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DAVID MORÁN

Samarra

Finalista Primum Fictum 2014

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Concurso literario Primum Fictum organizado por Librooks con la

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Primera edición: marzo de 2014

 

© David Morán Aguayo, 2014

© De esta edición:

LIBROOKS BARCELONA, S.L.L.

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Ilustración de la cubierta: Leonard Beard

 

ISBN: 978-84-943388-2-3

DL: B 26217-2014

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Composición Digital: Publicón (Grupo Ulzama)

www.ulzama.com/publicon

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A mis padres,

a mis hermanos,

a Carolina.

 

 

KILÓMETRO 0

Cuando un hombre conoce su muerte, su vida entonces carece de sentido. Vuelve su mirada al pasado y lo encuentra vacío: tanta fatiga inútil, tantos sueños al aire. Entiende que el viaje ni siquiera ha comenzado, que no habrá señal alguna para su comienzo (1).

1 DEATH HAS NO ESCAPE

El 11 de julio de 2010 se produjeron dos atentados terroristas en dos restaurantes de Kampala, en los que murieron más de setenta personas. Yo había estado en uno de ellos, el Ethiopian Village, justo un mes antes. Pero ahora me encontraba casi en las antípodas, en Tijuana. Almorzaba en el restaurante del Caesar’s Hotel, donde un chef iluminado había inventado una de las ensaladas más conocidas del mundo, mientras espiaba a mi perseguido, un extraño jinete que había cabalgado en un Chevrolet azul rumbo a la muerte y no
la había encontrado. Si el atentado hubiera sido un mes antes allá en la capital de Uganda, a esta misma hora, ya la hubiera hallado, puesto que si estaba yo, también estaba él. Precisamente, él había sido la causa de que yo viajara hasta el corazón de África y de que luego volviera a L.A. —donde vivo—, con lo poco que me gustan a mí los aviones. Y desde L.A., dando un tremendo rodeo por carreteras del Lejano Oeste, hasta L.A. de nuevo y de ahí aquí. Él seguía el partido España-Holanda en la televisión del bar de enfrente, en la única cafetería pop de la ciudad, al otro lado de la calle Sexta con la avenida de la Revolución, la legendaria Revo. Yo lo observaba desde la esquina del Caesar’s con un ojo puesto en él y otro en la final del mundial de fútbol. Aunque a veces, he de admitirlo, no podía evitar mirar a las dos preciosas mexicanas que lo acompañaban; ¿quiénes serían?

Lo perseguía desde hacía cinco semanas como si fuera su sombra, sin que él se percatara, aunque a veces dude de ello. Lo había seguido hasta Uganda, viaje en el que su familia, mis clientes, habían comenzado a sospechar de las intenciones mortíferas de mi perseguido. La hipótesis, según me expresaron a través de su portavoz, era que su familiar, que a partir de ahora y por secreto profesional llamaremos F (y a su familia LaFamilia), había viajado a África para buscar la muerte entre las fauces de un león. Extraño caso, ¿no?

2 SAMARRA

Sentado en un restaurante etíope del centro de Kampala, F come
injera con diferentes tipos de verduras que, distribuidas sobre el círculo de cereal que la tortilla dibuja, reproducen el mandala del mundo, una ruleta distribuida en distintas partes y tonos, ángulos y radios, colores y complementarios, diferentes texturas de verduras y un curioso cromatismo de salsas que reproducen, a pequeña escala, el extraordinario mecanismo de relojería con el que funciona el azar del mundo.

Sin embargo, F no tiene la mirada posada sobre el mandala en forma de injera que se va a comer sino en un cuadro que reproduce la siguiente escena:

El paisaje está formado por un río, en una de las orillas se levanta un árbol; en la otra, montañas al fondo. La escena: un hombre estaba talando el árbol pero este aún se sostiene en una posición inestable, inclinándose hacia el agua. En ese instante decisivo llega un león que, por su fiero gesto lo sabemos, quiere zamparse al hombre, que está dibujado mientras, aterrado, escapa tronco arriba por el árbol que está a punto de desplomarse. Al pie del árbol vemos el hacha. Al lado de esta, el león rugiendo y levantando una zarpa. Desde las ramas superiores, avanza hacia el hombre una serpiente con su lengua bífida amenazante y, en el río, justo bajo el árbol, espera un cocodrilo con las fauces abiertas. Una leyenda en rojo, sobre el dibujo, reza: death has no escape (2).

