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Akal / Básica de bolsillo / 78

Th. W. Adorno

Escritos musicales I-III

Figuras sonoras

Quasi una fantasia

Escritos musicales III

Edición de Rolf Tiedemann

con la colaboración de

Gretel Adorno, Susan Buck-Morss

y Klaus Schultz

Traducción: Alfredo Brotons Muñoz y Antonio Gómez Schneekloth

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Diseño de portada

Sergio Ramírez

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Título original

Gesammelte Schriften in zwanzig Bänden. 16. Musikalische Schriften I-III

© Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1970

© Ediciones Akal, S. A., 2006

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4123-8

Figuras sonoras

Escritos musicales I

Ideas sobre la sociología de la música

Definir la sociología de la música según los usos y costumbres científicos aceptados significaría delimitar su territorio, dividirlo en campos, dar cuenta de los problemas, teorías, resultados más significativos de la investigación y en lo posible sistematizarlos. Se la trataría entonces como una sociología puente entre todas las demás. Se desmembraría por sectores que en todo caso podrían acomodarse unos junto a otros bajo un mismo techo, referirse a una frame of reference[1]. Pero el concepto global de sociedad, que no sólo comprende bajo sí cada uno de los llamados territorios parciales, sino que en cada cual aparece en su totalidad, no es ni un mero campo de hechos más o menos vinculados, ni una suprema clase lógica a la que se llegaría por generalización progresiva, siendo en sí mismo un proceso, algo que se produce a sí y sus momentos parciales, algo que conecta con la totalidad en sentido hegeliano. Sólo le hacen de algún modo justicia aquellos conocimientos que, en la reflexión crítica de ese proceso, tocan tanto la totalidad como los momentos parciales. Por eso parece más fructífero presentar modelos de conocimiento en sociología de la música que proyectar una vista panorámica del territorio y de sus métodos. Ésta no haría sino agotarse harto fácilmente en el faroleo de un impulso científico que del hecho de no arrojar ninguna luz llega a hacer la virtud de una objetividad incorruptible. Renúnciese a la separación entre método y cosa; no elabore el método la cosa como algo firme, invariante, sino oriéntese siempre también por ella y legitímese por aquello en que ella lo puede iluminar. No sean los campos individuales de investigación tratados como netamente coordinados o subordinados, sino afrontados en su relación dinámica. Incluso la plausible distinción entre las esferas de producción, reproducción y consumo es, por su parte, un producto social que la sociología debería menos aceptar que derivar.

Una sociología de la música con tal intención tiene una relación doble con su objeto: desde dentro y desde fuera. Lo que a la música es en sí inherente en cuanto a sentido social no es idéntico a la posición y la función que asume en la sociedad. Una cosa y otra no hace siquiera falta que armonicen, es más, hoy en día se contradicen esencialmente. La música grande, íntegra, antaño la consciencia recta, puede convertirse en ideología, en apariencia socialmente necesaria. En la industria musical incluso las composiciones más auténticas de Beethoven, ciertamente, según la expresión de Hegel, un despliegue de la verdad, se han rebajado a bienes culturales y han procurado a los consumidores, aparte de prestigio, emociones que ellas mismas no contienen; y, en cambio, su esencia propia no es indiferente. La situación actual de la música la definen contradicciones como la que se produce entre el contenido social de las obras y el contexto en que éstas producen su impacto. En cuanto zona del espíritu objetivo, se encuentra en la sociedad, funciona en ella, desempeña su papel no sólo en la vida de los hombres, sino, en cuanto mercancía, también en el proceso económico. Y, a la vez, es social en sí misma. La sociedad se ha sedimentado en su sentido y las categorías de éste, y la sociología de la música debe descifrarlo. Con ello se la remite a una auténtica comprensión de la música hasta en sus más mínimas células técnicas. Sólo llega más allá de la coordinación fatalmente exterior de productos espirituales y relaciones sociales cuando en la forma autónoma de los productos percibe, como su contenido estético, algo social. Lo que de conceptos sociológicos se impone a la música sin acreditarlos en contextos musicales de fundamentación resulta inconcluyente. El sentido social de los fenómenos musicales es inseparable de su verdad o falsedad, de su logro o malogro, de su contradictoriedad o coherencia. La teoría social de la música implica su crítica.

