ÚLTIMA LLAMADA

 

 

 

LAURA FALCÓ LARA

 

Diseño de la cubierta: Salva Ardid Asociados

Diseño de la colección: Pepe Far

Primera edición impresa: marzo de 2016

Primera edición en e-book: septiembre de 2016

© Laura Falcó Lara, 2016

© de la presente edición: Edhasa, 2016

Avda. Diagonal, 519-521

08029 Barcelona

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E-mail: info@edhasa.es

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ISBN: 978-84-350-4652-7

Producido en España

AGRADECIMIENTOS

A Alfonso Contreras, por ayudarme con sus conocimientos de aviación.

A Daniel Hareg, por haber creído en mí.

A José López Jara, por poder contar siempre con sus sabios consejos de editor y amigo.

A Lorenzo Fernández, por su amistad y por compartir conmigo sus experiencias en la selva peruana.

A Manel Loureiro, por su inestimable feedback como escritor.

A Déborah Albardonedo, por acompañarme en esta nueva aventura.

A Daniel Fernández y a Penélope Acero, por apostar por esta novela.

CAPÍTULO 26

REGRESO A CASA

Tras despedirse de Amber, tomó un taxi con destino al aeropuerto. Cuando aceptó viajar a Phoenix, nunca imaginó que el destino fuese a reunirle de nuevo con ella. Todavía tendría que darle las gracias a Carlos por haber pensado en él para aquella charla. Parecía como si la vida se empeñase en llenar aquel terrible vacío que tenía en su interior. Amber era sin duda una mujer hermosa, inteligente, una mujer de la que era fácil enamorarse. Pese a que todavía le costaba pensar en ella y no sentirse dolido por todo lo que había sucedido, sabía que sin quererlo ya la llevaba bajo su piel. De momento, prefería ir poco a poco, sin prisa, viendo cómo encajar sus complicadas vidas y la distancia que les separaba. Sin embargo, era innegable que con sólo verla su corazón latía con una fuerza inusual. Sentía que Amber era su última oportunidad de ser feliz y que si dejaba pasar ese tren, si no lo tomaba, iba a arrepentirse el resto de sus días.

Ya en el avión, no pudo evitar fantasear sobre cómo hubiese sido su vida con Amber si Melanie aún estuviese a su lado. Seguro que se habrían llevado bien, seguro que habría sido una gran madre, pensó. Una extraña mezcla de alegría y tristeza se instaló en su interior. Sabía que tarde o temprano llegaría el tiempo en que acordarse de su pequeña no le doliese tanto como entonces y que tan sólo recordaría los buenos momentos vividos con ella. Por unos instantes, vino a su memoria el aroma inconfundible de su hija, el olor que desprendía su suave y tersa piel. Rememoró, como si la hubiese visto cinco minutos atrás, la inocencia de su sonrisa. En su cabeza evocó sin poder evitarlo las noches leyendo cuentos junto a ella en la cama hasta que caía dormida, aquellas ridículas canciones infantiles que a ella tanto le gustaba escuchar. Desenterró uno a uno muchos de los recuerdos que por miedo al dolor había ido sepultando durante todos aquellos agónicos meses. Tomó aire, como tratando de apartar de una vez aquel sentimiento amargo, corrosivo y tan doloroso de su interior, aquella pesadumbre que no le dejaba apenas respirar.

Con ánimos renovados, levantó poco a poco la vista dispuesto a observar por la ventana las nubes que les acompañaban durante su recorrido. De pronto, el cristal pareció empañarse, como si él hubiese echado el aliento sobre su superficie. Extrañado, se apartó ligeramente de él y lo miró con curiosidad y extrañeza, sin terminar de entender qué estaba ocurriendo. Entonces, como si un dedo invisible lo acariciase, un conjunto de letras empezó a dibujarse sobre el cristal. Atónito, comprobó cómo los caracteres se encadenaban caprichosamente uno tras otro hasta escribir un mensaje tan claro como imposible, tan increíble como real, un mensaje que jamás podría olvidar y que de nuevo sacudiría las bases de todo su mundo...

Te quiero, papá.

A Ainara y Alex,

para que los años no les quiten

la imaginación y las ganas de soñar.

A Jose, por compartir mi camino.

ÚLTIMA LLAMADA

CAPÍTULO 1

UNA VOZ EN LA NOCHE

El programa había empezado a las doce en punto, como cada noche. En los casi diez años que llevaban en antena jamás habían comenzado con retraso. Daniel tenía muchos defectos, pero su sentido de la puntualidad era impecable. Primero, su ya clásica entrada hablando de algún que otro tema de actualidad; después, las secciones de cada uno de los contertulios, y, por último, la mesa redonda donde los oyentes podían entrar en directo y contar sus experiencias o preguntar sobre cualquiera de los temas que se tocaban en el programa.

–Y ahora, desde Radio México FM, les damos paso a ustedes, los oyentes. Son las dos y media de la madrugada, y abrimos una vez más su sección. Llamen y cuéntenos sus experiencias, les escuchamos. Leyendas, fantasmas, misterios, premoniciones, casas embrujadas, visiones..., todo tiene cabida en «Al filo de lo real».

Mientras la sintonía del programa sonaba una vez más, Daniel había aprovechado para beber un par de sorbos de agua fresca y estirar un poco las piernas. Tantas horas frente al micrófono terminaban por entumecer y secar la garganta de cualquiera. Los años y las canas le empezaban a pesar, y lo que antes era un hobby bien remunerado ahora que rozaba los cincuenta le parecía un trabajo gratificante pero con unos horarios insufribles y un sueldo algo escaso. Trabajar por las noches tenía sus ventajas, pero ir al revés del resto del mundo no era para nada fácil; de hecho, aquellos horarios le habían costado su matrimonio y buena parte de su vida social. En cualquier caso, su carácter independiente y su falta de adaptabilidad tampoco lo hacían idóneo para vivir en familia; en el fondo, era más feliz estando solo. Tras dar un par de vueltas por la sala Daniel volvió a sentarse en su sitio. Mientras, en la mesa, los colaboradores habituales, Luis Enrique, José y Javier, esperaban atentos a que les pasaran las primeras preguntas de los oyentes.

