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Publicaciones Andamio es la editorial de los Grupos Bíblicos Unidos (GBU) en España.

El corazón de la evangelización

© Publicaciones Andamio, 2016

1ª edición junio 2016

The Heart of Evangelism

© Jerram Barrs, 2001

This edition published by arrangement with Crossway. All rights reserved. Todos los derechos reservados. Esta traducción de The Heart of Evangelism publicada primeramente en 2001 se publica con el permiso de Crossway, a publishing ministry of Good News Publishers, Wheaton, Illinois, EEUU. Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial sin la autorización de los editores.

Traducción: Pilar Flórez Martín

Diseño de arte de la colección: Sr y Sra Wilson

Edición del formato ebook: Sonia Martínez

Depósito Legal: B. 14569-2016

ISBN: 978-84-946058-0-2

Impreso en Ulzama

Impreso en España

A mi esposa, Vicki, a la que adoro, que ha sido mi compañera, amiga, amante, esposa, madre de nuestros hijos, colega en el Evangelio y heredera junto conmigo de la gracia de vida por más de tres décadas.

Y al Señor, Rey de tierra y cielos,
Quien no se avergüenza de llamarme su “amigo”.

Dedico este libro a ambos, el sello sobre mi corazón y el que sella mi corazón, espero que sea de tu agrado, no por mi valía, ni por lo que mi libro pueda tener de valor, sino porque tú me amas.

Índice

Prólogo a la serie

Introducción

SECCIÓN PRIMERA - Misión al mundo

- CAPÍTULO 1 - Enviados a todas las naciones

- CAPÍTULO 2 - El poder del Espíritu

- CAPÍTULO 3 - Horizontes para nuestra misión

- CAPÍTULO 4 - ¿Era claro Jesús?

- CAPÍTULO 5 - ¿A quién enviaré? y ¿Quién irá por mí?

- CAPÍTULO 6 - ¿En qué situación me encuentro?

- CAPÍTULO 7 - ¿Por dónde empezar?

- CAPÍTULO 8 - ¿A favor de qué tenemos que orar?

- CAPÍTULO 10 - Vivir la fidelidad en el lugar de trabajo

- CAPÍTULO 11 - Una vida en amor

- CAPÍTULO 12 - Un hogar abierto

- CAPÍTULO 13 - La nueva comunidad

SECCIÓN SEGUNDA - La bondad y perseverancia de Dios

- CAPÍTULO 14 - ¿Es Dios reticente?

- CAPÍTULO 15 - Un evangelista reticente

- CAPÍTULO 16 - La importancia de nuestra historia

- CAPÍTULO 17 - La infinita variedad de los medios de Dios (I)

- CAPÍTULO 18 - La infinita variedad de los medios de Dios (II)

- CAPÍTULO 19 - Un testimonio personal

SECCIÓN TERCERA - Barreras que impiden la comunicación del Evangelio

- CAPÍTULO 20 - Barreras en nuestro interior

- CAPÍTULO 21 - Barreras entre la iglesia y el mundo (I)

- CAPÍTULO 22 - Barreras entre la iglesia y el mundo (II)

- CAPÍTULO 23 - Barreras entre el mundo y la iglesia

- CAPÍTULO 24 - ¿Qué piensa de mí mi vecino?

- CAPÍTULO 25 - El fariseo en nuestro interior

- CAPÍTULO 26 - Resúmenes memorizados del Evangelio

SECCIÓN CUARTA - Dar a conocer el Evangelio

- CAPÍTULO 27 - Todas las cosas para todas las personas

- CAPÍTULO 28 - Mostrar respeto: Principio I

- CAPÍTULO 29 - Jesús nos muestra el camino

- CAPÍTULO 30 - Construir puentes para el Evangelio: Principio II

- CAPÍTULO 31 - Entender lo que otros creen: Principio III

- CAPÍTULO 32 - Revelar los secretos del corazón (I)

- CAPÍTULO 33 - Revelar los secretos del corazón (II)

- CAPÍTULO 34 - Utilizar un lenguaje adecuado: Principio IV

- CAPÍTULO 35 - Persuasión razonada: Principio V

- CAPÍTULO 36 - Responder a las objeciones a la persuasión razonada

- CAPÍTULO 37 - Expresar de forma clara las buenas noticias: Principio VI

- CAPÍTULO 38 - Retar al corazón y a la mente: Principio VII

Conclusión

Iglesias y entidades colaboradoras de esta serie

Prólogo a la serie

Un sermón hay que prepararlo con la Biblia en una mano y el periódico en la otra.

Esta frase, atribuida al teólogo suizo Karl Barth, describe muy gráficamente una condición importante para la proclamación del mensaje cristiano: nuestra comunicación ha de ser relevante. Ya sea desde el púlpito o en la conversación personal hemos de buscar llegar al auditorio, conectar con la persona que tenemos delante. Sin duda, la Palabra de Dios tiene poder en sí misma (Hebreos 4:12) y el Espíritu Santo es el que produce convicción de pecado (Juan 16:8), pero ello no nos exime de nuestra responsabilidad que es transmitir el mensaje de Cristo de la forma más adecuada según el momento, el lugar y las circunstancias.

