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PEDRO HERRASTI

EL LIBRO DE LAS TINIEBLAS

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EL LIBRO DE LAS TINIEBLAS

PRÓLOGO

Nordlingen, Baviera

Mediodía, 6 de septiembre de 1634

–¡Aquí hemos venido a morir!, al primero que dé un paso atrás me lo cargo. Quien no tenga lo que hay que tener, sepa que no vivirá para contarlo. Recordad: sin riesgo no hay gloria –gritó el sargento mayor Ramírez mientras recorría las filas de piqueros, empuñando amenazante su pistola de rueda.

Avanzaba con paso enérgico entre los hombres dispuestos a un codo de distancia, firmes y disciplinados a pesar del agotamiento por el combate. Se abría camino entre la tropa vestida con ropas deslustradas, cubiertas de barro y sangre reseca, al igual que las corazas, cascos, picas, mosquetes y espadas que formaban una muralla de carne y hierro que los suecos no habían podido quebrar. La temible formación de los tercios españoles sobrecogía con sus armas y estandartes desplegados, pero lo que realmente helaba la sangre era la mirada febril de los soldados, una mezcla de odio, temor y audacia que Ramírez esquivaba en su marcha.

Al pasar a su lado Gonzalo miró el rostro iracundo del sargento, al que le cruzaba un chirlo bermejo que iba a morir en sus labios. Los mismos que no habían dejado de dar órdenes desde que, nada más amanecer, los herejes atacaran esa maldita colina de Albruch, la posición clave en el despliegue del ejército hispano-austríaco, que tanta sangre estaba costando mantener. Desde entonces se habían sucedido ya catorce asaltos y, a pesar de ello, no cejaban en su esfuerzo por hacerse con el altozano.

El estallido de una granada de la artillería sueca sólo una docena de pasos más allá de donde estaba Gonzalo alcanzó de lleno a Ramírez, que cayó muerto con el pecho empapado en sangre sin que le diera tiempo a articular un lamento. Los piqueros cerraron filas y cubrieron el hueco abierto por la explosión mientras comprobaban la verdad de las palabras del sargento: estaban allí para morir y muchos desearon un fin como el suyo, tan rápido que no daba tiempo ni para sentir el dolor o comprender que la vida llegaba a su fin.

Tras esa última descarga el bombardeo pareció cesar, dando un breve respiro a los soldados. Todos sabían que, de mantenerse la calma, aquello era sólo el preámbulo para el temible ataque de la infantería sueca, esos hombres que en los últimos años asombraban a Europa consiguiendo victoria tras victoria para la causa luterana.

Los españoles habían aguantado durante cinco largas horas las granadas de los cañones, las cargas de la caballería, las embestidas de las picas, las cuchilladas de las espadas, y lo habían hecho impertérritos, firmes, sin ceder ni un palmo de terreno. Demostrando que las picas de veinticinco palmos de fresno eran duras, pero no tanto como los hombres que las manejaban. No se equivocaba el cardenal infante Fernando de Austria al mandar al nervio de su ejército, es decir, los temibles tercios españoles, a ocupar la cima de la colina.

A pesar de todo, nadie que observara a esos soldados podía ignorar que sus fuerzas iban mermando y las hileras de soldados eran cada vez más ralas, como atestiguaba el barro colorado bajo sus pies, que emanaba el olor dulzón de la sangre.

De momento, el bombardeo había finalizado y por un instante pareció reinar la paz en el formidable cuadro del tercio español erizado de picas, mosquetones, arcabuces, alabardas y estandartes entre los que se distinguía la temible cruz de San Andrés, esas aspas rojas que se alzaban sobre el cielo azul, al igual que tantas otras veces, como rayos ardientes de sangre e ira dispuestos a desafiar la amenaza del turco, el hereje, el francés y todos los enemigos de España y la fe católica.

A pesar del silencio de los cañones, un intenso olor a pólvora dominaba la colina, pero a nadie le desagradaba puesto que amortiguaba el hedor que empezaban a despedir los cadáveres, mezclado con el áspero tufo de los coletos de cuero y el sudor frío de los hombres enfrentados a la muerte.

