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Publicado por:

Nova Casa Editorial

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© 2015, Carlos Alberto Felipe Martell

© 2015, de esta edición: Nova Casa Editorial


Editor

Joan Adell i Lavé

Coordinación

Maite Molina

Cubierta

Vasco Lopes

Maquetación

Noemí Buesule

Impresión

QP Print

Revisión

Carlos Felipe Martell

Primera edición: Diciembre de 2015

Depósito Legal: B-30104 - 2015

ISBN: 978-84-16281-66-4

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com;
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Carlos Alberto Felipe Martell

palíndromo II
san Sebastián
y Cupido

Nova Casa Editorial

A Inma

Parí rap

Ajos y Soja”.

La editora, tarot ideal,

Imanaban a mí.

No sé, trato de dotar tesón,

¿Decayó?, evito: motive o yaced.

Revoco pasividad. Ojo, no joda, ¿divisa poco?; ver.

¡Ojo!

Mediocre cae, me acerco, ídem,

Oro cederé decoro

2 πsé, dos, ¿acaso desπ2?

El Arte es la armonía surgida del caos

La “e”, ni “log” ni “mod”, DOMINGO lineal

El alba, háblale

—María de la Paz Hernández Guillén. María de la Paz Hernández Guillén. María de la Paz Hernández Guillén…

Las cinco de la madrugada y aún no había conseguido dormirse. Nunca le había pasado. Por primera vez en sus once años de existencia se estaba enfrentando a la vertiginosa ansiedad generada por el inoportuno insomnio, precisamente hoy, el día en que necesitaba estar más descansada. Pero la propia competición de windsurf tenía la culpa, pues era la responsable de su inquietud.

Al comienzo de la noche, el paisaje de la costa de El Médano, al sur de la isla, inundado por decenas de niñas compitiendo y luchando contra las olas, había machacado su mente de forma inmisericorde. Cuando Paci se dio cuenta (al cabo de un par de horas) de que no se había dormido y que era apremiante hacerlo, decidió forzar su complicada cabeza para que se concentrase en otra estampa diferente. Ella era consciente de que no le resultaría fácil, ya que su cerebro no era como el de cualquier persona. Era un cerebro problemático. Por lo menos, eso es lo que deducía de los comentarios de los médicos y de su madre.

Según la psicóloga, cuando Paci había nacido su madre tuvo un problema muy serio. Por lo que le había explicado, la niña interpretaba que no había llegado al feto el chute de oxígeno suficiente para que el parto se desarrollara con absoluta normalidad, y, como consecuencia, la mielina que recubría su cerebro se había erosionado y desgastado. ¡Vaya una psicóloga más estúpida! No fue su madre quien tuvo un problema muy serio. Fue Paci.

Paci había crecido con graves problemas físicos y psicológicos. Su sistema locomotor era medieval en comparación con el de sus amigas. María de la Paz siempre estaba cansada, tropezaba continuamente, no podía hacer los ejercicios que hacían las niñas de su edad, le faltaba fuerza en las manos y en los pies, se le caían los cubiertos y los lápices constantemente, no tenía equilibrio… Era la última en todos los deportes. Salvo en el windsurf.

El “culpable” había sido su padre, quien había trabajado, hasta hacía dos meses, en un restaurante cerca de la playa, y había sido, además, socorrista y monitor de windsurf. A pesar de sus (aparentemente) insalvables limitaciones, Paci había crecido con los pies apoyados en una tabla y agarrada a una vela. Eso sí, al principio sujeta por su padre, durante muchos años, en un admirable ejercicio de paciencia por su parte. Hasta que, un día, él consideró que ella estaba preparada para dar el paso hacia la autosuficiencia. A partir de ese instante, Paci se desplazaba entre las olas con cierta pericia (no tanta como la de otras niñas) y, cada día, marcaba en el calendario de su mesilla de noche los días que faltaban para que llegara el fin de semana. El sábado y el domingo, su padre siempre la había llevado a “coger olas”. Hasta hacía dos meses. Un infarto se lo había llevado junto a Dios Padre. Para siempre.

María de la Paz tenía un hermano de quince años, llamado Pipo, quien nunca mostró interés por los deportes acuáticos. Él no podría verla competir porque estaba en Italia, en un viaje de fin de curso, y no volvería hasta el martes.