José era el más veterano y el más serio de los tres. Había empezado a trabajar en la emisora al mismo tiempo que Daniel, aunque en diferente franja horaria. No fue hasta dos años más tarde, tras triunfar con un deplorable programa de entretenimiento para adolescentes descerebrados, cuando Daniel se fijó en él y lo fichó para el suyo. Para José aquello fue su tabla de salvación, tener que estar lidiando con un programa juvenil no era el sueño de un licenciado en periodismo. José era un hombre de piel cetrina, algo rechoncho, no demasiado alto y, a juzgar por sus rasgos, de raíces indígenas. Sus cejas, oscuras y bastante pobladas, se unían de forma desordenada sobre aquella nariz aguileña haciéndola, si cabe, destacar todavía más. Aunque a primera vista podía parecer un hombre afable, reposado y más bien tranquilo, José tenía un genio digno de mención. Los que lo conocían sabían que era preferible no estar cerca cuando tenía un mal día. En apariencia, Daniel era, sin lugar a dudas, su claro contrapunto. Fruto del mestizaje de razas, los ojos claros, su piel rosada y aquella barbilla tan marcada no eran en apariencia herencia de su padre, mexicano de la cabeza a los pies; ahí los genes de su madre, de origen alemán, habían dejado huella. Sin embargo, su carácter era a todas luces latino. Impulsivo, espontáneo, vehemente o a veces incluso un poco irascible, su manera de ser se alejaba de forma drástica de la frialdad y el autocontrol de los germanos.

Luis Enrique, el más joven y parlanchín del equipo, a sus treinta años recién cumplidos aún fantaseaba con ciudades perdidas o misterios inexpugnables. Como todo buen explorador, huía de las relaciones serias, la tumba de cualquier aventurero. Su fama de solterón de oro era de sobra conocida entre las féminas, en especial entre las seguidoras del programa, que le acosaban cada vez que hacían algún acto público. Aquel hombre de cuerpo atlético y penetrantes ojos oscuros siempre terminaba por meterse en líos de faldas. Por último estaba Javier, que en teoría había venido a México de visita desde España pero que nunca regresó a su país. A sus casi cincuenta años, era el miembro más analítico y escéptico del grupo. Con su barba de tres días, las gafas de cerca y unas incipientes canas matizando su pelo moreno reforzaba todavía más ese aspecto de intelectual algo distraído y bohemio que tanto le gustaba a su mujer.

Emilio, el técnico de sonido, levantó la pizarra desde la cabina de control con el nombre de la primera oyente.

–Tenemos al aparato a Gabriela, que nos llama desde Ciudad Juárez. Buenas noches, Gabriela, y bienvenida a nuestra casa. ¿Cuál es el motivo de tu llamada?

–Buenas noches a todos. Primero quería felicitarles por su programa; está muy padre, son todos maravillosos.

–Gracias, Gabriela. ¿Y qué quieres contarnos?

–Pues verán, hace unos días estaba con mi chico paseando por una zona ajardinada cercana a mi casa cuando vimos a lo lejos una extraña luz en el cielo que...

De pronto, se oyó un chasquido fuerte y seco que les sobresaltó a todos, obligándolos a retirarse ligeramente los cascos. Aquello sonó como si se hubiese fundido algo eléctrico en la cabina. Después, tras una breve pausa, una serie de ruidos inusuales y múltiples interferencias cortaron por completo la comunicación. Parecía como si otra emisora se hubiera acoplado a la suya, o como si alguna frecuencia eléctrica se hubiese colado en antena. Todos miraron a la cabina buscando respuestas. Extrañado, Emilio, que no paraba de comprobar uno por uno todos los aparatos eléctricos de la sala de sonido, se limitó a encoger los hombros dando a entender que él no había hecho nada.

–Parece que tenemos problemas técnicos. Gabriela, ¿puedes oírnos? –dijo Daniel tratando de disimular aquella interrupción y ganar tiempo. Este tipo de incidentes eran lo que le hacía odiar el directo.

Sin más, las interferencias cesaron de golpe y se creó un silencio espeso, intenso.

–¿Hola? –insistió Daniel mientras el resto se miraban intrigados.

Entonces, entre aquel inesperado mutismo, una voz aguda, llorosa y conocida por los allí presentes irrumpió en antena haciéndoles estremecer.

–¿Papi?... ¡Papá, estoy aquí!... No fue un accidente, sigo viva... ¡Ayúdame, por favor, tengo miedo!

Todos se quedaron congelados. Por unos instantes pareció como si el tiempo se hubiese detenido entre aquellas cuatro paredes. Atónitos, paralizados por lo imposible de aquella desconcertante comunicación, miraron a Javier. Ninguno sabía cómo reaccionar o qué decir. La tensión y el nerviosismo inundaban toda la sala cortando incluso el aire, que se hizo casi irrespirable. Emilio, desde el otro lado del cristal, observaba la escena inmóvil y sin saber qué hacer; el cigarrillo que sostenía entre sus labios se le cayó sobre los pantalones. Sobresaltado, se levantó y se sacudió la ceniza de encima mientras tras el cristal todos salvo Javier guardaban un respetuoso e incómodo silencio. Daniel, que se sentía responsable de cualquier eventualidad que ocurriese en la emisora, se levantó de su silla y empezó a andar de una punta a otra de la habitación tratando de tranquilizarse, tratando de hallar una explicación lógica a aquella locura. Mientras, Javier, que con la mirada perdida en el suelo del estudio parecía estar en trance, levantó la cabeza y con terror a la posible respuesta musitó:

–Me... ¿Melanie? –susurró con voz entrecortada y sintiendo un punzante dolor en el pecho–. ¿Eres tú, mi amor?... ¿Melanie?