Por eso la sociología de la música trata de la música como ideología, pero no sólo como ideología. La música únicamente se convierte en tal en cuanto objetivamente falsa o en cuanto contradicción de su propia determinación con respecto a su función. Su naturaleza por principio aconceptual –ni proclama inmediatamente doctrinas ni puede juramentarse unívocamente a tesis alguna– se aproxima a la impresión de que no tiene nada que ver con la ideología. Basta contra ello señalar que la música, considerada por las instancias administrativas o los poderes políticos, según su uso lingüístico, como fuerza de cohesión social, en una sociedad reificada y alienada puede producir la ilusión de inmediatez. Así ocurrió bajo el fascismo, así es hoy manipulada sin excepción en los países totalitarios, y también en los no totalitarios, como «Movimiento Musical del Pueblo y de la Juventud»[2], con su culto de los «vínculos» sociales, de la colectividad como tal, de la inclusión en la actividad laboriosa. El mundo racionalizado y que sin embargo nunca deja de ser irracional ha menester para su encubrimiento el cultivo del inconsciente. Tanto más vigilantemente debe la sociología de la música guardarse de la equiparación de la legitimación social de la música con su función, con el impacto y la popularidad en lo existente. No debe dejarse empujar por su propia definición al bando de la música como una fuerza social. Su orientación crítica se hace tanto más necesaria cuantas más actividades musicales del más diverso tipo favorecen tendencias y necesidades no aclaradas, en su mayor parte de dominación.

Pero la música no es ideología meramente en cuanto medio inmediato de dominación, sino también como manifestación de la falsa consciencia, como superficialización y armonización de los opuestos. Lo mismo que novelas del tipo de las de Gustav Freytag[3], así también se considera ideología mucha música de la era llamada altoliberal –incluida alguna muy famosa, como la de Chaikovski–, que por ejemplo aplica la forma sinfónica sin arrostrar en el discurso compositivo los conflictos planteados por la propia idea de ésta, y se limita a presentarla eficazmente, por así decir superficial, decorativamente, según un patrón semejante al de las figuras buenas y malas en las novelas convencionales. No es, por tanto, como la relación de la producción recíproca, antagónica, como en general se entiende la relación entre todo y parte. Precisamente en la renuncia a la configuración de ésta y en la nivelación de los contrarios hasta convertirlos en meras componentes de una forma reificada que sus contrastes «rellenan», estriba la eficacia de tales piezas, la posibilidad de oírlas cómodamente; una popularidad que se basa en la reducción a la determinación sensible de lo que sólo se justificaría como espiritual.

Aquí el verdadero problema musicológico es, omnímodamente, el de la mediación. A la vista de la esencia aconceptual de la música, que impide llevar tales intelecciones a aquella clase de evidencia que, por ejemplo, en la literatura tradicional el contenido material parece permitir, afirmaciones como la del carácter inmanentemente ideológico de una música amenazan con reducirse a una mera analogía. Contra ello sólo ayuda la realización de un análisis técnico y fisiognómico que describa incluso los momentos formales, como los del sentido musical constituido en el contexto, o bien su ausencia, y partiendo de él concluya en lo social. Los constituyentes formales de la música, en último término la lógica de ésta, cabe articularlos socialmente. Es difícil formular abstractamente cómo hacer esto o aprender a hacerlo. Los intentos en ese sentido se sustraen al arbitrio, en todo caso, por su coherencia interna y capacidad para arrojar luz sobre los momentos individuales. Precisamente las tareas decisivas de una sociología de la música, las del desciframiento social de la música misma, se niegan a esa verificabilidad positivistamente palpable que se basa en datos sobre hábitos de consumo musical o en la descripción de organizaciones musicales, sin entrar en el asunto mismo, la música. Condición de una productiva sociología de la música es la comprensión del lenguaje de la música mucho más allá de la que posee quien meramente aplica a la música categorías sociológicas, más allá incluso de la que la oficial y petrificada educación musical en los conservatorios o la musicología académica procuran. El futuro de la sociología de la música dependerá esencialmente del refinamiento y reflexión de los métodos de análisis musical y de su relación con el contenido espiritual, el cual en arte no se realiza sino en virtud de categorías técnicas.