Paci nunca fue muy lista, pero ella lo sabía y lo asumía. Su cabeza iba unos pasitos por detrás. Su caligrafía era incorregible, no tenía velocidad para escribir y tampoco era consciente de que la mayoría de las niñas de su clase se reían de ella, sobre todo cuando sacaba la lengua escandalosamente para acompañar y dirigir su bolígrafo en los difíciles trazos. La principal excepción a las burlas era su gran amiga y confidente, Juli. Tampoco Maruja, sin ser su amiga, se metía con ella. Y es que Maru es muy sabia, porque no intima con nadie de la clase. Es más madura que todas las demás. Pero, eso sí, aunque no sea su amiga, Maruja es su ídolo. Una vez, Paci recortó una foto de Maru (del periódico local) sobre su tabla de windsurf, la llevó a clase y, ante las burlas de otras niñas, le pidió a la propia Maru que la firmara para colgarla en su habitación a modo de póster. Maru lo hizo y le dio un beso. Entonces las burlas cesaron.

Cuando Paci era más pequeña, su padre había sido monitor de Maru, una niña que apuntaba a ser toda una campeona en el deporte de la vela y que, en efecto, año tras año, ganaría todas las competiciones en las que participaba. Como a Paci le apasionaba el windsurf y admiraba, boquiabierta, las ágiles maniobras de Maru sobre las olas, sometió a sus padres, durante meses, a una machacona tortura psicológica. Todos los días se los pedía: “Quiero ir al mismo colegio que Maru”. Cuando los padres de Paci se enteraron de que Maruja estudiaba en un centro de Santa Cruz, no muy lejos de donde ellos vivían, accedieron a cambiar a su hija de colegio para contentarla. Al fin y al cabo, en el anterior no progresaba prácticamente nada. Tendría que estar estudiando en un colegio especial, para niños con problemas, pero sus limitaciones económicas y la falta de ayuda se lo impedían.

Las cinco y cincuenta minutos. Durante toda la noche, su vida había desfilado por su mente, incapaz de controlar su ansiedad. Esa misma tarde iba a participar, por primera vez en su vida, en un campeonato escolar-insular de windsurf. Su madre, temerosa, se había opuesto enérgicamente, pero, al final, había logrado convencerla y se saldría con la suya. Papá me habría dado permiso. Había nacido cansada y casi había vegetado en la monotonía, pero ahora iba a crecer. Iba a crecer en aquello que más le apasionaba. ¡Lástima que su padre no estuviese allí para verla!

La competición le exigía descanso, pero la competición le impedía descansar por los nervios que le generaba. La paradoja la torturaba, ya que no la podía controlar. De pequeña, su padre la llamaba “ovejita”. De pequeña, su madre le decía que, para quedarse dormida, contara ovejitas. Ahora, a punto de salir el sol, a la pequeña de once años se le había ocurrido una idea para dormir: contar ovejitas, como decía su madre, pero no cualquier ovejita, sino la ovejita de su padre.

—María de la Paz Hernández Guillén. María de la Paz Hernández Guillén. María de la Paz Hernández Guillén…

Hasta que se durmió.

Palíndromo:

La musa crecerá toneladas, nace cansada, le notaré cerca su mal

Atada ve una nueva data

Atada al cinturón del taxi, fue testigo del amanecer del domingo. El vuelo salía muy temprano y no quería arriesgarse a perder el avión, porque el viaje era muy importante para ella. El taxista la miraba continuamente por el retrovisor, y eso la incomodaba. Pero su cabeza estaba en otro sitio, a muchos kilómetros de allí. Abrió su cartera para comprobar si llevaba consigo su documentación y el dinero suficiente. Se topó, como siempre, con la foto de su mujer, quien la miraba fijamente desde el compartimento plastificado, recordándole que la acompañaría a cualquier parte. Pero, en este viaje, ella no pintaba nada porque era un regreso a su pasado, antes de conocerla. Estaba muy nerviosa, y sabía que se le notaba.

—¿Va todo bien, señora? —preguntó el taxista de gafas y barba, quien no dejaba de regalarle su inquietante mirada.

—Sí, claro.

