Para Ana Fidelia

Como las aves volar era su sueño

Y a ese sueño con pasión mística se aferra

Pone alas a sus piernas y en la tierra

Que la vio nacer, logra su empeño

Elegante y ágil establecer

Marcas increíbles en las pistas,

Es la diosa ebúrnea que conquista

Y que ante la propia adversidad se crece.

Para Cuba, un pedazo de su historia,

Del mundo deportivo gran estrella

Del mundo deportivo gran estrella

Que rompe las marcas de la gloria.

Para los niños un hada, una princesa

Que deja tras de sí visibles huellas

Como reflejo fiel de su grandeza.


6 de febrero de 2004

Introducción


¿Cómo surgió la relación con la Quirot que fomentó esta obra? Imaginarlo y retractarme casi fue lo mismo. Lo consideré imposible. Lo primero que pensé fue conocerla para que, de forma sintetizada, me dijera cómo logró, por segunda vez, triunfar. Luego me dije que si lograba saberlo debía profundizar para contarlo. Entonces el estómago me dio un vuelco y pensé que había perdido el seso. Esta cadena de pensamientos irrumpió de nuevo al verla alcanzar su segunda corona.

Pasaron los días con la decisión irrevocable de emprender la aventura y me dediqué a indagar dónde encontrarla. Alguien me dijo que tendría un encuentro con estudiantes universitarios en la casa de la Federación de Estudiantes Universitarios, situada en la calle 27 esquina a K, y que me avisaría. Ese día llegué una hora antes de la hora señalada y me senté a esperar. Cuando faltaba poco para comenzar la actividad pregunté por esta. Me respondieron que la había pospuesto porque tuvo que viajar a Mónaco para recibir un premio. A la vez sentí disgusto y alivio. Al parecer no estaba lista para hablarle.

A los pocos días, la campeona mundial de inmersión, Débora Andollo, en el programa de televisión dominical, Todo Deporte, la invitó a que matriculara en la escuela de automovilismo como ella. Me dije, la localizaré por medio de Débora. Estuve en la Escuela Nacional de Automovilismo en dos ocasiones antes del amanecer, pero no logré ver a ninguna. Y surgió la oportunidad en el Memorial José Barrientos, el 16 de mayo de 1998. Puse mis pies en el estadio Panamericano antes de las dos de la tarde, aunque ella debía correr alrededor de las cinco.

Cerca de las dos y pico de la tarde bajé de las gradas irradiadas por el sol y me aposté en la carreterita por donde debía entrar, según me dijeron. Fue breve la espera. Vi acercarse un automóvil con las características descritas por un aficionado. Rápidamente lo seguí; se detuvo frente a una puerta, ya dentro del estadio. Ella entró a un local y salió como un bólido sin darme tiempo para abordarla, se montó de nuevo en el carro y quizás a los veinte metros bajó de este, y penetró por una puerta, acto seguido retornó al auto como una flecha para recoger el bolso, no más tomó el bolso, entró al local. Ya adentro, mientras saludaba, la llamé. No oyó. Entonces la toqué por el codo y se viró hacia mí.

Me presenté. Le di un papelito con mis señas particulares y le dije lo que quería. Se sorprendió y afirmó: “Estás nerviosa”. Le respondí: “Como no voy a estarlo, llevo mucho tiempo con esto en la mente, pero no te preocupes que nerviosa y todo te lo voy decir, ¡ah, tranquila!, no soy una loca que anda suelta; es sencillo, deseo escribir un libro sobre ti, te pido que me permitas hablar con detalle contigo, en otro momento”. Fue un sermón tan arrollador, impetuoso e impactante que no me respondió y continué. “¿Es la primera vez que alguien sin conocerte te hace semejante proposición?”. “Sí”, contestó. “A mí me pasa lo mismo, es la primera vez que se me ocurre hacer esto”, le dije. Se echó a reír, guardó el papelito en el bolsillo. Me citó para allí mismo, el lunes siguiente a las nueve de la mañana.

Llegué alrededor de las ocho de la mañana y ella hizo su entrada casi a las dos de la tarde. Se disculpó y me explicó las razones. Pero yo había llevado documentos para estar leyendo y alimentos para merendar durante un mes, así que no hubo problemas.