Las palabras se ahogaban agónicas en su garganta mientras sus ojos cristalinos contenían las lágrimas. Pero sólo había silencio al otro lado de la línea.

Una extraña parálisis se apoderó de la estancia. Nadie osaba pronunciar ni una sola palabra, nadie parecía tener el valor de romper aquel momento. Daniel, que al igual que los demás no salía de su asombro, respiró hondo intentando mantener la calma, decidido a solventar aquella tensa situación y a continuar la emisión con la mayor naturalidad posible. Tras agarrar con ternura a Javier por el hombro, tratando de sacarlo del shock en que parecía hallarse sumido, se sentó de nuevo frente al micrófono y conteniendo la debacle de sensaciones en su interior que pugnaban por paralizarlo intentó reanudar el programa. Él era el máximo responsable y no podía, no debía dejarse llevar por la situación. Nervioso, se pasó la mano por la frente para retirarse hacia atrás el cabello y, tratando de poner algo de sentido común a aquella descabellada situación, se dispuso a hablar.

–Parece que ha habido una interferencia, ahorita seguimos con las llamadas aquí, en «Al filo de lo real»... No cambien de emisora –dijo haciendo una señal para que el técnico pusiese la sintonía del programa. En cuanto se supo en privado miró a sus compañeros, todavía conmocionados por esa voz llegada de lo imposible, y preguntó–: ¿Qué fue eso, güey?

–¿Una broma? –especuló José, que todavía no salía de su asombro.

–¿Qué hijo de la chingada hace una broma así? –exclamó Luis Enrique, que todavía recordaba como si fuera ayer el día en que Javier recibió la llamada del colegio de la pequeña Melanie anunciándole que el avión en que viajaba su hija con toda la clase se había estrellado en mitad del Amazonas.

–¿Tenemos el número desde el que se realizó la llamada? –preguntó José al técnico de sonido.

Este giró lentamente la cabeza a lado y lado dando a entender que no.

–Llamaron desde un número oculto –replicó.

Mientras todos trataban de serenarse y comprender lo sucedido, Javier, que parecía haber enmudecido, seguía pensativo, ausente. Era difícil imaginar lo que podía estar pasando por su cabeza. Daniel, que presumía de conocerlo bastante bien, le miraba con inquietud, temiendo cuál podría ser su reacción. Tras unos minutos que parecieron horas, Javier se incorporó con la mirada perdida y, agarrando su abrigo, se dispuso a salir del estudio.

–Creo que me voy a casa –murmuró con ojos llorosos y sin apenas levantar la vista del suelo.

–¿Estás bien? –preguntó Daniel preocupado–. ¿Necesitas algo? ¿Quieres que te acompañe alguno de nosotros?

–Estoy bien, de verdad –respondió con un hilo de voz apenas audible–. Sólo necesito respirar aire fresco.

–De acuerdo. Pero si necesitas algo llámame –le pidió Daniel.

–Nos vemos mañana, Javier, y tranquilo, que seguro que ha sido una broma de mal gusto –añadió José tratando de suavizar el tema.

–¿Seguro que no quieres que te acompañemos? –insistió Luis Enrique.

–No, gracias, no es necesario.

–¿Te sientes en condiciones de conducir? –se preocupó Daniel.

–Sí, sí, de verdad que sí –musitó Javier antes de abandonar el estudio.

Abatido, se dirigió al garaje. Andaba como sonámbulo, sin ni siquiera percatarse de con quién se cruzaba en su camino. No sabía cómo procesar lo que acababa de suceder. De hecho, para su mente, habitualmente analítica, muy racional, aquello no era posible. Ya en el coche, no cesaba de escuchar una y otra vez en su cabeza, casi retumbando, la frase que había oído hacía unos minutos en la emisora: «¿Papi?... ¡Papá, estoy aquí!... No fue un accidente, sigo viva... ¡Ayúdame, por favor, tengo miedo!»

Era ella, era su voz, sin lugar a dudas. ¿Cómo era eso posible? Melanie estaba muerta. Los recuerdos de la tragedia regresaron a su cabeza como una pesadilla. Con las manos sobre el volante, y tras poner el vehículo en marcha pero sin atreverse a avanzar, su vista empezó a nublarse y sintió como su pecho y su estómago se encogían vaticinando un abismo en su interior. Las lágrimas empezaron a brotar sin control y rodaron por sus mejillas, trazando una senda de tristeza, de agonía. Era tanto el dolor que mantenerse sereno resultaba muy difícil. Destrozado, dejó que la desesperación que le oprimía el pecho saliese de una vez por todas; estaba deshecho. Golpeó el volante varias veces con ambas manos, lleno de rabia, tratando de liberar aquella tensión. De su boca salió un grito agónico, un grito que provenía del fondo de su alma y que inundó todo el aparcamiento. Apagó el motor y reclinó su cabeza cerrando sus ojos.

