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Akal / Básica de bolsillo / 75

Theodor W. Adorno

Alban Berg

El maestro de la transición mínima

Edición: Rolf Tiedemann, con la colaboración de Gretel Adorno, Susan Buch-Morss y Klaus Schultz

Traducción: Joaquín Chamorro Mielke

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Para Gretel

«Los caballos son los supervivientes de los héroes.»

I. Tono

Nos resulta familiar desde la infancia el último movimiento de la Sinfonía de los adioses de Haydn, esa parte en fa fa.gif menor en la que los instrumentistas dejan de tocar uno detrás de otro y se retiran hasta que finalmente sólo quedan dos violinistas que apagan la luz. La verdadera intención de la obra, más allá del fútil pretexto y de esa esfera en la que una confianza odiosa cree percibir el humor de papá Haydn, es la de componer la despedida, la de describir la desaparición de la música y realizar así una posibilidad yacente en la fugacidad del propio material sonoro que siempre ha estado esperando a que alguien penetrara en su misterio. Si echamos una mirada retrospectiva a la obra de Alban Berg, que si aún viviera tendría más de ochenta años, parece como si toda su obra quisiera recuperar esa intención que destelló en Haydn de transformar la propia música en la imagen de la desaparición y decir con ella adiós a la vida. Complicidad con la muerte, amable urbanidad con el propio extinguirse, son características de su obra. Sólo el que concibe la música de Alban Berg desde ellas, y no desde el punto de vista de la historia de los estilos, podrá comprenderla verdaderamente. Una de sus composiciones más maduras y perfectas, la Suite lírica para cuarteto de cuerda, concluye sin haber concluido, de forma abierta, sin barra de compás final, con un motivo de terceras a cargo de la viola que, según indica el compositor, puede repetirse varias veces a voluntad hasta que se vuelva completamente inaudible. Este transcurrir mortalmente triste de la música, a la que no se concede ningún punto de afirmación, suena como si aquello que en Haydn todavía parecía un juego seguro se hubiera convertido en la seriedad de una infinitud desconsoladoramente abierta. Pero, con todo, también queda una traza de aquella esperanza que, en su culminación bachiana, la música albergó en aquellos corales que acompañan al mortal hasta una puerta tras la cual están las tinieblas, unas tinieblas tan espesas que parece como si la luz finita tuviera que encenderse en ellas. Sería una necedad ver en la cita del coral Es ist genug de la cantata O Ewigkeit, du Donnerwort, que encontramos en el Concierto para violín, una mera intención poética o incluso una concesión al esquema conciliador. Si Berg se hubiera contentado con eso, su tarea hubiera sido mucho más fácil; no habría necesitado montar un cuerpo extraño en su Finale ni dejarlo allí de ese modo tan llamativo, que resulta más chocante que la mayoría de las disonancias. En esa cita, cuyo descuido estilístico sin duda no pudo haber escapado a la conciencia diferenciada de Berg, más bien parece como si el músico se hubiera cansado de toda forma acabada y de toda inmanencia estética, en las que había gastado su vida; como si, impaciente, hubiera querido llamar directamente por su nombre, en el último minuto, y a modo de protesta contra el arte mismo, aquello innombrado alrededor de lo cual se organizaba su arte. Aquello que desaparece, aquello que contradice la propia existencia, no es en Berg materia de expresión, no es objeto alegórico de la música, sino la ley a la que ésta se somete. A los compositores sinfónicos como Berg, a los constructores de grandes formas, suele alabárseles su habilidad para levantar sus edificios con las más pequeñas piedras, para crearlos casi de la nada. Desde luego, el carácter cerrado y la obligación de la gran forma se fundan en esa proporción que exige que en ella nada singular afirme su propio ser frente al resto, que no se independice demasiado de la totalidad. Es indudable que, en Berg, la atomización del material y la integración que él lleva a efecto están interrelacionadas. Pero esa atomización tiene en él una explicación oculta. Esos motivos mínimos que en vida de Berg los críticos mezquinos veían como «infusorios», en realidad no ambicionan en absoluto imponerse y juntarse para formar un todo grandioso y poderoso. Si nos abismamos en la música de Berg a veces parece como si su voz nos hablara con un sonido en el que se mezclan ternura, nihilismo y confianza en lo perecedero: en realidad todo es nada. Especialmente cuando se la contempla con ojo analítico, esta música se deshace como si no contuviera ningún elemento firme. Desaparece hasta en su estado aparentemente fijado y objetivado. Si a Berg se le hubiera hecho ver este aspecto de su música, se habría alegrado, a su manera pudorosa, como alguien a quien se hubiera sorprendido haciendo lo que más valora. La riqueza ramificada y orgánicamente prolífica de muchas de sus composiciones, así como la fuerza disciplinadora que liga lo difuso, lo diluyente –una fuerza que nos recuerda esos dibujos infantiles trabajosamente trazados sobre la pizarra–; todo esto se muestra, visto desde el centro, como un simple medio para dar mayor relieve a la idea de que todo es nada mediante el contraste con una poderosa presencia musical que brota de la nada y vuelve a hundirse en la nada. Aunque esta obra lleva hasta una grandeza desmesurada el procedimiento de la Sinfonía de los adioses, no por ello deja de seguir fielmente una tradición austríaca: la del tono de resignación descubierto por Schubert, pero también la del tono de ese cruce popular, a la vez necio y sabio, de escepticismo y catolicismo perceptible en el dialecto de Raimund en Der Bauer als Millionär, o en el del personaje de Valentín en Der Verschwender[1]. La música de Berg habla en dialecto a pesar de lo diferenciado de su técnica de composición. La indicación «vienés» escrita sobre un tema del Concierto para violín, que está lejos de ser un añadido folclórico externo, lo dice todo. Pero es precisamente a partir de este tema vienés, indolentemente generoso, como se va perfilando el tema mortal que se infiltra en el Ländler[2].