La foto de su mujer era capaz, por sí sola, de reflejar el amor que esta le profesaba, porque, si bien era una imagen plana, bidimensional (y, por tanto, irreal), su profunda mirada, sin embargo, traspasaba el papel fotográfico y era capaz de envolverla a ella, equilibrando todos sus sentimientos e inquietudes. Sonrió, mucho más calmada, y cerró la cartera.

El taxi se estaba aproximando a una zona de semáforos, pero circulaba demasiado despacio. No le importaba, tenía tiempo de sobra. El color ambarino destelló justo delante del vehículo y el conductor disminuyó la aceleración para, finalmente, frenar. Hubiera podido saltárselo, le hubiera dado tiempo, pero estaba claro que su única preocupación era alargar el taxímetro todo lo posible para exprimir su contador. Todas las triquiñuelas habituales de algunos taxistas parecían acentuarse de forma enfermiza con la crisis. Se sentía amarrada por aquel cinturón de seguridad que, tras la salida del sol, le oprimía el pecho; pero no le importaba, su cabeza estaba muy lejos.

La puerta del conductor se abrió y él se apeó. Ella miró hacia delante, cubriendo con sus ojos todo el salpicadero. ¿Qué estaba ocurriendo? Oyó abrirse la puerta trasera, justo a su izquierda. Entonces vio ante ella a San Sebastián. ¿Por qué sufría tanto el mártir? ¡Sí, ya lo veía! ¡El santo no estaba solo! A su lado, sin piedad, Cupido lo estaba acribillando con sus flechas.

Palíndromo:

Y ahora se paró, hay ahora pesar o hay…

**

—Escucha, cariño. Si solo has dormido tres horas, no puedes participar en esta carrera. Es muy peligroso.

Aurora, la madre de Paci, era consciente de que su hija no se lo iba a poner fácil. A pesar de sus problemas, a pesar de sus limitaciones, la niña había heredado dos rasgos muy definidos de su padre: la pasión por la vela y la testarudez. Frente al miedo que le generaba cualquier iniciativa procedente de Paci, cualquier pretensión de superación, Aurora sabía que tenía que apoyarla y ayudarla en todo lo que estaba en su mano. Los psicólogos la habían convencido, era lo mejor para su hija. Un exceso de proteccionismo no era bueno para nadie, Paci tenía que evolucionar. Eso sí, a su ritmo, más ralentizado que el de sus amigas. Sin embargo, dejarla sola en el mar con una tabla, sometida a un sobreesfuerzo, no era, precisamente, beneficiarla.

Para empezar, por principios, Aurora estaba en contra de cualquier competición enfocada a menores de edad, y más aún si estos no eran profesionales. Deporte sí, competición no. Esta idea quedaba más reforzada por el hecho de que su hija ocupaba un lugar muy incómodo en cualquier escala comparativa: el último. Nunca podría avanzar en los estudios como las demás, nunca pasaría del último puesto en la jodida carrera de windsurf, no llegaría a la universidad, difícilmente conseguiría un buen novio cuando se hiciese mayor… El asunto del novio era discutible, pero eso también torturaba a Aurora. Si Paci tuviere la suerte de desarrollar un buen cuerpo o un rostro atractivo, podría compensar con él su bajo coeficiente intelectual y sus problemas motrices. Podría atraer a algún chico. Pero Aurora pensaba que eso nunca sería amor, sino una morbosa y retorcida atracción física a la que, tal vez, su pequeña sucumbiría. Esa posibilidad la aterraba y disparaba sus niveles de ansiedad.

—Me lo prometiste, mami. Además, tengo que hacerlo por él, por papá.

Aunque Paci pudiese escalar algún puesto, uno solo, si no quedase la última en la competición, tampoco Aurora quería que su niña pudiese desarrollar una personalidad competitiva. Una cosa era superarse, en eso la apoyaría, pero nunca a base de compararse con los demás. Aurora siempre le había insistido en esa idea. Intenta superarte, pero no intentes superarlos.

—¿Por qué quieres competir? Yo te llevaré a coger olas cuando quieras. ¡Esto es una locura! ¡Puedes hacerte daño!

—A papá le gustaba competir y yo quiero dedicárselo a él.

—¿Qué le vas a dedicar?

Pues… ¡Voy a quedar entre las diez primeras!