En la sociedad considerada en su conjunto, ya únicamente por su existencia la música ejerce una nada desdeñable función de distracción; aquello en lo que, por ejemplo, ocupa a sus consumidores la vida musical oficial, la cuestión de si el señor X ha tocado el Concierto en sol mayor de Beethoven mejor que el señor Y, o si la voz del joven tenor está harto gastada, tiene muy poco que ver con el contenido y el sentido de la música, y en cambio contribuye lo suyo al velo cultural, a la ocupación con un espíritu degradado a educación, que impide a muchos ver siquiera lo más esencial. La neutralización de la música como objeto de la industria cultural y de la cháchara cultural sería incluso un digno objeto de la sociología de la música en la medida en que ésta, por su parte, no se entrega a esa neutralización. Cualquier intento de combatir la neutralización resucitando, como se dice, la música sin percibir hasta qué punto el destino de ésta depende del proceso social global es, lisa y llanamente, ideología. A ella la música en su conjunto se presta sin duda especialmente bien, porque su aconceptualidad permite a los oyentes sentirse en gran medida ante ella como sentientes; asociar, pensar cualquier cosa que se les ocurra. Funciona como un espejismo y una satisfacción vicaria, y ni siquiera se deja, lo mismo que la película de cine, captar en el acto. Esta función llega desde el adormecimiento, el estímulo de una situación que de antemano excluye los comportamientos racionales y críticos, hasta el culto de la pasión como tal, ese irracionalismo propio de las concepciones del mundo que desde el siglo xix tan íntimamente se ha vinculado con las tendencias represivas y violentas de la sociedad. La música, muchas veces en oposición a su propio contenido y a su propio sentido, contribuye a la «ideología del inconsciente». Consuela «calentando los corazones», impotente y engañada sobre el progresivo enfriamiento racional del mundo tanto como por otra parte –así en Wagner– incluso justifica la perenne irracionalidad de la situación global.

Max Weber, autor del proyecto más comprehensivo y ambicioso de una sociología de la música hasta la fecha –ahora se encuentra impreso como apéndice en la nueva edición de Economía y sociedad–, resaltó la categoría de la racionalización como la categoría decisiva desde el punto de vista de la sociología de la música y con ello se opuso al irracionalismo dominante en la consideración de la música, sin que, por lo demás, su ricamente documentada tesis hubiera cambiado mucho en la religión burguesa de la música. La de la música es, incuestionablemente, la historia de una racionalización progresiva. Tuvo fases como la reforma de Guido[4], la introducción de la notación mensural, la invención del bajo cifrado, la afinación temperada, finalmente la tendencia, desde Bach irresistible, hoy llevada al extremo, a la construcción musical integral. No obstante, la racionalización –inseparable del proceso histórico de aburguesamiento de la música– sólo constituye uno de sus aspectos sociales, lo mismo que la racionalidad misma, la Ilustración; sólo un momento en la historia de la sociedad de siempre, aún irracional, «naturalista». Dentro de la evolución global en que participó de la racionalidad progresiva, sin embargo, al mismo tiempo, la música siempre fue también la voz de lo que en la senda de esa racionalidad se dejaba atrás o se le sacrificaba como víctima. Esto define no sólo la central contradicción social de la música misma, sino también la tensión de la que hasta ahora ha vivido la productividad musical. Por su puro material, la música es el arte en que los impulsos prerracionales, miméticos, se afirman rotundamente y al mismo tiempo aparecen en constelación con los rasgos de la progresiva dominación de la naturaleza y el material. A ello debe esa trascendencia con respecto a la ocupación en la mera autoconservación, que motivó a Schopenhauer a situarla en lo más alto de la jerarquía de las artes en cuanto objetivación inmediata de la voluntad. Si alguna lo hace, ella es de hecho la que, por tanto, llega más allá de la mera repetición de lo que sin más ocurre. Pero, al mismo tiempo, precisamente por eso es también útil para la reproducción constante de la estupidez. Es, en consecuencia, más que ideología, lo más próximo a su monstruosidad ideológica. En cuanto zona especial de cultivo de lo irracional en medio del mundo racional, se convierte en lo absolutamente negativo, tal como la actual cultura industrial lo planea, produce, administra racionalmente. La irracionalidad de su efecto, calculada al detalle para que los hombres no se salgan de la fila, parodia aquella protesta contra el predominio del concepto clasificatorio, de la cual la música únicamente es capaz allí donde, como han hecho los grandes compositores desde Monteverdi, se somete a la disciplina de la racionalidad. Sólo en virtud de tal racionalidad va más allá de ésta.