Es tal el impacto que causa la escena en F que llama al camarero, le pregunta por el propietario, este sale, F intenta comprarle el cuadro y aquel rehúsa la transacción («es un recuerdo de mi madre», dice), momento que el camarero aprovecha para asegurar a F que en casa de su familia tienen uno igual y que, con permiso de su familia y sin ofender a su jefe, estaría dispuesto a vendérselo («verá usted, nos hace falta el dinero», le asegura humildemente) pero que para ello tendrá que esperar un mes, citándole en el mismo restaurante donde trabaja para el día 11 de julio, pues la casa de su familia está lejos de Kampala y solo puede acudir el fin de semana que libra de cada mes y, por casualidad, ayer mismo regresó de su permiso mensual.

3 LILY

Lily es hija de un famoso capo del narcotráfico del cártel de Sinaloa, pero ella no lo sabe. La única que lo ha sospechado alguna vez es su madre, Carmelita, pero nunca le dijo nada, tampoco a sus hermanos. Ni siquiera aquella vez, en Chapultepec, el barrio de Tijuana donde vive, cuando sacaron a su novio del carro y lo lincharon hasta dejarlo casi muerto. Entonces Lily creyó que después de matarlo a él, le tocaría el turno a ella: la violarían primero, antes de dejarla tirada en un descampado. Ni siquiera entonces Lily imaginó que ello tenía que ver con su familia. Dio por hecho que el problema venía más bien de un ajuste de cuentas con su novio Gabriel Rafael, por alguna espuria razón desconocida para ella. Para su sorpresa, no le hicieron nada, ni la tocaron, el novio se recuperó de los politraumatismos y la relación acabó sin lágrimas en la taquería Salsitas una tarde de domingo, el padre transigió en algún desacuerdo existente entre el cártel de Sinaloa y el de Tijuana para que dejaran a su familia en paz. Y continuó con vida, residiendo sola en un apartamento de 30 m2 en Lomitas Bajas, trabajando en la maquiladora, lejos de los negocios familiares y de su familia, allá en Sinaloa, donde nació Lily hace treinta años, quién lo diría viendo su rostro tan juvenil en esa fotografía Polaroid que se tomó por cincuenta pesos en La Estrella, la sala de baile más añeja de toda la decrépita Tijuana, aquella madrugada del 11 de julio, junto a F y su amiga Aimé, horas antes de la final España-Holanda.

4 MORANSKY

Rubio y con los ojos azules. Alto y con algo (poco) de pancita. Al filo de los cuarenta. Una cicatriz en el labio. El borde de un columpio (de pequeño). Un puñetazo (de mayor).

Siempre me gustó Berlín. La ciudad con más espías del mundo en un momento histórico que fácilmente nos viene a la mente. Siempre quise ir allí.

Pero yo soy polaco, sí.

Esperé colas interminables en la época del racionamiento de la mano de madre. Y luego solo. Medio kilo de arroz. Un cuarto de cerdo. Cuatro coles. Dos kilos de nabos.

Un domingo, lo recuerdo bien, padre nos llevó a Lukas, a mí y a madre a ver los últimos bisontes de Europa al parque de Bialowieza, a una hora de casa. «En los Estados Unidos ya apenas quedan», aseguró padre. «Pero allí debéis ir… para prosperar… si algo nos ocurriera a madre y a mí».

No me gustan los aviones, no. Ni las serpientes. Lo que me gusta son las naranjas (mi madre me enseñó a pelarlas como nadie). Pero he viajado, del pueblo a Varsovia, en la desvencijada camioneta de un cosero, un tipo que se dedicaba a comprar en la ciudad objetos por encargo para los vecinos del pueblo.

Viajé después de la secundaria, cuando mis padres murieron, con tan solo un día de diferencia. Mierda. Me fui en tren a Berlín con mi hermano Lukas huyendo de la pena. Fue el año en que cayó el muro. Los Moransky en Berlín. Nos hicimos fuertes.

Más adelante volamos para trabajar de camareros en Londres. Y luego yo volé a Nueva York. Después a Florida. Y crucé el país de este a oeste en un autobús Greyhound durante tres días y tres noches interminables en los que solo comí naranjas.