En el material musical, la nada tiene su equivalente en el pasaje cromático que trasciende la pura tonalidad sin perfilarse melódicamente frente a ella; que se queda más acá de la plástica de los intervalos y por eso está siempre presto a diluirse en lo amorfo. Berg es quizá el único de los maestros de la nueva música que era cromático de pies a cabeza; la gran mayoría de sus temas se reduce a pasajes cromáticos, que son como su núcleo, y por eso los temas no son nada apropiados al carácter de afirmación de la música sinfónica tradicional. Naturalmente, la música de Berg, con su extraordinario instinto para la estructuración y la articulación, no se agota en la monotonía de los cromatismos, como acaso la de Reger. Por el contrario, el nivel de las composiciones de Berg –tan alto que aún hoy apenas se percibe– se acredita precisamente en la estructuración sintáctica plenamente consciente, que puede observarse lo mismo en un movimiento entero que en el valor de cada nota, y que nada deja fuera. Esta música es hermosa en el sentido de la palabra latina formosa: rica en formas. Su riqueza de formas le presta elocuencia, le otorga su integral semejanza con el lenjuage. Pero Berg dispone de una técnica especial para reconducir a la nada las formas temáticas acuñadas recurriendo a su propia evolución. Wagner, que fue el primero en componer de modo esencialmente cromático, definió la composición como el arte de la transición. Ya en él, estos cromatismos, que eran un medio para un deslizamiento imperceptible, servían, al menos en el Tristán, para que toda la música se convirtiera en transición, en paso, en un autotrascenderse ininterrumpido. De ahí surgió en Berg un estilo mantenido de una manera casi idiosincrásica. Berg fundió el arte del trabajo temático, de la estricta economía de motivos, que adquirió en la escuela de Schönberg, con el principio de la transición continua. Su música cultiva una técnica predilecta que probablemente procede de su época de aprendizaje. De cada tema retiene un resto que se hace cada vez menor, y finalmente infinitesimal, con lo que no sólo el tema se reduce a una nada, sino que a la vez las relaciones formales entre las sucesivas partes quedan entretejidas en infinita estrechez. A pesar de su exuberante riqueza y variedad, la música de Berg no puede soportar el nudo contraste, el choque frontal de las oposiciones –como si la afirmación musical de la oposición atribuyera ya a cada elemento singular un ser incompatible con la modestia metafísica, con la frágil condición de todas las figuras musicales de Berg–. Se puede ilustrar esta manera de Berg –manera en el sentido del manierismo– comparándola con ese juego infantil consistente en quitar y luego restituir las letras de la palabra «capuchino»: capuchino-apuchino-puchino-uchino-chino-hino-ino-no-o; o-no-ino-hino-chino-uchino-puchino-apuchino-capuchino. Así compuso Berg, y así suena toda su música en una cripta capuchina de broma, y su evolución consistió esencialmente en una espiritualización de aquella manera. Incluso en sus obras tardías, en las que, no sin la influencia de la técnica dodecafónica, se aspira en ocasiones a crear enérgicos contornos temáticos, y en las que la tendencia caracterizadora del dramaturgo deja su impronta en lo absolutamente musical, los temas conservan un cierto carácter flotante, desligado, que por medio de variaciones mínimas y de alteraciones rítmicas juega con el intervalo de segunda. La gracia melancólica del tema de Ländler de los dos clarinetes, con el que se inicia el allegretto del Concierto para violín, parece decir que dicho tema en realidad no es un tema, pues no pretende perdurar, no desea poseerse a sí mismo.