John Stott, predicador y teólogo inglés, describe esta misma necesidad con el concepto de la doble escucha. En su libro El Cristiano contemporáneo dice: Somos llamados a la difícil e incluso dolorosa tarea de la doble escucha. Es decir, hemos de escuchar con cuidado (aunque por supuesto con grados distintos de respeto) tanto a la antigua Palabra como al mundo moderno. (…). Es mi convicción firme que sólo en la medida en que sepamos desarrollar esta doble escucha podremos evitar los errores contrapuestos de la falta de fidelidad a la Palabra o la irrelevancia.

La necesidad de la “doble escucha” no es, por tanto, un asunto menor. De hecho tiene una clara base bíblica. Podríamos citar numerosos ejemplos, desde el relevante mensaje de los profetas en el Antiguo Testamento -siempre encarnado en la vida real- hasta nuestro gran modelo el Señor Jesús, maestro supremo en llegar al fondo del corazón humano. Jesús podía responder a los problemas, las preguntas y las necesidades de la gente porque antes sabía lo que había en su interior. Por supuesto, nosotros no poseemos este grado divino de discernimiento, pero somos llamados a imitarle en el principio de fondo: cuanto más conozcamos a nuestro interlocutor, más relevante será la comunicación de nuestro mensaje.

La predicación del apóstol Pablo en el Areópago (Hechos 17) constituye en este sentido un ejemplo formidable de relevancia cultural y de interacción con “la plaza pública”. Su discurso no es sólo una obra maestra de evangelización a un auditorio culto, sino que refleja esta preocupación por llegar a los oyentes de la forma más adecuada posible. Esta es precisamente la razón por la que esta serie lleva por nombre Ágora, en alusión a la plaza pública de Atenas donde Pablo nos legó un modelo y un reto a la vez.

¿Cómo podemos ser relevantes hoy? El modelo de Pablo en el ágora revela dos actitudes que fueron una constante en su ministerio: la disposición a conocer y a escuchar. Desde un punto de vista humano (aparte del papel indispensable del E.S.), estas dos cualidades jugaron un papel clave en los éxitos misioneros del apóstol. ¿Por qué? Hay una forma de identificación con el mundo que es buena y necesaria por cuanto nos permite tender puentes. El mismo Pablo lo expresa de forma inequívoca precisamente en un contexto de testimonio y predicación: A todos me he hecho todo, para que de todos modos salve a algunos. Y esto hago por causa del Evangelio (1 Corintios 9:22-23). Es una identificación que busca ahondar en el mundo del otro, conocer qué piensa y por qué, cómo ha llegado hasta aquí tanto en lo personal (su biografía) como en lo cultural (su cosmovisión). Pablo era un profundo conocedor de los valores, las creencias, los ídolos, la historia, la literatura, en una palabra, la cultura de los atenienses. Sabía cómo pensaban y sentían, entendía su forma de ser (Romanos 12:2). Tal conocimiento le permitía evitar la dimensión negativa de la identificación como es el conformarse (amoldarse), el hacerse como ellos (en palabras de Jesús, Mateo 6:8); pero a la vez tender puentes de contacto con aquel auditorio tan intelectual como pagano.

Un análisis cuidadoso del discurso en el Areópago nos muestra cómo Pablo practica la “doble escucha” de forma admirable en cuatro aspectos. Son pasos progresivos e interdependientes: habla su lenguaje, vence sus prejuicios, atrae su atención y tiende puentes de diálogo. Luego, una vez ha logrado encontrar un terreno común, les confronta con la luz del Evangelio con tanta claridad como antes se ha referido a sus poetas y a sus creencias. finalmente provoca una reacción, ya sea positiva o de rechazo, reacción que es respuesta natural a una predicación relevante.

Pablo era, además, un buen escuchador como se desprende de su intensa actividad apologética en Corinto (Hechos 18:4) o en Éfeso (Hechos 19: 8-9). Para “discutir” y “persuadir” se requiere saber escuchar. La escucha es una capacidad profundamente humana. De hecho es el rasgo distintivo que diferencia al ser humano de los animales en la comunicación. Un animal puede oír, pero no escuchar; puede comunicarse a través de sonidos más o menos elaborados, pero no tiene la reflexión que requiere la escucha. El escuchar nos hace humanos, genuinamente humanos, porque potencia lo más singular en la comunicación entre las personas. Por ello hablamos de la “doble escucha” como una actitud imprescindible en una presentación relevante del Evangelio.