Le presenté el anteproyecto, que en realidad no varió mucho y quedó sellada la partida. Lo demás fue hacer todo lo que hizo falta para alcanzar el objetivo. Transcurrieron nueve años. En todo ese tiempo una condición irrevocable me mantuvo en pie: ningún obstáculo será infranqueable para finalizar este trabajo; saldrá mejor o peor; satisfará en mayor o menor grado las expectativas, gustará más o menos, pero lo voy a terminar. Y así fue. De los avatares para no rendirme puedo escribir otro libro, en el que se relatarían, entre otros aspectos, mis sustos, mis alegrías, mis miedos, tratando de aprender y hacer en medio de los diversos trances personales propios de la vida a lo largo de estos años.

Tal vez en algún momento me decida a hacerlo.

Leyenda, vida y sueños

Su leyenda

“La querían cómo merecía. Fue una niña buena, sanota y retozona”. Eso aseguraban en el relato los que decían conocer de buena tinta el asunto. Pero no sabían explicar por qué fue a parar al Hogar de niños sin amparo filial. Añadían que a pesar del tiempo transcurrido y de la popularidad volvía al lugar. Que llegaba risueña, obsequiosa y conversadora, mostrando ser una persona agradecida y de buen corazón; porque, además, mantenía los lazos de afecto con sus compañeros más cercanos de esa época, aunque ya cada cual había tomado su rumbo y tan adultos como ella eran dueños de sus propios destinos.

Con respecto a la familia referían que tenía una sola hermana carnal, dos años mayor, una prestigiosa jugadora de baloncesto de la selección nacional que era su orgullo, pues anhelaba ser como ella. A esta baloncestista se le recordaba, entre otras cosas, por ser agraciada y llevar el número seis en la camiseta acompañado de un apellido distinto: Moret; pero sobre todo por una fabulosa canasta en el último segundo, frente al conjunto de Australia, propiciando que las cubanas continuaran luchando por clasificar para las Olimpiadas de 1984, en los Ángeles, Estados Unidos, aunque finalmente la delegación cubana no asistió por defender el decoro deportivo.

Sostenían que María era de carácter más rebelde, desde niña tenía las piernas largas y que en la adolescencia rehusó ponerse pantalones para ahuyentar el apodo “María la Garza”. Creció hasta 1,76 cm e internamente deseaba ser más bajita o como la hermana menor, para haber incursionado en la disciplina de su sueño: la danza con pelotas y cintas sobre el tabloncillo, la gimnasia. Decían que Ana era más dócil, de rostro redondo, envuelta en carnes, estrenando la adolescencia con una explosión de gordura inapropiada para correr, por lo que se ganó el sobrenombre “La Gorda”, usado aún por los íntimos de aquellos tiempos para llamarla. No sobrepasó la talla de 1,67 cm.

Afirmaban que María era ágil, desenvuelta y que, rápidamente, se puso a tono con las formas de andar, decir y hacer de la capital. En cambio la otra, menos habladora, tímida y a la vez más risueña, se fue separando lentamente de algunos rasgos típicos de la región de donde provino y quedaron otros tan arraigados que han servido para caracterizarla. Ser tan diferentes lo atribuían al hecho de estar marcadas por distinta suerte: María se crió en familia, mientras que Ana creció en una casa de niños sin amparo familiar y después en una escuela “de niños diferenciados”, como se decía entonces, y sus dotes para el deporte, la hicieron llegar a donde llegó; pero esa ya era otra historia.

Atestiguaban que luego de tantos triunfos Ana tenía un museo instalado en su casa, donde las paredes estaban llenas de excelentes fotografías monumentales y en colores, posando sola o en compañía de personalidades relevantes. Enfatizaban en el “montón de medallas” y trofeos cuidadosamente dispuestos en los tantísimos anaqueles de un imponente multimueble de madera preciosa, de pared a pared; que el carpintero ebanista que lo construyó por encargo se ajustó fielmente al diseño hecho por ella misma, fruto de la imaginación enriquecida por lo que había visto en viajes y revistas. Insistían en que medallas y trofeos se mantenían sin polvo, con el brillo natural y lustrosos, y resguardados de la severidad del salitre, en la medida de lo posible, porque vivía cerca del mar, aunque a la altura de once pisos de un edificio alto; por eso había una persona que se ocupaba de limpiarlos tres veces a la semana y que eso lo sabían porque lo había dicho en una entrevista televisiva.