Todo esto, es decir, la técnica empleada no menos que el tono resultante, define la afinidad de Berg con Wagner. A diferencia de los demás músicos de su generación, Berg no tuvo parte alguna en la oposición montada contra Wagner, ni en lo tocante a las ideas estéticas ni en lo tocante a la técnica. Esto provocó reacciones contrarias. Pero a él puede aplicársele con toda propiedad aquel pensamiento de Schönberg, según el cual la idea de una música cuenta más que su estilo. Desde entonces se ha hecho más que evidente la impotencia de las meras opiniones en el arte. La cuestión de la calidad se ha vuelto mucho más perentoria que la de los medios, que tan a menudo se usan de modo formulista y que ya no demuestran ni fuerza ni audacia. Una música organizada, repleta hasta la última semicorchea, significa más y demuestra ser mucho más moderna que otra que no vacila porque ya ni siquiera siente las tensiones de su propio material. Berg no despreció los efectos de nota sensible ni los acordes dispersos, pero sí una pureza de estilo que, para ser consecuente, tenía que pagar con el empobrecimiento del lenguaje y con el ruido. Su proceder absorbe muchos otros elementos además de la herencia wagneriana, especialmente los logros de la primera escuela de Viena, Debussy y gran parte del expresionismo alemán. Pero en Berg se observa ante todo que la propia parte wagneriana cambia de función a través de una especialización exagerada y sobremanera desapacible. Berg no ha ilustrado ninguna metafísica de la muerte; Schopenhauer no representó ningún papel en el orden espiritual de su época madura. Más bien sucede que la tendencia a la desaparición alcanza a la propia música, que deja de anunciar un mundo de ideas existente en y por sí mismo. En este aspecto, y a pesar de sus procedimientos tan diferentes, Berg estaba próximo a la tendencia de su amigo Webern, cuyas miniaturas están tan predispuestas al enmudecimiento como las grandes formas de Berg a su propia negación.

Es precisamente el «tono» de la música de Berg lo que más claramente nos permite apreciar las diferencias con Wagner, suponiendo que todavía tengamos oídos para tales categorías. Por cierto que «tono» era el concepto predilecto de Berg, al que siempre subordinaba sus juicios musicales. Este tono ignora lo que caracteriza de entrada al tono wagneriano: la autoglorificación. Podrán apreciarse en Berg elementos del Tristán, pero ninguno hay de los Maestros cantores. Igual que su música nunca impone temas, tampoco se impone nunca ella misma. Toda insistencia le es ajena. En Berg, la energía y la actividad han entrado en el proceso de formación; el resultado es algo que discurre pasivamente y sin inhibiciones. Nunca se deleita en la autocontemplación, sino que tiene un gesto de largesse, característico también de la persona de Berg, que el éxtasis wagneriano, que celebra el momento de la autodisolución como momento de la autoconsumación, apenas logró tener alguna vez. Para Wagner, la pérdida de la conciencia era siempre el supremo deleite, mientras que la música de Berg se entrega a sí misma y al sujeto que en ella habla precisamente por mor de su vanidad, tal vez con la callada esperanza de que lo único que no se perderá sea aquello que no se conserva. Quien quiera relacionar a Berg con alguien del pasado, habrá de compararlo antes con Schumann que con Wagner. La manera en que la Fantasía en do mayor se derrama cerca del final sin por ello transfigurarse a sí misma como si hubiese sido redimida, esto es, sin pensar sólo en sí misma, anticipa lo más íntimo del tono de Berg. Sin embargo, en virtud de tal afinidad entra en la máxima contradicción con aquello que en la tradición musical se considera sano: con el deseo de vivir, con lo afirmativo, con la repetida glorificación de lo existente. Tal concepto de salud, tan arraigado en los criterios musicales actuales y en la mentalidad vulgar, está ligado al conformismo; la salud está de parte de lo que demuestra mayor fuerza en la existencia, de parte de los vencedores. Berg repudió tal complicidad, como antes de él el último Schubert, Schumann y tal vez Mahler, cuya música se puso de parte de los desertores. Tal vez sea cierto que la música de Berg, pacientemente pulida con mano amorosa, no resulte exteriormente tan áspera al oyente como la de Schönberg, pero su simpatía por lo débil y sometido es radical y chocante: es la figura de la humanidad de Berg. Ninguna música de nuestra época ha sido tan humana como la suya; y eso es lo que la aleja de los hombres.