Así pues, la lectura de la Palabra de Dios debe ir acompañada de una lectura atenta de la realidad en el mundo con los ojos de Dios. Esta doble lectura (escucha) no es un lujo ni un pasatiempo reservado a unos pocos intelectuales. Es el deber de todo creyente que se toma en serio la exhortación de ser sal y luz en este mundo corrompido y que anda a tientas en medio de mucha oscuridad. La lectura de la realidad, sin embargo, no se logra sólo por la simple observación, sino también con la reflexión de textos elaborados por autores expertos. Por ello y para ello se ha ideado esta serie. Los diferentes volúmenes de Ágora van destinados a toda la iglesia, empezando por sus líderes. Con esta serie de libros queremos conocer nuestra cultura, escucharla y entenderla, reconocer, celebrar y potenciar los puntos que tenemos en común a fin de que el Evangelio ilumine las zonas oscuras, alejadas de la luz de Cristo.

Es mi deseo y mi oración que el esfuerzo de Editorial Andamio con este proyecto se vea correspondido por una amplia acogida y, sobre todo, un profundo provecho de parte del pueblo evangélico de habla hispana. Estamos convencidos de que la Palabra antigua sigue siendo vigente para el mundo moderno. Ágora es una excelente ayuda para testificar con la Biblia en una mano y “el periódico” en la otra.

Pablo Martínez Vila

Introducción

El presente libro es fruto de más de treinta años de reflexión sobre lo que el Nuevo Testamento nos enseña acerca de la evangelización y, asimismo, de otros tantos años de desear practicar, aunque sea de forma un tanto limitada, lo que he aprendido en el transcurso de ese estudio. Una de las cuestiones que me ha espoleado ha sido observar que son muchos los cristianos que se incomodan ante los sermones y seminarios que tratan el tema de la evangelización. Se asustan porque a menudo se les ha hecho sentirse culpables por ser irresponsables respecto a la tarea de dar a conocer el Evangelio. Pero sucede que con frecuencia no se trata, en realidad, de un sentimiento de culpa o de poca adecuación, inducido por el Espíritu, ya que este ha de llevarnos a una mayor confianza en Dios, a una creciente gratitud por Su amor a nosotros, o a un cambio en nuestra forma de vida. Más bien se trata, de un sentimiento de culpa humanamente inducido que nos paraliza y que nos lleva a crear un mayor abismo de separación entre cristianos y no creyentes. Anhelo, por ello, ver a los creyentes liberados de ese sentimiento de frustración y de fracaso. Como alternativa, oro para que el Señor ayude a los creyentes a darse cuenta de que la evangelización debería suponer un asunto estimulante e interesante para la reflexión y para ponerla por obra.

Mi intención y objetivo con este libro ha sido examinar una vez más lo que Jesús y sus apóstoles nos enseñan acerca de la evangelización, y asimismo analizar la forma como ellos la pusieron por práctica, para así poder nosotros aplicar conjuntamente su instrucción y su ejemplo. La esperanza que ha alentado mi propia enseñanza y escritos sobre ello es que podamos recuperar en la actualidad las pautas y formas de evangelización que el Nuevo Testamento nos muestra.

La sección primera del libro se ocupa del estudio de dos de las ocasiones en las que Jesús instruye a sus discípulos acerca de la Gran Comisión. Se ocupa asimismo del Día de Pentecostés, en el que el Espíritu Santo fue derramado sobre la naciente Iglesia, confiriéndole poder para llevar a cabo la tarea primordial de ser testigos de Cristo. Reflexionaremos también acerca de los distintos horizontes para la misión que Cristo presentó ante sus apóstoles, planteando posibles formas de aplicar esa visión al contexto actual. De ahí pasaremos a ver cómo el mandato de Jesús de dirigirse al mundo incrédulo, con la verdad sobre su persona, es un mandato para la Iglesia en su totalidad a través de los tiempos, mandato para cada congregación en particular y mandato a título individual para todos los creyentes. La parte final de la Sección Primera se ocupa de cómo debemos tener en cuenta esa comisión en nuestras oraciones y en nuestra vida cotidiana, en el ámbito del trabajo y en el seno de la sociedad en un sentido más amplio.

La Sección Segunda pasa de esa responsabilidad de proclamar la verdad a ocuparnos de la obra de Dios según Él va guiando a las personas a la fe en Cristo. ¡Dios es realmente el Supremo Evangelizador! Él es el que salva, el que nos llama a su servicio para llevar a hombres, mujeres y niños a la fe en su Hijo. Con frecuencia olvidamos ese aspecto de la evangelización, pensando erróneamente que la tarea es por completo cosa nuestra; pensamiento que puede dar lugar a esa sensación de falta de adecuación, de desánimo y hasta de desesperanza ante semejante tarea –sobre todo, si somos honestos respecto a nuestras debilidades, nuestros fallos y la pobreza de nuestros esfuerzos. O, en el polo opuesto, puede dar lugar a la arrogancia, si creemos neciamente que ¡somos excelentes evangelizadores!