Hoy vivo en Los Ángeles (en la que ya llevo trece años trabajando en el sórdido oficio de las investigaciones privadas), de la que me iré cuando ponga en marcha mi proyecto.

Argentina. Buenos Aires. Aprender español. Dejar de comer fast food. Dejar las calles. Disfrutar de una jubilación anticipada junto a mi mujer y nuestra perra.

5 LA MUERTE VIAJA A CABALLO

Al atardecer, sentado en la silla de cuero de becerro, el abuelo creyó ver una extraña figura, oscura, frágil y alada volando en dirección al sol. Aquel presagio le hizo recordar su propia muerte. Se levantó con calma y entró en la sala. Y con un gesto firme, en el que se adivinaba, sin embargo, cierta resignación, descolgó la escopeta (3).

6 COLGAR LOS ZAPATOS

En Tijuana, cuando alguien muere en accidente de tránsito, se cuelgan sus zapatos en el cableado urbano. Dicen que minutos antes de perder la vida y a causa del miedo a la muerte, los músculos y tendones quedan tan flácidos que los zapatos salen despedidos; resbalan de las extremidades con la suavidad de un guante de ante. Luego, alguno de los transeúntes, que por diferentes azares particulares fueron testigos de la escena, lanzarán ese par de zapatos o zapatillas hacia el cableado hasta lograr ensartarlos y dejarlos colgados del hilo de la luz o del teléfono. Por el número de zapatos se puede averiguar el número de muertes (pero solo a partir del momento en que a alguien se le ocurriera semejante ritual o los demás lo siguieran). Esos zapatos, al menos los que cuelgan del cableado de teléfono, han escuchado miles de historias que no pueden contar por el mero hecho de que son zapatos, que cobran vida solo cuando muere su dueño. Solo la DEA tiene acceso a las conversaciones de los zapatos porque tiene pinchados los teléfonos.

7 RITA LU

Rita Lu conoció a F en el río Napo, afluente del Amazonas, donde coincidieron en la misma barca durante los cuatrocientos kilómetros que hay desde Coca, en Ecuador, hasta Nuevo Rocafuerte, en la frontera con Perú. Ella, a pesar de haber nacido en una isla, nunca aprendió a nadar, aunque el agua (como casi nada) no la asuste. Era el segundo viaje desde que abandonó su tierra natal, al norte de Filipinas. Rita Lu migró tres años después que su madre, desde el norte de la isla, en las montañas de Locano, donde vivió con los abuelos tras la muerte del padre hasta que marchó a Estados Unidos, donde llegó con solo 11 años de edad, siguiendo la estela materna. Hasta terminar la universidad residió en el desierto de Palm Springs con su madre y su nuevo padre, Rudy. Después de trabajar un par de años como química en la delegación de Procter & Gamble en Los Ángeles se tomó un año sabático para pensar, vivir unos meses en Buenos Aires, aprender español y a bailar tango, y viajar durante los siguientes seis meses por Perú, Ecuador y Brasil. Fue en Ecuador donde conoció a F, que amablemente le cedió el asiento en una barca atestada de indios. En un rápido del río, cerca de la Isla de los Brujos, la barca escoró y F, que permanecía en un reborde de la misma en posición inestable, se precipitó a las aguas color chocolate. Rita Lu observó a su compañero de viaje dejarse engullir sin hacer esfuerzos por nadar o por aferrarse a la amura, a la vida. Sin dudarlo, sin quitarse siquiera las Ray Ban, ella se lanzó al agua también. Fue entonces cuando F reaccionó, Rita Lu le había confiado, minutos antes, que no sabía nadar, y él cejó en su inacción para acudir al rescate de la recién conocida desconocida filipina que no sabía nadar. Los indios de la canoa aplaudieron el extravagante rescate donde la salvadora era, sin embargo, la salvada. Nunca más discutieron por qué cada uno hizo lo que hizo y continuaron viaje a ritmo lento a través del río y la selva hasta Nuevo Rocafuerte, donde se despidieron con un tierno abrazo porque ella continuaba hasta Pantoja, en Perú, y él se detuvo a adentrarse entre las selvas de Yasuní donde, dicen, buscaba perderse entre las fauces de un cocodrilo gigante que, según las leyendas huaoraníes, habita en la laguna de Limoncocha.

