Portada: El oscuro camino hacia la misericordia. Wiley Cash
Portadilla: El oscuro camino hacia la misericordia. Wiley Cash

 

Edición en formato digital: mayo de 2017

 

Título original: This Dark Road to Mercy

En cubierta: fotografía de © Elisabeth Ansley / Arcangel Images

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Wiley Cash, 2014

© De la traducción, Celia Montolío

© Ediciones Siruela, S. A., 2017

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17041-90-8

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Easter Quillby. Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Pruitt. Capítulo 5

Capítulo 6

Easter Quillby. Capítulo 7

Brady Weller
Capítulo 8

Capítulo 9

Easter Quillby. Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Brady Weller. Capítulo 13

Capítulo 14

Easter Quillby. Capítulo 15

Pruitt. Capítulo 16

Easter Quillby. Capítulo 17

Brady Weller. Capítulo 18

Capítulo 19

Pruitt. Capítulo 20

Easter Quillby. Capítulo 21

Pruitt. Capítulo 22

Brady Weller. Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Easter Quillby. Capítulo 26

Brady Weller. Capítulo 27

Pruitt. Capítulo 28

Easter Quillby. Capítulo 29

Brady Weller. Capítulo 30

Pruitt. Capítulo 31

Easter Quillby. Capítulo 32

Brady Weller. Capítulo 33

Easter Quillby. Capítulo 34

Capítulo 35

 

Agradecimientos

 

A todas las familias,

sean como sean.

 

«El lugar de donde vienes ya no está, el lugar al que creías que ibas jamás existió, y el lugar en el que estás no te sirve de nada a menos que puedas alejarte de él. ¿Dónde hay un lugar en el que puedas estar? En ninguna parte... Nada exterior a ti te podrá dar un lugar... El único lugar que tienes es el que hay, aquí y ahora, en tu interior».

 

FLANNERY O’CONNOR, Sangre sabia

Easter Quillby
Capítulo 1

Wade se esfumó de nuestras vidas cuando yo tenía nueve años, y más tarde apareció de la nada el año que cumplí los doce. Para entonces me había pasado casi tres años oyendo cómo mamá le echaba la culpa de todo: desde que nos cortasen la luz hasta que Ruby y yo no tuviésemos zapatos nuevos para ir al colegio, y para cuando volvió yo ya tenía bien claro que era el fracasado que mamá siempre había dicho que era. Pero resulta que era mucho más que eso. También era un ladrón y, de haber sabido qué tipo de gente lo andaba buscando, jamás, para empezar, habría permitido que nos sacase de Gastonia, Carolina del Norte, a mi hermana pequeña y a mí.

Mis primeros recuerdos de Wade son de cuando mi madre me llevaba al estadio de béisbol de Sims Field, mucho antes de morir. Mamá señalaba el campo y decía: «Ahí está papá». Yo no tendría más de tres o cuatro años, pero todavía hoy me veo mirando el campo interior y a los jugadores, que me parecían todos iguales con sus uniformes, y preguntándome cómo iba a distinguir a mi padre en un partido de béisbol si era idéntico a todos los demás.

Ahora se me hace raro pensar en esto, porque el día que decidió volver a por nosotras reconocí a Wade nada más verlo sentado en las gradas frente a la línea de primera base. Para mí siempre había sido Wade, porque no me pegaba llamarle «papá» ni «papi» ni nada de lo que se supone que deben llamar los niños a sus padres. Los padres a los que los llamaban así hacían cosas por sus hijos que ni se me pasaba por la cabeza que Wade fuese a hacer por nosotras. Lo único que había hecho por mí era darme una hermanita llamada Ruby y la suficiente cantidad de historias como para que mamá se pasara el resto de su vida contándolas, pero mamá se murió justo antes de que yo cumpliera los doce, y esa fue la única razón de que Wade viniese a buscarnos a Ruby y a mí.

Acababa de llegar a la tercera base, y no me costó nada hacer como que no lo veía allí sentado. Levanté la vista lo justo para ver a Ruby en el banquillo, esperando a que le llegase el turno de chutar1. Estaba de espaldas a las gradas y aún no lo había visto; puede que ni siquiera lo hubiese reconocido de haberlo hecho.

Viendo a Ruby y a Wade nadie habría adivinado que estaban emparentados, pero lo mismo podría decirse de nosotras dos. Ruby era clavadita a mamá. Tenía el pelo moreno, ojos castaño oscuro y la piel bronceada incluso en invierno. Yo era todo lo contrario: el pelo, rubio rojizo y liso como una tabla, y una piel con más papeletas para quemarse y llenarse de pecas que para ponerse morena. Ruby era preciosa; siempre lo había sido. Yo era clavadita a Wade.

Aparte de Wade, las gradas estaban vacías; eché un vistazo al campo y vi que los demás chavales todavía no se habían fijado en él. Al final de la cuesta que había a mi derecha, la señora Hannah y la señora Davis estaban charlando en el patio del colegio. Aún no lo habían visto. Pero no tuve que esperar mucho a que alguien lo descubriese.