Por otra parte, señalaban que en “los periódicos de afuera” la llamaban “Tesoro nacional” y que andaba con escoltas que la protegían. Que, además, estaba entre las niñas mimadas y consentidas de la gente importante en Cuba.

Años más tarde, en los enredos de contar su trágico drama de un enero, entre otras cosas, unos desmentían y algunos ponían en tela de juicio lo que afirmaban otros. Y era que la habían “visto con sus propios ojos,” cómo corría y corría a su libre albedrío después de casi morir, en los atardeceres dorados, cercanos a las noches, por la acera del malecón habanero, desafiando un destino insospechado, pero siempre incierto.

A fin de cuentas, al levantar el vuelo en un crepúsculo dominical, lo hizo tan alto, que se transformó en un ave inmortal. La única ave fénix de las pistas que ha poblado el universo. Por eso también se comentó que le iban a levantar en vida, en su pueblo, un monumento.

Estos pasajes y otros muchos pueden o podrían haber ocurrido así. Pero han fabulado tanto sobre su vida real que es como si en parte hubiera vivido otra. Sin embargo, no fue suficiente. Aún continúa desatada su leyenda.

Su bandera,
pero no en el lugar cimero



Estaba de pie. Erguida nuevamente. Desconocía las veces que había ascendido a un podio de premiación, pero sabía el significado de estar en este tal vez como nadie. Era el gran evento… el sueño de doce años. Completaba con eso su asistencia a todos los tipos de competencias: Juegos Deportivos Panamericanos, Juegos Deportivos Centroamericanos y del Caribe, Campeonatos Iberoamericanos, y otros eventos convocados por la Asociación Internacional de Federaciones Atléticas (IAAF, siglas en inglés: International Association of Athletics Federation), campeonatos mundiales, copas del mundo, universiadas, así como las más prestigiosas reuniones deportivas, los llamados Circuitos Grand Prix y otras menos importantes. Asistía por vez primera a una olimpiada; también podría ser la última, nunca se sabe.

Minutos antes, mientras se inclinaba para que le colgaran la medalla al cuello, un empecinado idólatra, un apasionado fanático, uno de los tantos que en perenne procesión tenía esparcidos por el mundo y llegado con la inverosímil y rara apuesta de siempre, de que verla correr no sería en balde, pues para él era “su novia de los carriles” y que pasado el tiempo al no reparar en peripecias, logró conocerla; uno entre los más de 62 000 espectadores que colmaban el estadio Montjuic de Barcelona, España, algo molesto con este tercer lugar y por tanto con cara de pocos amigos, anotó en su cuaderno de estadística, la suma: 293. No era un imaginario guarismo, se trataba del total de medallas que formaba parte del patrimonio deportivo de esta atleta, de estas preseas: 233 de oro, 38 de plata y 22 de bronce, añadiéndole esta última.

Por eso la estelar corredora de 400 m, 4 x 400 m y 800 m planos, “La Tormenta del Caribe”, Ana Fidelia Quirot Moret, que heredó por vía natural sus apellidos terminados en t, como si fuera un esclarecido augurio de lo que sería el constante afán de su vida sobre la pista: correr en eterno duelo contra el tiempo; esta vez escuchó las notas de otro himno y tuvo que resignarse con contemplar su bandera, pero no en el lugar cimero.

Erguida e inmóvil. Ensimismada. Aparentemente calmada. Adentro y muy hondo revueltas la tristeza y la alegría. No le faltaban razones. En esos minutos observó que las tres banderas, aunque con distintos diseños, ostentaban los mismos colores, solo que la de ella apenas contaba con ciento cuarenta y dos años de existencia, era la más joven de todas.