—¿Qué? ¿Estás loca? ¿No te das cuenta de que eso que dices no es posible? Tú… Escucha, cariño, sabes que no puedes moverte con la misma destreza que…

—Maru cree que puedo conseguirlo.

—¿Maru?

—Y si no lo consigo, tampoco pasa nada. No me lo tomaré mal.

—¿Y si quedas la última?

—¡Eso no va a ocurrir, mamá! ¡Soy muy buena sobre la tabla! Sabes que Maru compite con profesionales. Ella conoce a la mayoría de las mejores niñas de los otros colegios, las mejores de Tenerife de nuestra edad. Por lo visto, hay cinco o seis muy buenas, que serán las que estén delante. Luego hay tres o cuatro que se defienden muy bien, pero son un poco peores. Y entre las veinte o treinta restantes puede pasar cualquier cosa, ella me lo dijo. ¡Y ahí estoy yo!

Aurora entró en la cocina para llorar a escondidas. Conocía bien a Maruja, y sabía que lo único que habría pretendido era animar a Paci. Pero Paci, por culpa de su mal, guionizaba una realidad paralela, sustentada en una motivación extra segregada por sus fantasías. Eso, a veces, era bueno para Paci, pero, en casos como este, la expectativa que había izado la aplastaría con contundencia, al caer, esa misma tarde.

Aurora tiene miedo, mucho más que antes. Ya no es solo la inquietud derivada de que su hija se enfrente al mar. Paci no sabe que, en estos instantes, está protagonizando una película, pero, cuando esta acabe, cuando se apague la tele, caerá en una profunda depresión.

Palíndromo:

A esa niña, drama le va; a vela, mar dañina sea

**

Como cada domingo, Irene estaba revisando su horario escolar a la vez que acomodaba, dentro de su mochila, los libros y las libretas necesarias para las clases del lunes. Normalmente era una rutina que acometía por la tarde, pero hoy la había adelantado debido a la competición de windsurf. Sonrió al observar, orgullosa, su tabla marina serigrafiada, en gris, en el anverso de su moteada mochila amarilla y azul. Sobre el fondo amarillo, las líneas onduladas en azul, que parecían olas, habían sido decisivas para que Irene, unos meses antes, convenciese a sus padres de que le regalaran esa mochila por la festividad de Reyes. Antes de que fuese suya, ya se imaginaba entrando en el pequeño taller de serigrafías que había en un centro comercial, no muy lejos de su casa, en San Isidro. El hecho de estampar la imagen de su tabla convirtió a la mochila en un talismán.

Irene había vivido toda su vida cerca de la playa, en el sur de la isla, y su afición por los deportes acuáticos se remontaba hasta un tiempo imposible, donde sus recuerdos no llegaban, así que tenía que ser demasiado pequeña. Gracias a su talento, su disciplina y su espíritu competitivo, el dominio de la tabla de windsurf era cada vez más evidente y reconfortante. Sus padres la apoyaban (sobre todo él), y eso era fundamental para ella, porque conocía a otras niñas cuyos padres solo las dejaban disfrutar y progresar si iban bien en los estudios. Irene no era una buena estudiante, y eso no gustaba mucho a su madre, quien le insistía en la importancia de aprender. Irene le daba la razón, era importante aprender, pero, sobre todo, aquello que más te gusta. Su padre era quien más la animaba y la defendía, imponiéndose a su mujer para que Irene pudiese seguir adelante en el mar, aunque le suspendieran cuatro o cinco asignaturas.

Colocó por orden de horario todos sus bártulos. Cada libro, cada libreta, tenía una pegatina o un dibujo con motivos relacionados con las olas y los deportes acuáticos. Esa misma tarde iba a probarse a sí misma, iba a averiguar hasta dónde había avanzado en su silencioso progreso gracias a unas estrictas y excesivas jornadas diarias de entrenamiento en la playa. Su ventaja, aparte de su constancia, era vivir en la costa. Sabía que Maru era la favorita y que estaba considerada como “intocable”, fuera del alcance del resto. Nadie lo dudaba. Excepto la propia Irene. Ella era la mejor del resto, eso tampoco era discutible, pero quizá, esa tarde, podría llegar a sorprender a Maru o, como mínimo, acercarse peligrosamente a su reinado.