—Mira a ese hombre de ahí —dijo Selena. Jugaba de tercera base y estaba encorvada, las manos en las rodillas. Era negra, como casi todos los chavales con los que nos juntábamos al salir de clase y como casi todos los que vivían con nosotras en el hogar. Llevaba unas trenzas muy gruesas, recogidas con unas gomitas de esas que llevan canicas; tintineaban cuando movía la cabeza. Habría querido pedirle que me hiciera el mismo peinado, pero mi pelo era demasiado fino para que se me quedasen las trenzas; y casi era mejor así, porque Selena era más alta que yo y además parecía mucho mayor, y me ponía tan nerviosa que me sentía incapaz de hablarle—. ¿Qué hace ahí sentado mirándonos?

No sabía si me estaba hablando a mí o si solo estaba pensando en voz alta.

—No sé —dije al fin. Me miró como si se hubiese olvidado de que estaba a su lado en la base. Recé una pequeña plegaria para que no se fijase en que Wade y yo nos parecíamos, y me sorprendí deseando, de nuevo, parecerme más a mamá, como Ruby.

Un chico de tercero, Greg, se preparó para golpear, y aunque algo me aconsejaba que no lo hiciera, corrí hacia el home plate en el mismo instante en que chutó. La pelota simplemente volvió rodando hacia el pícher, y me eliminaron en el home plate. Me fui al banquillo, pero con la cabeza gacha y sin mirar hacia las gradas. Me notaba la cara caliente y sabía que estaba roja como un tomate, y quise pensar que si me sentía tan avergonzada era solo porque me habían eliminado en el home plate, y no porque todo esto hubiera sucedido delante de Wade.

Ruby estaba sola en la otra punta del banquillo, columpiando los pies. Al acercarme, se pasó el pelo morenísimo por detrás de las orejas, subió una mano y me esperó.

—Choca esos cinco —dijo. Me senté a su lado sin decir nada, y después me incliné y me sacudí el polvo de las deportivas. Ruby dejó la mano colgando sobre mis rodillas—. Choca esos cinco —repitió.

—Para chocar los cinco, la mano tiene que estar en alto.

—Vale —dijo—. Pues entonces choca los cinco por lo bajo.

Le di una palmadita en la mano, y al alzar la vista vi que Marcus estaba en el campo interior, mirándome desde la segunda base. Llevaba un jersey blanco de los Cubs con el nombre y el dorsal de Sammy Sosa. El curso escolar acababa de empezar y solo era el tercer viernes de agosto, pero Mark McGwire ya se había anotado cincuenta y un home runs frente a los cuarenta y ocho de Sosa. Marcus y yo estábamos apoyando a Sosa para que llegase a sesenta y dos y fuese el primero en batir el récord de Roger Maris. Me sonrió, pero aparté la mirada como si no lo hubiera visto. Me puse nerviosa y me recogí el pelo en una coleta, dejándola caer sobre mis hombros. Cuando volví a mirar a Marcus, seguía sonriendo. No pude evitar sonreír un poco yo también, pero de repente oí una voz que susurraba mi nombre.

—¡Eh! —dijo la voz—. ¡Easter!

Era Wade. Estaba apoyado contra la parte exterior de la valla, más o menos a mitad de camino hacia la primera base. Ruby se quedó observándolo unos instantes y después me miró a mí. Wade sonrió y nos hizo señas para que nos acercásemos.

—¿Es...? —empezó a preguntar Ruby, pero la interrumpí antes de que pudiese acabar.

—Tú espera aquí —respondí, levantándome del banquillo.

—Easter —dijo Ruby. Se puso en pie de un salto como si pensara seguirme.

—Que esperes aquí —insistí. Me miró sin decir nada y después se volvió hacia la parte de la valla donde estaba Wade. Señalé el banquillo y la observé mientras se sentaba de nuevo. Se cruzó de brazos como si la hubiese regañado—. Vuelvo enseguida —dije. En lo alto de la cuesta, la señora Hannah y la señora Davis aún no lo habían visto. Me arrimé a la valla y fui siguiendo la línea de base.

Wade iba con una vieja gorra azul de los Braves, y el pelo, del mismo tono rubio rojizo que el mío, le asomaba por detrás de las orejas. Los pelos de la barba le tapaban la cara y le bajaban por el cuello, además llevaba una camiseta verde y unos vaqueros salpicados de pintura blanca. Levantó la mano que tenía apoyada en la valla y me hizo un gesto a modo de saludo.

—Eh —dijo, sonriendo. También sus manos estaban cubiertas de pintura blanca.

Antes de acercarme, hice un alto, me crucé de brazos y apoyé el hombro contra la valla. No quería que Wade pensara que me alegraba de verlo de repente, que podía presentarse a la salida del cole cuando le viniese en gana sin que pasara nada. A decir verdad, no quería ni mirarlo.

—¿Estás intentando integrar la Liga Negra? —preguntó. Se rio como si el chiste también tuviese que hacerme reír a mí, pero no lo hizo. Apartó las manos de lo alto de la valla y se las metió en los bolsillos.

Miré al campo, donde la entrada estaba a punto de terminar. Marcus se fue del campo interior hacia el banquillo que estaba al otro lado del home plate sin quitarme ojo. Parecía preocupado, y quise sonreír y decirle que no pasaba nada, que conocía al hombre que estaba hablando conmigo, que sabía lo que hacía, pero por otro lado no quería que se pensara que estaba haciéndole señas para que se acercase a interesarse por mí. No quería que conociese a Wade. Volví a mirarlo, sin descruzar los brazos.