La vigesimoquinta reunión olímpica se desarrolló entre el 25 de julio y el 8 de agosto de 1992. El rey de España inauguró la magna cita, que rememoró con un espectáculo impresionante, un suceso histórico: el V Centenario del encuentro entre dos culturas. Otros altos dignatarios, entre ellos Nelson Mandela y Fidel Castro, hicieron acto de presencia en el espectáculo. La Quirot lo observó por la televisión desde la villa, pues recién llegada al evento no desfiló con la delegación.

La Olimpiada, que contó con 2 500 h de trasmisión televisiva para una teleaudiencia de 35 000 millones de personas y otros tantos radioescuchas fue seguida también por millones de cubanos que esperaban, ansiosamente, el desempeño de sus coterráneos. El día anterior, 2 de agosto, Javier Sotomayor, tras saltar la varilla a la altura de 2 m y 34 cm, les había entregado una alegría con color oro; y ese mismo día, un poco antes de su carrera, la discóbola Maritza Martén se proclamó campeona olímpica. Mientras que ella cumplió en parte con el pronóstico, consiguió una presea, pero no precisamente la dorada.

Gozaba de un elevado favoritismo. Se había impuesto en este lado del mundo. Contra viento y marea logró hacerse del sitial de honor en el último lustro. Aspiraba a competir en los 400 m y 800 m planos, pero la programación de competencias no lo permitió. De ahí su única presentación en las dos vueltas al óvalo. Desde luego, muchos ignoraban los pormenores de la temporada. A principios de año, en el mes de febrero, en pleno invierno, con solo cinco semanas de entrenamiento, en la etapa habitual de preparación general y, por tanto, fuera de calendario competitivo, hizo el estreno absoluto bajo techo. Corrió en dos oportunidades, a pesar de haber declarado con anterioridad que “a esta altura de mi carrera, es un riesgo comenzar a prepararme para competir en pista bajo techo”. Las ciudades estadounidenses de Washington y Nueva York fueron los escenarios de esta aventura; pero se arriesgó en correspondencia con uno de los postulados que, sin saberlo, marcaría su vida futura,“el que no se arriesga, ni gana, ni pierde”.

La primera incursión fue en Washington y, además, desastrosa. Al poco tiempo de iniciarse la carrera, desestabilizada emocionalmente porque tendría que dar la vuelta cuatro veces a un óvalo de 200 m de rekortán y sin peralte (borde exterior de la pista), o sea, una pista con curvas más cercanas, cerradas y continuas, donde sus piernas parecían no afincarse sobre nada, desamparada, con la sensación de tener un suelo perdido bajo sus pies, se vio obligada a disminuir poco a poco el ritmo de carrera hasta detenerse y contemplar desilusionada cómo las otras seguían viaje por sus carriles. Y ella allí, en medio de todo, asombrada, desorientada, disgustada, probando por vez primera el ocre de la descalificación y comprendiendo lo que a otros en algún momento les había sucedido. Nunca más sería descalificada por ninguna razón.

Días después volvió a la carga. En esta ocasión la pista era similar, salvo que la superficie era de tabloncillo y tenía peralte. Le fue un poco mejor porque llegó a la meta, pero en una posición desacostumbrada, la cruzó detrás de las primeras cuatro, cuando creía que estaba cogiendo el ritmo de la carrera, esta llegaba a su fin. Debut y despedida de los eventos bajo techo.

A partir de abril de 1992 y como nunca antes se presentaron las calamidades del oficio: las lesiones. La ruptura de miofibrillas en la parte posterior de la pierna izquierda, en la región del muslo, le hizo perder dos sesiones de entrenamiento. En México, durante el entrenamiento de altura, en el semanario Ovaciones, se refirió a muchos aspectos en una entrevista; con respecto al tiempo dijo: “Un segundo es mucho tiempo […] Un segundo tal vez es un récord, un segundo es un fracaso o tal vez la gloria. Por menos de un segundo en el mundial de Tokio no gané la prueba”.

En mayo de 1992, poco tiempo después de regresar de México, se impuso en la Copa Cuba y en el Memorial José Barrientos; en este último el registro fue discretísimo, 2:05,22, uno de los peores desde que se inició en esta distancia.