El sosiego quedó interrumpido cuando volvió a escucharse la descarga de un par de cañones suecos. Una de las bombas cayó en tierra de nadie, pero otra fue a dar sólo dos filas por delante de donde se encontraba Gonzalo. El estallido de la granada levantó un remolino de tierra y un fuerte estruendo al que siguieron los gritos de dolor de los heridos. El aire se volvió ardiente mientras los infantes trataban de aclarar los ojos enturbiados por el polvo.

Su amigo Alonso, el piquero que estaba a su derecha, había caído y Gonzalo le ayudó a incorporarse del suelo.

–No me pasa nada, sólo he resbalado, pero no sé si vamos a salir de esta –dijo Alonso con un susurro de desaliento.

–Saldremos, ya lo verás –aseguró Gonzalo con una certidumbre que no sentía–. Si los rechazamos ahora, será el fin, ánimo.

–Maldita la hora en que sentamos plaza en este tercio –gruñó Alonso–, más nos habría valido quedarnos holgando bajo el sol de Nápoles.

–Lo hecho, hecho está –concluyó Gonzalo.

Desde luego, él llegó a la misma conclusión, pero si las cosas venían así, poco se podía hacer. Ambos habían trabado una fuerte amistad durante sus andanzas en Nápoles, aquella soleada ciudad que ahora parecía tan lejana. Tan inseparables eran que decidieron unirse al ejército para huir de las deudas y la mala fortuna. Sin embargo, ese designio tomado bajo el sol radiante del sur les había llevado hasta la húmeda Baviera, atravesando los hielos de los Alpes para enfrentar a la muerte en el renombrado tercio de Martín de Idíaquez, formado en su mayor parte por veteranos bregados en mil combates.

Pero ni para ellos el momento era fácil; de hecho, era casi tan arduo como la misión que tenía encomendada el ejército: abrirse paso como pudiera desde Milán hasta Flandes para socorrerlo, siguiendo el camino español, la vieja ruta establecida por el duque de Alba y cortada por los luteranos en aquellos tiempos de tribulaciones.

Aunque las circunstancias amilanaban hasta al más bravo, a Gonzalo no dejó de sorprenderle la actitud desesperanzada de Alonso. Por lo general era un hombre resuelto, aunque muy diferente a muchos otros que había conocido al servicio del rey. Él no era de esa turba de desesperados, bribones o aventureros de la que se alimentaban las filas de los tercios; por el contrario, Alonso era lo que se llamaba un soldado reformado, es decir, un hidalgo que luchaba como simple tropa en espera de mejor destino. Siempre le gustaba dejar esto claro, y tal vez por eso lucía con orgullo su bigote aristocrático a juego con un elegante capotillo de mangas perdidas.

El sonido de cornetines en la llanura le hizo apartar la mirada de su amigo para observar cómo las líneas de infantería sueca formaban con parsimonia de nuevo, esperando la señal de comenzar la carga que debía ser la definitiva. Los regimientos luteranos ofrecían un aspecto impresionante y extraño, puesto que los suecos habían concebido la peregrina idea de que todos los soldados vistieran de manera uniforme y allí estaban esas tropas ataviadas con las mismas prendas en las que sólo variaba el color, unos de negro y otros de amarillo, que los identificaba como la elite del ejército sueco, los fieros soldados que se habían reservado para el momento decisivo.

Gonzalo podía observar con claridad las líneas de hombres rubicundos, fuertes y de elevada estatura curtidos en la guerra. Todos ellos comenzaron a avanzar tras escuchar la orden de sus oficiales, justo antes que el sonido retumbante y rítmico de los tambores y los pífanos los ahogara.

Los soldados del tercio supieron al instante que esa carga era la decisiva, el momento en que se zanja la suerte de una batalla, así que se aprestaron a encarar ese mar de hierro, pólvora y muerte que se abatía sobre el tercio español.