—¿Qué haces aquí?

Suspiró, arqueó las cejas y miró hacia el campo exterior antes de mirarme a mí.

—Me he enterado de lo de vuestra madre —respondió.

—¿Te has enterado hoy?

—No, hoy no. Hace ya tiempo.

—Cuando dices «hace ya tiempo», ¿significa que deberías haber venido a su funeral, que, por cierto, fue visto y no visto? ¿Significa que deberías haber venido antes a ver cómo estábamos, antes de que nos enviasen a un hogar de acogida?

—No —dijo—. No tanto.

—El tiempo suficiente como para no hacer nada.

—Nada, hasta ahora.

—¿Hasta ahora? —Solo decirlo me hizo reír. Descrucé los brazos y me di la vuelta para irme al banquillo, donde Ruby estaba esperándome.

—Espera, Easter —dijo—. Quédate a hablar conmigo un minuto, solo un minuto. —Se había sacado las manos de los bolsillos y agarró la tela metálica de la valla.

—Tengo que salir al campo —repuse, y fue decirlo y pensar que sonaba como una frase que podría haber dicho alguien en una peli justo antes de que ocurriese algo bueno o algo malo, para que supieras si iba a acabar bien o no.

—Solo quiero pasar un poco de tiempo contigo y con tu hermana —dijo.

—No puedes. Es demasiado tarde.

—Ya sé que parece demasiado tarde, pero sois lo único que tengo.

«Sois lo único que tengo»: se lo había oído a mamá millones de veces, pero lo decía cada noche al arroparnos o cuando nos llevaba a la parada del autobús por las mañanas. A veces lo había dicho cuando me la encontraba llorando en nuestra antigua casa a las tantas de la noche. Me agarraba y me abrazaba como si intentase consolarme a pesar de que era ella la que estaba llorando, y se mecía y me decía que todo iba a salir bien. Cuando me soltaba, me iba de su dormitorio y volvía a mi cama, donde me quedaba tocándome el camisón, notando la humedad que habían dejado sus lágrimas. Miraba a Ruby, que estaba dormida, y oía la voz de mamá repitiéndolo una vez más: «Sois lo único que tengo». No soportaba ver llorar a mamá, pero siempre supe que lo decía de veras. En cuanto a Wade, no sabía a qué se refería cuando lo decía, y me daba la impresión de que él tampoco.

—Ya no nos «tienes» —dije—. Renunciaste a nosotras. He visto el papel ese que firmaste, ahí lo dice; por eso estamos en un hogar de acogida, Wade.

Apartó la mirada cuando lo llamé por su nombre. Después parpadeó muy despacio.

—Ya lo sé, y lo siento. Pero eso no significa que no podamos pasar un poco de tiempo juntos.

Giré la cabeza y vi que la entrada ya había empezado y que Jasmine había ocupado mi puesto de parador en corto.

—Genial —dije—. He perdido mi sitio. —Me volví de nuevo hacia Wade—. Y ¿cómo se supone que vamos a pasar el tiempo?

—Bueno, no sé. No te vendría mal trabajar un poco las carreras. —Se alejó de la valla y se frotó los brazos; después se tocó las orejas, y por último la punta de la nariz—. Estaba intentando ayudarte desde aquí, pero supongo que no me has visto. —De nuevo empezó a frotarse los brazos.

—¿Qué haces?

—Te estoy haciendo una señal. Te estoy diciendo que te mantengas en la base, que te quedes exactamente donde estás. Era imposible que esa chica larguirucha la fuese a sacar del campo interior. Todavía conozco el juego, Easter. Podría venir algún día a sacaros y pasábamos un ratito aquí en el campo dándole a la pelota, parando pelotas rasas... —Sonrió como si pensara que era la mejor idea que jamás se le había ocurrido a nadie.

—¿A sacarnos? ¿Como si fuéramos un libro de la biblioteca?

—No, como un libro de la biblioteca, no. Me refiero a que vendría un día a recogeros, a pasar el día contigo y con Ruby.

—No puedes.

—¿Por qué no?

—Porque no lo permiten las normas. No puedes venir a por nosotras así por las buenas.

—Pero ¿qué tipo de lugar es ese en el que estáis? —preguntó.

—Un hogar de acogida para menores en situación de riesgo —se le oyó decir a Ruby. Miré a mi derecha y vi que estaba a mi lado, tan cerca que me pareció increíble no haber notado su cuerpo pegado al mío. Clavó la vista en Wade como si le tuviera miedo, como si le creyera capaz de atravesar la valla y llevársela al otro lado a través del alambre.

—Te dije que te quedaras allí. —Le di un empujoncito con la cadera para que volviese al banquillo, pero no se movió, y tampoco le quitó los ojos de encima.

—¿Menores en situación de riesgo? —preguntó Wade—. ¿Qué riesgo corréis vosotras? ¿No será uno de esos sitios en los que los menores se rayan y se lían a palos?

—No se llama así —dije—. Eso se lo ha oído a los chicos del cole. No es más que un hogar de acogida.

—Estupendo —respondió Wade. Se apartó de la valla de un empujón y se llevó las manos a la cadera—. Espero que sepáis que no vais a pasar mucho tiempo ahí metidas. Alguien vendrá a sacaros..., seguramente os adoptarán a las dos juntas porque sois hermanas. Seguro que las próximas en marcharse seréis vosotras.