Durante tres meses seguidos continuaron las lesiones. Se acercaba la fecha de la olimpiada y de abandonar las cargas, incumplía el programa de entrenamiento, lo que peligraba su participación. Intentaba no preocuparse demasiado, pero temía que tanto esfuerzo en el cuatrienio no tuviera sentido. En este caso lo más prudente fue limitar su actuación a determinados eventos. Por eso solamente se presentó a 11 competencias internacionales. En temporadas anteriores, a esta altura hubiera concursado entre 15 y 26 oportunidades. De las 11, 7 fueron en 800 m y ganó 6 de estas, pero con registros superiores a los 2 min. Estos resultados hablaban por sí solos.

Desde el mes de mayo, otros entrenadores tuvieron que asumir su preparación y lo hicieron muy bien. Pero para un grupo considerable de personas hubo un hecho de marcada influencia y definitorio en estos resultados: un acontecimiento elevado a la categoría de puntillazo, la gota que desbordó la copa, fue la separación abrupta y dolorosa de quien fue de manera ininterrumpida durante 11 años su maestro de oficio, Blas Beato, que falleció el 8 de junio de 1992.

A los testigos del acoplado binomio Beato-Quirot les quedó el recuerdo para la posteridad. Sin embargo, ella, quién mejor para saberlo, confesó: “fue un poco de cada una de estas cosas y mucho más de algo que llevaba dentro de mí”.

Sin el Blas, pero con el recuerdo avivado de su voz, extrañando sus modos de decir y sus gestos estaba allí. Era el 3 de agosto de 1992. La del tercer mundo al lado de dos del primer mundo. Ellen Van Lagen de Holanda con 1:55,54 hizo el mejor tiempo de su historia. Durante toda la carrera se mantuvo detrás de la corredora de la Comunidad de Estados Independientes hasta que a ritmo de escapada se coló por dentro del carril uno en los metros finales y las demás no lograron darle alcance. Atónita y pletórica de felicidad, tambaleándose, su cabeza apuntando al cielo, moviéndola arrítmicamente de un lado para otro, sus ojos claros inmensamente desmesurados casi fuera de sus órbitas y quitándose los cabellos que le caían sobre el rostro con las manos, fueron las imágenes que captaron las cámaras después de cruzar la meta. Lilia Nurutdinova, tradicionalmente con resultados superiores a la holandesa, entró en segundo lugar con 1:55,99 y a continuación la cubana, a 1 s 26 centésimas de la holandesa y a 81 centésimas de segundo de la rusa. En el podio estuvieron a escasos centímetros de altura una de la otra.

Los comentarios de la prensa plana en el mundo, se referirían a la Quirot de esta manera:


El mundo echó un vistazo a una Quirot más lenta y por tanto no pudieron apreciar los majestuosos e inalcanzables pasos de unas piernas que, acostumbradas a llegar primero a la meta con cierres ciclónicos de estilo danzante, enardecían el estrépito de los estadios. Vieron a una Quirot que corrió solamente los 800 m en 1:56,80, padeciendo de las lesiones de las piernas y soportando con estoicismo los dolores en el tendón de la corva. No obstante, fue su mejor resultado de la temporada y el quinto mejor de todos sus tiempos.


Venciendo todos los contratiempos estaba allí. Había destrozado el casi reinado absoluto de las féminas europeas por 64 años. En las olimpiadas de 1928 se permitió que las mujeres corrieran esta distancia. Fueron dueñas de todos los escaños, excepto en dos oportunidades en que una estadounidense, Kimberly Gallagher, ocupó un sitio, aunque no en el lugar de honor. Y ella de Cuba, allí, de Latinoamérica; ese día se cumplían 500 años del inicio del legendario viaje de Cristóbal Colón a las Américas.

Las tres se conocían muy bien, eran reputadas corredoras, pero el espectáculo Nurutdinova-Quirot con un final de altos quilates, en el Campeonato del Mundo en Tokio 1991, Japón, aún estaba grabado en la mente del público. Allí Nurutdinova se le fue delante y dejó a Quirot con la esperanza.