En total contraste con lo que nosotros podamos ser y creer, comprobaremos hasta qué punto está presente y activa la paciente gracia divina. Dios trabaja, a menudo durante años, con denuedo y constancia para llevar a las personas a Él con solícito interés para que conozcan y amen a Cristo tal como es. En esos capítulos, nos ocuparemos detalladamente de la infinita variedad de formas y medios que Dios aplica para tocar a las personas y prender en sus corazones la llama de la fe. Al reflexionar acerca de esos posibles medios, examinaremos determinadas historias bíblicas, junto con algunas otras contemporáneas, que nos enseñan acerca de la obra de salvación de Dios en las vidas de las personas.

En la Sección Tercera, nos ocuparemos de algunas de las barreras que se interponen en el camino del cristiano y su fidelidad ante ese llamamiento de dar a conocer el Evangelio. Para ello, trataremos en primer lugar las que están en nuestra propia persona –el miedo, la ansiedad, la conciencia culpable y un compromiso que puede excederse en su celo, con particular atención al problema del fariseo que todos llevamos, en mayor o menor medida, en nuestro interior. A continuación, nos ocuparemos de examinar las barreras que provocan separación entre la iglesia y el mundo:

Analizaremos esta última cuestión la con algún detalle, pues estoy completamente convencido de que con frecuencia suele ser la razón primordial por la que muchos de nosotros, y por consiguiente muchas de nuestras iglesias, presentamos escaso interés y somos ineficaces en la labor de evangelización. Una mentalidad de “nosotros contra ellos” puede inducir miedo al mundo, generando una actitud hasta de odio respecto a los “pecadores”, un deseo de retirarse al refugio seguro de nuestras instituciones cristianas y un insistir en una separación personal respecto a “ellos”. Si desconocemos profundamente a las personas no creyentes, es evidente que la única evangelización que va a poder tener lugar será el de incursiones pasajeras tecnificadas más allá del muro de la iglesia, esto es, al “territorio enemigo” del mundo.

Esta no es, desde luego, la forma de evangelizar que encontramos en el Nuevo Testamento. ¡Pensemos en la vida y ministerio de Jesús! Hemos de admitir con profundo pesar que nuestras forma de evangelizar ha sustituido las pautas que nos enseñan tanto los Evangelios como del libro de los Hechos. Si puedo decir que me mueve alguna pasión, es que, como cristianos, aprendamos a ver la “gloria y honra” (Salmo 8:5) de las personas no creyentes que tenemos a nuestro alrededor, gozándonos en conocerlas y ser sus amigos. Como profesor en un seminario, mi oración y mi deseo es que cada uno de mis alumnos, según vayan enfrentándose al ministerio, sientan la pasión de comprometerse de por vida con la intención de ser personas que, al igual que Jesús, dan de buen grado la bienvenida a los “pecadores” en su entorno particular.

Desde esa barrera de “nosotros contra ellos” trataremos de esbozar, en sus principales rasgos, los muros que separan mundo e iglesia. O, dicho de otra forma, tratar de identificar lo que caracteriza a la cultura del posmodernismo que hace que sea un reto tan particular el comunicar el Evangelio en la actualidad.

En la Sección Cuarta, como parte final del libro, examinaremos con detalle siete principios, propios de la comunicación, que se hallan en el fondo y forma del ministerio del apóstol Pablo. En concreto, el respeto, la construcción de puentes, el entendimiento de aquellos a los que nos dirigimos, usar su lenguaje, persuadir razonando, aclarar la verdad y plantear un reto a la mente y al corazón.

Esos siete principios son el resultado de un cuidadoso estudio de los mensajes del apóstol Pablo en tres entornos en particular, tal como nos lo ha hecho llegar Lucas en el libro de los Hechos. Uno de esos mensajes en concreto se les presentó, sucesivamente, a los judíos y a los gentiles temerosos de Dios en la sinagoga, a unos paganos de Listra y a otros reunidos en el Areópago de Atenas. Tendremos así ocasión de comprobar los principios que Pablo utilizaba en su evangelización, viendo a continuación cómo aplicarlos a la realidad actual. Nuestro estudio de las pautas de Pablo se complementarán con oportuna reflexión sobre varios de los ejemplos de evangelización práctica por parte de Jesús en el curso de su ministerio.

Cada uno de esos principios tiene su raíz en el esfuerzo del apóstol por hacerse “todo para todos, a fin de salvar a algunos por todos los medios posibles” (1 Corintios 9:22). Pablo respetaba a aquellos con los que entraba en contacto, fueran judíos, fueran hombres o mujeres gentiles, temerosos de Dios o paganos, libres o esclavos, hasta tal punto que, tras la fachada aparente, consideraba que aun en su incredulidad, y en su pecado, seguían siendo seres humanos hechos a imagen y semejanza de Dios. Pablo tendía puentes de contacto, convencido de que acabarían por salir a la superficie restos de esa imagen divina, como algo que él podría hacer valer en su testimonio, junto con el fondo de la verdad de Dios, como algo a lo que apelar de cara a la conciencia de todos aquellos con los que trababa conocimiento. Pablo podía obrar de esa manera por creer firmemente que todo el mundo puede llegar a experimentar la revelación de Dios sobre Sí mismo en su ser interior, e igualmente en el entorno en que se mueva. Pablo se desvivió por comprender a aquellos a los que deseaba proclamar el Evangelio, convencido, en su fuero interno, de que tan solo comprendiéndoles podría llegar a comunicarles la verdad con maneras que llegaran a su corazón y a su mente. Pablo se esforzó al máximo en su capacidad por hablar de forma comprensible y con un vocabulario que les fuera familiar a los que le escuchaban, antes de recurrir al lenguaje religioso que le correspondía por origen, y ello por desear, por encima de todo hacerse entender en su proclamación del Evangelio y su mensaje.