* * *

Las cajas de los tambores retumbaban marcando la marcha y su redoble se oía cada vez más cercano. Gonzalo vio cómo las filas de soldados se aproximaban con sus picas enhiestas y el paso firme, a pesar de que la ladera estaba repleta de picas desmochadas y caballos e infantes muertos o moribundos como consecuencia de las cargas anteriores. Aquellos hombres avanzaban decididos, con la cabeza erguida y los estandartes al frente, sin importarles el estallido de las granadas de la artillería, ni el fuego de los mosquetes y arcabuces, ni siquiera los gritos de los heridos que imploraban inútilmente a sus pies antes de ser aplastados. Nada parecía capaz de detener su paso.

Los españoles habían dispuesto sus arcabuces y mosquetes para recibirlos apoyados en sus horquillas y con las cuerdas encendidas. Un capitán con su sombrero de alas bien ceñido dio la orden de fuego, y las mangas de mosqueteros y arcabuceros españoles hicieron una descarga a tan poca distancia que el efecto fue demoledor; más aún cuando a ésta siguió otra andanada, pero la lluvia de plomo sólo detuvo el avance durante unos instantes.

Gonzalo advirtió con estupor cómo, entre el humo provocado por la escopetada, la recia formación seguía avanzando y fue entonces, entre el murmullo de centenares de oraciones, cuando oyó la orden de «picas» y todos los hombres las bajaron a un tiempo para convertir el cuadro en un mortal erizo a la espera del enemigo.

* * *

Sintió el paladar seco y un vacío en el estómago cada vez más agudo a medida que se acercaba el choque de los mejores soldados de Europa. Cuando el asalto era inminente, se hizo un silencio que estalló con un rugido bestial al colisionar las dos formaciones. El campo de batalla quedó dominado por un estrépito metálico de hierros, gritos de ánimo o desesperación, de lamentos y gritos agónicos. Muchas picas resultaron desmochadas o inútiles al empalar a algún enemigo en el primer embate. La arremetida fue terrible, las primeras líneas del tercio español cayeron víctimas de la pavorosa avalancha sueca. Sin embargo, los españoles morían pero seguían sin ceder un palmo, pues el espacio que dejaba un muerto era ocupado por otro dispuesto a que los herejes se quedasen donde estaban o fueran a ocupar su lugar en el infierno.

Tras el brutal choque, los suecos asieron la punta de las picas para inmovilizarlas y tratar de abrirse paso acuchillando sin piedad a los españoles. Gonzalo tiró la pica rota y ya inútil para empuñar su espada y la daga de mano izquierda con el fin de enfrentar a un hereje rubicundo que se le venía encima. Detuvo los golpes del nórdico con su acero y clavó la daga en el vientre del protestante, que profirió un lamento grave y profundo antes de morir.

Ése fue el primer enemigo que derribó al comenzar el asalto, antes de que las filas ordenadas se convirtieran en un caos de hombres enloquecidos que buscaban a un tiempo dar muerte y salvar sus vidas. Los combatientes de ambos bandos caían sumergidos en un frenesí de violencia, locura y sangre del que Gonzalo despertó al ver a Alonso en el suelo a punto de ser eliminado por un sueco.

Sólo tardó un instante en interponerse espada en mano entre su amigo y el hereje. El rival era un gigantesco oficial pelirrojo que portaba una brillante gorguera metálica y mostró una sonrisa retadora mientras le encaraba.

Ambos tenían la frente sudorosa e intercambiaron una mirada de odio antes de embestirse. Al chocar las espadas, Gonzalo percibió que el luterano era un hombre bastante más fuerte que él, no en vano le sacaba la cabeza; sin embargo, la fuerza era una ventaja que quedaba compensada por la mayor habilidad con la espada del español.

Los golpes del sueco eran enérgicos pero pesados, como sus mismos movimientos. Por el contrario, Gonzalo detenía sus estocadas y las devolvía con un peligro tangible para el sueco, que vio como un tajo le hería un brazo.

Tras la primera embestida, ambos rivales volvieron a mirarse mientras resoplaban y tomaban aliento. A su alrededor los hombres mataban y morían, pero el estrépito de aceros chocando, gritos, lamentos y órdenes no afectaba a los contendientes, para quienes su rival era ahora el único enemigo a batir.