En fenómenos como la irracionalidad socialmente manipulada de la música se expresa una situación de mucho mayor calado social, como es la prelación de la producción. Las investigaciones en sociología de la música a las que gustaría eludir las dificultades del análisis de la producción ateniéndose a las esferas de la distribución y del consumo ya se mueven con ello dentro de ese mecanismo del mercado, sancionan esa primacía del carácter de mercancía en la música, que convendría que la sociología de la música aclarara. Las investigaciones empíricas que parten de las reacciones de los oyentes en cuanto el material científico último y firmemente dado son falsas porque no comprenden esas reacciones como aquello en que esencialmente al menos se han convertido, como funciones de la producción. A este respecto, en el territorio global de la música consumida, un proceso de producción organizado y guiado según el modelo del procedimiento industrial ha sustituido mientras tanto lo que se entendía por el concepto de producción artística. Además, las dificultades de asegurarse de los efectos sociales de la música son apenas menores que las que entraña el descubrimiento de su contenido social inmanente. Pues lo que se puede averiguar son las opiniones de los encuestados sobre la música y sobre su propia relación con ella. Pero estas opiniones, preformadas por mecanismos sociales como la selección de lo ofrecido y la propaganda, no resultan normativas sobre el asunto mismo. Lo que los encuestados opinan sobre su relación con la música, sobre todo cómo lo verbalizan, no alcanza ni siquiera lo que subjetivamente –individualmente y en términos de psicología social– sucede. Si afirman, por ejemplo, que lo que de una música les ha encantado especialmente es la melodía o el ritmo, difícilmente unen a tales palabras una representación que haga justicia al asunto y sustituyen los conceptos por su contenido vago-convencional: el ritmo, por tanto, por la interacción entre el rígido tiempo contable y las desviaciones sincopadas, la melodía por la voz superior fácilmente reconocible en los periodos de ocho compases en que se desmembra. En la experiencia de la música la introspección es sumamente problemática para quien no se ha sometido a su disciplina específica ni está además excepcionalmente capacitado y entrenado para el autoanálisis. No llevan, sin embargo, más lejos ciertos sólidos métodos experimentales que mediante recuentos y mediciones esperan escapar a esa problemática. El que el pulso de un oyente musical se acelere y cuestiones de esta índole, resulta totalmente abstracto frente a la relación específica con la música oída. Si con aparatos como el Program Analyzer desarrollado por Frank Stanton[5] en el marco del Princeton Radio Research Project se intenta averiguar a qué pasajes de una música se responde positiva o negativamente, semejante procedimiento presupone justamente aquel tipo de audición al mismo tiempo atomista y cósica, la captación de la música como una suma de estímulos sensuales, que es, por su parte, lo que habría que investigar. A lo rudimentario de semejantes métodos de ensayo se le escapa la complejidad de la respuesta incluso a primitivísimas piezas musicales; la exactitud del método se convierte en un fetiche que engaña sobre la irrelevancia de lo que con ella se puede elucidar. De ningún modo, no obstante, debe con ello negarse todo valor epistémico a las técnicas de laboratorio en sociología de la música; en no pocos respectos se ajustan a sus víctimas como un guante. Quizá sean útiles para la estimación cuantitativa de los comportamientos sociales con respecto a la música; pero incluso entonces sólo en la medida en que el análisis sociológico las confronte con el sentido de aquello a lo que se reacciona y estudie las condiciones sociales objetivas de tales efectos.