De nuevo sonrió al cerrar la cremallera de su mochila y observar, en el extremo de la misma, la enana tabla de surfista que colgaba como un llavero.

—Hoy seré yo la protagonista, Maru. Aunque no gane —murmuró.

Palíndromo:

E Irene ríe

Mediodía ido, ídem

—¡Joder, Bruno! ¡No lo entiendo! Se supone que si presiono la inversa de la tecla del logaritmo, me tendría que devolver la potencia del número “e”, vale, pero cuando lo compruebo no me da lo mismo.

—¿Cómo estás haciendo la prueba? —contestó Bruno distraídamente, sin renunciar a su concentración en la resolución de una matriz inversa.

—Pues… ¿Me estás escuchando? Elevo el número “e” a “uno coma tres” y me da “tres coma siete”, pero el logaritmo de “tres coma siete” no me da “uno coma tres”, sino “cero cincuenta y seis” —se desesperó Elena.

—Ya… Espera que acabe con esto. Veamos…

Bruno resopló y se frotó los ojos para relajarlos. Llevaban preparándose la prueba de matemáticas desde media mañana, y estaba empezando a sentir hambre. Dado que estaban en casa de Elena, le pareció de mal gusto ser él quien sugiriese almorzar, así que decidió disimular la ansiedad y continuar un poco más. Al día siguiente iban a examinarse de la PAU. Con el rabillo del ojo, detectó unas tentadoras bragas de su compañera, colgando de un perchero móvil que basculaba en el borde superior de la entreabierta puerta del dormitorio. Dirigió la mirada a Elena y se centró en su generoso escote, que regalaba a la vista dos descomunales mamas de silicona presionadas por un robusto y ajustado sujetador.

En toda la mañana, Bruno no se había distraído con la voluptuosidad de su sensual amiga. Tenía cosas más importantes en la cabeza; las matemáticas. No porque tuviese dificultades con ellas, al contrario, él dominaba esa materia como nadie. Pero, una vez que había accedido a estudiar con Elena para echarle una mano, se había dejado envolver por la pasión que le proporcionaban las Ciencias Exactas.

—¿Trabajas esta noche, Elena?

—¿Estás loco? ¡Mañana es la PAU y tengo que dormir!

—Ya… Déjame ver esa calculadora. ¡Joder, Elena! Te dije que la dejaras en modo “SD”, por si nos ponen un problema de estadística. Dale a la tecla “mod” y, luego, “SD”.

Elena le llevaba tres años a Bruno. Él era un buen estudiante, amén de un gran investigador, y nunca había suspendido ninguna asignatura. Ella, por primera vez en su vida, se estaba tomando en serio los estudios. Quería hacer una carrera y vivir de ella, aunque sabía que lo tendría difícil. Mientras, alternaba sus estudios con un atractivo y bien remunerado trabajo, en una barra americana, donde compaginaba sus obligaciones como camarera con otra actividad voluntaria: la captación de clientela para practicar sexo a cambio de dinero. Lo bueno de esta parte era que el propio trabajo le proporcionaba los clientes y, a cambio, ella no tenía que compensar a su jefe (el dueño del establecimiento) con un porcentaje de las ganancias. Elena se los llevaba a su casa, follaba con ellos y cobraba en efectivo. Y en negro. Todo para ella. El jefe era inteligente, él también ganaba, ya que los clientes de las chicas consumían en su local.

—¿Qué me dices, Bruno?

—Pues… ¡Coño, Elena! Cuando buscabas el logaritmo de “tres comanosequé”, le diste a la tecla “log”.

—¿Y…?

—La inversa de la función de “e elevado a equis” es el logaritmo neperiano. ¡La tecla que tienes que pulsar es “ln”!

Debido a su afición a las felaciones, sus compañeras de trabajo la llamaban “Elena la comerrabos”, apelativo que se había extendido, incluso, entre la clientela del local. Elena no se consideraba una puta, ni permitía que nadie la llamara así. No por la palabra en sí, tampoco toleraba el término “prostituta”. Se definía a sí misma como “semiputa”. Para ella, el detalle era importante, porque consideraba que las putas eran unos seres desafortunados caídos en la miseria, dignos de compasión, que no tenían otra opción que no fuera la de vender su cuerpo a quien buenamente pudieran. Pero Elena no tenía esa trágica necesidad, ella follaba por dinero, sí, pero también por vicio y diversión. Era ella quien elegía a sus clientes, no se lo montaba con cualquiera.