Tan sólo hacía seis meses que Melanie había muerto. Javier había intentado enterrar el recuerdo de los días posteriores al accidente aéreo en lo más hondo de sus entrañas, pero ahora aquella angustia, aquel horror que creía apaciguado, resurgía de nuevo con toda su fuerza. El hecho de que en su momento no se pudiesen recuperar los cuerpos de las víctimas no ayudaba en nada. Era como no poder asumir la muerte ni cerrar las heridas de una vez por todas; era como seguir alimentando una falsa y descorazonadora esperanza. Aunque tal y como le aconsejó el psicólogo celebró un funeral en honor a su hija, el no tener un cuerpo al que enterrar era algo para lo que él no estaba preparado. Y ahora, ese absurdo episodio amenazaba con atormentarlo, con quebrar esa falsa paz que creía haber logrado, porque le hacía pensar que quizá su hija todavía podía seguir viva en algún lugar. Porque, ¿y si de algún modo había sobrevivido? ¿Era aquello posible? Su cabeza le decía que no, que Melanie había muerto en aquel accidente. Pero su interior luchaba desesperadamente por creer lo contrario.

* * *

Ocurrió un verano, catorce años atrás. Javier llegó a México para impartir un ciclo de conferencias sobre las misteriosas esferas de piedra de Ahualuleo, pero nunca imaginó que aquel viaje cambiaría su vida. La idea era pasar diez días por la zona dando charlas y, de paso, aprovechar para seguir investigando sobre el asunto con algunos técnicos locales. Sin embargo, el destino le tenía preparado algo muy distinto.

Los primeros días transcurrieron tal y como tenía planificado, pero dos días antes de su regreso conoció a la mujer por la que cambiaría todos los planes. Allí, entre los oyentes de su última conferencia, estaba María Helena, una bella estudiante de periodismo que hizo que Javier perdiese su vuelo de regreso a España. Aquellos profundos y misteriosos ojos negros le sedujeron desde el primer instante. Javier no sólo perdió el vuelo, sino que, pasado un mes, se olvidó de su país y de su amado Madrid, y decidió instalarse en México D. F. Fue un flechazo en toda regla y él, acostumbrado a ser un hombre centrado y planificador, se sintió al principio bastante desorientado. Sin embargo, tal intenso fue el volcán que María Helena despertó en él que tan sólo tardó cuatro meses en pedirle a aquella chica de tez morena y ondulado cabello negro que se convirtiese en su esposa. Un año más tarde nacía su hija Melanie, el centro de todo su universo. Aquella fue la época más hermosa y feliz de toda su vida. Ahora recordaba aquel periodo como si de un espejismo se tratase, todo le parecía irreal, tan triste y lejano...

Cuando dos años atrás un cáncer de páncreas fulminante se llevó a María Helena de su lado creyó morir. No pudo soportar perderla, y menos de la noche a la mañana. Sin embargo, su hija de diez años le necesitaba más que nunca y tuvo que sacar fuerzas de donde no las tenía para seguir adelante. Aunque adoraba a su niña, no estaba acostumbrado a llevar a solas el peso de ser padre, y compaginar su vida laboral y personal fue para él muy difícil. Tuvo que cambiar todas sus prioridades y centrarse en su pequeña. Durante aquel tiempo hizo de Melanie el núcleo de su realidad, la razón por la que levantarse cada mañana y seguir luchando. Era una niña tan dulce, tan cariñosa, tan fácil de llevar... Recordó entonces cuando antes de dormirse le miraba con aquellos ojitos color miel y esa sonrisa tan pícara deseando que la arropase y le diera su beso de buenas noches.

Pero la muerte no conoce la piedad, y vino de nuevo a golpearlo para llevarse a su hija igual que ocurrió con la madre: de modo inesperado y repentino. Ahora un enorme vacío lo estaba devorando, ya no tenía motivos para querer seguir viviendo. Al principio, justo después de la tragedia, sus amigos no le dejaban estar solo, temían que hiciese cualquier locura; pero seis meses más tarde, todos habían vuelto a la normalidad de sus vidas menos él. Javier había dejado de ser aquel hombre divertido, alegre y decidido para pasarse horas y horas encerrado entre sus recuerdos, sin salir de casa. Todavía no se había atrevido a recoger las cosas que Melanie dejó sobre el escritorio de su habitación antes de marcharse al aeropuerto para coger aquel avión, ya condenado. De hecho, durante los primeros meses la custodió como si de un santuario se tratase. Y es que había llegado un momento en que tan sólo abandonaba la casa para ir a la radio o, como mucho, para realizar la compra del mes. Ni tan siquiera aquellos locos y fantásticos viajes de aventura que solía realizar un par de veces al año con sus compañeros de la emisora le apetecían lo más mínimo. Sus estudios y proyectos, aquellos por los que había perdido innumerables horas de sueño, estaban ahora llenos de polvo, abandonados en las estanterías de su despacho. Ni tan siquiera había seguido impartiendo sus clases de arqueología en la universidad, porque cuando todo aquello ocurrió decidió pedir una excedencia. Ya no sentía emoción por nada, ni por nadie. Había dejado de disfrutar de la vida para pasar a ser un mero espectador. Durante aquel último mes se había incluso planteado la posibilidad de regresar a España; ya no había nada que le atara a México, salvo aquellos recuerdos que le perforaban el alma. En Madrid, al menos, aún tenía familia, alguien con quien compartir su dolor.

* * *

Se secó las lágrimas, respiró hondo y trató de serenarse. Llorar no iba a devolverle a su niña y tampoco iba a hacer que se sintiera mejor; había llorado tanto que lo raro es que aún le quedasen lágrimas en aquel cuerpo casi yermo de emociones. La cabeza le iba a estallar, necesitaba racionalizar lo que había ocurrido: esa voz era la de Melanie, no tenía ninguna duda... Entonces, ¿cabía la posibilidad, ni que fuera ínfima, de que su hija estuviera con vida, quizá perdida en algún rincón de Sudamérica? Era la única opción lógica, la única. Las dudas lo abrumaban, el dolor hacía el resto. Él no creía en fantasmas, a pesar de que participara en un programa en el que se hablaba de ellos, y necesitaba creer. Como mínimo, le quedaba la duda, y con la duda no podía vivir, nadie puede vivir. Se aferró a esa idea tan frágil, Melanie viva, como un náufrago que nadara hacia una luz perfilada en el horizonte, con desesperación. La incertidumbre y el miedo dejaron entonces paso a la esperanza, y una energía que hacía mucho parecía haber muerto en su interior hizo brillar su mirada por primera vez en muchos meses.