El concepto de producción no cabe, sin embargo, ni plantearlo absolutamente ni identificarlo sin más con la producción social de bienes. El hecho de que en la música en general una esfera particular de producción se haya desarrollado y se haya autonomizado frente a la reproducción y el consumo es él mismo consecuencia de un proceso social, el del aburguesamiento. Está conectado con categorías como la de la autonomía del sujeto por un lado, la de la autonomización de la mercancía y del valor de ésta por otro. Lo que ante todo ha separado a la producción musical de los demás procesos musicales ha sido la división social del trabajo. Esto posibilitó primero la gran música de los últimos 350 años: un hecho que precisamente es pasado por alto por ponderaciones sociales ingenuas a las que les gustaría revocar esa autonomización de la producción en aras del ídolo de la inmediatez musical. La producción en música no es «original» en un sentido comparable a la producción de los medios de vida para la autoconservación de la sociedad, sino algo surgido con posterioridad. Pero históricamente adquirió una primacía que la actual sociología de la música no puede negar. A este respecto, en la producción hay momentos como la autonomía de la necesidad de expresión, y sobre todo la lógica objetiva de la cosa seguida por el compositor, que se han de distinguir de las leyes de producción de mercancías para el mercado que durante toda la época burguesa rigen y en secreto alcanzan hasta a los más sublimes momentos estéticos. La tensión entre ambos momentos constituye algo muy esencial dentro de la esfera de producción musical. No sólo se han opuesto mutuamente, sino que también han estado mutuamente mediados en la medida en que, en todo caso, a lo largo de considerables periodos de tiempo la sociedad ha honrado la autonomía de la obra precisamente en nombre de la pureza del arte y del derecho de la individualidad; la sociedad ha fomentado incluso la libertad de la música con respecto a fines sociales. Sólo hoy en día, cuando la administración tiende a asumir toda la cultura musical, parece abrogada esa libertad, así como la misma tendencia evolutiva de la música se vuelve contra su libertad. Ya no cabe tomar à la lettre el individualismo de la música altoburguesa. Ésta no se puede construir según el modelo de la propiedad privada, como si los grandes compositores la modelaran a voluntad en virtud de su especificidad psicológica. Como todo artista productivo, al compositor le «pertenece» incomparablemente mucho menos de su obra de lo que se figura la opinión vulgar, de siempre orientada por el concepto de genio. Cuanto más grande una pieza musical, tanto más se comporta el compositor como su órgano ejecutor, como alguien que obedece a lo que de él quiere la cosa. El aserto de Hans Sachs en Los maestros cantores, según el cual el compositor se impone a sí mismo la regla y luego la sigue, atestigua la incipiente autoconsciencia de eso y al mismo tiempo el «nominalismo» social de la modernidad, la cual ya no se enfrenta con ningún orden artístico sustancialmente confirmado. Pero incluso la regla autoimpuesta lo es meramente en apariencia. Refleja en verdad el estado objetivo del material y de las formas. Uno y otras están en sí socialmente mediados. El camino a su interior es el único a su conocimiento social. La subjetividad del compositor no se añade a las condiciones y desiderata objetivos. Se pone a prueba superando precisamente el propio impulso, que por supuesto no se puede eliminar con el pensamiento, en esa objetividad. No está él, por tanto, encadenado a objetivas premisas sociales de la producción, sino que incluso su auténtico logro, el de una especie de síntesis lógica de su propia esencia, en él lo más subjetivo de todo, acaba por ser él mismo social. El sujeto compositivo no es individual, sino colectivo. Toda música, aun si fuese la más individualista, posee un inalienable contenido colectivo: todo sonido no dice ya otra cosa que Nosotros.

Este contenido colectivo, sin embargo, rara vez es el de una determinada clase o grupo. Los intentos de fijar la música a su pertinencia social tienen algo de dogmático. Ni el origen ni la biografía de un compositor, ni siquiera tampoco el efecto de la música sobre un estrato particular, aportan nada concluyente desde el punto de vista sociológico. La gesticulación social de la música de Chopin es –de un modo cuya fisiognomía concreta aún habría que delinear– aristocrática; pero su popularidad dimana precisamente de este gesto aristocrático. En cierta medida transforma al burgués, que querría percibirse a sí mismo en su eufónica melancolía, en un noble. En su conjunto, la música hoy en día viva es burguesa; la preburguesa sólo se ejecuta con intención histórica, y las pretensiones por parte del bloque del Este de que la que allí se produce emana del socialismo se refutan en lo que resuena mismo, lo cual no hace sino recalentar clichés de tardorromanticismo pequeñoburgués y evita cuidadosamente todo aquello en que la música se desvía de las necesidades conformistas de consumo. Pero sin duda la música refleja en sí las tendencias y contradicciones de la sociedad burguesa en cuanto una totalidad. La idea de la unidad dinámica, del todo en la gran música tradicional, no era otra que la de la misma sociedad. Le es anejo el reflejo de la actividad social –en último término, del proceso de producción– fundido con la utopía de una solidaria «unión de hombres libres». Sin embargo, la contradicción hasta hoy inseparable de toda gran música entre lo universal y lo particular –y la posición de la música se mide precisamente por si expresa formalmente esta contradicción y en último término la devuelve al primer plano, en lugar de ocultarla tras una armonía de fachada– no es otra cosa que el hecho de que el interés particular y la humanidad apuntan en direcciones realmente divergentes. La música trasciende a la sociedad al contribuir por su propia configuración a dar voz a esto y al mismo tiempo reconciliar lo irreconciliable en una imagen anticipatoria. Pero cuanto más profundamente se pierde en ello, tanto más se aliena desde mediados del siglo xix, desde el Tristán, del entendimiento con la sociedad establecida. Si de por sí hace de sí algo deseado, socialmente útil, de lo que los hombres obtienen algo, según su propio contenido de verdad traiciona a los hombres. Su relación con el valor de uso es, como la de cualquier arte hoy en día, totalmente dialéctica.