—Creo que voy a suspender las matemáticas.

—Oye, Elena, no te olvides del plan alternativo. Creo que tenemos controlados los detalles más importantes.

—No sé si seré capaz, me pondría muy nerviosa. Si nos pillan copiando, no quiero ni pensar lo que podría suceder.

El martes por la mañana habían estado analizando in situ las aulas donde iban a realizarse las pruebas, en la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales de la Universidad de La Laguna. Allí habían tomado fotos de las diversas estancias y de la disposición exacta de los visores en las puertas para determinar cuáles eran las zonas más ocultas de cada aula. También calcularon los segundos que tardaría un profesor en ir de una zona a otra, pues se les había ocurrido contar con más compinches para generar maniobras de distracción sucesivas en el profesorado, con el fin de copiarse por turnos. Pero desecharon la idea porque involucrar a más gente era arriesgado. Por la tarde, habían contactado con antiguos alumnos de PAU para averiguar si solían haber registros, sobre todo para valorar la posibilidad de copiarse a distancia, a través de un pinganillo en la oreja. Bruno tenía el pelo corto, aunque él controlaba las pruebas. La idea final era ayudar a Elena, desde fuera, cuando él terminara y entregara su examen. Lo haría lo más rápido posible, pero Elena temblaba solo de pensar que la podrían pillar.

—¿Qué ganas tú con esto, Bruno? ¿Por qué quieres ayudarme?

—Se me estaba ocurriendo algo a cambio.

—¿Un polvo? ¿Quieres follarme gratis, cacho perro? ¿Es eso?

Antes de que pudiese responder, el móvil de Bruno se marcó una pegadiza rumba.

—¿Diga?... ¿Eva?... ¿Qué haces en la emisora un domingo?... El cabrón de don Urbano te está explotando, ¿verdad? Creo que… ¿Qué? ¡Explícate mejor!

Elena observó cómo el rostro de Bruno evolucionaba hacia el éxtasis, por lo que dedujo que las noticias que estaba recibiendo desde su lugar de trabajo tenían que ser excelentes. Ella suponía que estarían relacionadas con ese premio que había recogido en Sevilla tres días antes. No era un premio individual, había ido a recogerlo en nombre de “La Emisora Escrita”, una incipiente y prometedora empresa de comunicación, con unas perspectivas de futuro tan arrolladoras que, igual que la crisis, nadie era capaz de imaginar qué cotas sería capaz de alcanzar. De momento, la empresa había despuntado en dos ocasiones, aunque Elena no conocía los detalles de la segunda, la más importante, la que le había valido el premio.

“La Emisora Escrita”, cuyo director y propietario era don Urbano Solá, contaba con dos vías por donde fluía la comunicación hacia su público: una escrita y otra verbal. Tanto el periódico como la emisora de radio destacaban, frente a la competencia, por la transmisión de noticias llamativas y curiosas (sin renunciar al amarillismo) y, sobre todo, por los trabajos de investigación. En estos últimos, el periódico era muy metódico y meticuloso, aparte de paciente. Solo cuando lograban atar todos los cabos se publicaban los resultados.

Bruno, a pesar de su juventud, era muy bueno investigando. Su cerebro, tal vez por estar altamente capacitado para las matemáticas, los enigmas y la química, funcionaba con una agilidad asombrosa. Un redactor de “La Emisora Escrita” lo había descubierto, casualmente, en un concurso para jóvenes talentos de los Institutos de Enseñanza Secundaria de Canarias. Ahora, él y una compañera suya, Ana, eran las dos perlas más preciadas de don Urbano.

—¡Teníamos razón en todo, Elena! —gritó, alborozado, tras cortar la comunicación—. ¡La operación “emir cojo” ha sido un éxito rotundo! El premio… Periodísticamente ya fuimos reconocidos, pero ahora… ¡La policía los ha detenido a todos! ¡Uno a uno! Nosotros pusimos los nombres y no nos equivocamos en ninguno.