Encendió de nuevo el auto y salió lentamente del garaje. No había avanzado ni doscientos metros cuando, arrimándose al arcén, volvió a parar el vehículo. Tenía que hacer algo, actuar, caminar hacia algún lugar. No podía quedarse indiferente ante lo que acababa de ocurrir. Algo más calmado y con las ideas más claras, tomó el teléfono móvil de la guantera del coche y llamó a la emisora.

–¿Bueno?

–Emilio, soy yo, Javier. ¿Puedo hablar un minuto con Daniel? –preguntó al técnico sabiendo que era posible que los pillara en plena mesa redonda.

–Ahorita te lo paso, aguántame un segundo.

Tras unos minutos de espera Daniel se puso al teléfono.

–¿Alo?

–Daniel, soy Javier. Verás... que he decidido que voy a estar una temporada fuera.

–¿Fuera?

–Sí, me voy a Perú, a buscar a mi hija.

–¿Cómo? Pero, Javier, creo que deberíamos hablar de esto con más calma. No creo que estés en tu sano juicio, esto no es una buena idea. ¿Lo sabes, no? Es una locura. ¿Qué esperas encontrar en Perú? Melanie está muerta, y créeme que lo siento en el alma, amigo. Pero ahondar en la herida no te va a ayudar. Por no saber, no sabes ni por dónde empezar a buscar.

–Daniel, está decidido. Esa voz viene de algún lugar, y es la de mi hija, de eso no tengo ninguna duda. ¿Y si no está muerta? Tengo que saber qué le pasó, qué ocurrió con su cuerpo... Nunca me dieron su cuerpo. No puedo quedarme con esta incertidumbre, y menos después de la llamada. Era su voz, era su voz...

Daniel le conocía bien. Demasiado bien. Sabía que nada ni nadie le harían cambiar de opinión. Javier era terco como una mula.

–¿Puedo convencerte de lo contrario? –preguntó en un último e infructuoso esfuerzo.

–No –dijo Javier con aquella seguridad que le caracterizaba.

–¿Serviría de algo que te lo prohibiese?

–¿Tú qué crees...?

–Ya veo. Bien, si eso te va a hacer sentirte mejor, lo respeto. ¿Quieres que al menos vaya alguien contigo? –insistió Daniel.

–No, no hace falta, sé cuidarme. Sólo averiguad de dónde vino esa llamada. Localizadla por mí, por favor.

–Está bien, pero vete con cuidado y mantennos informados. No hagas que tengamos que ir a buscarte.

–Descuida, lo haré.

Colgó el teléfono móvil y sacó un cigarrillo del paquete que todavía le quedaba en la guantera. Aunque llevaba mucho tiempo intentándolo, no era el mejor momento para dejar de fumar. Abrió la ventanilla y prendió el cigarrillo con el mechero del coche. Se apoyó en el marco de la ventana pensativo mientras la brisa de la noche jugaba con su pelo cano haciéndolo ondear suavemente. Sus ojos, enrojecidos por las lágrimas, apenas mostraban aquellos verdes destellos que un día enamoraron a María Helena. Por primera vez en toda su existencia se sentía mayor, cansado, falto de energía y de ganas de vivir. Las dudas volvían a asediarle... ¿Y si se estaba agarrando a un imposible? ¿Y si Melanie estaba realmente muerta? ¿Qué sentido tenía su vida sin ellas? ¿Qué iba a hacer de ahora en adelante? Era tal la tensión acumulada que le dolían todas las articulaciones, se sentía como si le hubiesen dado una paliza. Tras unos segundos, abrió la puerta del coche y aprovechó para estirar un poco las piernas y desentumecerse antes de retomar la marcha. Hacía una noche preciosa y la temperatura, suave, invitaba a estar en el exterior. Sin haber consumido más que la mitad de aquel cigarrillo, Javier lo tiró al suelo y, tras pisarlo, subió de nuevo al vehículo. Ajustó un poco la ventana, respiró hondo y lo puso en marcha. Aunque nadie le esperaba y no tenía prisa alguna, se dispuso a ir a casa. Tenía muchas cosas que hacer antes de irse de viaje y quería partir cuanto antes. Al menos ahora tenía un proyecto entre manos, algo por lo que seguir adelante. Si su hija seguía allí, viva o muerta, él la encontraría. La lógica le decía que Melanie estaba muerta y que aquello tan sólo había sido una broma de mal gusto. Pero el corazón, su corazón deseaba aferrarse a lo que fuese, aunque fuera una esperanza sin sentido. En cualquier caso, lo que no podía era seguir con aquella angustiosa duda. Y menos después de haber oído la vocecita de su hija muerta.