8 AIMÉ

De los cincuenta millones de personas que cruzan cada año la frontera más transitada del mundo, entre Estados Unidos y México, Aimé es una de las que la cruza cada día. Desde su nacimiento ha vivido entre uno y otro mundo. Ha esperado tantas veces, tantas horas de tantos días de tantos años las interminables colas para atravesar al otro lado (y eso que ella tiene triple nacionalidad: mexicana, estadounidense y española) que podría hacer una tesis sobre la susodicha frontera. Ahí sus grandes ojos oscuros han observado infinitas escenas de manual sobre el narcotráfico pero siempre ha tenido la boca cerrada salvo cuando el funcionario de aduanas le pregunta de dónde viene y adónde va. Una discusión en el seno familiar se cierne no obstante sobre su lugar de nacimiento. La madre, mexicana, asegura que nació en Estados Unidos. Su padre, que en realidad es español, nacido en un pequeño pueblo de Galicia llamado Cariño, asegura que fue en México. La cuestión es que Eliana (así se llama su madre), salió de cuentas en San Diego, donde por aquel entonces residía junto a su marido Eliécer y, confiada en que le daría tiempo a llegar hasta su ciudad natal, donde a última hora se le
antojó que naciera la cría, apremió a Eliécer para que agarraran la camioneta Ford y condujeran hasta Tijuana. Aimé, de nombre francés, nació en la frontera, y las tensiones y el aura casi mágica del extraordinario momento vivido por los padres durante el parto propiciaron que estos nunca se pusieran de acuerdo en torno al lugar exacto del nacimiento. El oficial de aduanas que presenció en aquel año de 1980 el advenimiento sufrió tal shock
que se retiró para escribir un ensayo que se tituló Niña en la frontera (4). El extraño texto no fue finalizado hasta el año 1999. Planteaba cuestiones filosóficas sobre la identidad, la nacionalidad, el arraigo, la patria y especulaba sobre el concepto real e imaginario de frontera. Tras un fulgurante éxito de ventas fue retirado por subversivo y por revelar datos estratégicos sobre la frontera más caliente del planeta; finalmente, el autor fue asesinado y su muerte atribuida al cártel de Tijuana. Aimé nunca leyó el texto ni supo que ella fue quien lo inspiró pero todavía hoy, treinta años más tarde, sigue atravesando cada día la frontera para impartir clases de primaria en la cercana ciudad de San Diego.

9 DOROTEO ARANGO

Sobre el asunto de la duplicidad (los llamados dobles) el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro escribió un magnífico cuento llamado Doblaje (5) que, en mi opinión, funciona mejor que un ensayo para aclarar en qué consiste exactamente y cuál es el funcionamiento de los dobles. No transcribiré dicho relato pero sí resumiré lo que concluye el autor: que encontrar al doble de cada uno es imposible porque si uno (que conoce la existencia de su doble en algún lugar del mundo) viajara en dirección a su encuentro, su doble se desplazaría en sentido contrario.

Existen, sin embargo, variaciones en esto de los dobles. Como detective que soy, en numerosas ocasiones me entretengo investigando la vida de personas para las que no he sido contratado y es entonces cuando realizo hallazgos, digamos, extraordinarios. Persiguiendo a F, en infinitas horas sentado en el interior de mi viejo Oldsmobile, tuve ocasión de leer incontables artículos, novelas, biografías, de escuchar corridos y rancheras para mejorar mi español… Pues bien, en esas ocasiones leí también alguna biografía en la que se me reveló el misterio sobre un famoso doble. En un principio quizá su nombre nos diga poco sobre su ajetreada biografía, aunque funcionaría a la perfección para un personaje de novela: Doroteo Arango.

Este perfecto desconocido nació en San Juan del Río en junio de 1876, en el seno de una humilde familia mestiza de peones, y jamás acudió a escuela alguna. Huérfano desde muy joven, trabajó de leñador y agricultor, antes de convertirse en proscrito por asesinar al dueño de la hacienda donde labraba porque violó a su hermana. Convertido en fugitivo, se echó al monte. Hambriento y moribundo, fue adoptado por una cuadrilla de bandidos cuyo cabecilla se convirtió en su benefactor y amigo. Cuando el jefe de la banda fue herido de muerte designó a Doroteo como su sucesor, y su sucesor quiso también sucederle en el nombre que desde entonces se convertiría en una leyenda: Pancho Villa.

