Leer el mundo

Visión de Umberto Eco

 

 

 

 

 

 

 

 

 

COLECCIÓN DE ENSAYO

La Huerta Grande

 

 

Justo Serna

 

 

 

 

 

LEER EL MUNDO

 

VISIÓN DE UMBERTO ECO

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

© De los textos: Justo Serna

 

Madrid, abril 2017

 

EDITA: La Huerta Grande Editorial

Serrano, 6 28001 Madrid

www.lahuertagrande.com

 

Reservados todos los derechos de esta edición

ISBN: 9788494666759

 

Diseño cubierta: Enrique García Puche para TresBien Comunicación

 

 

 

MOBILIS IN MOBILI

 

Cuando nombramos esa palabra, cuando decimos biblioteca, pensamos en un inmueble, en un espacio físico con techumbre y tabiques en donde se albergan volúmenes editados. Algo fijo, pues. Pensamos también en obras encuadernadas en papel, obras que descansan en anaqueles, en armarios o en vitrinas.

¿En papel, he dicho? Desde la antigüedad vemos multiplicarse el número de los soportes: papiro, pergamino… Materiales inertes. Manuscritos o impresos, esos textos no palpitan, no crecen ni propiamente mueren. Sin embargo, su soporte envejece. Si de papel hablamos, las páginas se cuartean y amarillean, sus bordes se mellan, en su superficie anidan humedades, insectos u hongos que invaden lo escrito: las tintas pueden desleírse. Si eso ocurre, se perderán las frases, los versos, las fórmulas, las ilustraciones, las miniaturas, las viñetas.

Pero los libros no son seres vivos, sino objetos fina o burdamente cosidos o pegados. Podrían permanecer ajenos u olvidados en ese inmueble durante siglos sin que cobraran vida: una vida metafórica, se entiende. Para que se reanimen necesitamos a alguien que tome un ejemplar en sus manos, que examine sus cubiertas y su lomo, que lo abra y que empiece a leer, que empiece a leerlo desde el principio. O que lo destripe saltando entre sus apartados, interpretándolo recta o figuradamente. Necesitamos a alguien que active lo que permanecía muerto. Necesitamos, en fin, a un individuo que sepa descifrar lo que hay en esas páginas, su orden alfabético, la lengua en que están escritas.

Pero necesitamos también otra clase de código: la combinación que las obras tienen entre sí, el vínculo que ata un volumen a otro. Un libro no está solo, está en vecindad azarosa o lógica: con otras obras tiene relación y con otras se pone en sucesión, en movimiento. Eso es también una biblioteca: volúmenes alojados que tienen entre sí algún parentesco. Un estante los dispone verticalmente y de ellos distinguimos el lomo, que suele tener los datos precisos para individualizar la obra. O no: quizá de ese lomo o de la cubierta han desaparecido los títulos y los epígrafes, cosa que dificulta su rápida identificación. Aun así, dichos libros estarán colocados a partir de algún criterio. ¿Para qué? Para que el custodio o el beneficiario de la biblioteca puedan encontrarlos en el sitio previsto. Unos catálogos o inventarios, incluso, precisarán y detallarán enumerándolos los fondos que allí se reúnen, su emplazamiento e incluso las razones de su cohabitación.

Una biblioteca necesita a alguien que ordene y vigile: un custodio, un celoso guardián que salvaguarde los tesoros, alguien que asegure las existencias y las nuevas incorporaciones, que impida los latrocinios, los hurtos. Pero dicho recinto necesita también a un lector, a alguien que acuda con el fin de apropiarse del conocimiento, con la meta de servirse de los saberes allí reunidos. O, más simplemente, alguien que frecuenta sus salas para consultar unas páginas o para tomar en préstamo una obra, para completar de principio a fin un volumen o para echar una ojeada, a la caza del dato concreto que busca.

Quien acude allí, propietario o usuario, sabe. Pero no siempre sabe o recuerda lo que sabía; no siempre dispone de un conocimiento concreto. Quizá ha perdido lo que en tiempos retuvo. Las obras impresas o manuscritas de que disponemos en una biblioteca nos salvan, pues, de nuestras ignorancias o de nuestros olvidos. En el Fedro de Platón se oponían serios reparos a la escritura: fiándolo todo a la palabra escrita, no ejercitaremos el recuerdo. Paradojas.