A don Urbano, al principio, le preocupaba el único aspecto descontrolado dentro de la emisora. Ana y Bruno, tal vez por la diferencia de edad entre ellos (cinco años), tal vez por la profesionalidad de Ana frente a los aparentes impulsos e intuiciones de Bruno (aunque el jefe los definía como inteligencia, porque el joven no solía equivocarse en sus análisis), discutían mucho y no parecían llevarse muy bien. Pero, con el paso de los días, se dio cuenta de que esa discrepancia era, precisamente, un arma letal de su emisora y de su periódico contra la competencia, porque hacía a los jóvenes muy competitivos, lo que revertía positivamente en el rendimiento global de la empresa.

Ana y Bruno llevaban su rivalidad hasta tal extremo que, incluso, trataban de agradar y agasajar a don Urbano para contar con su beneplácito en cualquier posible conflicto. El jefe no era tonto y no caía en la trampa, pero, aun así, los dejaba a su aire, sin inmiscuirse, por miedo a romper ese trayecto lineal, explosivo, que ambos jóvenes (quizá sin saberlo) moldeaban día a día, convirtiéndolo en el camino de rosas por el que circulaba “La Emisora Escrita”.

—¿Cómo fue lo de ese emir? Solo he oído que “La Emisora Escrita” desmanteló una red de narcotraficantes.

—¡Por Dios, Elena! ¿No has leído el artículo que publicamos el lunes? Ahí están todos los nombres y todos los detalles. Por eso nos dieron un premio, como reconocimiento al mejor trabajo periodístico de investigación en lo que va de año.

—Bueno, cielo, entiendo tu emoción, porque es tu trabajo, pero tampoco tú conocerías los detalles si oyeses decir que un cliente me la metió por detrás.

—Si estuviese escrito en un periódico, te aseguro que lo memorizaría, Elena. Sé que mi trabajo me apasiona y, a veces, me dejo llevar por la…

—No, de verdad. Cuéntame cómo ha sido.

—No fue tan difícil. Lo cierto es que llevábamos tiempo investigando a esa red. Todo el mundo sabía que existía, claro. Sobre todo la policía.

—¿Cómo lo sabían?

—Pues… Eso siempre se sabe, Elena. Una red importante, sea de tráfico de drogas o de lo que sea, cuenta con muchos tentáculos. Cuantas más ramas tenga, más visible se hará. ¿Por qué hemos descartado tú y yo buscar más apoyo para copiarnos? Esto es lo mismo. Las redes se hacen evidentes. Por definición, arriesgan. Fíjate en las bandas latinas, en las sectas, o en los pedófilos de internet. A cada instante se producen noticias sobre desmantelamientos. ¡Siempre acaban cogiéndolos!

—Entonces, por lo que deduzco, la policía hubiera acabado con esta organización, tarde o temprano. Y vosotros…

—Nos adelantamos. En eso consiste nuestro trabajo, en la anticipación. De hecho, no es tan difícil, porque, por pura lógica, somos más rápidos que la policía.

—Eso no me lo creo.

—Quizá no sea cierto del todo, te lo explicaré mejor. Ellos son más rápidos investigando, porque tienen más medios. Pero nosotros somos más rápidos presentando resultados, esa es nuestra ventaja.

—¿Por qué? —preguntó Elena, perpleja.

—Porque ellos no pueden hacerlo. Aunque tengan toda la información, incluso aunque supieran que el emir cojo no era un emir, aunque sepan los nombres, tienen que seguir un protocolo de actuación, un seguimiento preciso, y esperar el momento oportuno para actuar. Tienen que tenerlo todo bien amarrado. Además, han de esperar la correspondiente orden judicial. Verás, Elena, la policía busca la cúspide, por eso se arma de paciencia.

—Supongo que lo difícil es identificar al cerebro de la trama.

—¡Qué va! Eso lo saben pronto. Lo difícil es incriminarlo con pruebas, porque estos individuos suelen protegerse muy bien. Aparte de eso, cuentan con los mejores abogados para defenderse o contraatacar. Pero, claro, nosotros sí podemos sugerir sus nombres. Solo sugerirlos, utilizando evidencias y pruebas circunstanciales. Nuestras pruebas tal vez no sirvan ante un juez, aunque a veces sí que son contundentes; depende de la suerte y de nuestro trabajo. Pero sí que nos dan cierta protección frente a posibles denuncias por parte de estos delincuentes hacia nosotros.