Esa historia de dobles que no lo son, o que lo son solo en el nombre, es una variante interesante de lo que explicaba más arriba y la conocí persiguiendo a F que, a su vez, perseguía su propia muerte y para ello viajó hasta Chihuahua, donde Villa tuvo una de sus residencias (la que compartió con Luz Corral, una de sus incontables mujeres).

En la actualidad, la llamada Quinta Luz es también el museo de la Revolución y en ella se encuentran dos objetos dignos de atención por la atracción morbosa que suscitan: el Dodge negro en el que fue tiroteado (con los agujeros ocasionados por la balacera) y la máscara mortuoria del propio Villa, robada poco después de su muerte por un yanqui que la exhibió durante años en un museo de Chicago y devuelta hace tan solo unos años, tras décadas de misterio y búsqueda. Tal máscara está custodiada, como el resto de la casa, por militares, además de por cámaras de seguridad que continuamente apuntan hacia ella.

Como comprenderán, intentaba estar cerca, muy cerca de mi objetivo, y empleando mil argucias me alojaba, siempre que fuera razonablemente posible, en el mismo hotel, en la habitación más próxima, para no perderle el rastro, pero evitando a toda costa que se fijara en mí. Aquel día en Chihuahua, después de seis semanas como su sombra, lo seguí desde el Hotel San Juan, donde él (y por consiguiente yo) se alojaba, hasta la casa de Villa y entré, sin demasiado convencimiento, en la creencia de que mi perseguido solo estaba demorando el momento propicio. Según la opinión que me había forjado de él, un museo no figuraba entre los lugares que F hubiera escogido para su muerte. Pese a todo, entré hasta la tienda-recepción donde compré la pequeña biografía de Pancho Villa, que más tarde devoré completa dentro de mi Oldsmobile en días y noches de vigilancia. Y, mientras la ojeaba (advertiré que el hecho de que Doroteo Arango hubiera usurpado el nombre de un bandolero desconocido me llevó, dios sabe por qué, a la idea de que F podría sorprenderme con la elección para el lugar de su muerte), tuve una suerte de presentimiento: Doroteo Arango le hurtó el nombre a un bandolero para convertirse en el único Pancho Villa conocido. Pues bien, mi extraña lógica me llevó a pensar que F bien pudiera querer hurtar la máscara mortuoria (esa que le costó tanto a México recuperar) y garantizar su fin en manos de los fanáticos militares custodios de la memoria del admirado general revolucionario.

¿Creerán ustedes que acerté?

Un militar había sacado a F al patio a empujones sin dejar de apuntarlo con su fusil. Ni siquiera le había arrebatado la máscara, supongo que para liquidarlo con coartada en juicio militar sumarísimo, lo colocó contra una pared y disparó contra él sin pensarlo más. Sucedió todo tan rápido que apenas me dio tiempo a entrar y ver la escena a cámara lenta. F cayó al suelo. El ruido del rebote de la bala cruzó tres esquinas del patio antes de perder fuerza e incrustarse en… mi bota. No sentí el dolor, estaba más impactado por el hecho de que no había conseguido salvar a mi perseguido que por la quemazón del dedo meñique del pie. F había quedado tumbado en el suelo en extraña posición pero, para mi sorpresa, se incorporó, se levantó, me miró, miró la máscara y luego al militar. La máscara de bronce había hecho de parapeto. Así es que se puso en pie de nuevo, le dijo al soldado que solo le devolvería la máscara muerto y se colocó de nuevo contra la pared. Me interpuse entre el soldado y F
y me dirigí a este amablemente («Señor devuelva la máscara, por favor, no haga locuras», le rogué en un extraño español, «va a morir alguien», añadí). F quedó en silencio, dudó, me miró fijamente, luego miró la cara petrificada de Pancho Villa y se la devolvió al soldado, que igualmente quería llevarlo preso; intercedí, pagué cien dólares al militar para que olvidara el asunto, nos acompañó hasta la puerta y, allí, F me dijo: «Es usted un imbécil, no entiende nada». Y se marchó.