Pablo buscaba persuadir mediante la verdad de la fe cristiana, sabiendo que no solo era cierta, sino que el mundo entero daba testimonio de esa verdad. Anhelaba, además, aclarar a la gente algunos aspectos particulares de esa verdad que debería conocer. Pablo esperaba que llegaran a un conocimiento pleno de la naturaleza de Dios, de sí mismos, del mundo en que vivían y de la obra de Dios para salvación y liberación, todo ello a la luz del juicio que habrá de venir. Pablo enfrentó a las personas con el reto de superar lo que les tenía cautivos en su corazón al adorar a ídolos y falsos dioses, y por sus lugares de culto, estando por ello sujetos a ideas equivocadas respecto a su verdadera condición humana. Pablo sabía que todos ellos necesitaban abandonar esas cosas para volverse al Dios viviente y a su Hijo Jesús, y ser así salvos. De igual manera tendremos que hacer nosotros, hoy día, para retar a nuestros contemporáneos allí donde sean rehenes de un pensamiento idolátrico y erróneo en medio de la sociedad actual.

Mi oración es que el Señor se sirva de este libro para suscitar en mis lectores el deseo de aprender con esta reflexión sobre el Nuevo Testamento para una evangelización comprometida y eficaz. Oro también por un deseo renovado de vivir en conformidad con el ejemplo de Pablo y para que Dios se complazca en hacer de mis lectores agentes de salvación.

- SECCIÓN PRIMERA -
Misión al mundo

- CAPÍTULO 1 -
Enviados a todas las naciones

En el conjunto de los cuatro Evangelios y en el primer capítulo del libro de Hechos, tenemos el privilegio de seguir las conversaciones de Jesús con una serie de personas. Es como si estuviéramos ¡escuchando a escondidas a Dios! Las tres últimas, de esa serie de conversaciones, tal como aparecen recogidas en el Nuevo Testamento, tratan de la tarea que Jesús encarga a sus discípulos tras su retorno al Padre. Los cristianos hacen referencia a menudo a esa tarea, encomendada por Jesús a sus discípulos, como la Gran Comisión, que fue dada en los días previos a la ascensión de nuestro Salvador a los cielos, transcurridas unas semanas de su Resurrección.

A pesar de unas dudas persistentes en el ánimo de sus discípulos, lentos para creer y duros de corazón para sentir, como podemos ser tú y yo hoy día, la mayoría de ellos estaban completamente persuadidos de que Jesús había sido levantado realmente de entre los muertos, creyendo por ello con plena convicción que Él era el Cristo, el verdadero Hijo de Dios, una verdad firmemente establecida. Esa era la razón de que estuvieran dispuestos a recibir la orden de ponerse en marcha, e igualmente a oír de su boca qué obra deberían llevar a cabo. Jesús habló de la Gran Comisión en más de una ocasión, y en distintas maneras, de forma tal que no había lugar para la duda o la incertidumbre.

Examinaremos, pues, en primer lugar, el relato que encontramos al final del Evangelio de Mateo (28:18-20). Jesús se apareció a los discípulos en un monte de Galilea, lugar del que eran oriundos, junto al lago de ese nombre. Allí les encomendó una tarea, añadiendo unas palabras de ánimo.

Se me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra. Por tanto, id y haced discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a obedecer todo lo que os he mandado. Y os aseguro que estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo.

¡Id y haced discípulos!

Jesús ordenó a sus discípulos que “hicieran discípulos de todas las naciones”. Estas son palabras tan bien conocidas que apenas si nos paramos a pensar en el reto que tuvieron que suponer para quienes las oyeron por primera vez de boca de Jesús. Ese pequeño grupo, integrado por once personas de lo más común, tenía que dirigirse a todas las naciones de la tierra y tratar de hacer, de aquellos que les escucharan, verdaderos discípulos de Jesús. Sin duda, les estaba ya resultando bastante difícil creer en Él, a pesar de los tres años pasados en su compañía y tras haber presenciado hechos fuera de lo común y, más en particular todavía, en esas pocas semanas tras la muerte y resurrección de Jesús. Aun así, ese pequeño grupo, al que tanto le había costado creer, ¡iban a ser ahora agentes de conversión para todas las naciones del mundo!