—¿Y tú cómo lo sabes? —pregunté.

—Porque sí —dijo, con una voz que sonaba como si ya debiera saberme la respuesta. Miró al resto de los chavales que estaban en el campo de juego y después volvió a mirarme a mí—. Vosotras sois blancas.

Oí que alguien me llamaba, y al darme la vuelta vi que la señora Davis bajaba por la cuesta hacia nosotros, caminando más deprisa de lo que lo habría hecho de haber sido todo normal. Al ver que la miraba, subió los brazos y volvió a gritar mi nombre. La señora Hannah se había quedado en el patio, pero estaba más cerca del colegio que antes y me di cuenta de que nos estaba observando para ver qué pasaba una vez que la señora Davis llegase al campo.

—Probablemente llamen a la policía —dije.

—¿Ah, sí? —dijo Wade, sonriendo—. ¿Por hablar con vuestro padre?

—No saben quién eres —respondí. A continuación miré a Ruby—. Nosotras tampoco. —La cogí de la mano y volvimos al banquillo. No miré atrás, pero por la manera de andar de Ruby noté que había girado la cabeza para mirar a Wade—. Venga —dije, tirándole de la mano para que caminase más deprisa.

La señora Davis había llegado al pie de la cuesta para cuando volvimos al banquillo y nos sentamos. Pasó a nuestro lado de la valla y se puso en cuclillas delante de nosotras. Tenía la piel color canela y el pelo corto y rizado, y llevaba gafas con cristales muy gruesos.

—¿Quién era ese hombre con el que estabais hablando? —preguntó.

Miré hacia la parte de la valla donde se había quedado Wade, pero ya no estaba.

—No lo conozco —dije. Puse la mano sobre la rodilla de Ruby—. No lo conocemos ninguna de las dos.

 

 

 

 

 

 

1 Están jugando al kickball, deporte muy similar al béisbol, pero sin bates ni guantes, en el que la pelota se chuta. (Todas las notas son de la traductora.)

Capítulo 2

—¿Estás segura de que era él? —preguntó Ruby.

—Pues claro que estoy segura —respondí. Lo menos me lo había preguntado diez veces desde que vimos a Wade por la tarde. Era la hora de acostarse, pero en nuestro dormitorio las luces seguían encendidas. Unos chavales cruzaron por el pasillo en dirección al cuarto de baño.

Ruby estaba tumbada en su cama, mirando al techo. Se había puesto las manos por detrás de la cabeza, y se notaba que por debajo de la colcha tenía los tobillos cruzados.

—No sé —dijo—. Es que yo no lo recuerdo así.

—Eso es porque tenías cuatro años la última vez que lo viste. Y en casa nunca tuvimos fotos suyas que te pudieran recordar cómo era.

Se dio media vuelta, apoyó la cabeza en la mano izquierda y se puso de cara a mí. Yo estaba sentada en la cama, apoyada contra la pared, esperando oír golpecitos en la ventana que había a mi lado, a pesar de que sabía que aún faltaban unas horas para que viniese.

—Tampoco tenemos ninguna foto de mamá —dijo.

—Ya lo sé, pero pienso conseguir algunas dentro de poco.

—¿De dónde? —preguntó.

—De sus padres —dije—. Voy a escribirles a Alaska en cuanto tú y yo tengamos casa. Y les voy a pedir que nos envíen toda la ropa y los juguetes viejos de mamá y todas las fotos que tengan de ella..., todos los trastos que se dejó allí.

—Igual deberíamos ir a vivir con ellos y ya está —dijo Ruby—. A lo mejor nos gustaría.

—No, Ruby, no nos gustaría.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque no los conocemos, y ellos no nos conocen a nosotras. ¿Por qué iban a querer que dos niñas a las que nunca han visto vayan a vivir con ellos? ¿Quién iba a querer algo así?

—No sé —contestó—. Pero a lo mejor tienen una habitación con todos los trastos viejos de mamá, y a lo mejor si los conociéramos los querríamos; a lo mejor ellos también nos querrían a nosotras. A lo mejor querríamos quedarnos.

No dije nada. Ya habíamos tenido esa conversación, y pensé que ojalá dejase de hacer ese tipo de preguntas, al menos esa noche.

Volvió a tumbarse. Estaba callada, pero todavía tenía los ojos abiertos, y me di cuenta de que estaba pensando en algo.

—Ojalá consigas pronto unas fotos de mamá —dijo—. Ni siquiera puedo acordarme de ella.

—No digas tonterías. Si solo han pasado tres meses.

—Pero es que no consigo imaginármela. Te lo juro.

Me quedé pensando unos instantes en lo que acababa de decir, y después pensé que Ruby solo tenía seis años y que tres meses debían de parecerle un pedazo de vida considerable.

—Tú tranquila —dije—. Ha pasado bastante tiempo. Pero volverás a recordarla.

—Eso espero —dijo Ruby.

—Seguro que sí. Duérmete. —Alargué el brazo para dar al interruptor de la lámpara de la mesita que había entre nuestras camas, y luego apoyé la espalda contra la pared. Miré hacia la cama de Ruby a través de la oscuridad.

—¿Le estás esperando?

—Sí —dije.