CAPÍTULO 2

LA VIDA SIN NATALIE

Debían de ser las seis y media de la mañana, y fuera el amanecer parecía resistirse a hacer acto de presencia. Tan sólo el canto de algún pajarillo madrugador perturbaba el silencio de la estancia. Erik trató de aguantar un poco más en la cama, estaba cansado y no tenía ninguna necesidad de madrugar. Sin embargo, su cabeza no cesaba de pensar y parecía ir por un camino distinto al que le dictaba su cuerpo. Ya había olvidado lo que era dormir una noche entera sin levantarse de madrugada, sin despertarse antes de tiempo. Pasaron diez minutos, un cuarto de hora a lo sumo, y una vez más se incorporó sobre la cama, sobresaltado, nervioso, con aquella desagradable sensación de vacío que le carcomía las entrañas. Ya no podía aguantar más allí tumbado. Desde que dormía solo, la cama se le atojaba enorme e inhóspita. Al principio, no quiso ni lavar las sábanas para no perder para siempre su olor. Se dormía llorando pegado a su almohada, aspirando cada rastro de su acaramelado aroma. Pero al cabo de un mes, aquellas sábanas ya no olían a nada y apenas lo hacía el resto de su ropa. Cada noche Erik recorría el colchón buscándola desesperadamente, recordando cada centímetro de su piel. Al abrir los ojos esperaba verla todavía allí, a su lado, con su hermosa melena esparcida sobre la almohada. Esperaba ver, como cada mañana, que aquellos grandes ojos negros se abrían de par en par para darle los buenos días. ¡Cuánto la echaba de menos! La vida sin ella se había vuelto insoportable.

Erik era todavía joven y muy atractivo. La buena herencia genética, su metro noventa de altura y las horas de gimnasio hacían que las mujeres lo admirasen. Su cabello, tan rubio, la barbilla angulosa y los ojos color canela rara vez pasaban inadvertidos. Además, como a la mayoría de pilotos, le resultaba muy fácil hallar compañía allí a donde fuese. Los uniformes parecían ejercer una especie de extraño influjo sobre algunas mujeres. Era de esperar que tarde o temprano encontrase a alguien que pudiera llenar el vacío que sentía; pero él estaba convencido de que Natalie había sido la mujer de su vida y, aunque el futuro le deparase a alguien más, nunca iba a ser lo mismo. Tras la tragedia, el psicólogo de la empresa le concedió la baja por depresión y estuvo casi tres meses fuera de servicio. No era para nada aconsejable, dadas las características de su trabajo, que se reincorporara antes de tiempo. Para él aquel retiro fue como estar fuera del mundo, en una especie de paréntesis, en una burbuja donde los días transcurrían sin aliciente alguno. Al principio, los sedantes apenas le dejaban pensar y, posiblemente, había sido lo mejor. Luego empezó a salir, a emborracharse, a no dormir, a no comer, aunque por suerte los amigos no tardaron en rescatarlo y hacerle entrar en razón. Quién sabe a dónde le hubiera llevado aquella desesperación de haberse visto solo. Ahora, aunque el dolor seguía anclado en su interior y no parecía querer remitir, era capaz de gestionar su vida con serenidad y algo de entereza.

Sentado sobre aquel tatami que un día escogió Natalie y que a él le destrozaba la espalda, bostezó y pasó sus manos por el rostro, como desperezándose. Fuera, la ciudad todavía se mostraba en calma. Desde aquel privilegiado ático dúplex con vistas a Central Park, todo parecía hermoso, perfecto, aunque hacía tiempo que la perfección había desaparecido de su vida.

Cualquiera que le hubiese visto en ese momento habría jurado que parecía un náufrago. Sus alborotados cabellos y la incipiente barba le daban un aspecto algo descuidado. Aunque le faltaban horas de sueño sabía que no iba a conseguir dormirse de nuevo, así que se dirigió al baño dispuesto a darse una ducha de agua templada. ¡Cuánto echaba de menos tener que mover el termostato después de que se duchase Natalie! A ella le gustaba el agua muy caliente, tanto que cuando él entraba en el baño aquello parecía la niebla de Londres. Entró en la ducha y dejó que el agua cayese sobre sus anchos hombros mientras, pensativo, repasaba una vez más todo lo referente a aquel maldito accidente. No podía evitar preguntarse si llegaría el día en que no destinase ni un segundo de su tiempo a recordar aquel suceso que le había partido la vida. La sola idea de que el tiempo le llevara a olvidarse de Natalie le hacía sentirse culpable. Apoyando su cabeza y sus manos contra las baldosas azules de la pared, sintió que la impotencia le invadía y que el dolor, aunque controlado, no iba a despegarse de él fácilmente.

* * *

Hacía un par de meses que Erik no sabía nada de Jason, desde que se retiró del servicio activo debido a aquella angina de pecho. Por suerte, una gran parte de los pilotos que debían retirarse prematuramente del servicio activo por problemas médicos eran reubicados, dependiendo de su formación, o bien en servicios de tierra o bien en la Administración Federal de Aviación, la FAA. Jason, que tenía un currículum espectacular, había ingresado en la FAA de forma casi inmediata.

Cuando este le llamó aquella mañana para darle el pésame, tras conocer la muerte de Natalie, nada le hubiese hecho presagiar que quince días más tarde le volvería a llamar para comentarle las anomalías que se estaban dando en la investigación del accidente. Fue entonces cuando supo que todo era una gran mentira, que estaban ocultando algo. Jason, que se ocupaba ahora de temas de asesoramiento y de la gestión de diversos expedientes en la agencia, tenía casi pleno acceso a la información clasificada, y las carpetas de aquel caso fueron a aterrizar de forma casual sobre su mesa. Las fotografías que él vio no correspondían para nada con el informe final. Aquello parecía un montaje. Según le había comentado, las fotografías eran muy claras: las marcas que el avión había dejado en el suelo dejaban entrever que el piloto había intentado aterrizar y, a juzgar por aquellas imágenes, nada hacía suponer que había habido una explosión y un incendio posterior que hiciese imposible el reconocimiento y recuperación de los cadáveres, tal como sostenía la versión oficial. Alguien había redactado un informe falso, un informe que en apariencia pretendía encubrir algún error, o algo que no debía haber pasado. ¿Por qué alguien se empeñaba en hacerles creer que el aparato se había precipitado al vacío sin control alguno para luego estrellarse y terminar ardiendo?, ¿qué intentaban ocultar? Las palabras de Jason hicieron salir a Erik de su letargo y le dieron un motivo para revivir: la búsqueda de la verdad de lo ocurrido con ese avión en el que viajaba Natalie que se precipitó en algún rincón perdido de la selva amazónica.