—¿No estáis jodiendo el trabajo policial? El sigilo policial conseguirá pruebas; vosotros, solo evidencias. Pero os anticipáis y alertáis a los narcotraficantes. Puede que consigáis el efecto contrario a vuestra pretensión, es decir, advertir a los malos para que logren escapar en vez de facilitar su detención.

—¿De qué hablas, Elena? ¡Esa no es nuestra pretensión, sino la de la policía! La nuestra es vender periódicos y ampliar nuestra audiencia. El mundo es una jodida selva y, en ella, el periodismo no tiene escrúpulos, nunca los ha tenido.

—¡Tú no eres periodista!

—Lo seré. Mira, Elena, a veces recibimos noticias gratificantes, como la de esa llamada que he recibido. Esta vez hemos sido decisivos, hemos ayudado a la policía. Creo que estaban dando palos de ciego y les hemos abierto los ojos —se congratuló Bruno.

—No me has contado el caso.

—Bueno, se trataba de un grupo de distribución que operaba entre Tenerife y Sevilla. La cadena es más larga, claro, empieza en Sudamérica y finaliza en Europa, pero nos centramos en ese tramo. Resulta que el aval de toda la operación, el “emir cojo”, logró despistar a las autoridades, logrando que estas se desviaran por un camino equivocado, donde también se movía droga pero en un ambiente de violencia. Eran ellos mismos, los principales traficantes, los que crearon esa “ruta secundaria”.

—¿Ruta secundaria? ¿Significa eso que los narcotraficantes movían pequeñas cantidades de droga por ahí para desviar la atención?

—Sí, y la violencia era el principal reclamo, porque en ese entorno se cometían muchos crímenes. Mientras, por la ruta principal, la del “emir cojo”, realizaban su auténtico negocio. Los gestores de la ruta secundaria no eran más que marionetas ignorantes, unos violentos criminales que, antes o después, acabarían en manos de un juez, pero nadie podría relacionarlos con la auténtica operación. Ni siquiera ellos mismos, claro, porque no tenían ni idea.

—¿Cómo lograsteis desenmascararlos?

—Don Urbano y Ana creen que fue un golpe de suerte, una casualidad. Pero, modestia aparte, mi olfato me llevaba siempre al emir cojo. Parecía definitivo, la droga iba por la izquierda y el emir cojo por la derecha. Me empeñé en seguir por la derecha, sin decir nada a nadie. Logré averiguar que ese emir no existía, no había ningún emir cojo, con ese nombre, en su país. Esa fue la parte más difícil de investigar.

—Ese olfato tuyo ¿a qué se debía? ¿Por qué insististe tanto?

—En un reportaje que leí en una revista definían al cojo como el “emir occidentalizado”, y eso me chocó. Pedí ayuda a un amigo que conoce muy bien el mundo árabe, porque ha vivido allí muchos años. Le enseñé las filmaciones que yo mismo había hecho del emir, a escondidas. Me aseguró que sus formas y sus costumbres no tenían nada que ver con sus orígenes. “Si no fuera un personaje famoso, aseguraría que es un impostor”, me llegó a decir. Mi instinto me susurró que se trataba de un impostor que se había hecho famoso.

—He oído decir que solía transportar droga dentro de su pierna ortopédica —apuntó Elena.

—Sí, muchas veces lo hacía. Viajaba constantemente entre Tenerife y Sevilla con tanta inmunidad que a nadie se le ocurrió arrancarle la pierna. El jueves estuve en Sevilla recogiendo el premio. A mí me quitaron hasta los zapatos en el aeropuerto.

—¿Los han detenido a todos, Bruno?

—Sí, Eva me lo acaba de confirmar. Está en la emisora, dando la noticia por la radio. Creo que nuestras ventas de periódicos van a subir como la espuma.

—¿Seguimos con las mates o paramos para comer algo?

—¡Estoy muerto de hambre! —reconoció Bruno.

—Vale, a cambio de tu ayuda con las matemáticas te invito a una pizza congelada.

—Ya te he dicho que tengo una idea de cómo me gustaría que me pagues. Quiero hacerle un regalo a mi jefe para tenerlo comiendo de la mano.

Palíndromo:

Ojo crimen, usarás un emir cojo