Lo seguí persiguiendo unos metros, cojeando, pero desistí y regresé al Hotel San Juan. El único de Chihuahua con 65 cuartos, 65 baños, 65 teléfonos y yo sin nadie a quien llamar. Me sentía ridículo, como si F tuviera razón y yo realmente no entendiera nada. Por primera vez en un mes me había visto la cara, tal como era, sin disfraz. Ahora sería más difícil seguirlo sin despertar sospechas. Esa noche me arranqué la uña dañada, por suerte el proyectil había quedado incrustado en la bota. Me curé con alcohol, vi las estrellas (las imaginadas, no las reales), me rapé al cero, me rasuré el bigote, me coloqué unas lentes de contacto color miel y tiré mi indumentaria a la basura.

10 EL JINETE

Por la lejana montaña

va cabalgando un jinete

vaga solito en el mundo

y va deseando la muerte.

Lleva en su pecho una herida

va con su alma destrozada

quisiera perder la vida

y reunirse con su amada.

La quería más que a su vida

y la perdió para siempre

por eso lleva una herida

por eso busca la muerte.

Con su guitarra cantando

se pasa noches enteras

hombre y guitarra llorando

a la luz de las estrellas.

Después se pierde en la noche

y aunque la noche es muy bella

él va pidiéndole a Dios

que se lo lleve con ella.

La quería más que a su vida

y la perdió para siempre

por eso lleva una herida

por eso busca la muerte (6).

11 SIEMPRE QUISE IR A L.A.

Rita Lu y F mantuvieron una relación epistolar en la que ambos fueron desvelándose. Al cabo de ocho meses se conocían con admirable profundidad, aunque solo se hubieran visto una vez, aquella en que Rita, que no sabía nadar, se arrojó a las aguas color chocolate del río Napo para salvar a F que, finalmente, fue quien la salvó a ella. Ese hecho, lleno de profunda emotividad y misterio, trazó un fuerte nexo de unión entre ellos, de tal modo que, al verano siguiente, justo en la víspera del aniversario de la muerte de Michael Jackson, F viajó a Los Ángeles para visitar a Rita Lu. La idea de F no era otra que pasar unos días juntos y después atravesar, ya solo, algunos de los inabarcables espacios del Lejano Oeste. Sin duda, en uno de esos lugares, extasiado por la belleza, aquejado de una variedad más mundana del síndrome de Stendhal, podría encontrar el lugar perfecto para su fusión cósmica (lo que otros llamarían simplemente suicidio). Por supuesto, ninguna de estas intenciones le manifestó a Rita Lu, y acordaron la hora de recogida del primero en el aeropuerto de L.A. La Dormidina hizo efecto y F solo despertó cuando la inmensidad de la ciudad se desplegaba bajo las alas del avión, como un enjambre interminable de luces que desaparecían por cualquier lugar al que alcanzara la vista. Rita Lu lo recibió con un cariñoso abrazo, pero su marido, que había acudido también al aeropuerto y esperaba en el vehículo, en cuanto vio a F a través de los grandes ventanales, se largó dejando solo humo; hizo una llamada a Rita, le dijo que le había surgido un imprevisto de trabajo y que tenía que ausentarse de la ciudad varios días. A Rita esta circunstancia no le sorprendió, puesto que el de su marido era uno de esos trabajos que lo requería en los momentos más insospechados, qué se le iba a hacer. Rita se disculpó en su nombre, tomaron un taxi y se dirigieron hacía la calle Louis, número 720, del distrito de Glendale donde la pareja vivía. Nada más atravesar la puerta, Rita Lu percibió un cambio nimio en la casa: la fotografía de su marido, esa que ella le hizo hace tres navidades y que siempre colgaba de la nevera, había desaparecido, pero no quiso decir nada delante de su invitado. Y, como si nada, descorchó una botella de Malbec argentino. Ambos bebieron su reencuentro a la luz de un plafón del balcón del apartamento 317 y esa luz fue, durante unas horas, una de las muchas que componen el enjambre que se ve desde los aviones.