En el año 1991 se enfrentaron en cinco oportunidades, con un saldo de 4 victorias para la Quirot y una para la rusa. En cuanto a tiempos, Svetlana Masterkova, que en esta ocasión no clasificó para la carrera final, obtuvo el primer lugar en el ranking con 1:57, seguida por la Quirot con 1:57,34 y la Nurutdinova con 1:57,50, precisamente en Tokio. Mientras que la Van Langen ocupó el decimoquinto lugar con 1:58,88. Sin embargo, en la clasificación general de la distancia, ninguna fue mejor que la cubana, que no se quedó sin medallas en ninguna de las carreras del año: 12 de oro y 5 de plata, y con la enorme satisfacción que nadie pudo derrotarla dos veces, siendo además la ganadora del codiciado Grand Prix por quinto año consecutivo.

En efecto estaba allí. Venía de una tierra distante. Su piel mostraba como la de otros tantos sus ancestros que también tuvieron sus monarcas de ébano y un mundo regido por sus propias leyes. Pertenecía a la estirpe de los descendientes, nacidos en el otro lado del mundo, gracias a esos “dichosos” 500 años. Los ancestros llegaron tras ser remolcados, violentamente, hacia su isla; puestos en filas y encadenados, para ser vendidos y comprados, cambiados o devueltos y hasta entregados como simples despojos de bisutería en el mercado humano; esos que, envueltos en leyendas de magias, pases magnéticos, fiestas diabólicas; curas con yerbas para espantar maleficios, también trajeron “sus dioses omnipotentes”, que desoyendo sus plegarias no pudieron salvarlos del trabajo obligado en las plantaciones de tabaco, los cañaverales y la desgracia oprobiosa de la esclavitud; esos que al escuchar el tañir de la campana del ingenio —no de esta que le advirtió que era la segunda y última vuelta de la carrera— que recordaba, que de no regresar inmediatamente al sitio de dormir, el barracón, la fusta caería sobre cualquier parte del cuerpo.

Venía de un mundo estremecido, porque sus mejores hijos pugnaron por liberarse de una esclavitud abolida hacía apenas un siglo y unos años, y con una historia particular de 33 años de revolución, que hizo posible que estuviera allí. Formaba parte de esos que cuando no se les conoce el nombre y hay que señalarlos, muchos se refieren a morenitos o los de color y que con una frase intentan estigmatizarlos: “[...] solo sirven para el deporte o para la música, pretendiendo entender su historia tan respetable como cualquier otra, solo por el color de la piel”.

Era el 3 de agosto de 1992. Quinientos años de un acontecimiento trascendental, de acercamiento y ruptura. Iniciado por unos hombres que echados a la mar entre las cinco y seis de la madrugada del viernes 3 de agosto del año 1492, cinco siglos atrás, salidos del Puerto de Palos de Moguer en tres navíos, fueron a dar a unas regiones que no aparecían en los mapas ni en las cartas de navegación de la época.

Tres años antes, en 1989, ahí en ese mismo sitio, en este estadio muy cercano al imponente monumento —estatua de Cristóbal Colón, que visto desde cualquier punto de la ciudad, recuerda que fue “el descubridor”, el hombre que organizó y emprendió el viaje que lo llevaría a su tierra—, se impuso de tal forma que la IAAF le concedió el título de mejor atleta del planeta. Ninguna de las 7 que habían corrido en ese 3 de agosto de 1992 ostentaba esta condición. Además, le correspondía el honor de ser la primera mujer latinoamericana en recibirlo.

En esta carrera y tras el sonido del stater no comenzó en la punta, sino dentro del pelotón, acatando las instrucciones que le dieron. A sabiendas de sus limitaciones y sospechando la táctica que debían emplear las contrincantes, vino de atrás con un ímpetu irrefrenable; alcanzó, pasó como un bólido y dejó a su espalda, relegándola al cuarto lugar a María de Lourdes Mutola, La Niña de Oro, que sería en años venideros su más encarnizada rival, luego de dejar de vérselas con las corredoras alemano-democráticas, Christine Wachtel y Singrun Wodars.

La Mutola y ella serían la gran expectativa en las dos vueltas al óvalo hasta su despedida definitiva de la pista. Harían, alternativamente, el uno-dos de los grandes encuentros. Siempre tendría razones para recordarla, la africana llevaba en uno de sus nombres el mismo de su hermana María: María de Lourdes Mutola, la excepcional corredora de Mozambique, era la otra gran representante del sur del planeta.