Es muy probable que algunos de ellos no hubieran viajado hasta entonces fuera de su propio lugar de origen, pequeños reinos y provincias a ambos lados del Jordán, y más allá de Israel hasta la costa del Mediterráneo. Habrían oído, sin duda, de labios de viajeros de la existencia de otras partes dentro del vasto Imperio romano que se prolongaba hasta el norte de África, adentrándose en Europa hasta su norte y su occidente, quedando incluidos Turquía y Armenia, hasta los límites de las fronteras con Persia en Asia Menor (actual Irán). Aun así, es muy probable que no tuvieran conocimiento de primera mano de esos lejanos lugares y de las distintas naciones más allá de posibles descripciones de uso generalizado.

Sin embargo, fueron esos hombres de escasa preparación académica los que acometieran la titánica empresa de instruir a las naciones del orbe conocido en todo cuanto el Señor les había enseñado a ellos para obediencia, bautizándoles en esa fe al hacerse seguidores de Jesús. Pensemos por un momento en el reto tan tremendo que sigue suponiendo esa comisión hoy día, teniendo en cuenta, además, que formamos parte de una Iglesia de cobertura mundial cuyos seguidores se cuentan por millones. ¡Imagina qué impacto tan grande tuvieron que experimentar los apóstoles!

La autoridad de Cristo

A tan tremenda ordenanza, Jesús añadió palabras reconfortantes (¡que tan necesarias eran!). Así, “Me ha sido dada oportuna autoridad tanto en el cielo como en la tierra”. Jesús gobierna por encima del mundo de los espíritus, triunfando igualmente sobre los demonios, derrotando a los falsos dioses de las naciones al anular su poder, impulsando así, a los discípulos, a que salieran al mundo confiadamente. Saben, por tanto, que, en su proclamación del Evangelio, Jesús tiene el nombre que está por encima de cualquier otro en las regiones celestiales, del poder de las tinieblas y por encima de todo posible espíritu maligno. Los discípulos del Señor sabían sobradamente que, tanto en el seno del Imperio de Roma como asimismo más allá de sus confines, las gentes rendían culto a muchos dioses distintos. Estaban, pues, siendo enviados al mundo pagano, donde la mayoría de las personas a las que se dirigieran estarían bajo el influjo de falsos dioses y espíritus. Ya habían experimentado de primera mano el poder de las huestes de Satanás al tener que enfrentarse a enemigos que ponían a prueba sus convicciones al tiempo que buscaban acabar con la vida de Jesús. Pero lo cierto es que ahora su confianza provenía de un Jesús que había vencido a Satanás en la cruz y con su resurrección, anulando las maquinaciones de su adversario, y ello de tal forma que Jesús gobernaba a los poderes celestiales en medio del mundo pagano.

Gobernante de las naciones

Jesús les había exhortado a salir al mundo con la convicción de que todo posible poder le había sido conferido sobre este mundo. Jesús regiría sobre todas las naciones a las que se encaminaran. Abriría puertas en lugares que parecían inaccesibles, como Señor por encima de todo señor, y como Rey por encima de los reyes de este mundo. Incluso el César, emperador de un área de proporciones inimaginables hasta entonces, sería súbdito de Jesús. Esas fueron las primeras palabras de aliento que recibieron los discípulos junto con ese llamamiento tan “imposible”.

Y así es igualmente hoy día para nosotros. Todos las naciones del mundo, junto con los poderes ocultos de las tinieblas, están sujetos ahora a Cristo. De hecho, hay un único poder superior en el mundo hoy, que no es ni Estados Unidos ni su presidente. Es el del Señor Jesucristo. Él es quien gobierna a las naciones a causa del Evangelio y de su Iglesia en el concierto de las naciones.

La presencia de Jesús

Jesús tenía otras palabras más de aliento para sus discípulos. En primer lugar, en referencia al poder. En segundo lugar, a título personal. Jesús había prometido que Él mismo estaría a su lado. Allá donde estuvieran, por duro que fuera el camino, por grande el reto a superar, por hosco el recibimiento, y con independencia de su propia sensación de ineptitud, Él estaría a su lado animándoles y ayudándoles a ser más fuertes y a resistir, como ya lo había hecho con anterioridad en el pasado durante su ministerio en la tierra. Ciertamente nunca más iban a estar solos. Y esa promesa, realizada en su tiempo a los discípulos, sigue estando vigente hoy día a favor nuestro, acompañándonos en el camino que Él nos llame a emprender.

- CAPÍTULO 2 -
El poder del Espíritu

Nuestro segundo ejemplo, en relación a esa Gran Comisión dada por Jesús a sus discípulos, lo encontramos en el primer capítulo de Hechos, justo antes de tener lugar la Ascensión. Jesús ya les había instado con anterioridad a esperar en Jerusalén el bautismo del Espíritu Santo bendiciéndoles con su presencia. El Espíritu Santo iba a ser el don prometido por el Padre a favor de los discípulos. La noche previa a su muerte, al igual que en otras muchas ocasiones anteriores, Jesús había hecho mención del don del Espíritu que habrían de recibir. Ahora, les dijo, ese don está punto de hacerse realidad en el Día de Pentecostés y que nosotros, en la actualidad, recibimos cuando nos acercamos a la fe en Jesucristo (véase Romanos 8:9; 1 Corintios 12:12-13; Efesios 1:13-14).