La identificación con todo lo que vive sometido, con lo que tiene que soportar la carga de la sociedad, determinó la elección de los textos de las dos obras principales de Berg, sus dos grandes óperas. Con el mismo espíritu con que Karl Kraus citaba la antigua palabra «humanidad» contra la inhumanidad reinante, de la que el lenguaje era víctima, Berg recurrió al drama de Büchner sobre el atormentado soldado paranoico Wozzeck, que se venga de la injusticia que con él cometen volviéndose contra la naturaleza indómita y asesinando a su amante, y a la tragedia circense de Wedekind sobre Lulú, una hija de nadie de irresistible belleza contra cuyo impotente poder absoluto se conjura en venganza la sociedad masculina. Con razón se admira el efecto escénico logrado en el Wozzeck gracias a una construcción extremadamente rigurosa que no deja escapar ni un segundo del desarrollo dramático. Pero este efecto sería impensable si la capacidad constructiva dramático-musical no estuviese unida a la expresión de lo humano como expresión del sufrimiento, que la construcción de ordinario elimina muy fácilmente. Hoy, cuando el derecho a la existencia de la música depende de si consigue concretarse en nuevos caracteres, este elemento del Wozzeck adquiere máxima actualidad. En la habitación de María penetra el son de una marcha con un trío casi mahleriano; pero esta marcha estridente se viene abajo, se sumerge en la mezcla de colores de una interioridad tan extraña como la de los sueños, como si se viera a través de los sucios cristales de la miserable habitación. Y así, la ruda y retumbante música de escena se convierte en un arquetipo del poder que la música militar tiene sobre aquellos a los que arrastra a la acción colectiva. O también, en la parte sinfónica principal del segundo acto, suena un largo scherzo, una música de taberna con Ländler y valses, pero de una tristeza sorda y abismática. La ilimitada capacidad de compasión del Wozzeck seguramente no tiene precedente en la ópera: es como si el puesto que en las óperas de Wagner usurpaba la glorificación por medio de música de los personajes dramáticos lo ocupase ahora la compasión por los mismos. No hay modo mejor de apreciar la peculiaridad de Berg que comparar esa escena de la taberna con Strawinsky, a quien ésta hace recordar por la confusión y deformación de tipos anticuados de música popular. En Berg no hay nada de la frialdad de las bromas insultantes, nada malicioso; que la felicidad expresada en esos bailes sea falsa, que los que la sienten estén así engañados, es lo que crea esa mortal seriedad y esa complejidad que hacen de todo lo exterior reflejo de lo interior, sin por ello olvidar hasta qué punto el mundo interior misteriosamente tortuoso de estos seres ajenos unos a otros no es más que la marca que en ellos deja su embrujada existencia exterior. A continuación se oye un coro de soldados dormidos. Los ronquidos y gemidos componen una imagen que muestra que a los privados de libertad se les altera hasta el sueño; muda materialización de lo que la colectivización forzosa impone a los que viven encerrados en un cuartel. ¡Y cómo se torna música, tras levantarse silencioso el telón para el acto tercero, la vela vacilante, desesperada y consoladora, de María!, ¡cómo se torna música el sueño triste e inquieto de su hijo! Wozzeck no es una virtuosa aplicación de nuevos hallazgos a la gran ópera, durante mucho tiempo en tela de juicio, sino el primer modelo de una música que encierra un humanismo real.

En Lulú, el Yo, con el que se simpatiza en las diferentes escenas, y desde cuya perspectiva se escucha la música, es visible en toda la representación. Berg nos lo ha dado a entender con una de esas citas que tanto le gustaba deslizar furtivamente en sus textos, a la manera de los maestros del Medievo, cuando pintaban su autorretrato como figura secundaria en las representaciones religiosas. En verdad se trata de un pretendiente sensible y suprasensible: los temas de rondó de Alwa combinan la exaltación del joven schumanniano con la fascinación de Baudelaire por la belleza mortífera. Lo que se conoce como primer movimiento de la Sinfonía Lulú, el de la alabanza apasionada de la amada, brilla en un éxtasis al que no bastan las palabras; es como si la música quisiera convertirse en uno de esos vestidos de cuento con los que Wedekind soñaba para Lulú. Pues la música podría restituir su humanidad al impulso proscrito y maldito con un reluciente adorno multicolor para el cuerpo de la amada. Cada compás de esta música significa redención para la proscrita, para la figura del sexo, para un alma que se restriega sus ojos soñolientos en el otro mundo, como se dice en los compases más irresistibles de la ópera. Berg felicitó por su sesenta cumpleaños a Karl Kraus, el autor de Moralidad y criminalidad, citando estas palabras junto con su música. La música de Lulú le expresa su agradecimiento en nombre de la utopía que secretamente motiva la crítica de Kraus a la degradación del amor por los tabúes burgueses. La música de Berg toca ese punto neurálgico sobre el que la humanidad organizada no tolera ninguna broma, y justamente ese punto se convierte para él en refugio de lo humano.