Esos días pasearon buscando las estrellas de los famosos por Hollywood Boulevard, entre tiendas de lencería pop, de cazadoras de cuero para Hells Angels, de zapatillas de marca o sedes de sectas como la Cienciología o Pare de Sufrir, rodeados de las figuras de Elvis y de Marilyn que flanquean los fast food; presenciaron una manifestación de los WASP contra el aborto; asistieron al homenaje por el aniversario de la muerte de Michael Jackson delante del teatro Kodak (que se había convertido más bien en un mercadillo callejero de compraventa de recuerdos); subieron al observatorio Griffith donde se grabó aquella secuencia de la pelea con navajas de Rebelde sin causa; pasearon por los jardines escultóricos del Getty Center; fueron a la playa de los musculitos en Venice Beach donde un sij tocaba Stairway to Heaven con la guitarra eléctrica mientras se conducía sobre unos patines lineales; bailaron contact improvisation en The 3rd Street Promenade; visitaron el final de la Ruta 66, que muere en el famoso muelle de Santa Monica; comieron tacos de cabeza en Olvera Street, en pleno centro de El Pueblo de Los Ángeles, visitaron la Casa Adobe, de 1817, la más antigua de toda la ciudad; se hicieron una fotografía delante del elegante edificio Bradbury, donde se grabaron algunas secuencias de Blade Runner; y se emborracharon en la inauguración de una exposición de artistas latinoamericanos en una galería de la calle Tercera, en el downtown, después de haber estado una tarde entera de galería en galería por el Arts District. Esa noche, mientras regresaban a Glendale, F le cantó ebrio aquella canción de Loquillo, Siempre quise ir a L.A. … En esos días sobre todo conversaron, hablaron mucho. Pero me consta que, en ninguna de esas conversaciones, F le reveló a Rita Lu el objetivo último de su viaje.

Yo los seguía día y noche. Por eso lo sé todo.

12 SHOWGIRLS

El 9 de julio, sobre las ocho de la tarde, mientras atraviesa la frontera de regreso de sus clases en San Diego, Aimé recuerda una ocurrencia de esa mañana: si esta es la frontera más transitada del mundo y yo paso por ella dos veces al día, ¿cuántas veces se me cuenta a mí en ese cómputo de cincuenta millones cada año? Lo que ella no sabe mientras piensa eso es que un hombre que viaja solo y que persigue a otro está teniendo en ese momento un pensamiento similar en tanto desciende de un Greyhound procedente de L.A. Ese pensamiento persistirá tres horas más tarde mientras asiste a un showgirls de la avenida de la Revolución que se llama Amnesia. La mente es un mundo misterioso donde tiene cabida un hombre deleitando sus ojos con las insinuantes curvas de féminas danzantes y la formulación de un problema de probabilidades como el que sigue: si los dobles son imposibles de encontrarse (puesto que si uno viajara a la búsqueda de su doble, este lo haría en sentido inverso) y el lugar del mundo por el que pasa más gente al año es Tijuana, esa frontera es la que tiene más posibilidad de convertirse en el lugar en que dos dobles pudieran darse cita al mismo tiempo (por supuesto cada uno dirigiéndose en sentido distinto y simétrico al otro, sin percatarse uno de la presencia del otro, ni el otro del uno).

Moransky continúa pensando en ello. Está disfrazado de Hells Angel para no llamar la atención, con una larga peluca, barba falsa, chupa de cuero, parche en el ojo y tatuaje que dice «Route 66, I did it», mientras F se debate entre contratar un «privado» (un bailecito con restriegue en zonas púdicas por dos, cuatro, seis canciones, o lo que es lo mismo veinte, cuarenta o sesenta dólares; con sexo: a partir de doscientos dólares) o quedarse toda la noche observando los porno-
shows
sobre el escenario, donde no falta una lengua removiendo nata sobre un monte de Venus, ni una gorda que se deslice, abierta de piernas, el cabello de valquiria, sobre los hielos de la cubitera que les ha arrebatado a los cuatro jovencitos borrachos de la primera mesa.

can-canshow

Desde la mesa cercana Moransky los oye reír, los ve entretenidos en la conversación, cada uno sentado en su silla (cuando lo normal es que la chica se siente encima), como si estuvieran en una cafetería y no en un showgirls, cómplices como dos viejos amigos. Y ella, tan hermosa. ¿Qué le habrá dicho que ríe tanto?

No me lo puedo creer, dice Michelle bromeando, repítemelo si te atreves. Que si me fuera a quitar la vida mañana habría cambiado de opinión solo con ver tus ojos achinados y tu sonrisa farmacéutica, le repite.