Si las atribuciones de la producción musical a intereses y tendencias sociales particulares son cuestionables, sin embargo, en la música tradicional pueden percibirse caracteres específicamente sociales. En Mendelssohn se oirá el tono por lo demás algo forzado de una burguesía media a salvo tanto como en Richard Strauss, algo propio de la gran burguesía progresista, su élan vital intuicionista, contrario a la pedantería del sistema de una pulida lógica musical, emparejado con una cierta brutalidad, un poso de lo ordinario, de un modo similar al talante expansionista de la gran burguesía industrial alemana. La liberación de lo estrecho y mohoso se alía con la implacabilidad imperialista. No obstante, semejantes constataciones fisiognómicas son tan irrefutables –y su valor epistémico probablemente sería de todas todas superior al de los más seguros datos estadísticos referidos a la música– como difícil es hacerlas conmensurables según las reglas de juego científicas establecidas. Precisamente aquí es donde la sociología de la música debe combinar la capacidad para la coejecución musical inmanente con la soberanía para distanciarse del fenómeno y hacerlo socialmente transparente. Un enfoque fisiognómico de la expresión social de los lenguajes artísticos formales constituye un momento necesario del conocimiento en sociología de la música. Como canon podría servirle el hecho de que en música todas las formas musicales, todos los elementos lingüísticos y materiales han sido ellos mismos contenidos alguna vez; el hecho de que atestiguan algo social y la insistente mirada del estudioso debe despertarlos como sociales. Ésta no puede en esto limitarse al origen social de esos elementos, a la conexión con el canto y la danza, por ejemplo, sino que ante todo atañe a las tendencias que han transformado estos elementos, originariamente de contenido y con una función social, en compositivamente formales, y los han desarrollado.