En esta hímnica ópera circense, todo es más luminoso, flexible y ágil que en las obras anteriores: el claroscuro de la orquesta de Berg se ilumina en una sutil trasparencia que recuerda la del impresionismo con el fin de superar su magia mediante la objetividad y llevarlo al campo de lo espiritual. Para emplear palabras de Wagner, pocas veces la orquesta, el color, se han transformado en acción en el grado en que lo hacen en Lulú; la obra se pierde dichosa en el presente sensual que celebra; una vez más, la escena se reconcilia con el espíritu. La instrumentación de la obra quedó inacabada. La más afortunada de las creaciones sufrió con la muerte de Berg el mayor de los infortunios. El que sepa algo de teatro no se hará ilusiones: mientras Lulú siga siendo un fragmento sólo sabrá ganarse la atención de modo intermitente, pero no llegará a entrar en el repertorio operístico, el cual, sin embargo, no puede precindir de esta obra si es que la institución de la ópera aún quiere justificar su derecho a la existencia. Es urgente que se lleve a cabo la orquestación de las partes del tercer acto pendientes de la misma, también para evitar que el deseo de notoriedad y la laboriosidad de ciertos guardianes del Grial de última hora les empuje a emprender una tarea para la que nada los cualifica.

A una mente clasificadora, Berg podría parecerle –dentro de la época moderna y sobre todo de la escuela de Schönberg, a la que siempre permaneció fiel– como un moderado, precisamente por la agradable sonoridad de Lulú y la sencillez del Concierto para violín. Berg nunca se despidió del todo de los recursos tradicionales de la tonalidad; su última pieza, precisamente el Concierto para violín, concluye en si bemol.gif mayor con sixte ajoutée. Cierto que en Berg existen construcciones sumamente complejas y difíciles de descifrar. Pero, en conjunto, su arte de la transición, de la mediación en su doble sentido, atenúa el shock. Por eso el público se mostró al principio más favorable a su música que a la de Schönberg o Webern, cosa que le incomodaba. Los especialistas, en cambio, se complacieron desde el principio en relegarlo al siglo xix, dispensando así a la alegre generación contemporánea de la melancolía de Berg, una melancolía que luego se vería más que justificada por la propia realidad. Lejos de renegar del elemento extemporáneo respecto de su concepción musical, Berg lo destacó con la instrumentación y publicación de sus románticos Sieben frühe Lieder. Pero la tensión entre el idioma familiar y el extraño, aún desconocido, fue eminentemente fructífera: produjo el tono inconfundible de Berg, un tono tan discreto y cuidadoso como temerario. De los exponentes de la nueva música, él es el que menos ha reprimido la infancia estética, el libro de oro de la música. Berg ridiculizaba el objetivismo barato basado en tal represión. Debe su concreción y su grandeza humana a la tolerancia con el pasado, al que él permite entrar, aunque no literalmente, sino retornando en sueños y recuerdos involuntarios. Se alimentó hasta el final de la herencia recibida, y al hacerlo hubo de soportar una carga bajo la cual se encorvaba su elevada figura. Ésta ha dejado en la obra sus inconfundibles rasgos fisonómicos. La tendencia de Berg a anularse, a borrarse, es íntimamente indisociable de la tendencia a desligarse de la mera vida por medio de la iluminación, de la concienciación, y el retorno del pasado, la aceptación pacífica de lo inevitable, no contribuyeron menos a ello que la progresiva espiritualización. Su música asumió desesperada su separación de la música burguesa, en lugar de aparentar haber alcanzado un estado que estuviera más allá de lo burgués y que no existe, como tampoco ha existido hasta hoy una sociedad diferente. Alban Berg se ha sacrificado al pasado en aras del futuro. En ello radica la eternidad de su instante, la estabilidad de un movimiento infinitamente mediado que él continuamente evocaba.

[1]Das Mädchen aus der Feenwelt oder Der Bauer als Millionär, Romantisches Original-Zaubermärchen mit Gesang in drei Aufzügen, música de J. Drechsler (estreno en 1826) y Der Verschwender (esteno en 1834), tragicomedias en tres actos con canto de Ferdinand Raimund (1790-1836). [N. del T.]

[2] Aire tirolés. [N. del T.]