Volvieron a lanzarse al ataque y los mandobles del sueco hicieron retroceder a Gonzalo hasta que tropezó con Alonso, que seguía caído en el suelo. El sueco aprovechó su desconcierto para lanzar una estocada que le atravesó el costado, pero la dio con tanto brío que uno de sus pies resbaló y se vino al suelo.

Gonzalo corrió a abalanzarse sobre él para ultimarle de dos puñaladas, que le provocaron un vómito de sangre antes de que pasara a mejor vida. Después intentó levantarse pero no pudo, la herida le sangraba demasiado, así que Alonso se reincorporó para tratar de cerrarle el tajo haciendo un improvisado vendaje que cortarse la hemorragia.

A su alrededor el ímpetu inicial de los herejes desaparecía poco a poco. Los hombres siguieron acuchillándose y combatiendo cada vez con más desánimo, mientras el suelo se cubría de muertos o heridos que suplicaban ayuda. Entre el tumulto de gritos destacaban las voces de los oficiales españoles, que ordenaban una y otra vez cerrar filas.

Las espadas cubiertas de sangre, las corazas agujereadas, los morriones caídos y la muerte que se veía por todas partes podían espantar a cualquiera, pero no a los veteranos de los tercios, que se afanaban en obedecer y cubrir huecos aniquilando a todo aquel que tratara de adelantar un paso.

A pesar de la tenacidad de ambos bandos, las acciones de los soldados se fueron haciendo más lentas debido al agotamiento. Los suecos, a pesar de su ardor, no podían avanzar un palmo, y en algún momento debieron de comprender que no serían capaces de echar abajo esa muralla de hombres morenos y nervudos que más parecían diablos surgidos del infierno que seres humanos. Es más, como no cejaban de hacerles frente y su posición era cada vez más expuesta, empezaron a vacilar y al poco la formación sueca comenzó a desmoronarse.

Los oficiales luteranos ordenaron la retirada, con el fin de conservar lo que quedara de aquellos regimientos. Sin embargo, los españoles tenían otros planes, ya que al ver que principiaban a recular recobraron de manera increíble su vigor y ánimo tras tantas horas de combate. Sabían que ese era el momento para acabar de una vez con todo el sufrimiento que habían soportado, la hora de devolver todo ese daño y, a la vez, la ocasión para hacerse con un buen botín si se alzaban con la victoria.

De las líneas españolas surgió como si fuera una sola voz el temido grito de guerra de la infantería española “¡Santiago cierra España!”, la señal para lanzarse tras esos hombres que habían ascendido la colina con la determinación del vencedor y ahora comenzaban a bajarla con el pánico de los vencidos.

El cuadro del tercio comenzó a deshacerse de manera lenta para perseguir a los regimientos suecos, acosados por el espectro de la derrota y la muerte encarnado en esos soldados de mirada oscura e ira incontrolable.

* * *

Gonzalo no pudo participar en la última carga, que estaba a punto de dar la victoria a los imperiales. Permanecía en el suelo revuelto por las miles de pisadas de los soldados y bermejo por la sangre. Alrededor estaban los cuerpos encogidos de dos muertos y un poco más allá un sueco herido que suplicaba con voz trémula. Sin embargo, Gonzalo no profería un lamento o queja, se limitó a mirar a su amigo Alonso, que acababa el vendaje para contener la hemorragia.

–Llevabas razón, hemos salido de ésta –comentó recogiendo la espada del suelo–. La victoria es nuestra…, aunque mucho me temo que no nos tocará gran cosa del botín.

–Te lo dije, hombre de poca fe –respondió Gonzalo–. En cuanto a lo del botín, yo no puedo pero tú no debes dejar pasar la oportunidad. Estoy bien y una oportunidad como ésta no se presenta a menudo.

–Me has salvado la vida y eso te lo pagaré algún día –dijo Alonso, levantándose para participar en la persecución y saqueo.

El rostro de su amigo aparecía ennegrecido debido a la tizne de la pólvora, pero eso destacaba aún más el rojo de la sangre que manaba de un tajo que le cruzaba la mejilla derecha y que le dejaría una hermosa cicatriz.