Ella no producirá sino el olvido en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria; fiados en este auxilio extraño abandonarán a caracteres materiales el cuidado de conservar los recuerdos, cuyo rastro habrá perdido su espíritu. Tú no has encontrado un medio de cultivar la memoria, sino de despertar reminiscencias; y das a tus discípulos la sombra de la ciencia y no la ciencia misma. Porque, cuando vean que pueden aprender muchas cosas sin maestros, se tendrán ya por sabios, y no serán más que ignorantes, en su mayor parte, y falsos sabios insoportables en el comercio de la vida.

 

 

 

METÁFORAS DE LA LECTURA

 

Son numerosas las metáforas de la lectura. Una, por ejemplo, la de la docencia sin preceptor. Otra, la del viaje sin desplazamiento físico. Si aprender muchas cosas sin maestros es efecto de la lectura, entonces la biblioteca sería una escuela sin docentes, un espacio en el que silenciosamente nos instruimos. ¿Silenciosamente? No siempre fue así. La aparición de la imprenta permitió la lectura individual: al multiplicarse el número de los libros, se facilitó el aislamiento del usuario. La lectura silenciosa y retirada en bibliotecas o gabinetes particulares sería, así, como un viaje en el que cada uno podría dar salida a sus fantasías. Al leer una obra ya no sería preciso moverse: ya no deberíamos partir. Alguien ha anotado en el libro la experiencia individual de un tránsito que hizo y de la que nosotros nos apropiamos, sin necesidad de desplazarnos físicamente. Es más: los libros pueden incluso relatar viajes que nadie ha hecho o consumado, traslados que ningún individuo ha emprendido. Eso son las obras de ficción.

Con la biblioteca peligra la memoria, leíamos en Platón, como peligra también la experimentación directa. La lectura daña la aventura humana: nos hace sedentarios y fantasiosos, víctimas de experiencias vicarias y falsas, eso decía Voltaire. En una de sus Cartas filosóficas (1734) el pensador deploraba la afición novelesca que el público tenía. Para uno que lee filosofía, decía, hay veinte que leen ficciones. A su juicio, esa inclinación por las novelas mostraría un ensanchamiento erróneo de la experiencia: nada habría que pudiera garantizar la validez de lo aprendido o sabido. Si la imaginación no se corresponde con el mundo externo, ¿no estaríamos entonces sustituyendo lo real por su fantasmagoría? ¿Llamaríamos a eso el saber? La contestación en el Fedro está clara. ¿Pero cuál es nuestra respuesta? La biblioteca no es eso: es un dispositivo que nos hace más autónomos, menos dependientes de lo real. Digo lo anterior y voy a parar al ejemplo más extraño que pueda recordar. Es fruto de la ficción, sí, pero merecería ser el epítome de todas las bibliotecas.

Acompañemos al capitán Nemo a bordo del Nautilus. Estamos en el siglo xix, siempre después de 1865. El buque submarino es un ingenio mecánico dotado de todos los avances técnicos. Y lo es para un individuo que ha dado la espalda al mundo. ¿Ha dado la espalda al mundo? El Nautilus es su guarida, el cobijo desde el que mira las profundidades abisales y las superficies marinas. El navío dispone de adelantos, pero sobre todo tiene una biblioteca de amplios anaqueles sobre los que reposan gran número de libros.

Nemo ha conseguido reunir doce mil volúmenes, un gran repertorio que allí está desde que el submarino se sumergiera por primera vez. «Desde entonces —precisa el capitán— quiero creer que la humanidad ya no ha pensado ni escrito más». Las obras están dispuestas, además, según «una clasificación aleatoria […], y esa mezcolanza probaba que el capitán del Nautilus habitualmente debía leer los que su mano tomaba al azar».