—¿Crees que vendrá esta noche?

—Sí —respondí—. Duérmete.

 

 

No me gustaba nada que Ruby dijera que no se acordaba de mamá, pero a veces lo que no me gustaba nada era acordarme tan bien de ella. Cada vez que pensaba en el día que me la encontré, me parecía como si yo fuese otra persona, como si alguien con una vida completamente distinta de la mía me lo hubiera contado; pero la historia era tan auténtica que se me hacía difícil fingir que simplemente la había oído de boca de otro. Jamás podré olvidar que fui yo quien se la encontró, y eso a pesar del tiempo que me he pasado deseando que no hubiera sido así.

Mamá siempre decía que nos había puesto los nombres que nos había puesto porque eran los de sus cosas favoritas: la Pascua2 era su fiesta favorita y los rubíes eran sus joyas favoritas. Ruby y yo siempre le preguntábamos qué más cosas favoritas tenía, y hacíamos como si fueran esos nuestros verdaderos nombres. Una vez nos dijo que su perro favorito era el boston terrier y su color favorito el morado. Y en cuanto a la música, como Journey era prácticamente lo único que escuchaba supuse que debía de ser su grupo favorito. Así que Ruby y yo nos pusimos esos nombres: yo era Boston Terrier, y ella Purple Journey. Boston Terrier: admito que suena ridículo la primera vez que lo oyes, pero si lo divides en un nombre de pila y un apellido a mí me suena bonito..., elegante y un tanto peligroso, como el nombre de una mujer de una peli de acción de la que el héroe no puede fiarse del todo pero de la que aun así se enamora. Ahora me parece una tontería que jugásemos a ser personajes imaginarios, pero el caso es que usábamos tanto aquellos nombres que casi se hicieron realidad, y a veces me salía llamarla Purple incluso cuando no estábamos jugando. Ya nos habíamos prometido la una a la otra que si al final teníamos que escaparnos del hogar para evitar que nos separasen, nos llamaríamos así. Seríamos Boston Terrier y Purple Journey para el resto de nuestras vidas. Nadie se enteraría nunca de que en Gastonia habíamos sido otras personas.

Me resulta más fácil imaginarme a Boston Terrier y a Purple Journey bajando del autobús escolar y pasando por delante del parque Lineberger de camino a una casa demasiado silenciosa. Me resulta más fácil imaginarme a una niña con un nombre tan bonito encontrándose a mamá y a aquel hombre tirados en la cama en el dormitorio de mamá, los dos inconscientes. No sé cuál era el verdadero nombre del tipo, pero se hacía llamar Calico. Cuando me los encontré, estaba casi al pie de la cama, con los pies arrastrando por el suelo; llevaba una camiseta negra y pantalones cortos de camuflaje. Mamá tenía la cabeza sobre una almohada y parecía como si aún no se hubiera despertado; no llevaba más que unas bragas azules y una enorme camiseta blanca con un dibujo de Piolín.

Había entrado sola en el dormitorio de mamá; oí a Ruby en la cocina, abriendo y cerrando la nevera y hurgando en los armarios en busca de algo de comer. Cerré la puerta de mamá, y después me acerqué a la cama y me quedé mirando su pecho, rezando para ver que subía y bajaba con su respiración. Pero no estaba segura de verlo. Calico respiraba como si estuviera dormido; acerqué un pie y le toqué la pierna con el zapato.

—Calico —susurré. No se movió, y volví a tocarlo—. Calico —dije un poquito más alto.

Parpadeó. Alargué la mano y le di con el dedo en la rodilla. Cuando al fin se le abrieron los ojos, siguió allí tumbado mirando al techo. Lo observé un momento, y volví a susurrar su nombre.

Levantó la cabeza de golpe y me miró desde el otro extremo de la cama. El pelo, largo y alborotado, se le había quedado de punta. Pestañeó muy despacio como si no pudiese verme del todo, y después se apoyó en los codos y miró a su alrededor. Al ver a mamá, se quedó mirándola como si no se acordase bien de quién era ni de cómo había acabado allí tumbada a su lado. Me miró otra vez, y creo que por fin se dio cuenta de quiénes éramos mamá y yo.

—Eh —dijo, saltando de la cama a toda velocidad—. No te hemos oído entrar. —Intentó sonreírme y volvió a mirar a mamá, que seguía tumbada con los ojos cerrados.

Calico me pasó rozando y bordeó la cama hasta que se inclinó para mirar a mamá de cerca.

—Corinne —susurró. Alargó el brazo y le puso la mano en el hombro—. Corinne —dijo de nuevo—. Despierta, mujer. —Me miró y me sonrió a medias—. Está bien. Solo está dormida.

Había todo tipo de pastillas en la mesita de noche de mamá, y Calico las revolvió con el dedo como si estuviese buscando una en particular. Después las cogió todas, las echó en un frasquito blanco de medicina y enroscó la tapa. En la mesita también había un par de latas de cerveza. La primera que cogió debía de estar vacía, porque volvió a dejarla donde estaba. Pero cogió la otra y la vació de un trago.

La cama chirrió cuando apoyó en ella las rodillas y volvió a inclinarse sobre mamá para ponerle los dedos en el cuello. Cerró los ojos como si estuviera concentrándose, y después se irguió, se acercó al pie de la cama y volvió a pasarme rozando antes de abrir la puerta del dormitorio. Su mano se quedó sobre el pomo como si no quisiera soltarlo.