Estas tendencias son complejas. Por una parte, se refieren a la evolución inmanente, por así decir autónoma, de la música, análogamente a como la historia de la filosofía presenta un conjunto en sí relativamente cerrado de problemas. Este aspecto de la sociología de la música está muy cerca de la «historia del espíritu», sólo que no se ocupa tanto de la «comprensión» de las intenciones objetivas del compositor como de la objetividad técnica y sus postulados. La evolución musical autónoma refleja el todo sin ventanas, simplemente en virtud de su propia consecuencia, como la mónada de Leibniz. El modo integral de composición que se desarrolla a partir de las exigencias de una coherencia puramente compositiva expresa, por tanto, las tendencias a la integración de la sociedad burguesa en su propio transcurso, pues sus categorías latentemente dominantes son idénticas a las del espíritu burgués, sin que a este respecto puedan siempre postularse influencias sociales desde fuera. Por otra parte, sin embargo –y esto pone a la sociología de la música en oposición a la mera historia del espíritu–, ese conjunto de motivaciones inmanentes a la música, cuyas implicaciones sociales cabe extrapolar vez por vez, pese a todo se mueve de un modo no por entero cerrado. La música se desarrolla según su propia ley, secretamente social, y a su vez no sólo se mueve y desvía según ésta, sino ella misma en virtud de campos sociales de fuerza. En tal medida, no constituye una unidad de sentido comprensible sin fisuras, un continuum. El estilo galante que a comienzos del siglo xviii desplazó a Bach y el nivel de dominio del material musical por él alcanzado no cabe explicarlo desde la lógica musical, sino desde el consumo, desde las necesidades de una clientela burguesa. Las innovaciones de Hector Berlioz tampoco son consecuencia de los problemas compositivos planteados por Beethoven, sino que están mucho más determinadas por el nacimiento de procedimientos industriales externos a la música, de una concepción de la técnica radicalmente distinta del arte compositivo clásico. En él y en los compositores inmediatamente seguidores de él, Liszt y más tarde Richard Strauss, parecen olvidadas las conquistas del Clasicismo vienés, lo mismo que éste había olvidado las bachianas. Tales rupturas son objeto de la sociología de la música en una medida tan alta como las tendencias en sí unificadoras, y la relación entre ambos momentos no sería el último entre sus objetos. En general, es precisamente en virtud de tales rupturas, es decir, a través de la discontinuidad, no inmediatamente, como ha podido imponerse la gran tendencia social de la música globalmente considerada. Queda con esto descartada una concepción rectilínea del progreso musical. Ésta puede en todo caso referirse meramente al nivel del dominio racional del material, no a la calidad musical de las obras en sí, la cual ciertamente ha crecido en paralelo con ese nivel, pero de ningún modo es siempre una con él. Sin embargo, incluso el dominio del material aumenta en un movimiento espiral sólo comprendido por un conocimiento que también se acuerda de lo que se pierde o queda en el camino. Para semejante concepción, las antinomias, contradicciones necesarias, son los fermentos de un conocimiento social. Las discordancias en los procedimientos técnicos de un compositor de máximo nivel formal como Richard Wagner proclaman la imposibilidad socialmente diseñada de lo que pretendía, una obra de arte que reuniría a la sociedad burguesa en torno a un culto, y por tanto la falsedad del contenido objetivo de sus mismas obras: en éstas puede captarse la esencia ideológica de aquél. La reducción de la música grande, lograda, a la sociedad es tan cuestionable como la de cualquier cosa verdadera; pero todo malogro que no derive meramente de la contingencia del talento, sino que se considere inevitable, indica algo social. La sociología de la música tampoco puede quedarse en el concepto de talento como en el de un dato natural. Las épocas y las estructuras sociales tienden a producir aquellas dotes, aunque sean críticas, que se les adecuan. Los actuales intentos de integración musical llevados al extremo y acompañados por la sombra de la reificación derivan no sólo del nivel del material y de los procedimientos desarrollados por la escuela vienesa de Schönberg, sino que al mismo tiempo armonizan con el mundo administrado que, sin consciencia de ello, por así decir copian y, por supuesto, al definirlo, también superan. Hoy en día, el criterio de la verdad social de la música es la medida en que según su contenido, el cual forma parte de su constitución inmanente, aparece en oposición a la sociedad en la que surge y en la que se difunde: la medida en que ella misma, siquiera en un sentido mediado, es «crítica». A veces, por ejemplo en la época que encanta describir como la de la burguesía emergente, esto fue posible sin que la comunicación social resultara interrumpida. La Novena sinfonía pudo proclamar la unidad de lo que la moda ha dividido estrictamente[6] y encontrar sin embargo su público. Desde entonces se da, sin duda, una relación inmediata entre el aislamiento social de la música y la seriedad de su contenido social objetivo, sin que, por supuesto, el aislamiento como tal en que puede encontrarse con el puro sinsentido garantice ese contenido social.