Conocía muy bien a Jason Chase y su opinión le merecía un enorme respeto. Había coincidido con él en el ejército años atrás, una experiencia que los unió muchísimo, y luego la casualidad quiso que ambos acabasen fichando a la vez por la misma compañía aérea, la American Air. Eso fortaleció todavía más los fuertes lazos ya existentes. Erik sabía que podía confiar plenamente en Jason, este había sido como un hermano para él. Fue Jason quien un día, casi por casualidad, le presentó a Natalie mientras hacían una escala en el aeropuerto de Chile, en la primavera de 2007. Ella era azafata y ambos habían volado juntos durante un año en la Caribean Way, justo antes de que Jason cambiase de compañía y fichase por la de Erik. Este se fijó en ella desde el primer momento en que la vio. Era difícil no fijarse en aquella mujer escultural. Esa misma noche las tripulaciones de ambos vuelos cenaron juntas y el tiempo compartido fue suficiente para saber que ella era la mujer que andaba buscando.

* * *

Todavía mojado y con una toalla anudada a la cintura, pasó un paño por el espejo para quitar el exceso de vaho y se dispuso a afeitarse, como solía hacer cada mañana antes del accidente. Las actividades rutinarias que antes hacía de forma natural ahora le parecían una tediosa obligación. Si no fuera por las exigencias de su trabajo tendría muchos números de terminar adoptando un aspecto desaliñado. Era como si Natalie se hubiese llevado con ella todas sus ganas de vivir. ¿Para qué arreglarse si la persona a la que quieres agradar ya no está a tu lado?

Mientras terminaba de afeitarse sonó el teléfono. Aclaró con rapidez la espuma que todavía quedaba en su rostro y salió del baño dispuesto a cogerlo.

–¿Erik? –oyó al otro lado.

–Sí, soy yo.

–Buenos días, soy Jason. Espero no pillarte mal.

–Tranquilo, sólo estaba terminando de asearme. Dime, ¿has averiguado algo más? –dijo secándose el rostro con la toalla.

–Me temo que no, esto se está complicando. Aquí hay algo que no pinta nada bien. Parece más gordo de lo que imaginaba.

–¿Gordo en qué sentido? –De repente se puso en alerta.

–Creo que hay gente muy importante involucrada en el asunto. De hecho, nos han quitado a todos de en medio. Ayer vino uno de los jefazos y dijo que este caso lo iban a llevar directamente desde arriba y nos obligaron a borrar cualquier registro al respecto de nuestros ordenadores. ¿Extraño, no te parece? Esconden algo, hay verdades a medias y muchas mentiras en todo este asunto.

–¿Pero quién y por qué? Tengo que hacer algo... esto... yo... No puedo ver cómo entierran una gran mentira en mis narices y quedarme indiferente.

–Lo sé, pero... ¿Qué puedes hacer? Está todo en manos de los altos cargos.

Pensativo, Erik comenzó a dar vueltas por el salón como si de un gato encerrado se tratase. Era un hombre resolutivo y práctico, habituado a solventar los temas con rapidez y efectividad. El hecho de que ahora algo tan personal e importante se le resistiese le revolvía el estómago.

–Voy a tratar de cambiar días de vacaciones con mis compañeros y quizá podría aprovechar e ir a Perú... Puede que estando allí, en el lugar de los hechos, averigüe algo más...

–¿A Perú?, ¿crees que todavía quedará algún rastro? Además, ¿qué crees que vas a hacer allí? Erik, siento decirte que sólo perderás el tiempo. Y, por otra parte, necesitas recuperar tu vida de una vez y seguir adelante. ¿Acaso crees que Natalie hubiera querido verte así?

–Es posible que no quede nada, es muy probable, después de todo han pasado muchos meses, pero no me perdonaría el no haberlo intentado. Y sé que tienes razón, que tengo que seguir con mi vida, y agradezco que te preocupes por mí, pero siento que se lo debo, ¿sabes? Si no lo hago me sentiré en deuda con ella para siempre.

–Te entiendo más de lo que crees, sólo es que me da miedo que sufras todavía más. Si puedo ayudarte en algo no dudes en decírmelo. Natalie era una muy buena amiga –dijo Jason con la voz entrecortada.

–Ella también te quería mucho.

Tras un sentido silencio, Jason, que no acababa de ver claro todo aquello, le preguntó:

–¿Estás seguro de lo que vas a hacer?

–Sí, estoy decidido.

–Pero si no soportas ni el campo..., ¿cómo vas a apañártelas en la selva?

–No sé, pero tengo que ir.

–¿Y cuándo piensas irte?

–Tan pronto como pueda.

–Espero que no te equivoques con esto, me parece todo tan precipitado.

–Da igual cuando me vaya, nunca sería un buen momento.

–Supongo que no..., pero me preocupo por ti, ¿sabes?

–Lo sé y lo agradezco.

–Si necesitas algo ya sabes dónde estoy.

–Gracias, amigo.

Tras un tenso y emotivo silencio Jason respondió:

–Ve con mucho cuidado, el Amazonas no es una zona precisamente accesible y tú no eres demasiado aventurero.

–Lo haré. Gracias por todo.

Colgó el teléfono y miró la hora en el despertador que tenía sobre la mesilla. Si llamaba ahora a Stewart todavía lo pillaría en casa. Stew era el único con el que siempre podía contar. Tras varios tonos este respondió:

–¿Sí, diga?

–Hola, Stew. Soy Erik.

–Buenos días, Erik. ¿Por qué me llamas tan temprano?, ¿ha pasado algo?