Luego de la olimpiada compitió cinco veces en Europa, una vez en 400 m, quedando en un increíble octavo lugar. De las 4 medallas en 800 m obtuvo 2 de bronce, y un sexto y séptimo lugares. En esta, la última carrera de la temporada, consiguió a duras penas mantenerse en pie sobre la pista, por la flojera en las corvas, por el impulso casi detenido, por las lucecitas que vio en el aire, por escapar de su mente la táctica de correr; todo lo cual afianzó su presagio, ya que a la par tenía una desazón desconocida, más las extrañas molestias que desde semanas antes venía sintiendo; eran señales, prácticamente inequívocas, de que en su organismo estaba ocurriendo algo maravilloso y distinto, que no dejaba de darle vueltas dentro de su cabeza y que lo comprobaría de vuelta a casa.

Finalizó así una campaña totalmente diferente. Restaba festejar los resultados olímpicos de la delegación cubana donde el atletismo aportó 7 preseas: 2 de oro, 1 de plata y 4 de bronce. El país obtuvo un total de 31 medallas y ocupó el quinto lugar entre los 179 que participaron.

¿Por qué no está Ana Fidelia? Era la repetida interrogante que hacían todos aquellos que no lo sabían, los aspirantes a presenciar el desquite de Mutola en la VI Copa del Mundo de atletismo, celebrada en el estadio Panamericano de La Habana, después que concluyeron las olimpiadas.

El sábado 26 de septiembre, a las 6:30 p.m., la anfitriona gran ausente de la final de los 800 m, sentada entre la muchedumbre vio cómo triunfó la mozambicana con un registro de 2:00,47. Recordaba que en la Copa anterior las palmas fueron para ella. Estaba nostálgica por privarse de correr y a la vez privar a los del terruño de presenciar un duelo sensacional, que seguro hubiera sido memorable. María amenazaba con llegar muy lejos. Eran las refulgentes estrellas de la parte sur del orbe. Pero era imposible competir, ya estaba comprobado: en su vientre crecía un hijo.

Cesó de golpe el ajetreo deportivo. Se entregó febrilmente a los preparativos para lo que se avecinaba. Cumplió a pie juntillas todas las indicaciones relacionadas con la nutrición, el cuidado de su peso, asistencia a las consultas, exámenes médicos y el reposo de última hora ordenado por los galenos, para disfrutar de una sana maternidad. Conocía la disciplina, anteriormente había acatado los rigores del entrenamiento para triunfar.

Descansaba, visitaba y recibía visitas. Conversaba a menudo con su mamá por teléfono y mantenía a la familia informada de la marcha de su embarazo. Hacía planes. Se convirtió en una verdadera ama de casa, como deseó, desde que tuvo hogar propio, pero el poco tiempo no lo había permitido. En un abrir y cerrar de ojos pasaron los meses y estaba finalizando el año.

Continuó siendo asediada por los periodistas. El 30 de diciembre de 1992 declaró al periódico cubano Trabajadores:

“[...] Estoy decidida a correr 1 500 metros, pero, no tan rápido. En marzo paro. Comenzaré a moverme y tendré tiempo suficiente para asistir a los Juegos Centroamericanos de Puerto Rico, quizás allí intervenga en los 800 metros y en el relevo de 4 x 400, pero solo después en 1 500 metros”.

Desconocía con detalle cómo sería el futuro inmediato. Pero nada le impedía soñarlo. Lo soñó… y muchas veces. En los sueños, de cualquier manera que organizara su vida, su hijo estaba presente. Despidió el año contando con los dedos de las manos, como lo hacen los niños chiquitos y auxiliándose de un almanaque, los días que le faltaban para ser madre. Tenía como fecha de parto el 28 de marzo de 1993. Sus seguidores le enviaban mensajes. Quizás este fue el más evidente para que continuara corriendo:

“[...] Tu foto [...] se te ve en ella dando el último salto triunfal por sobre la meta. Pareces una explosión de belleza que rompiera tu continente [...] Gracias por esta emoción”.

Ahora, con toda la tranquilidad del mundo podía, y ¿por qué no?, con la ayuda de algunos recordar cómo había llegado hasta el año 1992 e incluso adelantar cosas que le sucederían.