Curiosa circunstancia. Por un lado, el saber de la humanidad, el recuerdo escrito de sus avances cabe en la sala habilitada de un submarino, dispuesta con todas las comodidades para hacer de la lectura una dicha sustitutoria y un conocimiento completo. Por otro, la sucesión de los libros depende directamente del usuario, de sus necesidades mudables e inconstantes, las de quien busca y finalmente halla. No hay sedentarismo en Nemo, cuya divisa, mobilis in mobili, distingue al lector que avanza y descubre. Hay voluntad de saber, instalado en su puesto de mando, en su observatorio, en esa biblioteca móvil que se desplaza hacia destinos propiamente literarios. Pero abandonemos el Nautilus y salgamos al exterior…

 

 

 

WALK AND THINK

 

En El ala oeste de la Casa Blanca (1999-2006), Aaron Sorkin empleó con frecuencia una forma de realización televisiva, de narración fílmica, que se denomina walk and talk. Largos corredores, tránsitos interminables, agitación, multitud de personajes que se cruzan, que se saludan, que se gruñen, individuos que han de proponer algo en ese breve instante que supone recorrer un pasillo recto, quebrado o retorcido de la sede presidencial.

He visto con placer, con dicha, con envidia y con miedo los corredores de Umberto Eco (1932-2016). Ha sido un cortometraje que dura efectivamente poco, aunque resulta revelador. No es un film que nos haga grandes descubrimientos, que nos detalle secretas intimidades. Se rodó poco tiempo antes de la muerte de Eco.

En su casa de Milán, una cámara sigue al gran estudioso y los espectadores nos hacemos cruces. ¿Qué es lo que vemos? Larguísimos pasillos con la paredes forradas de libros; remansos, descansillos con volúmenes impresos; habitaciones achicadas por ingentes estanterías repletas de piezas únicas; salones… todo ello atestado de obras, de mamotretos. Escasea la luz. Deliberadamente. Si no fuera porque sabemos lo que estamos viendo, creeríamos posible estar asistiendo a una película de terror. ¿Quizá el film de un coleccionista obsesivo que aspira a retener la cultura entera del mundo? ¿O quizá la historia de un erudito insaciable, absolutamente voraz, que va a la caza del dato, de la insólita referencia? Estamos ante objetos materiales, ante libros, libracos y libritos editados de esta o de aquella manera, ¿ordenados alfabética o temáticamente?

Umberto Eco avanza entre las resmas y los pliegos de papel impreso. Avanza con destino final. Parece tener un destino. Los grandes lectores por supuesto se dejan sorprender por el orden, el caos y la chiripa. Pero los lectores minuciosos se adentran entre el follaje de saberes, entre la foresta de novelas, poemarios, misales, obras pías, tratados doctrinales, monografías académicas. Los vemos avanzar. ¿Quién es quién? ¿Quién es el lector Eco?

Esperamos, tal vez, que una concomitancia imprevista le dé un indicio ignorado, una vecindad de obras o referencias inauditas. Esperamos que Eco se detenga antes de llegar a su destino. Hay lectores disciplinados y los hay creativos. Los primeros saben lo que quieren y se aventuran entre anaqueles a la búsqueda del dato inapelable. No se dejan interrumpir por la intuición o por la sospecha del descubrimiento inesperado. Los segundos acuden sabiendo lo que quieren, pero dejándose impresionar, husmeando, oliendo quizá la huella que durante tanto tiempo pasó inadvertida. Es más. Es probable que cacen una pieza insólita que irá a formar parte de un conjunto, de un orden que se verá alterado por el nuevo ingreso.

Esto que describo como posible, esto que presento como propio de dos clases de lectores, no es una arbitrariedad mía. Aludió a ella Umberto Eco en su contribución al libro Interpretación y sobreinterpretación (1997). ¿A qué se refería? A la disciplina de la hermenéutica. Interpretar es avanzar un sentido, es proponer un sentido, sí, a las cosas, a las acciones, a la letra impresa. Es leer aventurando un significado. Quien aventura una interpretación ha de ajustarse a lo que otros dijeron antes que él, ¿pero ha de limitarse a lo que otros ya sostuvieron?