—Escucha —dijo Calico—, voy a ver si encuentro a alguien que le pueda echar un vistazo a tu madre. Tú espera aquí, que vuelvo enseguida. ¿Vale? Espera aquí.

Abrió la puerta y vi que se iba hacia la entrada. Abrió la puerta de la calle, salió y cerró, y oí sus zapatos pisando los escalones. Por algún motivo, no sé por qué, me imaginé que salía corriendo nada más llegar al pie de la escalera, y sabía que no precisamente en busca de ayuda.

Me senté al lado de mamá, al borde del colchón. Le puse los dedos en el mismo punto de la garganta que le había tocado Calico, y cerré los ojos igual que había hecho él. Al cabo de unos segundos empecé a notarle el pulso a duras penas; sabía que eso significaba que seguía viva, que no iba a pasarle nada, y que daba lo mismo que Calico cumpliese o no su palabra. Las tablas del suelo chirriaron y, al alzar la vista, vi a Ruby en el umbral. Se había quitado los zapatos de una patada en la salita, y estaba allí plantada con los calcetines solamente. Tenía la mejilla manchada con un poco de crema de cacahuete.

—¿Qué le pasa a mamá? —preguntó.

—Está mala —dije, tirando de las sábanas para que no pudiese verla bien—. Pero se pondrá bien.

—Que está mala, ¿cómo?

—No sé. Está mala, nada más. —Los párpados de mamá temblaban ligeramente, y me pregunté si estaría soñando—. Tenemos que dejarla descansar —dije frunciendo el ceño, y Ruby cogió la indirecta y volvió a la salita. Me agaché y le susurré a mamá al oído por si acaso estaba Ruby en el pasillo intentando oír algo—. Te vas a poner bien, mamá. Ahora descansa y duerme un poco. Ya nos apañamos nosotras con la cena.

Pensé en acercarme a Fayles, la tienda de la esquina, a llamar a una ambulancia, pero después de ver las pastillas sabía lo que significaba que estuviera durmiendo de esa manera. Cualquiera que viniese y la encontrase en aquel estado la metería en el hospital y probablemente también la detendría. Sabía sin lugar a dudas que a Ruby y a mí se nos llevarían. Pensé que si mamá respiraba y le latía el corazón, bastaba con dejarla en paz y que durmiera. Me la había encontrado así otras veces, y siempre se había despertado un par de horas más tarde y había aparecido en la salita como un zombi de una película de terror. Ruby y yo habíamos estado viendo la tele o haciendo los deberes, incluso puede que las dos cosas a la vez.

—¿Cuándo habéis llegado? —preguntaba en esas ocasiones. Fuera ya casi había anochecido, y a veces hacía horas que era de noche.

—Llevamos un buen rato en casa —decía yo.

—Vale —respondía mamá—. ¿Queréis comer algo?

Me dije a mí misma que esta vez no era diferente de las demás, y la arropé bien a pesar de que hacía calor en su cuarto. Cerré la puerta haciendo el menor ruido posible, fui a la salita y me encontré a Ruby sentada en el suelo delante del televisor.

Aquella noche eché una lata de SpaghettiOs en una cazuela y la puse al fuego. Ruby y yo comimos delante de la tele mientras veíamos Entertainment Tonight. La sonrisa falsa de Mary Hart me ponía de los nervios, pero me encantaba su peinado: lo enorme que era y que no se le moviera ni un pelo cuando giraba la cabeza. Quería tener el mismo pelo. También me gustaba su nombre. Me recordaba a Boston Terrier, uno de esos nombres que jamás dirías que existía hasta que conocías a alguien que respondía a él.

Mientras Ruby se cepillaba los dientes y se preparaba para irse a la cama, volví al dormitorio a echarle un vistazo a mamá. La oscuridad era total y hacía un calor sofocante, pero pude ver gracias a la luz que venía del pasillo. Me acerqué al lado de la cama donde la había visto tumbada esa misma tarde. Allí seguía, y me senté a su lado. Entre que la puerta había estado cerrada y que estaba tan tapada con la sábana, me preocupaba que tuviera demasiado calor, pero cuando la toqué no estaba sudando y no la noté caliente. Respiraba suavemente, así que supe que estaba bien, y también que por la mañana nos despertaría para ir al cole como si no hubiese pasado nada. Me incliné y le susurré al oído:

—Buenas noches, mamá. Ruby y yo hemos cenado algo y ya hemos hecho los deberes, y la estoy ayudando a prepararse para irse a la cama.

No dijo nada ni dio muestras de que me había oído, pero tampoco esperaba que lo hiciera. Me levanté y me dirigí hacia el pasillo, y entonces oí que susurraba mi nombre. Había levantado el brazo izquierdo y lo tenía tendido hacia mí como si quisiera que le cogiera la mano. Volví a acercarme a la cama y se la cogí, y me quedé allí callada con su mano en la mía esperando a ver si decía algo más, pero no lo hizo.

—Venga, mamá —dije a la vez que le colocaba la mano en la cama, pegadita a ella—. Duerme un poco.