Los discípulos todavía estaban esperando la llegada de ese don cuando vieron a Jesús por última vez. Su pregunta final fue: “Señor, ¿es ahora cuando vas a restablecer el reino a Israel?” (Hechos 1:6). Quedaba lejos de su pensamiento la tarea que Jesús les había mandado llevar a cabo en más de una ocasión. Parece evidente que, de momento, no querían pensar en tener que predicar el Evangelio a las naciones antes de que el mundo llegara a su fin.

Lo que los discípulos deseaban por encima de todo era saber cuándo iba a llegar ese reino tan deseado, que por ellos podía ocurrir ya. Anhelaban, por tanto, saber los planes del Señor para expulsar a los romanos de la Tierra Prometida y que entonces tuviera su inicio el victorioso reinado suyo como Mesías. Recordaban que la promesa era de gobierno absoluto sobre todas las naciones y en consecuencia querían que lo inaugurara de inmediato, distribuyendo los tronos de los que gobernarían junto a Él. Jesucristo tenía poder sobre todas las cosas y nada más natural que ejercerlo ¡para beneficio suyo, para beneficio asimismo de ellos y para Israel como su pueblo! Pero la respuesta de Jesús fue muy distinta a la que esperaban.

Un conocimiento no disponible

La llegada de ese reino no se les iba a comunicar por anticipado, ni tampoco cuándo Israel sería restaurado como nación independiente, ni cuándo iba a tener lugar esa Segunda Venida en gloria. Ese era un conocimiento no disponible para los apóstoles, ¡ni tampoco hoy día para nosotros! No cabe duda de que especularían al respecto y también acerca de cómo Jesús utilizaría su poder para reinar triunfante sobre todas las naciones. Son muchos los cristianos a los que les gusta realizar hipótesis acerca del fin de los tiempos, aventurando por ello fechas y eventos, como se hizo evidente forma muy especial en la reciente transición de uno a otro milenio. Pero lo cierto es que Jesús ha dicho que no es algo que tengamos que saber de forma anticipada; de hecho, Jesús dijo que tampoco a Él le correspondía saberlo (Mateo 24:36). ¡Jesús mismo, verdadero Hijo de Dios, ignora cuándo va a suceder! Oramos, sin duda, para que su venida se haga ya realidad. Deberíamos, por ello, aguardarla anhelantes, pero sin que sea posible saber cuándo se producirá.

Un poder disponible

“Si anheláis poder”, les dijo Jesús, “lo tendréis. Cuando el Espíritu os sea dado, el poder será también vuestro. Pero no supondrá un poder para restaurar Israel y destruir a los enemigos del reino. Ni siquiera consistirá el conocimiento del tiempo de su realización. Será, sin duda, un poder para dar testimonio acerca de mí y de la verdad de mi mensaje en el mundo entero”. La Iglesia dispone de ese poder en la actualidad. Tú y yo lo tenemos hoy, es muy distinto al que puede que estemos esperando. Queremos poder para ver hecho realidad el reino, para sanar dolencias y enfermedades a nuestros seres queridos, para hacer realidad nuestras propias metas, o para “ver nuestra nación de nuevo cristiana” y poder para Estados Unidos en el concierto de las naciones.

Todos nosotros tenemos nuestra propia agenda respecto a Jesús, al igual que, sin duda, la tenían en su momento los discípulos. Pero lo cierto es que es Jesús quien tiene una agenda dispuesta para nosotros, y es poder a favor nuestro para vivir, para dar testimonio de Él a un mundo incrédulo, para amar a nuestros enemigos, para bendecir a los que nos maldicen, para perdonar como Él nos perdonó y para amarnos los unos a los otros. En eso consiste de momento la venida del Reino según el plan divino. La otra clase de poder llegará más adelante, pero este es el poder que Jesús hizo efectivo en su muerte en la cruz, y es el que nos da ahora. Por el momento no hay otro poder a disposición de la Iglesia o del cristiano.

A los discípulos se les iba a dar el poder del Espíritu para testimonio al mundo. ¿Qué significó eso para ellos entonces y qué significa ahora para nosotros? En una ocasión anterior, Jesús había prometido que el Espíritu Santo daría testimonio de Él.

Cuando venga el Consolador, que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de verdad que procede del Padre, él testificará acerca de mí. Y también vosotros daréis testimonio porque habéis estado conmigo desde el principio (Juan 15:26-27).

Al salir los apóstoles al mundo, lo hacían confiando en que, cuando hablaran de Cristo, el Espíritu Santo daría testimonio de Cristo junto con su propio testimonio como discípulos. Lo mismo ocurre hoy con nosotros. Nunca vamos a estar solos cuando tratemos de comunicar la verdad acerca de Jesús.

