamente un resumen de lo que me envió o me explicó con una santa y pedagógica paciencia; cualquier error o imprecisión que pueda haber en esa parte será a mi debida, por atreverme a resumir y reformular sus comentarios siempre precisos pero ocasionalmente abstrusos para mi ignorancia en la materia.

Su hijo, que es mi sobrino Yago, también leyó el texto capítulo a capítulo y me hizo las críticas más severas y certeras que me han hecho en mi vida. Aparte de su erudición e inteligencia, me llamaba la atención su dominio de los espacios, que le llevaba a proponerme que tal párrafo en lugar de estar al comienzo de un capítulo debería estar al final, que tal otro había que retrasarlo y tal otro suprimirlo, como si estuviese tirando o moviendo tabiques para reformar un piso. Si quieren ustedes ver cómo se las gasta, les recomiendo que vean su blog Bailar sobre arquitectura donde publica unos posts siempre interesantes y ocasionalmente magistrales.

Miguel Ángel San Martín, cómplice de filologías varias y amigo desde los lejanos años de facultad ha seguido siendo mi asesor en latinajos; de él sé a priori que puedo contar con su competencia y su muy contrastada amistad, y Antonio Carrasco, técnico del Área de cultura científica del CSIC, convirtió un amorfo archivo de Word que yo le pasé en un primoroso libro artesano, listo para la lectura de correctores editoriales.

A todos pues les estoy real y sinceramente agradecido y solo espero no decepcionarlos demasiado cuando lean el libro que, sin ninguna duda, no desarrolla todos los temas con la profundidad y el detalle que muchos de ellos aparentemente habrían deseado; digo que espero no decepcionarlos demasiado porque puedo asumir sin grave quebranto de mi autoestima lo de decepcionarlos un poco; al fin y al cabo yo pretendía escribir un libro sobre la imperfección y sus parientes y por lo tanto me va muy bien aquello de Ovidio: video meliora proboque, deteriora sequor “veo lo que es mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor”. Cosas de la imperfección o, por mejor decirlo, de lo imperfecto que uno es.