–No, no, tranquilo. Disculpa por llamarte a estas horas, pero ya me conoces, la impaciencia me mata. Te llamaba porque me preguntaba si podrías cambiarme algunos días de vacaciones. Me ha surgido un imprevisto importante y necesitaría tener al menos diez días seguidos.

–Bien, lo vemos esta noche con más calma, pero en principio cuenta con ello, no creo que haya problema –respondió.

–Sí, claro, lo vemos esta noche. Gracias, Stew, te debo una.

Sabía que Stewart no le fallaría. Además de ser un buen compañero y amigo, Stewart no tenía familia y, por tanto, disponía de una mayor flexibilidad a la hora de cambiar las guardias.

Colgó el teléfono y acabó de vestirse. Después, bajó a la cocina a desayunar. Sin una buena dosis de cafeína por la mañana no era persona; sentía que su mente nadaba algo ralentizada. Se sentó en uno de los taburetes y, apoyado en la barra de mármol verde que separaba la cocina del comedor, sumergió una de aquellas deliciosas magdalenas de arándanos en el café con leche. Aún recordaba lo mucho que discutieron cuando Natalie se empeñó en hacer aquella cocina abierta. Él hubiera preferido cerrarla para evitar que el comedor se llenase de grasa, pero fue tanta su insistencia que al final cedió. Era muy difícil enfrentarse a ella y salir victorioso. Sabía cómo jugar sus cartas a fondo y cómo seducirle para conseguir lo que quería. Ahora, entre lo mucho que viajaba por su trabajo y lo poco que le gustaba cocinar, no tenía de que preocuparse: la grasa brillaba por su ausencia. De hecho, hasta el interior de la nevera se encontraba casi limpio..., en realidad bajo mínimos. Si no fuese por el bar de la esquina...

La imagen de Natalie se le aparecía constantemente, creía verla en todos los rincones de la casa. Eran tan distintos y a la vez se compenetraban tan perfectamente que su relación parecía formar un todo ideal, equilibrado. ¡Dios, la echaba tan terriblemente de menos!

Pensativo, terminó el último sobro de café y, tras enjuagar con cuidado la taza, subió al cuartito que tenía junto al dormitorio y encendió el ordenador. Si quería organizar su viaje a Perú debía mirar cuanto antes los horarios de los vuelos y algún hotel en el poblado más cercano a la localización donde había caído el avión, en plena selva. También necesitaría un buen mapa topográfico de la zona y posiblemente algún guía local dispuesto a adentrarse con él en la espesura del Amazonas. Penetrar solo en la selva era impensable. Encontrar el enclave exacto del accidente iba a ser lo más complicado de aquella expedición. Aunque tenía las coordenadas exactas, su sentido de la orientación sobre el terreno no era demasiado bueno, y menos rodeado de frondosos árboles y todo tipo de animales salvajes; todo lo contrario que en el aire, donde se orientaba a la perfección. Por fortuna, pensó, existían los GPS. Sabía que, si iba a ir a la selva, había un montón de equipamiento básico que tendría que comprar cuanto antes. Lo primero y más importante: ropa y un calzado adecuado, ya que lo que tenía en su armario no era ni de lejos apropiado para la ocasión. Luego estaban los repelentes, la tienda para acampar, las mosquiteras y el saco de dormir. Y, por último, aquellas cosas que jamás comprarías viviendo en una gran ciudad, pero que en terrenos inhóspitos como la selva se tornaban indispensables: un buen machete, algún rifle o escopeta de caza, pastillas para la malaria o incluso algún antídoto para las picaduras de serpiente, tarántula o escorpión. En mitad de la nada, si te picaba alguno de estos era eso o encomendarte a todos los santos.

Se sentó frente al ordenador y empezó a mirar con calma itinerarios y lugares donde hospedarse. Con lo metódico y planificador que solía ser, tener que mirarlo todo así, rápido y de cualquier forma, le ponía nervioso. Tras pasar algo más de una hora frente a la pantalla mirando horarios de vuelo, resorts y hostales de mala muerte en diminutos pueblos perdidos, decidió esperar a la noche. Sólo tras confirmar los cambios de días con Stewart podría cerrar definitivamente las reservas. Abrió entonces una web con información básica sobre qué llevarse al Amazonas e imprimió un interminable listado. A eso había que sumarle las vacunas, algunas de las cuales, por tiempo, ya no le servirían de mucho. Eso lo dejaría para la mañana siguiente a primera hora. Sólo esperaba no contraer ninguna de esas mortíferas enfermedades tropicales. Y tener la suerte inmensa de que en el lugar del accidente quedara algún rastro que le pudiese revelar lo que de verdad había pasado en el accidente del Boeing 767.

CAPÍTULO 3

LLEGADA A PERÚ

Para Javier, poder sentarse en un asiento de pasillo era algo imprescindible, en especial en los viajes de larga duración. Cuando alguna vez había tenido que viajar en el centro o en la ventana, una agobiante sensación de claustrofobia se instalaba en su interior. Necesitaba poder estirar las piernas y levantarse de vez en cuando, la incomodidad de no poder hacerlo le mataba. Parecía que cada vez hacían los espacios entre asientos más estrechos, tanto que incluso para alguien no demasiado alto suponía un problema. Se sentó y, tras saludar brevemente a su compañero de asiento, trató de relajarse; le esperaba un considerable trayecto. Sacó de su equipaje de mano el frasco de las pastillas para la hipertensión y pidió a la azafata que le sirviese un vaso de agua. Luego tomó la novela que llevaba en el bolsillo delantero de su mochila, se puso las gafas de cerca y trató de leer un rato. Siempre que hacía viajes largos no podía evitar sentir una sana envidia de aquellos que lo hacían en primera clase. Algún día se lo podría permitir, se decía siempre, aunque en el fondo sabía que ese día nunca iba a llegar.

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