Más adelante, esa misma noche, durante las horas finales antes de que tuviera lugar la traición de Judas, Jesús les dijo a sus discípulos más cosas acerca de la obra que llevaría a cabo el Espíritu, con la tarea particular de obrar un cambio en el corazón de las personas que les llevara a darse cuenta de su estado de culpa y de la necesidad de obrar rectamente de cara a un juicio (Juan 16:8ss.). Nosotros solemos pensar que es responsabilidad nuestra convencer de pecado a las personas, y que debemos hacer que sientan esa culpa personal. Pero Jesús enseña que esa es tarea del Espíritu, que Él se basta para tocar los corazones de los que no creen (y de los que creemos también, evidentemente) de manera que no está a nuestro alcance.

Confiamos, claro está, en que el Espíritu da testimonio a los corazones y a la mente de las personas que nos rodean. (Aunque quizás fuera más apropiado decir que damos testimonio junto con el Espíritu según Él va obrando en aquellos que no creen. Él nos llama a que le ayudemos, ¡no que nosotros le pidamos que nos ayude!) ¿Nos ayuda el Espíritu de alguna otra manera en nuestro trabajo de evangelización? ¿Nos da poder para ser testigos de Cristo?

Jesús prometió que el Espíritu Santo nos ayudaría a recordar las palabras necesarias de las Escrituras que conocemos y leemos (Juan 14:26). Él también nos guiará a la verdad, capacitándonos para decir la verdad (Juan 16:13), porque las Escrituras nos prometen que aun faltándonos sabiduría, podemos pedirla y Dios nos la concederá con generosidad y sin encontrar falta en nosotros (Santiago 1:5). A lo que cabe añadir que Jesús les dijo expresamente a sus discípulos que habría ocasiones en las que serían llamados ante reyes y gobernantes o que serían arrestados y llevados a juicio a causa de su fe. Les instó, por tanto, a no preocuparse anticipadamente por el momento en que aquello ocurriera, ni por lo que tendrían que decir, porque el Espíritu Santo les daría la palabra oportuna en el momento necesario (Marcos 13:9-11). Aunque Jesús estaba ahí dirigiéndose a sus discípulos respecto a encarcelamientos y tribunales como consecuencia de persecuciones, su promesa tiene una aplicación más amplia. Allí donde y cuando nos veamos llamados a dar testimonio de Jesús, no solo estaremos en tela de juicio por nuestra fe, sino que esa fe nuestra en Cristo también lo estará e igualmente el propio Cristo, por lo que podemos solicitar con confianza la ayuda del Espíritu, con la convicción de que se goza en dar respuesta a tales oraciones.

El Espíritu no solo nos ayudará a saber qué decir, sino también a hablar con claridad y con palabras apropiadas si así se lo pedimos. El apóstol Pablo pidió en oración a Dios eso mismo (Colosenses 4:4)y nosotros también lo podemos solicitar sin duda alguna. El apóstol aún añadió el pedir a las personas que oraran para tener el valor necesario para esa tarea (Efesios 6:19-20). Todos sin excepción necesitamos tener valor y sin duda podemos tener la total seguridad de que el Espíritu Santo se complacerá en ayudarnos. Él, el Espíritu Santo, es nuestro consejero, nuestro guía, Aquel que va a estar a nuestro lado en toda ocasión y necesidad. Por eso podemos solicitar su ayuda de cualquier manera imaginable siempre que queramos compartir la verdad del Evangelio.

Hay otra forma más en la que el Señor nos ayuda y es abriendo puertas para poder compartir el Evangelio (Colosenses 4:3). Nosotros seguimos a Aquel que gobierna sobre las naciones así como gobierna sobre nuestra vida personal y sobre todo lo que acontece diariamente. Hasta los cabellos están contados; cada detalle de nuestra existencia, por insignificante que pueda parecer, se halla bajo el cuidado amoroso de nuestro Padre. Por eso podemos rogarle que nos dé la oportunidad para compartir aquello que creemos. Según Él va preparando el camino y preparándonos a nosotros, nos llama a seguirle a Él y poder así aprovechar al máximo las oportunidades que surjan y las puertas que se nos abran (Colosenses 4:3-6).

¿Qué más podemos necesitar? Cristo gobierna sobre las naciones a favor nuestro (consideremos las posibilidades presentes de proclamar el Evangelio en lo que se conocía como el “bloque comunista”). Nuestro Padre vigila atento todo cuanto ocurre en nuestras vidas, proveyendo las oportunidades necesarias y también abriendo puertas. El Espíritu está obrando en nosotros y en aquellos a los que hemos sido llamados. Con semejantes promesas de ayuda, ¿cómo nos resulta una carga tan pesada la evangelización, viviéndolo como algo difícil y en ocasiones hasta imposible? Trataremos de ir dando respuestas a esos interrogantes en otro capítulo más adelante, pero por ahora retomamos el tema de la Gran Comisión tal como la encontramos en Hechos 1.