La interpretación sociológica de la música es tanto más adecuadamente posible cuanto más altura alcanza la música. Si es más simple, regresiva, fútil, la interpretación se hace cuestionable. Qué da ventaja en el favor del público a un éxito de ventas con respecto a otro cuesta más de entender que, por ejemplo, distinguir entre sí los valores sociales en la recepción de diferentes obras de Beethoven. Mientras que los procedimientos administrativos de investigación especialmente desarrollados en conexión con el Radio Research, tal como se aplican a la música ligera en los Estados Unidos, desde el punto de vista del análisis del mercado dan en el clavo al considerarla algo administrado como un monopolio, en cuanto a su existencia e impacto sociales hasta hoy en día lo más banal es lo más enigmático. Resulta a este respecto pertinente la pregunta lanzada por el teórico vienés Erwin Ratz[7]: ¿cómo propiamente hablando puede una música ser vulgar?; es más, ¿qué es en general la banalidad desde el punto de vista estético y social? Por supuesto, la respuesta implica también la de la pregunta contraria: ¿cómo puede la música elevarse por encima de ese ámbito del mero ente, al cual sin embargo ella misma debe a la vez la posibilidad de su propia existencia? La división en lo serio y lo ligero, en categorías que se contraponen rígida e irreconciliablemente, hoy en día institucionalizada y definida por categorías administrativas como la de música de entretenimiento, precisa de interpretación social en sus diferentes niveles. Corresponde a aquella brecha establecida desde la Antigüedad entre arte superior e inferior, la cual demuestra nada menos que el fracaso social de toda cultura hasta hoy. La industria cultural acaba por aprestarse a hacerse cargo de la música en su conjunto. Incluso la que es diferente perdura económica y por tanto socialmente sólo bajo el amparo de la industria cultural a la que se opone: una de las contradicciones más flagrantes en la situación social de la música. El control centralista sitúa con toda probabilidad a la música inferior –por ejemplo, gracias a las refinadas prácticas jazzísticas– al nivel de la técnica, análogamente a lo que en el cine actual sucede con sus elementos crudamente bárbaros. Pero al mismo tiempo la administración dominante nivela la música con esa producción de mercancías que se oculta tras la voluntad de los consumidores, la cual, por supuesto, en cuanto manipulada y reproducida, converge con la tendencia de la administración. En cuanto una más entre las actividades de tiempo libre, la música se asemeja a aquello cuya desviación constituye su propio sentido: ésta es su prognosis sociológica. La contradicción consigo misma en que incurre desmiente la integración de producción, reproducción y consumo que se abre paso. La de la actual cultura musical, en cuanto la unidad de la industria cultural, es la autoalienación perfecta. Tan poco tolera ya nada que no lleve su sello, que los consumidores han dejado incluso de ser conscientes de ella. Lo que se ha logrado es una falsa reconciliación. Lo que sería próximo, la «consciencia de las penurias», se convierte en lo insoportablemente extraño. Pero lo más extraño, con que la maquinaria martillea a los hombres y que ya no contiene nada de ellos mismos, se les aparece en cuerpo y alma como algo insoslayablemente próximo.

[1] En inglés, «marco de referencia». [N. de los T.]

[2] Surgidos a principios del siglo xix, los grupos del Movimiento de la Juventud en Alemania simplemente se definían en principio por una actitud antiburguesa que implicaba la vuelta a la naturaleza y la vida en comunidad: la Música de la Juventud, expresión musical de este ideal, ponía el acento en la práctica colectiva –corales con acom­pañamiento de guitarra– del canto popular. Estos grupos fueron progresivamente politizándose y el nacionalsocialismo acabó prohibiendo el Movimiento de la Juventud tras haber asimilado a muchos de sus miembros. Su órgano de expresión era la revista Anfang [Albor]. Cuando en 1952 resurgieron, Adorno sostuvo con sus representantes una dura polémica, que alcanzó su punto de máximo ardor en Disonancias y a la que se alude en «Música y nueva música». [N. de los T.]

[3] Gustav Freytag (1816-1895): novelista, dramaturgo y filólogo alemán. En 1847 fundó en Berlín el semanario Die Grenzboten, que se convirtió en órgano del liberalismo austroalemán. En su estilo se combinan el vigor expresivo, un realismo no exagerado y, ocasionalmente, el humor. A partir de los años setenta del siglo xix, escribió varias obras de talante patriótico. [N. de los T.]

[4] Guido d’Arezzo (ca. 991-d. 1033): teórico italiano de la música. Desarrolló un sistema de notación precisa de las alturas basado en líneas y espacios, similar al pentagrama moderno. [N. de los T.]

[5] Frank Stanton (1908): ejecutivo estadounidense de radio y televisión. Dentro del Princeton Radio Research Project, que bajo los auspicios de la Fundación Rockefeller y la dirección de Paul Lazarsfeld trataba de estudiar los efectos de los medios de comunicación de masas sobre la sociedad, Stanton inventó el Program Analyzer, un aparato electrónico que determinaba la probable fuerza de atracción de un programa radiofónico sobre los oyentes. El cuartel general de este proyecto se encontraba en la Universidad de Princeton, donde Adorno dirigió la sección de música entre 1938 y 1941. [N. de los T.]

[6] «lo que la moda ha dividido estrictamente»: cita de la Oda a la alegría de Schiller en el movimiento final de la Novena sinfonía de Beethoven (v. 9). [N. de los T.]

[7] Erwin Ratz (1898-1973): musicólogo austríaco. Profesor de formas musicales en la Academia de Música y Artes Plásticas de Viena, entre sus trabajos teóricos destaca la Introducción a la teoría de las formas musicales. Fue editor de las obras de Mahler. [N. de los T.]