Debe avanzar en el conocimiento, que siempre tiene algo de creación. Es decir, debe arriesgarse. Pero ha de ser respetuoso con los límites del texto, los límites del contexto, con la enciclopedia del autor. Ante todo, no debe tomar ese texto como pretexto para decir lo que el autor no habría dicho o intuido ni por asomo. Umberto Eco supo combinar ambas opciones. Cuando fue joven proclamó la apertura de las obras y, por tanto, la apertura del significado. Pero el Eco ya maduro, escandalizado por toda falta de disciplina y de jerarquía intelectual, condenó la presunta libertad incondicionada de quien interpreta. Hay límites que vienen de la propia materialidad del libro, de lo que era o no posible en el tiempo en que fue escrita o impresa la obra.

El sabio o el erudito Umberto Eco avanza por esos pasillos, sigue avanzando por los corredores del saber. Lleva lentes, pero no anteojeras. Mira los anaqueles de reojo, de soslayo, aunque los tiene muy sabidos… Todo puede ser congruente, vecino o afín, todo lo que convenga con su prueba o case con el conjunto que reconstruye ha de ser atendido. ¿Todo está relacionado? Tutto c’entra con tutto?

 

 

 

NUNCA TE ENAMORES
DE TU PROPIO ZEPELÍN

 

Empecemos. Salgamos de una vez al exterior. De momento, aún estamos en las nubes…

Qué cosa más maravillosa, pensó la gente cuando vio la nave surcando los cielos. «Qué cosa más maravillosa poder viajar por el aire como los pájaros», escribió Umberto Eco para describir y referirse a la epopeya europea del zepelín. Oh, el Zeppelin: todo un globo aerostático dirigible, el sueño de la aviación cumplido y satisfecho…

Los contemporáneos pudieron asistir al despliegue de una aeronave de grandes dimensiones, artificio tecnológico que despertó la admiración, el entusiasmo, de sus primeros usuarios y de quienes lo veían desde tierra. ¿Hay portento mayor y mejor dotado para surcar los cielos, para desplazarse con elegancia y comodidad? Toda novedad de la tecnología más destacada siempre nos admira y por ella o gracias a ella imaginamos el futuro.

«Y entonces se descubrió que el zepelín era un invento sin porvenir», añade Eco. «El invento que sobrevivió fue el aeroplano», precisa. «Cuando aparecieron los primeros dirigibles, la gente creyó que se produciría una progresión lineal a partir de ahí, un avance hacia modelos más refinados y más rápidos. Pero no fue así», prosigue Eco en una de las páginas de Predicciones, un libro colectivo que en España publicó Taurus hace unos años.

¿Por qué ocurrió lo que ocurrió? ¿Por qué el zepelín no tuvo porvenir? Porque lo más lógico no se cumplió. Con frecuencia, lo que imaginamos como futuro no llega a convertirse ni siquiera en pasado. Repetidamente y a lo largo de la Historia, los humanos fantaseamos con lo que deseamos o tememos, como si tales expectativas se fundaran en datos incontrovertibles.

Es en esas ocasiones, al confirmar el fracaso de nuestras predicciones más atinadas o sensatas, cuando decimos que el porvenir no es largo, que el futuro no dura. De repente, eso que teníamos previsto acaba desapareciendo y, como digo, ni siquiera llega a convertirse en pasado efectivo o real. Esa circunstancia se da no por errores de cálculo o por ser las nuestras ensoñaciones quiméricas. Se produce porque lo lógico raramente se impone en un porvenir que siempre es incierto. Qué decepción.

Lo lógico, sí, era ser más ligero que el aire para poder surcar los cielos, nos informa Umberto Eco. Pero no fue eso lo que a la postre sucedió. En realidad, resultó que había que ser más pesado que el aire para volar mejor y más rápido. Con ello —y contra toda lógica—, todas las predicciones más inmediatas sobre el futuro de la aviación quedaron absolutamente desmentidas.

La sensata moraleja que extrae Eco es la de que en la ciencia —pero también en la filosofía o en la historia— no hay que enamorarse del propio zepelín: en poco tiempo, ese ingenio puede ser quincalla o pieza de museo. Nos ha pasado con mucha frecuencia con sistemas tecnológicos que parecían obvios o superiores. Por ejemplo, el Beta o el vhs, la cinta de cassette, el discman, etcétera. Quién iba a pensar que todos esos sistemas o cachivaches acabarían efectivamente como quincallería o piezas de museo.