También yo me fui a la cama, pero me pasé toda la noche despertándome y preguntándome si la estaba oyendo dar vueltas por la casa: el sonido de sus pies arrastrándose, puertas que se abrían y se cerraban, el grifo abierto en el fregadero.

Me desperté por la mañana justo cuando empezaba a clarear. La casa estaba en silencio, lo normal a esas horas de la mañana, pero algo me decía que era un silencio raro. Así que no me sorprendió demasiado encontrármela como me la encontré cuando abrí la puerta del dormitorio.

Estaba cruzada sobre la cama como si en algún momento de la noche se hubiera levantado, se hubiese vuelto a caer todo la larga que era sobre la cama y se hubiese quedado así. Supe que estaba muerta nada más abrir la puerta. Estaba de lado, con las rodillas muy pegadas al cuerpo y las manos debajo de la barbilla. El pelo moreno le tapaba la cara y no pude saber si tenía los ojos abiertos o no, pero no se lo retiré para comprobarlo porque tenía claro que no quería verlo. Ni siquiera la toqué, cosa que si lo pienso ahora se me hace raro porque daría lo que fuera por acurrucarme a su lado en la cama, poder oler su pelo en la funda de la almohada, sentir que me rasca la espalda a través del camisón. En cambio, me quedé mirándola y decidí que no iba a llorar, al menos en ese momento. Sabía que era más importante decidir qué íbamos a hacer Ruby y yo a continuación.

También Ruby debió de notar algo en la casa, porque cuando volví a nuestro cuarto me la encontré sentada en la cama como si me hubiese estado esperando.

—¿Cómo está mamá? —preguntó. La miré y no dije nada, intentando dar con el modo de explicarle lo sucedido—. ¿Está mejor?

—No, Ruby —dije—, no está mejor.

Me senté en su cama y se lo conté. Le conté que mamá había estado cansada a todas horas y que por eso siempre estaba durmiendo. También le conté que el cuerpo de mamá no había podido soportar el cansancio y que al final había dicho basta. Ruby me miraba sin decir nada mientras yo buscaba el modo de contarle lo que fuera que le estaba contando. Ni yo misma lo recuerdo bien, pero sí recuerdo haber dicho que no era el momento de estar tristes. Recuerdo que le dije que habría muchísimo tiempo para eso más adelante, que en estos momentos teníamos que ser fuertes y decidir qué íbamos a hacer para asegurarnos de que seguiríamos juntas ahora que no teníamos una mamá ni un papá como la mayoría de los niños de nuestra edad.

Le pregunté si quería entrar en el dormitorio de mamá para verla una vez más y me di cuenta de que le daba muchas vueltas, pero al final decidió que no quería, y no se lo reproché. Yo tampoco volví a entrar en aquel cuarto.

—¿Tienes hambre? —pregunté. Dijo que no con la cabeza—. De todos modos, igual deberíamos comer algo. —Me volví para irme a la cocina.

—¿Adónde vas? —preguntó Ruby.

—A la cocina. Tenemos que comer algo.

—Yo no tengo hambre.

—Vale, no hace falta que comas nada si no quieres. —Empecé a avanzar por el pasillo.

—Espera —dijo Ruby.

Me paré y se me arrimó por detrás; después fuimos a la cocina y abrimos los armaritos en busca de algo para comer, pero no había nada que desayunar. Casi no había comida. Eché una mirada alrededor y comprendí que no teníamos nada, y vi la pinta que tenía la casa y supe lo que pensaría la gente de nosotras cuando vinieran unas horas más tarde a por mamá y a llevarnos adonde fuera que fuesen a llevarnos. Verían que no teníamos muebles aparte de una tumbona de plástico y dos sillas de tijera de esas de playa. Y verían que Ruby y yo no teníamos camas sino que dormíamos en el suelo sobre unos colchones cubiertos por sábanas desparejadas. Sabrían que les había llamado desde la tienda de la esquina porque no teníamos teléfono, y verían que incluso si hubiésemos tenido comida, no disponíamos de platos limpios en los que comer. Me quedé en medio de la cocina mirándolo todo con un nudo en la garganta y el estómago vacío, y juro que oía moscas zumbando poco más o menos que en todos los cristales de las ventanas. Lo único que quería era olvidarme de todo.

—¿Crees que necesitamos monedas de veinticinco para llamar al 911? —pregunté.

—No sé —dijo Ruby—. No he llamado nunca.

 

 

Estuvimos una eternidad buscando las dos monedas. Por fin di con una al fondo de la cartera del cole, y Ruby encontró otra detrás de la cómoda de nuestro cuarto. El sol ya había salido del todo para cuando terminamos de vestirnos y echamos a andar en dirección al bulevar Garrison. Aunque más tarde haría calor, hacía una mañana agradable, y a la derecha, al pie de la cuesta, subía neblina desde el riachuelo que cruzaba el parque Lineberger. Había gente durmiendo en unas mesas de pícnic, debajo de las marquesinas. Habían pasado allí toda la noche porque no tenían otro lugar al que ir.

No había coches en el aparcamiento de Fayles. Cogí a Ruby de la mano y lo cruzamos en dirección a la esquina en la que había una cabina, justo al lado de la acera. En la mano llevaba preparadas las monedas, pero al acercarnos vi que alguien había arrancado el teléfono del cable y se lo había llevado. También habían sacado de un tirón la guía de teléfonos. Me quedé mirando el cable al que debería haber estado unido el teléfono y, sin soltar a Ruby de la mano, me pregunté qué haría Boston Terrier.

Entonces me acordé de que en la sala de billar de Fayles veíamos un teléfono público siempre que pasábamos por delante con mamá de camino a la biblioteca. Volví a cruzar el aparcamiento con Ruby de la mano, pero cuando la solté y quise abrir la puerta vi que estaba cerrada. El letrero decía que no abrían hasta las 7:30 de la mañana. A través del cristal vi a un hombre enredando con una máquina de café, y cuando me oyó tirar de la puerta se dio la vuelta y nos miró por encima del hombro. Se señaló el reloj. «Todavía no estamos abiertos», dijo. Tuve que leerle los labios porque no lo oía a través del cristal. Ruby yo nos sentamos en el bordillo de enfrente de la tienda y nos pusimos a esperar.

—¿Qué le vas a decir al 911? —preguntó Ruby.

—No sé —dije—. Supongo que esperaré a ver qué me preguntan.

A los pocos minutos oímos que se abría el cerrojo de la puerta, nos levantamos y entramos en la tienda. Un café apestoso caía gota a gota en una cafetera, y el hombre ya había puesto en marcha la máquina de los perritos calientes. No está bien desayunar perritos calientes, pero al verlos tan bien colocados y asándose en los rodillos recordé que aún no habíamos comido nada.

Cogí a Ruby de la mano, cruzamos la tienda pasando por delante del mostrador y entramos en la sala de billar. El hombre que había abierto la puerta estaba detrás de la caja registradora, y al vernos pasar cruzó los brazos y se nos quedó mirando. Me imaginé que estaría preguntándose qué hacían solas dos niñas en la tienda a esas horas de la mañana.

Al pisar la moqueta de la sala de billar subió un olor a cigarrillo. Había un ventanal que daba al aparcamiento, y en la esquina con Garrison vi la cabina que no tenía teléfono. La calle empezaba a llenarse de tráfico. En un rincón de la sala, colgado de la pared, estaba el teléfono público. Debajo había un taburete. A un lado, una gramola. Arrimé el taburete a la pared y descolgué. Ruby se apoyó contra la gramola y se me quedó mirando. Encima del teléfono había una botella de plástico de Coca-Cola, y en su interior flotaba un cigarrillo viejo y marrón.

Marqué el 911 y esperé. Sonó una vez y la operadora lo cogió.

—911 —dijo—. Dígame la emergencia.

Esperé un segundo antes de decir nada porque quería asegurarme de que utilizaba las palabras adecuadas.

—Creo que puede que mi madre esté muerta —dije al fin.

—Vale —respondió la operadora—. ¿Por qué?

—Porque no se despierta. Y ayer se pasó el día entero enferma en la cama y durmiendo. Sigue ahí, y ahora no se mueve. Creo que no respira.

—Vale —repitió la operadora—. Y ¿dónde está tu madre en este momento?

Le di la dirección de casa, y después me preguntó el nombre de mamá.

—Se llama Corinne Quillby y tiene veintinueve años.

—De acuerdo —dijo la operadora—. Y tú, ¿cómo te llamas?

—¿Que cómo me llamo? —Miré a Ruby, que seguía apoyada en la gramola sin quitarme la vista de encima. Le sonreí—. Me llamo Boston Terrier.

Ruby me devolvió la sonrisa.

—Y yo soy Purple Journey —susurró.

 

 

 

 

 

 

2 Easter en inglés.

Capítulo 3

Debí de quedarme dormida sentada en la cama, porque lo siguiente que oí fueron sus golpecitos al otro lado de la ventana. Ruby no se movió, y me figuré que o estaba dormida o fingía estarlo. Me deslicé hacia el pie de la cama, alargué el brazo y abrí el pestillo de la ventana. Era una nueva con marco de plástico, así que se descorrió fácilmente, sin ruido. Los marcos de la casa en la que habíamos vivido con mamá eran viejos y de madera. A veces no podíamos abrirlos por mucho que nos empeñásemos. Me deslicé de nuevo hacia mi almohada y esperé a que entrase.

El alféizar estaba pintado de blanco, y a pesar de que la habitación estaba a oscuras pude ver los dedos de Marcus cerrándose sobre el canto para auparse. También oí el ruido de sus zapatos raspando el muro mientras trepaba a nuestra habitación, primero una pierna y luego la otra.

—No hagas ruido —susurré.

—Eso intento —susurró a su vez.

Cuando hubo entrado del todo se fue directamente a nuestro armario, se metió y cerró la puerta. Me tumbé, me tapé con la sábana y fingí que estaba dormida. Siempre hacíamos lo mismo por si acaso la señorita Crawford o cualquiera de los demás trabajadores lo oían entrar por la ventana y abrían la puerta del dormitorio para comprobar si Ruby y yo estábamos bien. Siempre me imaginaba que oía pasos acercándose, que se abría la puerta del dormitorio y que una franja de luz entraba desde el pasillo y se proyectaba sobre mi cama.

—¿Easter? —susurraría entonces uno de ellos.

Yo me movería en mi sueño fingido como si acabasen de despertarme, y esperaría un segundo antes de decir nada.

—¿Qué? —preguntaría.

—¿Estáis bien?